Pensó que se trataba de un mendigo. A punto estuvo de decirle a su criado que le arrojara unas monedas.
¿No me recuerda, Su Excelencia?, avanzó hacia él el sujeto en tono suplicante, y lo tomó de la manga del abrigo. Nos hemos visto varias veces, en la estancia de Herr Neumann…
¿Qué? No, no te recuerdo, se echó para atrás el barón Manfred von Bülow, ofendidas sus germánicas narices por el olor que emanaba de aquel individuo.
¡Pero sí, Su Excelencia! ¡Trabajé para Herr Neumann!, dijo el tipejo, sujetándolo más fuerte aún. Era guardia de seguridad en La Primavera, la estancia de Herr Neumann, Su Excelencia. Su Excelencia anduvo por allí, no hará una semana.
Um Gottes Himmel!, exclamó el Barón. ¡Si es que apestas!
Al rescate llegó Aukén, que libró el brazo de su amo de aquella garra, y le propinó al visitante un recio empujón, para enseñarle a guardar las distancias.
Su Excelencia… Si me permite…
Con el gorro en la mano se aproximó nuevamente, más cauteloso.
Un minuto, nada más, Su Excelencia…
Era una mañana fría, en Puerto Deseado. El viento soplaba del lado del Océano. Se escuchó el pitido de la locomotora, anunciando su entrada a la estación.
¿Qué es lo que quieres?, preguntó el Barón. ¿Quién te dio permiso para venir a importunarme a mi casa?
¡Debe ayudarme, Su Excelencia!, dijo casi llorando el tipejo, que no era otro que Janosz, el Magyar de Transilvania. ¡Se ha cometido una injusticia, padrecito! ¡Una gran injusticia! ¡Sólo Usted la podrá reparar!
El Barón se preguntó quién sería aquel personaje, y quién podría haberlo enviado. Se trataba de un europeo, sin duda, oriundo de alguno de los miserables territorios del Este. Un sujeto de rostro patibulario, con pelo color paja y los ojos rasgados de un tártaro; sus largos bigotes no parecían haber conocido el jabón a lo largo de su existencia, y el rojo de sus mejillas denotaba la afición a las bebidas espirituosas propia de los pueblos balcánicos o eslavos.
¿Una injusticia?
Tal vez el Barón sí se lo había cruzado, en La Primavera, como el mismo sujeto declaraba, aunque maldito si había reparado en él. El Barón era un hombre cargado de responsabilidades y no tenía tiempo para fijarse en personajes subalternos, fuesen estos cocheros, empleadas domésticas, porteadores o guardias; individuos que sólo estaban allí para cumplir con su función, como una silla o una lámpara, y que podían ser reemplazados o desechados, lo mismo que un objeto, sin que nadie lo notara.
¡Oh, Barón! ¡Si usted supiera lo que sucede en ese lugar! ¡Herr Neumann es un tirano! ¡No tiene temor de Dios!
Se hacía difícil entender lo que decía, pues hablaba en una jerga que mezclaba el alemán, el español y el diablo sabía qué más.
¡Sus perros mataron a mi compañero, padrecito!
¿Sus qué?
¡Sus perros! ¡Sus mastines entrenados, lo mataron a dentelladas! ¡Y a mí, por reclamar lo que me corresponde…!
Von Bülow suspiró, abrumado ante tanta palabrería.
Escucha, lo interrumpió, ¿por qué cuentas todo esto? ¿Qué me interesan a mí estas historias?
El Magyar de Transilvania se lo quedó mirando, al él y al indio con traje de lacayo, que sólo esperaba una orden de su amo para sacarlo a patadas.
Le interesan, padrecito, dijo al fin, porque el dinero que Usted tiene guardado en casa de Herr Neumann corre peligro.
¿El qué?
Esta vez fue el Barón el que dio un paso hacia él, apretando la empuñadura de su bastón, como para estrellárselo en la cabeza.
