Inocencio sonreía amargamente al recordarlo, mientras preparaba los caballos para la travesía, ajustaba las cinchas de las monturas y acomodaba las provisiones en las alforjas.
Te amo, Inocencio… Te amo…
No era verdad. No podía serlo. No si ahora, de golpe y porrazo, le decía que sus caminos debían separarse; que él debía seguir por su cuenta, y que ella se quedaría ahí en la estancia.
Es lo mejor para los dos, Inocencio. Sé que ahora no puedes entenderme, pero créeme, algún día…
En eso llevaba razón doña Clarita, no podía entenderla. Había pensado que el amor que sentían valía más que la diferencia de edad entre ellos, y más que las… ¿Cómo es que le decían? Las diferencias sociales. El hecho de que ella fuera una dama de la Gran Ciudad, y él un paisanito de ahí de la zona, sin dinero ni educación…
No me guardes rencor, Inocencio, le dijo la Pulposa Viuda, con lágrimas en los ojos. Sé que no lo harás…
No, Inocencio no le guardaba rencor, pero seguía sin comprender. Doña Clarita aún vino a verlo otra vez, esa mañana, con la carta de don Bernardo, la carta que Inocencio debía entregar en Buenos Aires, la que decidiría el destino de tantas personas.
Aquí tienes el dinero para el viaje, Inocencio. Sí, sí, tómalo.
Inocencio no quiso agarrarlo, pero no tenía más remedio. ¿Cómo iba a comprarse el pasaje en el barco, si no? ¿Y cómo iba a pagar sus gastos, hasta llegar a la Capital?
No podrás embarcarte en el Estrella del Sur, ya no harás a tiempo.
Era el buque que habían pensado abordar, ella y él. Cuando hicieron tantos planes, y soñaron una vida juntos…
Deberás esperar el siguiente barco, Inocencio, unos cuatro o cinco días, tal vez una semana. Entretanto, te quedarás en casa de este señor.
Doña Clarita le entregó otra carta, en un sobre más pequeño, escrita por Herr Neumann, y dirigida al Delegado de la Gobernación.
Es un amigo de Herr Neumann, le explicó la Llorosa Viuda, quien, a juzgar por sus lágrimas, parecía estar sufriendo aquella despedida mucho más que él. Allí te alojarás, Inocencio, hasta que pase tu barco…
Estaban en el jardín, cerca de la estatua que Inocencio había embestido durante la noche, y que ahora los peones habían vuelto a colocar sobre su pedestal. Uno de ellos se había quedado por ahí cerca, parando la oreja, mientras fingía ocuparse de otra cosa. Un gaucho bajito, de boina colorada, curioso como él solo. Inocencio se sintió cohibido, al verlo ahí, sabiendo que los escuchaba, y que pronto les iría con el cuento a los demás.
Ponte en marcha, Inocencio, dijo doña Clarita, con la voz ahogada por el llanto. Confía en mí. Tal vez algún día, muy pronto…
No pudo seguir hablando. Dio media vuelta y se dirigió, casi corriendo, hacia la puerta trasera de la casa. Inocencio la siguió con la vista. Su negra mata de su pelo se había soltado, durante la corrida; su vestido color guinda se fue haciendo más pequeño, hasta desaparecer para siempre de su vida, detrás de aquella puerta. Inocencio se quedó allí, como atontado; recién entonces lo vio, al dueño de casa, mirándolo desde la ventana del salón. Inocencio apenas si pudo distinguirlo, a causa del reflejo en los cristales. Pero lo vio, y vio su sonrisa, una sonrisa maligna y triunfante. Ahí entendió todo.
Qué se le va a hacer, changuito, dijo el gaucho de la boina colorada. ¡La plata es la plata!
***
Todo estaba listo para partir, no tenía sentido demorarlo más. Don Jacinto, el más viejo de los peones de Herr Neumann, y el único que había trabado amistad con él, lo acompañó durante un trecho del camino.
Cambie esa cara, mi amigo, le dijo, que no ej el fin del mundo.
Ya era pasado el mediodía. Si se apuraba podía llegar al Cerro Ventana antes de que lo agarrara la noche.
Tiene como una ventanita, en la parte de arriba; por eso le dicen ansina. Ahí va a encontrar el camino pa Puerto Deseáo.
Bien, dijo el muchacho, que lo escuchaba con toda atención.
