Capítulo 134. SOÑAR NO CUESTA NADA

 

¿Estás loca? ¿Por qué se lo contaste? ¡Esa mujer es una diabla, nos va a denunciar!
La indiecita bajaba con furia el cuchillo sobre la tabla. Las rodajas de cebolla se iban apilando a un costado.
Tú no priocupa, Marría, le respondió Frida, que ya terminaba de desplumar el segundo pollo. Doña Clarita es bueno gente, ella no va denunciarr.

¡Y tú cómo lo sabes!, dejó el cuchillo de lado la indiecita. ¿Cómo lo sabes, eh?
¡Habla más bajo, Marría!
¡Es algo que sólo tú y yo debíamos saber! ¡Sólo nosotras, nadie más!
¡Más bajo, Marría! ¡Pueden escuchar!
En eso llevaba razón. Si el patrón llegaba a enterarse de sus planes, podían terminar de patitas en la calle. O peor aún, en la cárcel.
Nosotras necesita escaparr de aquí, Marría, luego de hacer… (Frida bajó aún un más la voz) …eso que vamos hacerr.
Se escuchó el ruido de un motor, allá afuera, como dándole pie a lo que estaba diciendo.
Doña Clarrita sabe conducirr automóvil, y nosotrras no.
¿Ah, sí?, se encaró con ella la minúscula indiecita. ¿Y cómo sabes que no se largará ella sola con el dinero? ¿Cómo sabes que no nos dejará aquí, como a un par de idiotas, a pagar las consecuencias?
¿Cómo? Pu-pues…, tartamudeó la robusta mucama alemana, a quien esa posibilidad no se le había ocurrido.
Do-doña Clarrita no es capaz de eso, dijo al fin.
¡Es capaz de eso, y de mucho más!, clavó el cuchillo en la tabla la muchacha. ¡Esa mujer te tiene hechizada, Frida! ¡Admítelo!
No, Marría, dio un paso atrás Frida, intimidada ante aquel acceso de furia. Esto no es verdad…
¡Es la verdad! ¡Estás loca por ella!
Oh, Marría... No empiezas otro vez con mismo cosa… Tú sabes que yo quiere sólo a ti…
¿Crees no me doy cuenta de cómo la miras? ¿Cómo te cambia la voz, cuando hablas de ella?
Por favorr, Marría, no digas…
¡No me toques! ¡Asquerosa!
Los ojos de la muchacha se habían llenado de lágrimas. Si era por la rabia, por el despecho, o por los efluvios que se desprendían de las cebollas, era algo difícil de determinar.
Fue tu idea hacerr esto, Marría... ¿Es que ya no recuerrdas?
Sí, María lo recordaba. Recordaba como había soñado con eso, tantas veces. Con escapar de esa vida de trabajos y penurias; con dejar el campo y establecerse en algún pueblo, abrir una tienda…
¿Qué clase de tienda?
Había dado rienda libre a su imaginación, cuando estaban enredadas en la cama las dos, pasadas las últimas contracciones de su encuentro clandestino.
No lo sé. Una tienda que venda cosas bonitas, se entusiasmó la muchachita. ¡Y que cuesten poco dinero! Así la gente podrá comprarlas, y será feliz…
Un sueño. Una fantasía. ¡Soñar no cuesta nada!
¿De verdad? ¿Como cuánto?
Eso, hasta que apareció aquel misterioso hombre del automóvil azul, el prusiano rengo, a quien Herr Neumann llamaba el Barón. Fue él el que trajo aquellos misteriosos documentos para que Herr Neumann se los guardara, y una cantidad de dinero que a Frida le pareció astronómica.
No lo sé, Marría. ¡Mucho!
Frida ya había aprendido, para entonces, a abrir la caja de fierro, girando la ruedita a derecha e izquierda.
19, 13, 8…
A las cifras se las sabía de memoria. Se las había escuchado repetir al carcamán de su patrón, los primeros días, mientras trataba infructuosamente de destrabar el mecanismo.
19, 13, 8… Verdammt!
Herr Neumann lo intentaba una y otra vez, y probaba con el picaporte, que se negaba a girar.