¿De qué dinero hablas?
Usted lo sabe tan bien como yo, Su Excelencia, sonrió Janosz. Y todos en La Primavera lo deben saber, a esta altura. A Herr Neumann se le suelta la lengua, cuando bebe unas copas de schnapps. Se pone a discutir con su esposa, y olvida que otra gente entiende su idioma…
Ya te daré a ti, sinvergüenza…
¡No sólo yo, Barón!, dio un paso atrás el Magyar. ¡También la gordinflona de la mucama lo entiende, y quién sabe cuántos más…!
De la mucama sí se acordaba el Barón: una vaquillona de aspecto masculino, casi tan alta como él, que no pestañeaba ni sonreía jamás.
¿Qué intentas decirme?, preguntó von Bülow. ¿Acaso tratas de extorsionarme, grandísimo bribón?
¿Extorsionarlo, yo? ¡Dios no permita, padrecito!, se santiguó el Magyar. Sólo quiero advertirle, Su Excelencia, que desde que llegó a la estancia esa mujer…
Espera, espera, lo cortó el Barón, ¿de qué mujer me estás hablando?
***
Más que correr, el Daimler Benz parecía volar sobre aquel camino de ripio, abierto como un tajo en mitad del desierto. El motor de 35 caballos bramaba como una bestia enfurecida a medida que Helmut pisaba el acelerador. A su lado iba Aukén, impasible, contemplando el paisaje que tal vez fuera el paisaje de su infancia: matas de pasto agitadas por el viento, en una planicie que se extendía hasta donde llegaba la vista. En el asiento de atrás se había acomodado el Barón Manfred von Bülow, triplemente condecorado oficial del Ejército Imperial, dado de baja (con honores) a causa de su herida en la pierna, hoy dedicado a menos ostentosas pero aún así necesarias tareas administrativas: lejos su Patria, lejos de la guerra, en aquel rincón del mundo.
Ach, reprimió un gemido el Barón, cuando el automóvil dio un bandazo, a causa de un desnivel del camino. No se quejó. Él mismo le había ordenado a Helmut que condujera lo más rápido posible. Lo que le contó aquel patán de los bigotes de paja lo había llenado de inquietud.
¿Una mujer? ¿Qué clase de mujer?
¿A qué se refiere?
¿A qué me voy a referir, idiota? ¿Era bella?
¡Hermosa, Su Excelencia! Con la piel de porcelana, y la cabellera negra como la noche…
Piel de porcelana te daré a ti, granuja, dijo el Barón, que pensó que una mujer como esa sólo podía significar una cosa: problemas.
¿No se trataría de una espía?
Eso no lo sé, Su Excelencia, se limpió los mocos con la mano, y luego se pasó la mano por el pantalón el mugriento. Sólo sé que el Viejo está loco por ella, Su Excelencia.
¿Ah, sí?
Perdió la chaveta, del momento que la vio.
Hmmm…, intercambió una mirada con Aukén el barón Manfred von Bülow, como si le consultara su opinión. El Barón sentía una instintiva desconfianza hacia sexo débil, causante de todas las desgracias en este mundo. La vida entera del Barón Manfred von Bülow había transcurrido en un mundo casi exclusivamente masculino: en el internado, en el Gymnasium, en la Escuela de Cadetes... Todos sus camaradas habían sido hombres, en la Universidad de Heidelberg, lo mismo que en los Wandervogels, el grupo de jóvenes exploradores, muchachos entusiastas y viriles, que hacían cada verano sus expediciones por los bosques de la Selva Negra o de las montañas de Baviera. Y, desde luego, en el ejército...
Se apareció en mitad de la noche, Su Excelencia, con un gauchito que decía ser su sirviente. ¡Ahí comenzaron los problemas!
