Rodolfo soñó con ella, tal y como se lo había prometido. Soñó con su negra cabellera, con su boca, con sus ojos vivarachos... Soñó que corrían por un prado repleto de flores, tomados de la mano…
¡Madame Clarita!, suspiraba el joven chofer, y ella le respondía: Rodolfo… ¡Ay, Rodolfo!
Se detuvieron junto a un viejo ciprés. Los pechos de la Viuda se apoyaban contra su pecho, sus bocas se rozaban…
¡Madame Clarita!
¡Rodolfo!
Los pájaros cantaban. Sonaba una dulce melodía de violín.
¡Rodolfo! ¿Aún duermes, maldita sea?
Esa no era la voz de Madame Clarita, era la voz del viejo cascarrabias de Herr Neumann. Rodolfo abrió los ojos, sin recordar dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí. Ya era de día. La luz se filtraba entre las cortinas de percal.
¡Pon en marcha el automóvil, vamos!
En un segundo, Rodolfo lo recordó todo: estaban en la estancia La Valkiria, donde se habían quedado a pasar la noche.
S-sí, patrón, dijo el muchacho, y se incorporó en el lecho, no sin dificultad. Había estado durmiendo boca abajo, algo inusual en él. ¿Eran ilusiones suyas? A Rodolfo le pareció la melodía de su sueño aún seguía, algo más lejana. Una dulce cancioncilla que se hacía más rápida, más lenta…
¡Date prisa!, tronó el vozarrón de Herr Neumann, que ya salía del cuarto de servicio. ¡Quiero ir ya mismo de este maldito lugar!
Sí, patrón…, se restregó los ojos el muchacho, sin creer todavía que se hubiera tratado de un sueño. Había sido tan real… tan real…
¿Y esto?
Tan real, que ahora un lamparón de tamaño más que regular adornaba la sábana, justo en medio del colchón.
¡Diablos!
Rodolfo saltó de la cama, preguntándose cómo podría ocultar ese estropicio. Nada, no había forma. No le quedaba más que estirar la cama, como si nada hubiese sucedido, y esperar que, para cuando alguien lo viera, él ya estuviese bien lejos de allí.
¡Rodolfo! ¡Apura!, llegó el grito de Herr Neumann desde el salón.
¡Sí, patrón!
Por el humor que traía, Rodolfo comprendió que su patrón no había podido pasar la noche con doña Clarita: el único objetivo de aquel disparatado viaje. Peor para él, que ahora tendría que aguantar los berrinches del viejo en el camino de vuelta.
***
Era un recorrido de tres horas, el que tenían por delante, bajando por las faldas de la Cordillera. Un viaje que prometía ser menos alegre que el de ida, al menos para Herr Neumann.
¡Maldita ramera! ¡Me las pagará!
Grande era la decepción del Terrateniente Austríaco, que ahora odiaba a doña Clarita con la misma pasión con que antes la amó.
¡Grandísima buscona! ¡No sabe con quién se metió!
Había pasado una noche perros, el anciano caballero, en aquella lujosa pero poco hospitalaria mansión. Imposibilitado de colarse en el dormitorio que le habían asignado a la Viuda, y negándose a compartir la habitación de servicio con su chofer, Herr Neumann se instaló en uno de los divanes del salón. Un mueble para nada incómodo; aún así no pudo pegar un ojo, acuciado como estaba por el despecho de su amor despreciado, y por los chillidos de su estómago (se había acostado sin cenar).
Ach! Zum Teufel!
Al amanecer, cuando al fin estaba a punto de echarse un cabezada…
¡Kikerikiiiii!
El maldito gallo comenzó a cantar.
Verdammt!
Y alguien se puso a cortar leña, justo al lado de su ventana:
Plac-plac-plac…
Y, como si eso fuera poco, en algún lugar de la casa, el canalla de Maier se puso a dar la lata con su condenado violín. Tenía que ser él, quién más iba salir con una mariconada semejante.
Du liebe Zeit!, se tapó los oídos el Carcamán, al escuchar lo que parecían los chirridos de una vagoneta ferroviaria que no terminaba de frenar.
Su irritación iba en aumento. Se levantó al fin, y tras despertar de mal modo a su chofer, salió de la casa por la puerta de atrás.
Ach!
