Capítulo 131 - PODEROSO CABALLERO


Esa mujer le hacía hervir la sangre. Estaba decidido a conquistarla.

¡Vayasé con cuidáo, patrón! ¡Esa ñora ej una asesina!

A Herr Neumann no le importaba. Tenía que hacerla suya, aunque le costara la vida. No era sólo una manera de hablar…

¡Ej verdá, patroncito! ¡Ya mató a un marío, y áhura lo va a achurar a Usté!

Las advertencias de sus peones sólo consiguieron irritar a Herr Neumann, que al fin estalló:
¡Callen boca, mequetrefes! ¡Metan en sus propios asuntos!
Su calva cabeza de huevo se había puesto de color escarlata. Sus ojos echaban chispas. Nadie se atrevió a decirle más nada.
¡Vuelvan a su trabajo, cotorras, que no pago por hablar!
Terminado que hubo de reprenderlos, Herr Neumann enfiló otra vez hacia a su casa. Resoplaba agitado, y no sólo por la rabieta que se acababa de agarrar: también a causa del sendero que conducía hacia su residencia, que estaba en subida, y tenía acomodadas las lajas de manera irregular.
Ach! Zum Teufel!
Hubiera debido usar un bastón, dado lo avanzado de su edad y el estado en que se encontraba una de sus rodillas, pero no estaba dispuesto a hacerlo. No quería parecer un viejo. Verdad es que algunas partes de su cuerpo le fallaban, pero no todas. ¡Eso podían atestiguarlo La Enana, y Lulú, y las demás chicas del Salón California, a quienes Herr Neumann iba a hacer sus puntuales visitas, cada vez que bajaba a Puerto Deseado!
Estaba lleno de bríos, el Adusto Terrateniente Austríaco; más desde la llegada de doña Clarita. Esa mujer lo había rejuvenecido. Herr Neumann se sentía otra vez un muchacho de cincuenta.
Du bist wie eine Blume, canturreaba, mientras subía los últimos escalones, rumbo a su encuentro con la despampanante dama.

Du bist wie eine Blume,
so hold und schön und rein…
(Eres como una flor, tan tierna y bella y pura…).

Y una asesina a sangre fría, todo hay que decirlo, fugitiva de la Justicia para más datos. ¿Es que eso podía ser cierto? Aunque lo fuera, no por ello iba a amedrentarse el fiero Klaus Cornelius Neumann, antiguo sargento del Regimiento 23 de Moravia, que había enfrentado con igual valentía a las bayonetas de los turcos, a las balas de los serbios y a las lanzas de los indios, una vez llegado a la Patagonia. Se reía del peligro. Era un potro salvaje, un toro en plena embestida, un…
¡Ay!
Un escalón de piedra, el penúltimo (que, por encontrarse a la sombra aún seguía mojado por el rocío), ese maldito escalón fue una trampa para él. La suela de su zapato resbaló, poco le faltó al enamorado caballero para dar con sus huesos en el suelo.
Ach, du liebe Zeit!
 
***
 
Ignoraba que, desde la ventana del salón, doña Clarita lo veía acercarse, al tiempo que murmuraba:
Maldito carcamán. ¡Sí que logró engañarme!
Herr Neumann no era millonario, como le había hecho creer. No era medianamente rico siquiera. Sus promesas habían sido vanas. Jamás iba a poner una de sus propiedades a su nombre, porque no tenía ninguna. Herr Neumann era sólo el mascarón de proa de una sociedad alemana, de la que formaba parte la familia del Káiser Guillermo; un grupo de inversores que temían que sus activos en la Patagonia fuesen embargados, ante una eventual derrota del Segundo Reich en la guerra europea.
Pero… Su nombre figura en la escritura… Yo lo vi…
Puro mentira, Madame, le dijo Frida, la robusta mucama germana. El hombre del automóvil azul, él es quien maneja los negocios. Él paga cada mes dinero a Herr Nóimann, para que Herr Nóimann firme papeles, y diga que dueño es él. El Hombre de el Automóvil Azul es que manda. Yo escucho cuando ellos hablan…
¡Diablos!, repitió doña Clarita, que podía perdonarle a su anfitrión que fuera viejo, y decrépito, y libidinoso como un chivo; podía perdonarle que estuviera casado, incluso, pero no que fuese un pelagatos…
Grandísimo bufón, murmuró doña Clarita, que se sentía burlada en su buena fe, poco menos que estafada. ¡De sólo pensar que había rechazado a un muchacho cabal y honesto como Inocencio! ¡Que lo había despedido con viento fresco, por creerse los embustes de este viejo farsante!
¿Por qué no me lo dijiste antes, se puede saber?
He tratado, Madame, pero no tuve el oportunitát, dijo Frida.
Cierto es que eso aún podía arreglarse. Inocencio seguía allí, en el predio de la estancia, y, aunque dolido, seguía queriéndola. De eso estaba segura doña Clarita. Sólo tenía que pegarle un chiflido para que el pobre muchacho volviera a su lado, sin dudarlo un segundo, como un perro al que se le tira un hueso tras haberlo apaleado.
De haber imaginado que el muy canalla no tiene un centavo, meneó la cabeza la Viuda.
Bueno, un centavo sí tiene, se atrevió a corregirla Frida. Y más que un centavo también.
¿Qué quieres decir?
Frida miró alrededor, para cerciorarse de que nadie la escuchara. En un susurro dijo:
Herr Nóiman tiene dinero en el caja fuerte, Madame. Mucho dinero.
¿Ah, sí?
Sólo que el dinero ese no pertenece a él. Es dinero de la Sociedad, dinero que trae el Hombre de Auto Azul.
No le fue posible, a la indiscreta criada, entrar en más detalles. La puerta del frente se abría, y renqueando penosamente entraba el dueño de casa.
Verdammt! Das tut weh!
Doña Clarita intercambió una mirada con Frida, y en voz casi inaudible le preguntó: ¿Mucho dinero?
De la misma manera, tan solo moviendo los labios, la Criada le respondió:
¡Sí, Madame! ¡Mucho!
¡Querido Herr Neumann!, exclamó doña Clarita, corriendo hacia el vejestorio. ¿Qué le ha pasado? ¿Se lastimó?
¿Qué? No es nada, Señora González, le restó importancia al asunto el Noble Terrateniente Austríaco. Es tan sólo…
Venga, tome asiento, se apuró a atenderlo, solícita, doña Clarita. Tráele algo de beber, Frida, ordenó, como si fuera ya la dueña de casa.
Sí, Madame, hizo una pequeña reverencia la Criada, y salió para la cocina.
Querido, querido Herr Neumann…, se sentó junto a él la Pulposa Viuda, que lo tomó de las manos, y le dijo: ¡Trabaja demasiado, Herr Neumann! Debe descansar…
Ay… Señora González…
Herr Neumann miró esas manos blancas como dos palomas que envolvían su vieja garra de guerrero y contempló extasiado la sonrisa de su invitada, que con la luz de la mañana parecía un ángel, ni más ni menos. ¿Cómo podía ser una asesina? Debía tratarse de una falsa acusación.
Debe dejarme que cuide de Usted, Herr Neumann, arrimó una silla y se sentó a su lado doña Clarita. ¿Me promete que lo hará?
Sí, señora, olvidó de pronto sus dolores el dichoso caballero, extasiado por aquella voz, por aquel perfume. Sí, meine Liebe Dame… Lo que Usted quiera…

© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.

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