Vaya, dijo el Barón, que veía algo turbio en todo aquel asunto él también. Una mujer como esa, llegada sin aviso, justo cuando él había dejado semejante suma de dinero en la Estancia, al cuidado de aquel viejo mentecato…
Así que el otro guardia murió, y tú estás aquí, dijo al fin el Barón.
Así es, Su Excelencia.
¿Y quién cuida la casa, entonces?
Nadie, Su Excelencia. Esos gauchos rotosos que tiene Herr Neumann. Un hato de borrachos, con perdón de la palabra.
Von Bülow reflexionó. Espero que no me estés mintiendo, dijo.
¡Le aseguro que no, Su Excelencia!, dijo el Magyar. ¡He venido hasta aquí tan solo para advertirle!
El Barón sopesó las posibilidades. La Estancia La Primavera estaba a unos doscientos kilómetros de distancia. Podía ir y venir en el día, si se daba prisa. Justo para embarcar en el Estrella del Sur, que venía con retraso.
Dile a Helmut que prepare el auto, Aukén.
Ja wohl, dijo el joven tehuelche.
Y dale diez pesos a este individuo, agregó el Barón.
¡Gracias! ¡Muchas gracias, padre y señor nuestro!, exclamó el Magyar, y se arrodilló a besarle las manos.
¡Quítate, mugroso!, retrocedió el Barón. Tendrás diez pesos más, cuando regrese, si lo que me has dicho es verdad.
¡Es verdad, Su Excelencia! ¡Janosz Kovács jamás miente!
El Barón dio media vuelta y comenzó a subir otra vez, penosamente, los tres escalones del porche. Llegado que hubo a la puerta, se volteó y dijo:
Pero si me haces ir de balde hasta allá, grandísimo truhán…
¡Iré con Usted, Su Excelencia! ¡Lléveme, y yo mismo le mostraré…!
Ach… Ya lárgate, dijo el Barón.
La sola idea de viajar en el mismo auto con aquel mugroso le revolvía las tripas.
***
Verdammt, dijo Helmut, sacándolo de sus abstracciones.
Ya habían recorrido una buena parte del camino, para entonces. Se habían separado de las vías del tren, a poco de dejar la ciudad, y habían bordeado el río Deseado, unos treinta kilómetros más. Cruzaron por el puente de madera, en Cañadón del Indio, y voltearon al Oeste. Los primeros cerros de la Cordillera ya se adivinaban, azules, en la distancia.
Qué sucede, preguntó el Barón.
El chofer señaló una mancha de un blanco sucio, camino arriba. Era una manada de ovejas, nada pequeña, que volvía de los campos de invernada.
Heilige Scheiße, dijo el Barón.
Podían quedarse detenidos por un buen par de horas entre esos malditos bichos, arreados por paisanos taciturnos, que no tendrían ningún apuro en despejar el camino.
¿Quiere que las esquive, Capitán?, preguntó Helmut, que había servido bajo sus órdenes en el regimiento 33, en el Frente Occidental.
¿Crees que se pueda?
Con la misma determinación con que antaño había encarado misiones suicidas contra las trincheras enemigas, el sargento hizo girar el volante y comenzó a conducir a campo traviesa, esquivando matas y arbustos.
Ach…
El Barón sintió mil alfileres clavársele en la pierna cuando el auto se inclinó de lado, siguiendo el contorno de una loma. Se cuidó de emitir la menor queja, sin embargo. Tenía que llegar a La Primavera para ver lo que pasaba. Fue un error haber confiado en ese austríaco farsante. Von Bülow se dejó engañar por el aspecto inofensivo del carcamán, por su discurso de hombre trabajador y sencillo, que vivía desde hacía más de veinte años en aquella tierra inhóspita, en compañía de su viejita…
Me gustaría hacerle una propuesta, Herr Neumann. Una transacción que podría procurarle a Usted un beneficio, al tiempo que le proporcionaría un gran servicio a su patria.
Encantado de poder ayudarlo, Barón.