¿Cómo puede ser?, rezongaba.
Debía pensar que ella no lo entendía, o no lo escuchaba, o que era tan estúpida como él.
Neunzehn, dreizehn, acht…
Frida se cuidó de hacerle notar su error, de decirle que tenía que darle a la rueda dos vueltas a la izquierda antes de empezar a contar. Ya había visto una caja como esa en Frankfurt, en otra casa donde sirvió.
¡Rodolfo! ¡Ven aquí!
Mande, Patrón.
¿Tú entiendes cómo es esto?
Rodolfo era un muchacho joven, un criollo la mar de habilidoso, que reparaba las máquinas que se rompían, y que había aprendido a conducir el automóvil mejor que nadie ahí en la estancia.
¡Debemos hacerlo, Frida!, insistía la indiecita. Tal vez sea nuestra única oportunidad…
Quizá tuviera razón. Así como había traído el dinero, el Barón se lo podía llevar. Lo habían visto discutir con Herr Neumann, la última vez que vino la estancia. Tal vez sospechaba que el Viejo estaba metiendo la mano en la lata.
Ni siquiera sería un robo, Frida. Ese maldito de Herr Neumann se lo merece. Es un desgraciado, un chupasangre, un…
María trató de recordar la palabra que le había enseñado aquel tipo que cayó en la estancia, para la última esquila, el español. Un tipito pelado, de bigotes, que enseñaba a leer a los peones y a las sirvientas, y daba discursos subido a un cajoncito de madera. Un anarquista. Herr Neumann lo echó con cajas destempladas, luego de hacerle dar una paliza.
Ah, sí… ¡Un explotador!
Hablaban en susurros, las dos, como si temieran que sus palabras atravesaran las paredes del dormitorio de servicio.
Pero Marría… ¿y si nos pescan?
¡No lo harán!
María creía verlo todo muy claro, en aquel momento. Pensaba haremos esto, y luego lo otro… Solo que, llevar las ideas a la práctica, con los riesgos que ello implicaba, y las cosas desagradables que no les quedaría más remedio que hacer…
Creo que tienes razón, Frida, dijo ahora.
El ambiente se llenó de vapor, cuando quitó la tapa de la olla, para echar dentro las cebollas picadas.
¿Razón? ¿En qué?
Será mejor que nos olvidemos de este asunto, dijo la indiecita. Al menos por un tiempo.
Frida se la quedó mirando, como si no comprendiera lo que acababa de decir. La cabeza del pollo muerto colgaba de su mano, lista para ser separada de un tajo y arrojada a los perros.
¿Olvidar asunto?
Sí. Dejarlo para más adelante, agregó la muchacha. ¿Qué sentido tenía arriesgarse? Llevaban una vida dura allí, pero se tenían una a otra, y eso era lo más importante. Quién sabe, tal vez algún día…
Ya es tarde para arrepiente, Marría, dijo en tono patético la criada alemana.
¿Qué? ¿Qué quieres decir?
Doña Clarrita va a tratar de robar automóvil a Herr Neumann ahora. Cuando ella regresa aquí, debemos salir con ella, apretando cachete…
¡Qué! Se alarmó la indiecita.
Ese es el plan. Ella consigue das auto, y nosotras el dinero… Luego partimos, mitá y mitá…
Entonces… ¿Ya está todo decidido?
Pues sí, Marría… Cuando ella vuelve de La Valkiria…
Era la estancia que Herr Neumann le había ofrecido, a la Pulposa Viuda. Le había ofrecido ponérsela a su nombre, si aceptaba casarse con él. Viejo chivo libidinoso…
¿Y cuándo va a volver?
Eso es que aún no sé, dijo Frida. Tal vez una hora, tal vez un día…
Engrupir a ese vejestorio calenturiento no iba a costarle mucho, pensaba Frida. El problema iba a ser quitarle el coche a Rodolfo, que era un muchacho avispado, y más desconfiado que caballo tuerto: iba a darse cuenta enseguida de que allí se cocía algo raro.
¿Y ese es tu plan?, preguntó María.
Y… sí…
¡Menudo plan!, exclamó la indiecita, al tiempo que ponía otra vez la tapa sobre la cacerola. ¡Veo que tienes todo calculado!
