Capítulo 135. EL HOMBRE DEL RETRATO


Un verdadero palacio. Doña Clarita se quedó con la boca abierta cuando el automóvil terminó de subir la cuesta y el casco de la estancia La Valkiria apareció frente a ella en todo su esplendor.

¡Qué belleza!, exclamó la Pulposa Viuda, al ver la fachada de vigas entramadas, y el techo gris de pizarra, y la torre con su cúpula, que parecía la torre de un castillo medieval.
¿Y? ¿Qué le dije?, gritó en su oído Herr Neumann, para hacerse oír por encima del ruido del motor.
El chofer hizo girar el volante. El automóvil describió un semicírculo sobre el sendero de grava, hasta quedar frente a la puerta principal.
¡Qué lugar más hermoso! ¿De verdad es suyo?
Y pronto será suyo, Señora González, si acepta ser mi esposa.
¡Herr Neumann, qué cosas dice!
El ruido del motor se detuvo. El chofer bajó de un salto y corrió a abrir la puerta de doña Clarita; bajo el estribo ya había colocado un taburete, para que ella pudiera descender con toda comodidad, apoyando sobre él su delicado botín.
Madame…, dijo el joven, ofreciéndole su enguantada mano.
Se había olvidado por completo de Herr Neumann, que tuvo que arreglarse por su cuenta para bajar por la otra puerta, tras deslizar su cuerpo pequeño y rechoncho sobre el tapizado de cuero, doloridos sus huesos por las tres horas de travesía.
Ach, du liebe Zeit!, exclamó el anciano caballero, al sentir que su pie no tocaba tierra, tras estirarlo por encima del estribo. ¡Rodolfo!
¡Ahí voy, patrón!, se apuró a asistirlo el muchacho, que llegó cuando las fuerzas del Austríaco Terrateniente ya flaqueaban, a punto como estaba de dar con sus huesos contra el suelo.
¡Con cuidado, imbécil!
Había quedado en una postura algo ridícula, poco digna de un caballero de su condición.
¡No me agarres de ahí, maldita sea!
Diga que doña Clarita no lo vio, ocupada como estaba en saludar a un perrito que había salido a recibirla.
¿Y esta belleza?
Un lulú de Pomerania, peludo como un pompón, que se paró sobre las patas traseras y comenzó a hacerle fiestas.
Ven aquí…, lo levantó en brazos la Viuda. ¿Cómo te llamas?
Aún quedaban unos manchones de nieve en el jardín, pese a lo avanzado de la primavera. El aire era más puro, en aquella región de montaña. El sol brillaba con más intensidad.
Schatzi!
De la casa salió un rubio muy delgado, de nariz respingona. No le hizo ni pizca de gracia ver allí el Chevrolet de Herr Neumann, al que sin duda ya había escuchado llegar.
Schatzi!, repitió con voz muy fina, Schatzi! Kommt hier!
¡Ah, Jürgen!, dijo Herr Neumann, ya repuesto de su accidentado descenso. ¿Cómo va todo por aquí? ¿Han reparado ya el techo del galpón?
El Rubio levantó una ceja, visiblemente molesto.
Señor Maier, para Usted, lo corrigió en tono glacial.
Menos gracia todavía le hizo ver a su perrita en brazos de aquella desconocida, una mujer de dudosa moralidad, a quien el Viejo debió de haber llevado allí con obvias intenciones.
¿Podría devolverme a Schatzi, por favor?, le dijo, extendiendo los brazos hacia su lulú.
El Señor Maier era un hombre de aspecto peculiar, que combinaba en su vestimenta los elementos más dispares: botas y bombachas de gaucho con camisa de encaje y chaleco de terciopelo; corbatín de lazo con sombrero tirolés; gastaba gemelos de oro, y un anillo de oro en el dedo meñique; por encima de su faja de tejido tehuelche asomaba, como un accesorio más, la culata de una Luger Parabellum.
Cómo no, aquí tiene, sonrió doña Clarita.
Wuff, wuff! ladró y se retorció en el aire la pequeña Schatzi, pidiendo que la dejaran en brazos de aquella desconocida.
Schatzi! Es reicht aber!, chilló mortificado el Sr. Maier. ¿A qué debemos el honor de su visita, Herr Neumann? ¿Ha venido a traernos la correspondencia?
Ja, ja, este Maier, qué chistoso, rio de manera forzada el Viejo, tratando de restarle importancia al asunto. Haz que nos preparen la cena, ¿quieres? Pasaremos la noche aquí.
¿Cómo dice?, preguntó con su voz aguda de soprano el Rubio.
Doña Clarita intentó reprimir una sonrisa. Si la mucama de Herr Neumann no le hubiera contado ya que el Viejo le había mentido, al afirmar que aquella propiedad era suya, ella sola se hubiera dado cuenta, al ver el frío recibimiento que aquel personaje le dispensaba a quien era supuestamente su patrón.
El Barón no me ha informado de su llegada, Herr Neumann. Me temo que no estamos preparados para recibir visitas.
¿Visitas? ¿De qué demonios hablas?