Con su paso desparejo caminó por el jardín. El aire era frío, helado mejor dicho. El sol se asomaba sobre las colinas del Este, haciendo brillar la nieve en las cumbres de la Cordillera. Herr Neumann no le prestó atención. No estaba allí para admirar el paisaje.
Maldita hembra, murmuraba. Esto no va a quedar así…
Rabiaba de indignación, y no era para menos. ¡De sólo pensar que había pensado en dejar a su esposa, a su compañera de toda la vida, por aquella mujerzuela! ¡Que le había ofrecido a esa Lilith, a esa Jezabel, poner toda su fortuna a su nombre, y así le pagaba!
Herr Neumann pasó junto al peón que hachaba la leña, sin responder a su saludo, y siguió hasta el galponcito donde habían dejado el automóvil.
Esto no va a quedar así, murmuraba el Carcamán. No va a quedar así…
Llegó hasta su flamante Chevrolet y abrió la puerta del lado del acompañante.
No va quedar así, repetía …
Hizo girar la trabilla de la guantera, que no tenía los guantes solamente, ni las antiparras, ni el paño de franela, sino también, al fondo, el Gasser 1870, su viejo y confiable revólver, que le había servido para arreglar las cuentas con turcos y gitanos, en Europa, y aquí con indios y gauchos que no se sabían comportar.
Aún tengo otro trabajo para ti, querido amigo, dijo Herr Neumann, y por primera vez en lo que iba del día se dibujó en su curtido rostro una sonrisa.
***
Doña Clarita, por su parte, había tenido un sueño reparador y sin sobresaltos, inducido en parte por las dos garrafitas de vino que se había despachado en compañía de su anfitrión.
Debo confesarle, Señora González, que pocas veces he visto una dama beber con tanta solvencia como Usted, observó el rubio Señor Maier, al verla empinar el codo con tal soltura.
¡Y recién empiezo!, respondió la Sedienta Viuda.
Estaban sentados en la cama, los dos, charlando como viejos amigos. En la vitrola sonaba una delicada sonata para piano de Schubert (o de Schumann, doña Clarita nunca los podía diferenciar). Schatzi, la minúscula perrita del Sr. Maier, roncaba plácidamente sobre un cojín.
¿A ver? ¡Quiero ver!
No. Todavía no.
Doña Clarita (que ya había descubierto dónde tenía las cosquillas el Rubio) abrió su cofrecillo de cosméticos y eligió para él una sombra para ojos color azul cobalto, y una máscara de pestañas Maybelline.
Verá que bien le queda. Es la última moda en Nueva York.
¡Por favor! ¡Quiero ver!, se impacientaba el encargado de La Valkiria, que tenía el espejo ahí, al alcance de la mano.
Espere, lo amonestó doña Clarita. Espere a que termine, no sea impaciente.
Se sentían a sus anchas. Compartían sus secretos, como si se conocieran de toda la vida.
Oh, vamos, Sr. Maier, cuénteme algo más. ¿Cómo es él? ¿Cuáles son sus gustos?
Se refería al dueño de casa, el barón Manfred von Bülow, ex aviador, ex héroe de guerra y actual administrador de la Sociedad Agropecuaria Germano-Sudamericana. El apuesto caballero cuyo retrato engalanaba el salón principal, y en cuya habitación el Sr. Maier le había permitido a la Viuda pasar la noche.
¿Para qué se lo voy a contar? Si se queda un par de días aquí lo verá Usted personalmente.
¿Es que acaso lo esperan?, preguntó ella, sin ocultar su ansiedad.
Desde luego, dijo el Rubio. Es parte de su trabajo, visitar las estancias de la Sociedad. Siempre llega sin aviso.
¡No me diga! ¿Sin aviso?
Ya hace como una semana que no viene por aquí, dijo el Sr. Maier. Ya debe estar por caer.
Doña Clarita sintió latir más fuerte su corazón.
¿Y si llega a venir esta noche?, preguntó.
Pues… Tendría que compartir la cama con él, dijo el Rubio.
¡Qué descarado!, esta vez fue ella la que le dio una palmada en el brazo, como castigo. Schatzi levantó la cabeza de su almohadón, y enseguida la volvió a bajar.
¿Puedo mirar?, preguntó Maier.
No, todavía no.
¡Ufa!