Frida se sintió tan confundida que no supo qué responder. Verdad es que no había tenido tiempo de ultimar los detalles con doña Clarita. No le preguntó cómo haría para deshacerse de Herr Neumann y de Rodolfo. ¿Acaso pensaría matarlos, como dicen que había hecho con su marido? En ese caso, no sólo tendrían que escaparse a Buenos Aires, sino salir del país. Frida no tenía idea de cómo sería ir a parar a una cárcel para mujeres sudamericana, sólo estaba segura de una cosa: que no le iba a agradar.
No preocupes, Marría. Todo va estar bien…
¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seg…?
La puerta de la cocina se abrió, sin aviso.
¿Qué tanto cuchichean ahí, ustedes dos?
Se quedaron de piedra al ver entrar a Frau Neumann, aún en camisón, con el pelo revuelto. No parecía la dulce viejecilla de siempre, la patrona serena e indulgente, necesaria contrapartida del tirano de su marido.
¿También ustedes quieren deshacerse de mí?
¡No, Señora!
¡No estoy muerta!, ¿lo saben?
No, Frau Neumann…
¡Aún soy yo la señora de esta casa! ¡Yo! ¡No esa mala mujer, esa pecadora…!
El rostro se le deformaba, cuando hablaba de aquella mujerzuela, que había llegado a su casa como huésped, y ahora pretendía quedarse como ama.
¿Qué están preparando para el almuerzo?
Frau Neumann caminó por el espacio entre la mesa y la cocina, sus pasos marcados los chanclos. Levantó la tapa de la cacerola.
¿Pollo? ¿Quién se los ordenó?
Hoy es jueves, Madame. Día de sopa de pollo...
Frau Neumann puso la tapa otra vez.
¿Por qué no prendiste la chimenea en el salón, como te lo ordené?
Traté de encenderlo, Madame…, hizo una pequeña reverencia Frida. Herr Neumann me ordenó que lo apagara. Dijo que no hacía tanto frío…
No le mentía. De hecho, había dejado la leña preparada en el hogar, con unas hojas de periódico debajo.
Si Usted, quiere, Madame, iré y…
Deja, yo lo haré, dijo la atormentada señora, que tomó ella misma la caja de fósforos del estante. ¿Dónde está el querosén?
Allí, Madame. Pero no creo que haga falta.
Frau Neumann no le respondió. Dio media vuelta y tomó ella misma el bidón. Sin decir otra palabra, salió. Sus chanclos aún se escucharon mientras se alejaba por el pasillo.
¿Qué pensará hacer?
Como de común acuerdo, dejaron su tarea y fueron a fijarse. Caminaron por el pasillo ellas también. La puerta del dormitorio matrimonial había quedado abierta, pero su ama no estaba allí.
¿Frau Neumann?
Escucharon un ajetreo en el salón. El olor a queroseno tomó por asalto sus narices, aún antes de llegar. De rodillas frente a la chimenea, Frau vaciaba el contenido entero del bidón. Glu-glu-glu-glú...
¿Madame?
Ahora verá lo que es bueno. ¡Grandísimo puerco!
Se acercaron un poco más, vieron en el hueco de la chimenea no sólo la leña, sino también unos papeles, documentos oficiales, solos o en carpetas, y una cantidad fabulosa de dinero, separados en fajos.
¡Madame! ¿Qué hace?
Una pirámide de billetes de banco, sobre los que corrían cataratas del volátil combustible.
Ahora verá… dijo la Vieja, a quien algo del queroseno se le había volcado en las pantuflas, y en la parte baja del camisón, extendiéndose en un lamparón que se adhería a sus piernas.
¡Ya lo verá! Muerto el perro…
La anciana señora raspó contra el borde de la caja uno de los fósforos de cera, que no encendió al primer intento.
¡Se acabó la rabia!, rio como una maníaca la pobre mujer.
¡Frau Neumann, espere!
Esta vez sí, la cerilla prendió, y desencadenó una llamarada incontrolable. El salón enteró se iluminó, Frida y María gritaron al mismo tiempo:
¡Señora, no!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.

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