Mi estimado Caballero, ya le he pedido que no me tutee, respondió en tono amable pero firme el Sr. Maier, quien, a diferencia del Viejo, hablaba en un castellano irreprochable, con un acento extranjero apenas perceptible.
El ama de llaves se ha tomado la semana libre, por cuestiones de salud, y yo estoy ocupado con trabajos administrativos, Herr Neumann, así que...
Oh, vamos, Maier, se acercó a él y comenzó a hablarle de forma más amable el Viejo, en alemán. Doña Clarita no comprendió lo que decían, pero aún así notó el tono suplicante del Carcamán, y la forma altiva en la que el Rubio le respondía.
Nein, nein, tut mir leid, negaba obstinadamente con la cabeza el Sr. Maier, quien, tras echar una rápida ojeada a doña Clarita, agregó, en voz baja pero audible, en un español bien castizo:
Mi querido Herr Neumann, esto no es un burdel…
Herr Neumann se quedó tan desconcertado que no supo qué responder. El chofer, que estaba de pie al otro lado del automóvil, miró en otra dirección.
Estimado Sr. Maier…, dio un paso hacia él doña Clarita, ya es un poco tarde para volver a La Primavera, por ese camino tan escarpado. ¿No tendría la amabilidad de acomodarnos aquí, tan sólo por esta noche? En habitaciones separadas, se entiende, conservando las debidas formas…
El Sr. Maier se la quedó mirando, con sus ojos de un celeste muy claro, que estaban (según le pareció a doña Clarita) delineados con lápiz de kohol.
Wuff! Wuff!
Está bien, dijo al fin el Rubio, de mala gana. Pueden quedarse, sólo por esta noche. ¡Y sólo porque Schatzi me lo pide!
***
El interior de la mansión era aún más impactante que su fachada: finos muebles de caoba, alfombra turca, pequeñas estatuas de mármol aquí y allá... No había luz eléctrica (estaban en mitad de las montañas) aunque sí unas modernas lámparas de parafina que iluminaban aún más que las bombillas. Lo que más impresionaba a doña Clarita no era el lujo (había estado ya en casas más lujosas, en Buenos Aires, en Montevideo, en París). Lo que más le llamaba la atención era el buen gusto conque todo estaba dispuesto.
¡Qué lugar tan encantador!, exclamó.
Un cuadro dominaba el salón, el retrato de un caballero en uniforme militar, frente a lo que parecían las ruinas de un antiguo templo. El pincel del artista había plasmado con maestría la mirada orgullosa, la frente despejada, la gallarda postura.
¿Y este quién es?, preguntó la Viuda, gratamente impresionada.
Ah, es un pintura que dejó el dueño anterior, dijo despectivamente Herr Neumann. Aún no me decido a sacarla, hay mancha de humedad en el pared...
¡Juuu!, silbó el Señor Maier, que venía un paso más atrás.
Herr Neumann le dirigió una mirada de pocos amigos; mirada que el Rubio ignoró, empeñado como estaba en hacerle la vida difícil al anciano Casanova.
Como ya les he contado, el ama de llaves no está bien de salud, por lo que deberán arreglarse por su cuenta. La cocina es por allí.
No se preocupe por nosotros, Señor Maier, dijo la Viuda, ¿podría indicarme si hay alguna sala de baño en la casa?
No hay una, sino tres.
¿Ah, sí?
Le mostraré la del piso superior, la que usa el Barón cuando se aloja con nosotros.
No sabe cuánto se lo agradezco, respondió doña Clarita, que subió junto a él por la amplia escalera de roble de Eslavonia.
Wuff, wuff!, cerraba la marcha Schatzi, que daba saltitos de escalón en escalón.
Herr Neumann se quedó abajo, olvidado y solo, con el corazón estrujado, viendo alejarse la deliciosa figura de doña Clarita: su negra cabellera cayendo en cascada, los reflejos cambiantes de su vestido, la intermitente blancura de sus medias por debajo de la enagua…
¡La haré mía!, dijo en voz alta el Viejo, apretando los puños. ¡Lo juro! Aunque sea lo último que…
De pie al lado suyo descubrió a su chofer, contemplando a la Viuda él también, igual de ensimismado.
¡Rodolfo! ¿Qué haces aquí?
Eh… yo… titubeó el muchacho.
Algo traía en la mano, el cofre de doña Clarita, el único equipaje que había llevado en aquella excursión.
¡Ah, mis cosméticos!, gritó desde arriba doña Clarita, asomándose a la balustrada. ¿Puedes traérmelos, Rodolfo?
El muchacho trepó la escalera en menos de lo que se dice, subiendo los escalones de a dos y de a tres.
Gracias. Eres muy amable.
No hay de qué, Madame, se tocó la visera el joven, que bajó con una sonrisa de oreja a oreja, como si acabara de realizar una proeza. Al llegar abajo se encontró con la mirada severa de su patrón:
¿Qué esperas? Ponte a trabajar.
Rodolfo lo miró sin comprender.
¿Acaso no escuchaste al maricueta? La cocinera no está, debes prepararnos la cena.
¿Quién, yo?
 