Ahí fue que el Barón le propuso a Herr Neumann transferirle alguna de las propiedades que la Sociedad Agropecuaria Germana tenía por aquella zona, de manera puramente nominal, para que no fueran embargadas por las potencias enemigas, en el caso de una derrota de Alemania en la guerra.
Tendrá que mantener una actitud discreta, eso sí. No contar a nadie de nuestro arreglo, ni siquiera a su esposa.
Sí, sí, no hay problema.
Y seguir con su vida de siempre, para no levantar sospechas.
Eso se entiende, claro.
Desde luego, vamos a pagarle por sus servicios, Herr Neumann. No esperamos que lo haga gratis.
¡No quiero dinero, mi estimado Señor!, sacó pecho el Viejo. ¡Ni un centavo! Con sólo servir a mi amado Imperio, ya me doy por satisfecho…
El Barón Manfred von Bülow quedó muy impresionado por aquella actitud. Al punto que, en uno de sus viajes, le dio a guardar al Viejo una fuerte suma de dinero, que por razones de seguridad no podía tener en su casa. Él mismo le hizo llegar a la estancia una caja fuerte Burg-Wächter, una joya de la industria germana, completamente inviolable, de la cual sólo él y Herr Neumann sabrían la combinación.
Pierda cuidado, Barón. En ningún banco estará este dinero más seguro que aquí, en casa de un auténtico patriota.
Me alegra escucharlo.
Eso no impidió que, poco a poco, Herr Neumann fuera abandonando sus costumbres austeras, sus hábitos de esforzado pionero, por una vida que cada vez se parecía más a la de un gran señor; que renovara el mobiliario de su casa, y se hiciera construir en el jardín una glorieta de estilo rococó, rodeada de estatuas; que cambiara su apestoso tabaco de pipa por los más finos cigarrillos turcos, y su sulky sin capota, tirado por un noble caballito, por un Chevrolet Roadster serie A, un auto aún más moderno que el que tenía el propio Barón.
¿Qué significa esto, Herr Neumann?
Bah, le quitó importancia al asunto el esforzado pionero. No es más que un montón de fierros, Barón. Lo saqué a crédito, con un agente de Deseado…
Un crédito que consiguió poniendo como garantía una de las propiedades que el Barón había transferido a su nombre, y que el viejo sólo tenía de manera formal.
No toqué ni un penique del dinero que Usted me dio a guardar, Barón. ¡Puede contarlo, si lo desea!
Ni falta que le hacía tocarlo. Las sumas que los bancos ahora podían adelantarle eran diez veces mayores. Todo el mundo en el Territorio hablaba ahora del carcamán, preguntándose cómo había pelechado tan rápido.
Ya te ajustaré la cuentas, "auténtico patriota", murmuró el Barón.
***
La inyección que Aukén le había aplicado, durante una pausa en el viaje, liberó al Barón de sus dolores en la pierna, y lo sumió en un agradable sopor. Ya no volvieron toparse con más ovejas. Sólo se cruzaron con una chata tirada por bueyes, que se pegó a un costado del camino cuando ellos se acercaron, y luego con un gaucho joven, que bajaba al trote con dos caballos, para el lado de Deseado. Un mestizo de agradables facciones, que se tocó el ala del sombrero, a modo de saludo, al ver que el Barón lo miraba.
Bi-bi-bíiiii…
Fueron ganando altura. El aire se hacía más fino, la tierra aparecía cubierta por una capa de escarcha. Unos guanacos corrieron, por un trecho, a la par del automóvil.
Bi-bi-bíiiii…, hizo sonar la bocina Helmut, para que evitar que se cruzaran en el camino. Aukén iba fumando un cigarrillo. Dejaba caer las cenizas en la palma de su mano, y luego extendía la mano por encima de la puerta para el que el viento disipara las cenizas por el desierto. El Barón se adormeció, arrullado por vaivén de la máquina. En sueños volvió a la finca de los von Bülow und Praxis, en la Pomerania Occidental; a la casa de sus abuelos, con sus derruidos tejados, sobre los cuales las cigüeñas hacían sus nidos.
