Rápido es el rayo, rápido es el viento, pero más rápidos que el rayo y el viento son los chismes. Y si no que lo diga doña Clarita, que ingenuamente creyó haber dejado su pasado atrás, y los malos pasos de su vida olvidados para siempre.
¿Esa damita tan delicáa? ¿Una asesina?
Fue uno de los arrieros, el que venía de Punta Arenas, el que trajo la noticia, y se encargó de esparcirla a los cuatro vientos.
Así como la ven, jué y lo mató al marío. Le pegó un tiro en la cabeza.
Los paisanos no salían de su asombro. Esa mujer tan educada, tan bella, que se había aparecido en la Estancia la tarde anterior, acompañada de ese paisanito que parecía ser su guía.
¡No se lo puedo creer!
Crealó, porque es la pura. Le pegó un tiro en la cabeza y se escapó con su gavilán.
El rumor corrió como pólvora incendiada. Para media mañana ya todos lo sabían, en la Estancia La Primavera, incluido Herr Neumann.
¡Venga, patrón! Escuche lo que dice el coso este.
No fue fácil convencerlo, al viejo caballero austríaco, que tenía la más alta opinión de su encantadora huésped. Los ojos soñadores de la Viuda habían hecho mella en su corazón teutónico, hasta entonces inconmovible, y más endurecido que las rocas del Monte Kitzsteinhorn.
¿De dónde sacaste ese historia? ¡Te lo estás inventando!
Sin embargo, él mismo tuvo que admitir que en aquel asunto había algo sospechoso. Para empezar, la forma en que doña Clarita se había aparecido en su estancia, a lomo de caballo, por el camino de la Frontera; y luego, la prisa que tenía por abordar el barco que pasaba por Puerto Deseado, al día siguiente. ¿Por qué había seguido un sendero tan tortuoso, pudiendo haberse embarcado directamente en Punta Arenas? ¿Qué explicación podía haber, sino la de que estaba huyendo de la Justicia?
Y su compinche debe ser el gauchito que vino con ella. El que llegó montáu en el zaino.
Tiene pinta e malandra, es verdá.
Lo cuereaban de lo lindo, al desprevenido Inocencio, a quien podían ver en ese mismo instante. Estaba al otro lado del jardín, hablando con el Topo Gallardo, el peón a quien hoy le tocaba hacer de sepulturero.
No debe saberlo entuavía, pobre Topo.
Alguien debería avisarle, digo yo. A ver si termina en un hoyo el también…
¿Qué le puede hacer?
¡El que mata a uno, mata a diéj!
Se embalaban uno al otro. Quién sabe hasta dónde hubieran llegado en sus especulaciones si uno del grupo, que no había hablado hasta entonces, no hubiera dicho:
Ese cabro no es ningún criminal.
Hubo un silencio entre sus compañeros. Uno de ellos preguntó.
¿Y Usté cómo lo sabe, don Jacinto?
Lo sé porque estuve hablando con él, hoy temprano, tomamos unos verdes. Se ve que es un muchacho de buena madera. Ahijado de don Bernardo Caledonia, pa más datos. Hombre cabal, si los hay…
Su palabra tuvo un efecto contundente, porque no era un hombre que hablara por hablar. Aún así, no se tomó su juicio como definitivo. Era más emocionante tener entre ellos a un par de fugitivos peligrosos que a unos perejiles a quienes habían acusado injustamente. La mentira tiene más color que la verdad.
En algo debe andar, respondió otro de los peones, que no quería dar el brazo a torcer. De que llegaron acá, esa mujer y él, llegó la desgracia a la Estancia.
***
La pala del Topo Gallardo se hundía en la tierra negra, esponjosa, repleta de lombrices, algo reblandecida por las últimas lluvias.
Pac… Pac…
El guardia de seguridad ya estaba listo para su viaje final, el cual iba a iniciar bien ligero de equipaje. Su cuerpo iba a ser enterrado sin cajón, sin una mortaja siquiera. Alguien sugirió hacerle una, cosiendo un par de bolsas de arpillera, pero Herr Neumann consideró que era una pérdida de tiempo innecesaria.
Tíralo en pozo así nomás, Topo, y luego vuelve a tu trabajo, que estamos retrasados.
Sí, patrón, dijo el Topo Gallardo.