***
 
El baño era igual de sofisticado que el resto de la casa, y estaba calefaccionado por un enorme radiador de hierro fundido.
Si desea tomar un baño, dijo el Rubio, sólo tiene que abrir una de estas canillas…
Le mostró los robinetes de bronce, que encima tenían las letras H y K.
…y tendrá agua fría o caliente, según necesite.
¡Pues sí que me haría falta!
Allí tiene las toallas. Aquí están las sales de baño, y el jabón…
La dejaron sola. Ya dentro de la tina, con el agua a la altura del mentón, doña Clarita contempló su situación. Verdad es que aquel viaje había sido una farsa, ya desde el principio. Tanto por parte del viejo, que quería presumir de una propiedad que no era suya (con el único propósito de meterla entre las sábanas), como por parte de ella, que le seguía la corriente, también con segundas itenciones.
¿Cuánto dinero? ¿Mucho?
Sí, Madame. ¡Una fortuna!, le respondió Frida, la gordinflona mucama de Herr Neumann, que sabía la combinación de la caja fuerte, y le hizo a doña Clarita una propuesta por demás tentadora:
Usté consigue auto, Madame, y nosotras escapa con todo dinero que hay en caja fuerte. ¡Luego nosotras divide, mitá y mitá!
¿Hablas en serio?
Frida sólo puso una condición: que llevaran con ellas a la otra mucama, a María, la indiecita, de quien Frida no deseaba separarse, bajo ningún concepto. Vaya par de desviadas, pensó doña Clarita, que tras meditar la propuesta unos diez o quince segundos dijo:
Está bien. Lo haremos.
Aquella excursión a La Valquiria le brindaba la oportunidad perfecta. La Viuda se propuso llevarse el Chevrolet del Viejo en la primera oportunidad que se le presentara.
Estate preparada, Frida. Estaré de vuelta lo antes posible.
Sí, Madame…
Sin embargo, alzarse con la máquina no resultó tan fácil. Engatusar a ese viejo mentecato, que se tenía por un seductor, no le costó demasiado.
¡Estoy tan feliz de hacer este viaje con Usted, Herr Neumann!
¿De verdad?
Salieron pasado el mediodía, poco después de que el bueno de Inocencio hubiera partido él también, con sus dos caballitos, por el camino que bajaba a la costa. Se habían despedido en bueno términos, pese a todo. A pedido de doña Clarita, el Viejo le había entregado a Inocencio una carta dirigida al dueño del Salón California, un viejo amigo suyo, para que alojara al Paisanito en su casa, los días que fuera necesario, hasta que pasara el primer barco en dirección a Buenos Aires.
Es un gran gesto de su parte, Herr Neumann. Inocencio es un joven sin experiencia, temo que quieran aprovecharse de él.
Pues no lo harán, sacó pecho el Viejo.
Ellos, en cambio, enfilaron hacia el Norte, por un camino que se elevaba hacia la Cordillera. El chofer debía exigir el motor al máximo, en los trechos más empinados.