Iban fumándose un tabaco, los dos. Don Jacinto le dijo:
No vaiga a salirse e la güella, mi amigo. Mire que el Desierto no perdona a naides…
No si priocupe, le respondió el Paisanito, que pensaba: ¿Y si me pierdo, qué? Si me muero de hambre y de sed en el desierto, ¿quién me va a llorar? No ella, de siguro…
Cabalgaron por un trecho más, pasando la tranquera. El sol comenzaba a calentar, no demasiado; lo más que solía hacerlo en aquellas montañas. Los cascos de los caballos golpeaban la tierra apisonada del camino.
Güeno, yo lo dejo por acá, le dijo don Jacinto, llegado que hubieron a la bajada del valle. ¿Ve la montaña aquella? ¿La azulita, que está allá derecho?
Le preocupaba a don Jacinto dejar solo a aquel changuito, en aquellas soledades.
Una cosa máj, muchacho, y no se lo tome a mal… Ándase con el ojo abierto, que por estos pagos abundan los malandras...
Don Jacinto dio la última calada a su cigarrillo y tiró la colilla.
Si llega a verlo al gringo ese del bigote, el que era guardia acá en la ejtancia, no lo deje ni que se acerque. Ese tipo ej mala pilcha, y ejtá buscando el desquite.
Se dieron la mano. Inocencio le prometió que tendría cuidado.
¿Tiene con qué defenderse, mi amigo?
El muchacho se hizo a un lado el faldón del poncho. Por encima de la faja sobresalía, contundente, la culata del Russian 44.
Que Tata Dioj lo bendiga, dijo el hombre, y el Ángel e la guarda me lo acompañe.
***
Tenía razón don Jacinto en desconfiar de Janosz, el Magyar de Transilvania, que era un sujeto de lo más peligroso y rondaba por aquella zona. Se había quedado con la sangre en el ojo, el ex guardia de seguridad, y de buen gusto hubiera vuelto a La Primavera a hacer algún estropicio. Quería darle su merecido, al cobarde de Herr Neumann, que había dejado que los perros matasen a su compañero, y a él lo había despedido sin miramientos, y sin pagarle los meses que había trabajado en la estancia.
¿Todavía quieres dinero, sabandija, después que duermes bajo mi techo, sin pagar renta? ¿Quieres que yo pague, luego de todo que tú comes de mi despensa, gordinflón?
Janosz no fue capaz de responderle, se ahogaba de la indignación.
¡Fuera de aquí, malviviente!, dijo el Severo Terrateniente Austríaco. Raus! Hau ab!
Todo eso delante de la partida de milicos, que no hicieron nada por defenderlo, sino que se pusieron de parte del patrón, como hace de ordinario la policía.
¡Maldito viejo! ¡Me las pagarás!
No podía hacer nada, sin embargo. Estaba ahí solo, sin dinero, sin armas. Los peones de La Primavera habían recibido orden de recibirlo a los tiros, ni bien cruzara el linde la estancia: una orden que esos gauchos rotosos estaban más que dispuestos a cumplir, dado el poco afecto que siempre habían sentido por él y por el finado Vania, el Ruteno de Bukovina.
Uno de los milicos llevó a Janosz hasta Tres Cruces, en la grupa de su caballo, no por hacerle una gauchada, sino para alejarlo lo más posible de La Primavera, tal vez a instancias del barullero de Herr Neumann.
¿Y ahora?
Abandonado en aquellos páramos, el Magyar se puso a caminar en dirección a Puerto Deseado, con la esperanza de que alguien le diera un aventón. Ya se le estaba ocurriendo lo que podía hacer para vengarse de aquel maldito viejo, y de paso hacerse de algunos pesos: iba a ver al Hombre del Auto Azul, el alemán del bastón. Ese era el que cocinaba el estofado, por aquella zona, e iba a estar más que interesado en saber una cosa o dos acerca del tacaño de Herr Neumann.
¡Ya veremos qué dice Su Señoría, cuando se entere en qué andas!
No sabía dónde vivía, pero lo iba a encontrar. No debía haber en Puerto Deseado otro auto como ese, ni otro rengo a quien llamaran el Barón.
El sol se ocultó, tapado por unas nubes. El viento soplaba, agitando las matas de pastos amarillentos, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Parecía que el mundo entero se había vaciado, y sólo quedaba él.
Szent Isten!
Tuvo suerte. A las tres o cuatro horas de caminata, cuando tenía ya los juanetes a la miseria, escuchó el ruido de un motor. Un camión bajaba por la huella, cargado de fardos de lana. Janosz, el Magyar de Transilvania, se colocó en mitad del camino, que era más bien angosto. No estaba dispuesto a soportar un minuto más aquel tormento. O el camión se detenía o le pasaba por encima.
