Se habían hecho promesas, locas promesas de amantes, susurradas a la luz de la luna; promesas que ahora, a plena luz del día, parecían difíciles de cumplir.
Inocencio… debemos hablar.
El Paisanito se temió lo peor, cuando la vio cruzar el jardín hacia donde él estaba. La mirada esquiva, la voz vacilante…
Créeme, Inocencio. No es fácil para mí lo que voy a decirte…
No parecía la misma doña Clarita de tan sólo un par de horas atrás; la que repetía su nombre entre gemidos, la que le decía que jamás se habrían de separar.
Debemos ser fuertes, Inocencio, dijo la Viuda, con la voz trémula de emoción. Si supieras lo duro que es esto para mí…
Estaban ellos dos solos, en el linde del jardín. Aunque (doña Clarita lo sabía muy bien) todos los estaban mirando: los peones que acomodaban la estatua caída otra vez sobre su pedestal, y el que arreglaba los arbustos destrozados por los perros; los arrieros que mataban el tiempo junto al galpón, antes de echarse al camino otra vez, y también el Topo Gallardo, el improvisado sepulturero, que ya había terminado de echar tierra sobre aquel desdichado extranjero, y ahora alargaba adrede su tarea, para asistir al encuentro entre los dos enamorados.
Inocencio, querido Inocencio…
Sin contar a quienes, sin duda, los estaban espiando desde la casa: las chismosas de las criadas, detrás de los vidrios empañados de la cocina, y la sufrida dueña de casa, que maldecía el momento en que doña Clarita había cruzado su umbral, para robarle el amor de su marido. Y tal vez el propio Herr Neumann, a quien doña Clarita había dejado hacía tan sólo un momento en el salón.
Nuestros caminos deben separarse, Inocencio. Es la única solución.
Aquel diáfano cielo de primavera se volvió de pronto gris para el desconcertado Paisanito. Por más que se estrujaba los sesos, no llegaba a comprenderlo. ¿Acaso dijo algo que molestó a doña Clarita? ¿O había, por pura torpeza, hecho algo que a ella…?
Eres joven, Inocencio, tienes toda la vida por delante… Yo, en cambio…
Le tocaba a ella, por ser la de más edad, la que pensara por los dos. Por más que le doliera en el alma, no quedaba otra alternativa.
Conocerás a una muchacha que sea más adecuada para ti, Inocencio. Estoy segura.
Ña Clarita, yo… yo… yo la quiero a Usté…, extendió una mano hacia ella el suplicante Inocencio.
La Viuda dio un paso atrás. No podían, a los ojos del mundo, dejar de ser ama y criado. Debían guardar las formas, delante de los fisgones que estaban ahí mirando.
No me guardes rencor, Inocencio. Sé que no lo harás. Eres un joven con un corazón de oro, el mejor que he conocido.
Las lágrimas asomaron a los ojos de la cuitada señora. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para mantener su decisión.
Ñora…
Lo hizo, sin embargo. Tras enjugarse las mejillas con un pañuelo de batista que había extraído de la manga de su vestido, dijo:
Tendrás que seguir tú solo a Buenos Aires, Inocencio. Al llegar, entregarás una carta de don Bernardo, dirigida a una persona muy importante. La dirección está escrita en el sobre.
Su voz sonaba más compuesta, como si, terminado que hubo de dar la infausta noticia, doña Clarita hubiera pasado sin más preámbulos al más terrenal mundo de los negocios.
Es muy importante que entregues esa carta, Inocencio. ¡Es vital! Ya te la traeré, junto al dinero para el viaje. Sólo espérame tantito.
¡Ñora!, exclamó el muchacho, que la vio caminar otra vez hacia la casa. Tuvo ganas de correr tras ella, de echarse llorar. No lo hizo, sin embargo. Cuando la figura de su amada se perdió tras la puerta se quedó como muerto, sin saber que hacer. Su mirada se topó con la mirada del Topo Gallardo, que apoyado sobre su pala meneaba la cabeza, como diciendo: Ya lo ves, muchacho… Las mujeres… ¡Quién las entiende!
***
Doña Clarita, por su parte, no miró a los costados, no miró a nadie. Avanzó como un tren a toda marcha, lista para enfrentar su destino. Dios sabe que le había dolido en el alma lo que acababa de hacer, pero no tenía más opción. El paso del tiempo era inexorable, y ella no iba a cumplir los cuarenta otra vez. ¿Dónde iba conseguir a otro millonario que pusiera una fortuna a sus pies? ¿Que le ofreciera un buen pasar para el resto de su vida, su dinero, sus propiedades? Era un viejo decrépito, es verdad, aunque eso tenía su lado bueno también, y era que no iba a durar demasiado.
¿Herr Neumann?, dijo la Pragmática Viuda, ni bien entró al salón. La suerte estaba echada. Debía beber de ese amargo cáliz de una buena vez.
¿Herr Neumann?, llamó nuevamente al carcamán.
El salón estaba vacío. El Severo Terrateniente Austríaco brillaba por su ausencia. La mesa estaba limpia, sin rastros del accidentado desayuno. El mantel bien planchado, las sillas en su lugar. Por la ventana que daba al fondo doña Clarita alcanzó a distinguir al decaído Inocencio, que marchaba rumbo al galpón de los peones, cabizbajo, vencido. Doña Clarita sintió una puntada en el pecho, pero se mantuvo firme. Maldito muchacho, no le debía nada. Le había devuelto sus favores, y con creces. Le había dado lo que quería, lo que todos los hombres quieren.
Doña Clarita se dio la vuelta y…
¡Ay!, exclamó asustada, al toparse de frente con Frida, alta como un armario, y casi igual de ancha.
Señorra González, susurró la robusta mucama alemana, con su característico vozarrón. Hay algo que yo debe decir a Usted…
Escucha, chica, la cortó doña Clarita, que malinterpretó la ansiedad de su mirada. ¿Frida es tu nombre, verdad?
Sí, Madame…
Mira, Frida, yo no tengo nada contra de las mujeres como tú, cada cual que haga de su culo una corneta, como dice el refrán, pero a mí esas cosas no me van…
Señorra González, yo…
Así que gracias, pero no. ¿Acaso has visto a tu amo?
De él quiero hablarr, Madame, dijo Frida. Herr Nóimann no ha dicho verrdad a Usted.
¿Es que acaso has estado escuchando la conversación que tuve con tu patrón?, se escandalizó doña Clarita. ¡Sobre pervertida, fisgona!
He escuchado, Madame, bajó la cabeza Frida, por eso yo sé que él no dice la verdad a Usted.
¿De qué hablas? Explícate.
Herr Nóimann no puede dar sus propiedades a Usted, Madame, porque él no tiene nada.
Doña Clarita tardó en asimilar el impacto, pero lo hizo.
Estás mintiendo, exclamó. Te ha enviado tu patrona, a que me sueltes esa sarta de patrañas.
¡No, Madame!, insistió la Criada. Herr Nóimann no tiene nada, sólo presta su nombre a empresas de Gobierno Alemán, porque ellos saben que pronto van a perder el Guerra. Herr Nóimann tan sólo es… No me sale el palabra que se dice para esto.
Un testaferro…, murmuró doña Clarita, que se había puesto más pálida que un pliego de papel.
¡Eso!, dijo Frida. ¡Un testa de ferro! Él no tiene ni una solo propiedad, ni casa que este que estamos ahorra. Él no tiene ni donde caer kaputt.
¡Ahora sí me lleva el diablo!, exclamó la Pulposa Viuda.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
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