¿Cómo dice? gritó la Pulposa Viuda, que se pegó a él en el asiento, para escucharlo mejor.
¡Ay!
No le quedó más remedio, en uno de los bandazos, que sujetarse del galante caballero, apoyando su blanca manito sobre aquel pecho varonil.
Usted disculpe, Herr Neumann, dijo doña Clarita, que no se apresuró a soltarlo, ya pasado el peligro.
Se-Señora González, dijo el Viejo, turbados sus sentidos por aquel inesperado contacto. Usted es… es…
¿Qué es lo que soy, Herr Neumann?, preguntó con voz de muchacha inocente la Viuda.
Usted… ¡Es un ángel!
¡Ay, Herr Neumann! ¿Y Usted, sabe lo que es? ¡Un romántico!
¿Lo cree? Ja, ja, ja… ¡No digo que no!
Engañar al Chofer, en cambio, no resultó tan sencillo. El joven parecía inmune a sus encantos. Esquivaba la mirada, cada vez que se encontraba con la suya, y las pocas veces que ella pudo hacerle una pregunta, él le contestaba de manera evasiva.
Dime algo… ¿Rodolfo es tu nombre, verdad?
Sí, Madame.
La oportunidad no se le presentó sino hasta una hora, una hora y media después, cuando pararon a darle un descanso al automóvil. Herr Neumann se perdió entre los arbustos cercanos, dispuesto a darle un alivio a su vejiga. El Chofer levantó el capot del coche, para controlar el nivel de aceite y agregar agua al radiador. Doña Clarita se acercó a él, como quien no quiere la cosa, haciendo girar su parasol. Le preguntó que estaba haciendo, se interesó por el funcionamiento del motor. El joven se mostraba algo parco, al principio.
¿Y es muy difícil conducir este modelo, Rodolfo?
No, Madame. Hay que saber llevarlo, nomás…
El Viejo no volvía. Doña Clarita había detectado un claro en el terreno, no lejos de allí. Un buen lugar para dar la vuelta en redondo, y salir arrancando por donde había venido.
¿Crees que yo pueda aprender a manejarlo, Rodolfo?
Sí, pues doña. Si hay mujeres que manejan también…
¿Ah, sí?
No muchas, pero hay.
No era tan joven, debería andar por los treinta. Tenía el pelo enrulado, y un aire cohibido. Quién sabe lo que le habían contado de ella, y las precauciones que le habían pedido que tuviera…
Y dime, Rodolfo…
Las pestañas de doña Clarita parecían las alas de sendas mariposas, juguetonas y hechiceras. Rodolfo casi podía sentir su trémulo aleteo.
¿Acaso tú… me podrías enseñar?
S… sí, Madame…, dijo el muchacho. Con todo gusto…
¡Qué bien!, dio un grito de alegría doña Clarita, que ahí nomás abrió la puerta y se montó.
¿Cómo? ¿Ahora?
¿Por qué no? ¡No hay tiempo como el presente!
El volante le quedaba un poco lejos, y la palanca de cambios era distinta a lo que ella conocía, aunque esos no le parecieron obstáculos insalvables. La llave estaba puesta. La movió a la posición de contacto y dijo:
Haz girar la manija, Rodolfo. ¡Apúrate, vamos!
 