¡Amigo! ¡Amigo, por favor!
***
Caía la noche. Una noche sin luna ni estrellas, en mitad del desierto. En la falda Sur del Cerro Ventana, en la oscuridad total, ardía una fogata. Un fuego pequeño, minúsculo. Dos caballos descansaban, uno echado, el otro de pie, liberados de sus monturas. Ya habían bebido de una laguna, y habían comido su ración de avena, a la que siguió el merecido terrón de azúcar.
Briiiiuáaaa, resopló Lucero, que era el que dormía de pie; y la yegüita, que servía de espaldar a Inocencio, suspiró satisfecha. Sólo después de aflojarles la cincha y darles su alimento el muchacho se dispuso a masticar algo él. Sacó del costal un trozo de galleta y una tira de charqui, a la que pinchó con la punta del cuchillo y comenzó a calentar sobre el fuego. El rostro del muchacho se iluminó con los reflejos cambiantes de las llamas. Estaba triste, pero no era infeliz. Había sufrido, pero tenía esperanzas. Después lo que le había sucedido en ese último par de días, podía creer en cualquier cosa.
El trozo de carne empezó a chisporrotear. El aroma de la grasa derretida acarició sus fosas nasales, y no solo las suyas.
Uí-uí-uí…
Inocencio desprendió un trozo de carne de la tira y se lo ofreció a su amigo, que se había acomodado entre sus piernas, sobre el cuero de oveja.
Ten, aquí tienes, le pasó una mano por el lomo al Bachicha, con toda delicadeza, para no tocarle las heridas. ¿Te gusta? ¿Verdad que sí?
Uíiiii…
Inocencio comenzó a sospechar que estaba vivo desde que habló con el Topo Gallardo, que había buscado su cadáver entre los arbustos, para enterrarlo junto al guardia y así ahorrarse de hacer otro pozo.
¡Cosa e Mandinga! Si hace un rato estaba por acá...
También Inocencio lo buscó, por todo el jardín, sin dar con él. Quería agradecerle a su pequeño amigo, por haberlo defendido de los mastines de Herr Neumann; por salvar vida, a costa de la suya.
¿Un poco más? Toma, aquí tienes…
Verdad es que se había olvidado del bueno de Bachicha, cuando doña Clarita le comunicó que no seguiría viaje con él. El mundo se le vino abajo, no pensaba más que en su amor, en aquella felicidad que había conocido y vuelto a perder.
Uí-uí-uíiii…
Fue a poco de despedirse de don Jacinto, cuando bajaba para el valle, que Inocencio reconoció su inconfundible gemido. Tiró de las riendas de Lucero, aguzó el oído. ¿Acaso lo había imaginado?
Uíiii…
¡Bachicha!, exclamó el muchacho, cuando lo vio salir de atrás de unas matas, casi arrastrándose. Inocencio se apeó de su potro, corrió a socorrerlo.
¡Bachicha! ¡Estás vivo!
Estaba vivo, sí, a duras penas. Les había dado una dosis de su propia medicina, a aquel tremendo par de perros, pero no la sacó barata. Quedó hecho un Cristo, pobre Bachicha, con más tajos que trapo de afilador, y si antes era tuerto de un ojo ahora estaba ciego de los dos.
Uí-uí-uíiiii…
Inocencio se quitó el poncho y le armó un capullo sobre su montura, para que no sufriera tanto el traqueteo del caballo. Tuvo que marchar algo más lento de lo esperado. La noche lo agarró antes de llegar a destino. ¿Sería ese el Cerro Ventana? ¿No se habría desviado de su camino? Pronto se durmió, abrazado al noble perrito, dándose calor uno al otro. Al despertar, Inocencio vio en lo alto de la montaña una pequeña abertura entre las rocas, la ventanita de la que le había hablado don Jacinto. El cuerpo del Bachicha seguía tibio, pero su espíritu ya no estaba allí. Inocencio cavó un pozo con el facón, y luego tapó al perrito con la tierra suelta. Iba a ser fácil encontrar su sepultura, si pasaba alguna vez por allí. La montaña era ahora la piedra de su tumba. Aquel monte en mitad del desierto, con la ventanita en lo alto de las rocas.
***
El Barón Manfred von Bülow se despertó bastante tarde, esa mañana, con los dolores que lo aquejaban en la pierna los días de humedad. Que eran casi todos los días, en aquel pueblo costero de la Patagonia.