¡Manfi!
A la larga fila de sauces que bordeaban el arroyo, y a la voz de Hanna, la campesina polaca que había sido su niñera, y de cuyos brazos lo arrancaron, de la forma más cruel, al cumplir los seis años. La única mujer a la que alguna vez amó.
¡Mírame, Hanna! ¡Puedo volar!
¡Ten cuidado, Manfi! ¡Te puedes caer!
Bi-bi-bíiiii…
El Barón Manfred von Bülow abrió los ojos, al escuchar la bocina.
¿Qué diablos es eso?, dijo Helmut. ¿Lo ves tú también?
Sí, respondió Aukén.
Una nube de polvo se había levantado, camino arriba. El Barón se enderezó en su asiento, trabajosamente alcanzó a distinguir algo. Una mancha verde, que se iba haciendo más grande.
Es un auto, dijo Aukén.
Y viene para aquí, dijo Helmut.
Ya podían verse los faros, y el reflejo del parabrisas.
Herr Nóimanns Wagen, dijo Aukén.
Sí, era el Chevrolet Roadster Serie A del Viejo, aunque no debería ser el gaucho que habitualmente le hacía de chofer, quien lo conducía, sino una especie de lunático.
¡Debe hacerse a un lado!, dijo Helmut. ¡El camino no es tan ancho para los dos!
No se hacía a un lado, y estaba cada vez más cerca. El ruido de su motor ya se escuchaba, por sobre el ruido del motor de su Daimler. Dos rostros se alcanzaron a distinguir, detrás de los cristales.
¡Sujétese, Capitán!, dijo Helmut, que clavó los frenos y pegó un volantazo, cuando la colisión era inminente. El Daimler comenzó a dar tumbos, inclinándose a un lado y a otro. El Barón no atinaba a agarrarse de nada. Hubiera salido disparado de su asiento, de no haberlo sostenido la firme mano de Aukén.
Uáaaaa… se escuchó un aullido femenino, desde el otro auto, que siguió de largo sin mayores contratiempos.
¡Maldita perra!, dijo Helmut, cuando el Daimler al fin se detuvo, sobre unas matas de espino colorado, con una de las ruedas girando en aire. ¡Casi nos matamos!
Era Frida, dijo Aukén, que había reconocido la cara de galleta de la mucama de Herr Neumann, en asiento del acompañante. El Barón no alcanzó a verla. Sólo se había fijado en quien iba al volante, también una mujer, y no una mujer cualquiera: una mujer de largos cabellos negros, con piel tan blanca como una muñeca de porcelana…
¡Era ella!
Helmut saltó el primero, y se puso a hacer una evaluación de los daños. Aukén ayudó a descender al Barón, a quien la pierna le había empezado a doler otra vez.
Ach! ¡Más despacio!
Hemos reventado un neumático, Capitán.
El Barón Manfred von Bülow echó una mirada al auto color verde, que se hacía cada vez más pequeño a la distancia.
¿Tenemos repuesto?
Sí, Capitán.
Hay cambiarlo de inmediato, y poner el automóvil en marcha otra vez. Debemos alcanzarlas.
Sí, Capitán.
Aukén, saca la pala de la cajuela, tenemos que despejar estas matas, y hacer un sendero hasta el camino.
Ja wohl, Herr Baron!
Caía la tarde, el viento se hacía más fuerte.
¡Era ella!, repitió en voz baja el Barón Manfred von Bülow, contemplando el camino, en la dirección en la que el Chevrolet había desaparecido. Era la misteriosa mujer de la que la había hablado aquel sucio eslavo de bigotes de paja.
¡Maldita sea, era verdad!
¡Maldita sea, era verdad!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
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