***
 
La cocina es enorme, cubierta de azulejos color verde agua. Los frascos con los condimentos están alineados en la estantería, con los rótulos escritos en alemán.
¿Y esto, qué diablos será?, destapa uno y lo olisquea Rodolfo. Por si acaso, echa un poco de eso también, dentro de la enorme cacerola, que ya comienza a largar vapor. Revuelve.
¿Y? ¿Cómo va todo?, entra de nuevo en la cocina Herr Neumann, que por lo visto ya está con hambre.
Eh… Va marchando, patrón.
Date prisa. Al terminar deja todo bien limpio, si no al maricueta quién lo aguanta.
No se preocupe, patrón, dijo Rodolfo, que era un hábil conductor y un avezado mecánico, capaz de arreglar cualquier aparato descompuesto que le pusieran enfrente: una caldera, un motor a explosión, la veleta de un molino, unas tijeras neumáticas… Eso lo había hecho ascender de simple peón a un puesto que combinaba las tareas de chofer, arregla-todo, mandadero y secretario a tiempo completo de Herr Neumann.
Bien hecho, Rodolfo, solía decir el Viejo, que rara vez elogiaba a alguien.
Gracias, patrón, respondía Rodolfo, que era un joven inteligente y lleno de recursos, aunque, la verdad sea dicha, de cocinar no tenía la más pálida noción. Podía hacer un chivito a las brasas, como cualquier gaucho que se precie, o un costillar en su punto, pero de las comidas que comían los ricos... Algo hizo, sin embargo. Puso a hervir la olla y fue echando dentro todo lo que encontraba: arroz, polenta, unas remolachas, un par de arenques secos… Cuanto más, mejor.
¿Y esto? ¿Será pimienta?
En tanto revuelve, Rodolfo piensa en la invitada de Herr Neumann. Tampoco él olvida el viaje de esa tarde. La voz de Madame Clarita, suave y rasposa al mismo tiempo, y su risa, que estallaba de pronto, mientras chichoneaba con Herr Neumann en el asiento trasero, pero por el espejo lo miraba todo el tiempo a él.
¿Qué pasa? ¿Me tienes miedo?
No, Madame.
Ya le habían advertido, antes de partir de La Primavera, que aquella mujer era un peligro. Que era una seductora, una vampiresa.
Pues a mí no me parece…
¡No te fíes de su aspecto, Rodolfo! Lo mató de un tiro en la cabeza al marío, y ahura, asigún dicen, lo tiene en la mira al patrón.
¿Qué estás inventando?
¡Es la verdad! Don Ñuman está como loco con ella. Le ha dicho que se va a… ¿cómo se dice? Que se va a devorciar de la patroncita, pa casoriarse con ella.
¿De dónde sacaste eso?
La gorda los escuchó, cuando hablaban hoy temprano.
A Rodolfo aquello le pareció demasiado. Sabía de qué pata cojeaba Herr Neumann, él mismo lo conducía a los prostíbulos, cada vez que bajaban a Río Gallegos o a Puerto Deseado. Aunque viejo, el patrón era un hombre, después de todo. Pero eso de que iba a dejarla a la patroncita, que era la mejor viejecilla del mundo, y casi una mamá para Rodolfo…
¿Te han hablado mal de mí, verdad?, le preguntó con voz burlona doña Clarita, mientras hacía girar su sombrilla.
No, Madame, le respondió educadamente el joven chofer, aún con la cabeza debajo del capot.
Sabes, dijo ella. Si uno se deja llevar por los chismes…
En eso lleva razón, pensó Rodolfo, que ahí nomás comenzó a mostrarse algo más comunicativo. Le explicó a la Viuda qué tenía de diferente el motor de seis cilindros con uno de cuatro, como era el sistema de amortiguación de ese auto, y hasta se ofreció a enseñarle a conducirlo, si ella quería. Lo que menos se esperaba era que Madame Clarita se subiera al coche allí mismo.
¡Apúrate, Rodolfo!, le gritó, como si fueran viejos amigos. ¡Haz girar la manivela de una vez!
Él se acercó él a la ventanilla, del lado que estaba ella.
No, Madame, le dijo, si a este coche no hay que darle manija pa que arranque. Es un modelo de los nuevos.
¿Ah, sí?
Nomás hay que apretar el botón aquél.
Se lo señaló: un botoncillo nacarado, que arriba tenía un cartelito que decía START.
¿Este de aquí?
Sí, Madame.
Tras una breve sacudida, el motor arrancó.
BRRRMMMM…
¡Ja, ja, ja! ¿Qué me cuentas?, rio Madame Clarita. ¡Suerte de principiante!
Sí, Madame.
Ahora, si no me equivoco, hay que apretar este pedal, y luego poner primera…
Rodolfo trató de advertirle que en ese modelo la caja de cambios era distinta. No tuvo tiempo.
¡Ayyyyy…!
El Chevrolet salió disparado -no para adelante, como ella esperaba- sino hacia atrás.
¡Madame!
Was?, abrió bien grandes los ojos Herr Neumann, que venía de ese lado, abotonándose la bragueta.
¡Guarda, patrón!
A pesar de su renguera y sus achaques, el Viejo saltó con la agilidad de una cabra, al ver que la máquina se le venía encima.
Zum Teufel!
Doña Clarita clavó los frenos tan rápido como pudo, lo que no impidió que el auto se saliera del camino, y se incrustara contra unas matas de calafate. El motor se detuvo, y una nube de polvo los cubrió, enturbiando el sol por un instante.
¿Se ha vuelto loca, mujer? ¡Casi me mata!
 