Doña Clarita terminó con las pestañas y buscó el estuche de Elizabeth Arden, el que contenía los distintos tonos de colorete. Eligió el que le pareció que convenía mejor a la tez de su amigo.
¿Y cuánto hace que es viuda, Sra. González?, preguntó él, mientras se dejaba aplicar el polvo con el pequeño cepillo.
Ella tuvo que detenerse a pensarlo, como si le costara recordarlo.
Tan sólo un par de meses, dijo; pero parece un siglo.
Ah… ¿Estaba enfermo su marido?
No, dijo doña Clarita. Fue… fue algo inesperado. Una tragedia. Preferiría no recordarlo.
En la vitrola, el disco había llegado a su final. El ambiente de jolgorio que había reinado hasta entonces se aplacó. En dormida, Schatzi suspiró.
¿Amaba a su esposo, Señora González?, preguntó el Rubio, a boca de jarro.
¿Qué clase de pregunta es esa?, se extrañó ella, sin dejar de maniobrar con el cepillo.
Es una pregunta como cualquier otra.
Tras terminar con el tono de base, doña Clarita comenzó a aplicar otro, ligeramente distinto, en las mejillas del Germano Preguntón.
No, no lo amaba, dijo al fin la Viuda; pero le tenía mucho afecto. Gerardo era… era… como un hermano para mí. Tal vez le parezca raro que diga algo así.
Nada me parece raro, a esta altura, respondió el Rubio. Tengo casi sesenta, he visto de todo.
¿Sesenta? ¡Me está mintiendo!
Claro que no. Los cumpliré el año siguiente.
Yo le hubiera dado cincuenta, como mucho.
Ya ve que no.
En cuanto termine con Usted, parecerá una chiquilla de veinte.
¡Ja! Eso está por verse.
Dígame si le miento, terminó ella su tarea, y le alcanzó el espejo de mano.
¡Ay…!
El Sr. Maier se quedó con la boca abierta.
¿Le gusta?
¿Que si me gusta? ¡Es una maravilla!, dijo el Rubio, extasiado por la imagen que el pequeño espejo le devolvía.
Gott in Himmel!, exclamó en su idioma natal. Schazti se levantó, contagiada por aquel rapto de alegría, y se acercó moviendo el rabo:
Wuff! Wuff!
Satisfecha de su trabajo, doña Clarita guardó los cosméticos y dejó el cofrecillo delante del Rubio.
Aquí tiene. Son para Usted.
¿Qué dice?
Así, cuando quiera usarlos otra vez…
No, no, dijo él. No puedo aceptarlos. Son suyos.
No se preocupe. Tengo más en el baúl grande, el que dejé en La Primavera.
¿Está segura?
¡Pero sí!
Ay, dijo emocionado el Sr. Maier. ¡No lo puedo creer!
Ella sonrió.
En ese caso, dijo el Sr. Maier… ¡Le haré un obsequio yo también!
No, no, Sr. Maier, faltaba más…
Sí, sí, lo haré. Espéreme tantito. Iré a buscarlo a mi habitación.
El Sr. Maier salió. Schatzi lo siguió con la vista, cuando se iba, y cuando volvió a entrar por la puerta otra vez.
¿Y esto?
Ábralo y verá, dijo el Rubio.
Doña Clarita lo hizo.
¡Oh!, exclamó. ¡Es una belleza!
¿Le gusta?
¡Es demasiado! No puedo aceptarlo.
¡Claro que sí!
La Sorprendida Viuda la tomó entre sus manos. Intentó las letras grabadas en la culata.
¡Es tan pequeña! Parece de juguete.
Pues no lo es, se lo aseguro.
Era una Dreyse calibre 6.35, con balas expansivas. Una pistola semi-automática de fabricación alemana, pequeña pero letal.
Una dama jamás debería salir de casa sin una de estas, dijo el Acicalado Rubio. Menos en un lugar como este...
Schatzi saltó de su almohadón y se acercó a olisquearla.
Wuff, wuff, ladró alegremente, como aprobando el presente que su amo acababa de hacer.
¡Muchas gracias, Sr. Maier!
Doña Clarita se echó en sus brazos, le estampó un beso en la mejilla.
¡Cuidado!, chilló el Rubio. ¡Me va a correr el maquillaje!
Sí, tiene razón.
Espero que nunca le haga falta, Sra. González. Pero, por si acaso…
Wuff! Wuff!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
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