Ach… Maldita sea…
Aukén montaba guardia como un granadero, al costado de su lecho. Quién sabe cuánto hace que estaba allí, inmóvil como un tótem, esperando el momento en que él despertase.
Frühstuck?
No, Aukén. Sólo tráeme café.
Ja wohl, golpeó el joven tehuelche los tacos de sus botas, al estilo prusiano, y salió de la habitación. Volvió poco después, con una taza humeante y la bandeja con la correspondencia, las cartas que llegaban a nombre de la Sociedad y los telegramas dirigidos al Barón. El Barón Manfred von Bülow los leyó, mientras daba sorbos a su café, sin levantarse todavía. Era su único vicio, quedarse un rato más en la cama. Ese, y su taza de café al estilo turco, que tomaba con abundante azúcar, hasta dejarlo tan espeso como un jarabe.
Vaya, esto no mejora…
Las noticias que llegaban de Europa no eran nada alentadoras. La Guerra tomaba un cariz cada vez peor, al menos para su gloriosa patria, su amada Vaterland. Después de años de impresionantes victorias, el Imperio Alemán retrocedía. La entrada de los Estados Unidos en el conflicto había inclinado la balanza en favor de los aliados. El Káiser Guillermo había nombrado a un nuevo ministro de guerra, que no podía detener la desbandada. Todo se desmoronaba en el Segundo Reich.
Ach so, suspiró el Barón.
¿Qué podía hacer él? Había combatido con valentía en el Frente Occidental, tanto en tierra como en aire. Había logrado catorce derribos sobre los campos de Flandes, antes de que su Fokker biplano fuera alcanzado por el fuego cruzado de las ametralladoras australianas y canadienses. El Barón von Bülow se ganó la Cruz de Hierro, en aquella memorable jornada, y una pierna inválida que iba a acompañarlo por el resto de su vida.
Ach… cómo duele la maldita.
Algunos días debía inyectarse una dosis de morfina, para poder soportar las terribles puntadas. Era su único medicamento. Ese, y las dos pipas de opio que Aukén le preparaba a las noches, antes de irse a dormir. Sólo así podía pegar un ojo.
Ah… así está mejor… mucho mejor…
Su amor a la Patria y su extraordinaria capacidad organizativa lo trajeron a este rincón del mundo, donde las propiedades y activos de capitales alemanes corrían el riesgo de ser embargados, en caso de que el país sudamericano se decidiera a abandonar la neutralidad. El Barón pudo felicitarse de haber hecho un buen trabajo. El dinero se había retirado de las cuentas bancarias y había sido remitido a Alemania, o puesto en lugares seguros, aquí en el país. Las propiedades habían sido colocadas a nombres de testaferros, patriotas germanos que por motivos puramente formales tenían doble nacionalidad. Gente del todo confiable, todos y cada uno de ellos, hombres comprometidos con la causa.
Todos menos uno: el viejo fanfarrón de Herr Neumann, a quién el Barón había puesto de prestanombre de las estancias de la Cordillera. Al parecer, el muy imbécil había creído que aquellas tierras habían pasado a ser realmente de su propiedad. Comenzó a gastar dinero a troche y moche, a darse una vida de gran señor. El Barón von Bülow se había quedado en su despacho hasta tarde, la noche anterior, revisando las cuentas y los números que no cerraban. Debía terminar cuanto antes con aquel desorden.
Todos menos uno: el viejo fanfarrón de Herr Neumann, a quién el Barón había puesto de prestanombre de las estancias de la Cordillera. Al parecer, el muy imbécil había creído que aquellas tierras habían pasado a ser realmente de su propiedad. Comenzó a gastar dinero a troche y moche, a darse una vida de gran señor. El Barón von Bülow se había quedado en su despacho hasta tarde, la noche anterior, revisando las cuentas y los números que no cerraban. Debía terminar cuanto antes con aquel desorden.
Din-dón…
Aukén abrió la puerta de su habitación.
Mein Herr Baron… Alguien quiere verlo.
¿Quién es? Que se largue, no estoy para nadie. Este tipo viene de la Cordillera, Barón, de la estancia de Herr Neumann.
¿De ese bufón austríaco?, se enderezó en la cama el Barón. ¿Qué es lo que quiere?
Dice que tiene información sobre Herr Neumann, Mein Herr Barón. Información muy importante.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
No hay comentarios:
Publicar un comentario