***
 
Por supuesto, la cena resultó un fiasco. Para empezar, la comida se hizo esperar más de la cuenta. Luego, como la llave de la bodega no aparecía, tuvieron que tomar tan solo agua, como los caballos.
Maldita sea, murmuraba el Carcamán. Todo es culpa de Maier. Cuando lo agarre…
La conversación languidecía. Doña Clarita ya ni trataba de simular interés por lo que decía el Carcamán. Sentada a la espléndida mesa de caoba, cubierta por un fino mantel, sus ojos se desviaban todo el tiempo hacia el retrato de aquel gallardo caballero en uniforme militar. Su expresión era tan vívida que resultaba conmovedora.
Con el aumento de los precios de lana, seguía mintiendo el vejestorio, este año tendremos un ganancia superior a…
Y…dígame una cosa, Herr Neumann, lo interrumpió en mitad de su perorata la Curiosa Viuda. Siendo dueño de una estancia como esta, con una mansión tan lujosa, ¿cómo es que sigue viviendo en La Primavera, un establecimiento, digamos, mucho más humilde, casi tirando a…?
Ah, bueno, eso es porque… se apuró a responderle el Viejo, sin saber qué iba a inventar a continuación… es porque… allí estamos mucho más cerca del puerto, y… en caso de necesidad…, siguió picándose los sesos, en busca algún motivo convincente, dentro de su arsenal de patrañas, y la calidad de los pastos, en esta época del año…
Ah, mire qué bien, simulaba doña Clarita tragarse esos embustes.
La verdad es, Señora González, acercó su silla el Viejo, y estiró sobre el mantel su mano gastada y nudosa, hasta alcanzar la tibia manecita suya. La verdad es que no puedo traer a la gallina vieja de mi esposa a una casa como esta, ¿comprende? Un palacio como este necesita… se acercó aún más todavía el Enamorado Caballero, ¡necesita de una reina como Usted!
¡Herr Neumann!, exclamó la Viuda, que se quedó quietita, mientras él se acercaba todavía más…
Bueno, aquí está la cena, entró lo más alegre Rodolfo,
interrumpiendo el amoroso impulso de su patrón.
Puf, masculló el Viejo. Ya era hora.
Rodolfo presentó su estofado, o lo que sea que hubiese tratado de hacer, en una bellísima sopera de porcelana de Dresden, decorada con escenas ecuestres, y se las sirvió de modo solemne con un estilizado cucharón.
Ach du liebe Zeit!, chilló Herr Neumann. ¡Esto es un asco!
Doña Clarita no dijo nada, pero declinó de seguir comiendo, tras probar la primera cucharada.
Gracias, Rodolfo, sonrió, para no mortificar más al muchacho. La verdad es que no tengo mucho apetito,
¡Pues yo sí!, dijo el Viejo, ¡Ve a buscar un trozo de pan y fiambre, Rodolfo, lo que haya en la despensa!
Es que… La puerta de la despensa está cerrada con dos candados, patrón.
¡Maier!, se levantó de la mesa Herr Neumann, hecho una furia. ¡Maldito desgraciado! Me las pagarás…
Rodolfo se quedó ahí parado junto a la mesa, sin saber qué hacer.
Perdón, Madame. Me pasé con la sal. No lo sé…
Tras quitarse la servilleta, doña Clarita se puso de pie y camino hacia él. Lo sujetó del mentón y le plantó un beso en los labios, muy breve.
No te preocupes por nada, Rodolfo, le dijo. Vete a dormir, y sueña conmigo. ¿Lo harás?
S-sí, Madame, tartamudeó el muchacho, que se la quedó mirando, mientras ella subía otra vez las escaleras. En voz baja murmuró:
Lo haré.
 