La autorización para disponer del cadáver ya había sido expedida, de forma verbal, por el milico de mayor graduación que llegó a la Estancia esa mañana. La partida se retiró, luego de que se comprobara que el ruteno de Bukovina había muerto por causas naturales; es decir, como consecuencia de las mordidas de los perros.
¡Ahijuna!
Si se trató de las mordidas de los mastines de Herr Neumann, o de aquel perro que se coló en el jardín durante la noche, eso era algo difícil de determinar. Y además, qué importancia tenía. El muerto era un forastero, sin familia ni amigos por estos pagos. Alguien a quien nadie iba a llorar.
¿Dónde hago el pozo, don Ñúman?
Yo qué sé. Por ahí, detrás de corral.
Era un lugar tan bueno como cualquier otro. El Topo comenzó a cavar.
Pac, pac, pac…
Como quien no quiere la cosa, Inocencio se acercó. Se le estrujó el pecho, al ver cómo había quedado aquel sujeto, con la ropa hecha jirones y las carnes destrozadas por los colmillos. La sangre que lo cubría se había convertido en un pegote negro, las moscas se estaban haciendo un festín. Inocencio levantó el sombrero verde del finado, que había quedado a un costado, y se lo colocó sobre el rostro, tapando sus ojos abiertos, y su boca deformada en una mueca de espanto.
Pac, pac, pac…
El peón que hacía de sepulturero le dirigió al muchacho una mirada cargada de reproche. Mira cómo tengo que sudar, parecía decirle, sólo por tu culpa…
Sí. Todos sabían ya que fue él el que cruzó el jardín, en plena madrugada, para encontrarse con doña Clarita, alertando de ese modo a los perros de Herr Neumann, y desatando una cadena de eventos que terminó de la peor manera, para aquel guardia mordisqueado, y también para el Bachicha. Inocencio no podía saberlo de antemano, pero igual se sentía culpable.
Échame una mano, ya que estás de balde, le dijo el Topo Gallardo, y con un gesto le indicó que agarrara el cadáver por las piernas.
¿Cómo? ¿Ya está?, preguntó el Paisanito, extrañado por la poca profundidad del pozo.
Si no te gusta, hazlo tú.
Una vez arrojado dentro, el peón procedió a cubrirlo con la tierra que había quedado a un costado, sin más ceremonia, como si fuera un animal. Inocencio agachó la cabeza, frente a la tumba de aquel desconocido, se santiguó y le rezó un bendito, la única plegaria que aquel forastero recibió.
El viento del Sudeste comenzó a soplar, algo más fuerte. Privadas de su banquete, las moscas se dispersaron. Inocencio espantó a una daba vueltas alrededor suyo, e insistía en posarse sobre su cara.
Y, digamé, le preguntó al improvisado sepulturero, que ya casi terminaba con su faena. ¿Qué pasó con el perro?
¿Qué perro?
El perro tuerto, el que entró al jardín…
Por áhi había quedado, señaló vagamente el hombre.
Algo rengo todavía, Inocencio caminó hacia los arbustos, para darle el último adiós al noble Bachicha. A ese ángel de cuatro patas que había ofrecido su vida para salvar la de él.
Recorrió la doble hilera de arbustos, volvió sobre sus pasos.
No lo veo. No está.
Alguien se lo habrá lleváu, entonce, dijo el sepulturero.
Eso sí que era inaudito, quién iba a querer llevarse un perro muerto. Debía tratarse de un error.
Si alguien lo encuentra, que lo entierre él, dijo el Topo Gallardo. Yo otro pozo no viá hacer.
El hombre detuvo tu tarea, y se quedó mirando por encima del hombro de Inocencio, algo sorprendido. Se quitó la boina y ensayó un saludo. Inocencio se dio vuelta. El corazón le dio un vuelco al ver a doña Clarita. Estaba más hermosa que nunca, con el pelo recogido en la nuca y ese vestido color guinda que él no le conocía todavía.
Buenos días, Inocencio, dijo la Viuda.
¡Ñora!, exclamó el Paisanito.
El Topo Gallardo los miraba, alternativamente, a uno y a otra, como si tratara de entender lo que pasaba.
Hay algo que debo decirte, Inocencio, dijo la Viuda, en tono patético.
El Paisanito tragó saliva. Le pareció que su vida entera se decidía en aquel instante.
S-sí, Ña Clarita, tartamudeó. Dí-dígame…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
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