***
 
No iba a ser tan fácil dormir, luego de una jornada como aquella, por más cansada que estuviera.
¿Cómo conciliar el sueño en aquella habitación desconocida, y en aquella cama inmensa, que le sobraba por los cuatro costados? Doña Clarita suspiró, al recordar que la noche anterior había dormido en una tanto más pequeña, en compañía de Inocencio.
¿Qué estaría haciendo ahora, el Noble Paisanito? ¿Estaría durmiendo bajo las estrellas, a la vera del camino? ¿O despierto, también, pensando en lo ingrata que había sido con él?
Sigue tu camino, Inocencio, dijo en voz baja doña Clarita, como si él pudiera escucharla. Te irá mejor sin mí, querido muchacho. Soy un imán para los problemas…
Doña Clarita cambió de posición. Su mirada vagó por el cortinado de las ventanas, por la pequeña biblioteca, por un jarrón con flores que alegraba un rincón. Había dejado prendida la luz de su velador. La inquietaba quedarse del todo a oscuras en esa habitación desconocida, asaltada por sus pensamientos. Además, tenía hambre.
Hay que ser…
Verdad es que se había comportado de manera insensata, aquel día, y en más de una ocasión. Primero, por creer en las promesas de aquel viejo cuentero. Luego, cuando trató de esfumarse con su auto. De haber estado en la parte empinada del camino, se había desbarrancado con todo y automóvil, con nefastas consecuencias.
¿Qué trata de hacer? ¿Ha vuelto loca?
No se lo tome así, Herr Neumann, dijo ella, que bajó del coche muerta de risa, si bien por dentro temblaba.
¡Nunca más hace esto otro vez! ¡Mujeres y automóvil, agua y aceite!
Doña Clarita tuvo que apelar a todos sus recursos para hacerse disculpar, poner caritas y pasar por una tonta de remate.
¿Será capaz de perdonarme, Herr Neumann? Vamos, diga que sí…
Está bien... Sólo si promete que…
De todos modos no hubiera resultado, pensaba ahora doña Clarita. No hubiera podido llegar muy lejos en su fuga. Ella sabía conducir un automóvil, sí, pero sólo había conducido en la ciudad, hasta ahora, sobre calles empedradas o en senderos más o menos parejos; no en esos caminos de montaña, que bordeaban desfiladeros y vadeaban arroyos. Ella no sabía revisar un motor, ni cambiar un neumático si se pinchaba. Tendría que pensar en otro modo de largarse.
Toc, toc, toc…
Sonaron unos discretos golpes. Doña Clarita se incorporó en la cama.
Maldito farsante, murmuró.
No había tenido problemas, otras veces, en hacerle el favor a algún anciano, por necesidad o por pura lástima; pero este no iba a salirse con la suya. No después de como se había portado.
¡Tengo jaqueca, Herr Neumann!, gritó. ¡Nos vemos mañana!
¡Soy yo!, sonó una voz algo aguda al otro lado de la puerta. ¡El Señor Maier!
Doña Clarita se echó encima la bata de seda que estaba en el perchero y corrió a abrirle.
Señor Maier, qué sorpresa.
Vi luz en su ventana, y pensé que tal vez…
No traía a Schatzi con él esta vez, pero sí una hogaza de pan, una porción de queso gruyère, y unos aromáticos embutidos dispuestos en prolijas rodajas.
¡Dios me lo envía, Señor Maier!, se relamió los labios la Viuda. Pase, pase…
En la otra mano el Rubio traía un vaso y una garrafa de vino del Rin. Dejó todo sobre el tocador.
No creí que hubiera disfrutado mucho de su cena, Sra. González. A juzgar por el olor que salía de la cocina…
Mejor no me haga hablar, dijo ella. Este viaje fue una locura, ya desde el principio.
El Viejo le ha tomado el pelo, ¿verdad?
¡Si sólo fuera eso! Mmm… ¡Esto está delicioso!
Me alegro que le guste, dijo él. La dejaré que disfrute de su cena.
¿Adonde va, Sr. Maier?
Pues…
Tome asiento, vamos. Quédese a hacerme compañía. 
 
***
 
Muy distinta fue la suerte de suerte de Herr Neumann, que tuvo que conformarse con agua del grifo y con unos panes duros como cascotes que rescató del fondo de un canasto.
Scheiße! ¡Me he roto un diente!
No le quedó más remedio que acomodarse en el único cuarto que ese canalla de Maier había dejado sin llave, uno de los dormitorios de servicio, ocupado por una serie de pequeñas camas, en una de las cuales ya roncaba Rodolfo.
Esto es inaudito, murmuró el Ultrajado Austríaco, ¿cómo voy a dormir junto a un sirviente?
Sus pasos lo llevaron en la única dirección posible, la larga escalera del salón, y el pasillo que conducía al dormitorio principal.
¡A la carga, valiente húsar!, se dio ánimos a sí mismo el arriesgado caballero, recordando una canción que entonaban en su regimiento. Galopa, caballo mío, rumbo a la Gloria Inmortal…
Caminó por el pasillo, guiado por la franja de luz que brillaba bajo una de las puertas.
Galopa caballo mío…
Estiró la mano hasta el picaporte. El rumor de unas voces lo detuvo, cuando estaba a punto de hacerlo girar.
¿Y eso?
Herr Neumann pegó su oreja a la puerta, la voz de aquella Ramera de Babilonia se escuchó con total caridad.
Y él… ¿es soltero?
¿Quién, el Barón?, respondió una vocecilla afeminada, que no podía ser otra que la del cretino de Maier. No, es Viudo.
¡No me diga! El pobre…
Ni tanto. Estaba casado con una prima lejana suya, con quien su familia lo obligó a casarse, cuando salió del Liceo. Se detestaban.
¿Ah, sí?
Sí, siguió con sus chismorreos el lengua suelta de Maier. Fue una suerte para el Barón que ella haya muerto, casi al comienzo de la guerra.
No me diga, se compadeció doña Clarita. ¿En un bombardeo?
No.
Tras dar un trago a la botella, Maier añadió: por comer una lata de sardinas en mal estado.
¡Ja, ja, ja! ¡Si será idiota!
Herr Neumann se agachó a espiar por el ojo de la cerradura. Los vio a los dos en la cama. No acostados, sino sentados sobre la colcha.
¿Qué demonios?
Mientras charlaban, el perdulario de Maier estiraba una mano hacia doña Clarita y ella (Herr Neumann tuvo aquí que aguzar la vista) le pintaba las uñas con un esmalte carmesí.
¡Qué color exquisito! ¿Dónde lo consiguió?
Por la voz se notaba que ya estaban tomados. Se pasaban una garrafa de vino, de la cual bebían directo del gollete.
Y dígame, Señor Maier, su patrón… el famoso Barón…
¡Si será curiosa! ¿Qué quiere saber ahora?
¿Es tan guapo como lo han pintado en ese cuadro? Tal vez artista haya exagerado su buen aspecto…
No, no exageró. No le agregó ni quitó nada, dijo Maier.
¿Ah, sí?
Es tal cual como está pintado en el retrato, dijo el Rubio, sólo que ahora se ha dejado los bigotes.
¡Oh! Eso está mucho mejor, dijo ella.
¿Por qué está mejor?
Porque sí, respondió doña Clarita. Besar a un hombre sin bigote es como comer un huevo sin sal...
¡Qué descarada!, le dio una palmada en el brazo el Señor Maier.
¡No se mueva, que se corre el esmalte!, dijo ella.
Herr Neumann se ahogaba de indignación. Ya no pudo seguir escuchando tamañas necedades. Volvió por donde había venido, mascullando su rabia.
¡Maldita golfa! ¡Perra indecente!
De golpe y porrazo, toda su admiración por doña Clarita se había transformado en desprecio. Su amor en odio implacable.
¿Cree que puede salirse con la suya? ¡Ya lo verá!
Hambriento, humillado, vencido, Herr Neumann bajó las escaleras, convertido en un hombre diferente al que las había subido.
¡Maldita ramera! ¡Este ha sido su último truco!
Caminó por el salón como borracho, aunque no había bebido más que agua. En su espíritu se había formado un firme propósito, tan firme como tal vez nunca antes lo tuviera.
¡La mataré! Lo juro por lo más sagrado. ¡La mataré!

(Continurá)

© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.

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