CAPÍTULO 128. TE HARÉ MI REINA

 

Tenga cuidado con esa mujer, patrón. ¡Es una asesina!
¿Qué dices? ¿De qué mujer hablas?, preguntó el viejo y cascarrabias de Herr Neumann.
Las ovejas seguían llegando al casco de la estancia La Primavera, arreadas por dos jinetes y por un par de perros ovejeros, que corrían de lado a otro, ladrando a las rezagadas, trayendo de vuelta a las que intentaban salirse del redil.

¡De su invitada, patrón! ¡La mujer que llegó anoche a la Estancia!
Poco le faltó a Herr Neumann para sonreír.
Debe haber una confusión, dijo.
De sólo pensar que una dama frágil y delicada como doña Clarita, con esas manecitas tan blancas como dos palomas…
¿La Señora González, una asesina? ¿De dónde sacas esa estupidez?
¡Se lo juro, patrón!, dijo el Capataz. ¡Cuéntale, Tadeo!

***

Haber venido este lugar fue una pésima idea, se dijo doña Clarita, mientras cruzaba en diagonal el jardín. La peor idea que se me pudo ocurrir…
Olvidaba que no era a ella a quien se le había ocurrido la idea de pernoctar en la Estancia La Primavera, en su camino a Buenos Aires, sino a Bernardo.
Son buenos amigos míos, Clarita. Un matrimonio de viejitos austríacos. La pasarás muy bien con ellos, son gente muy hospitalaria.
¡Demasiado hospitalarios, para mi gusto!, meneó la cabeza doña Clarita. ¡Sobre todo el Viejo!
El carcamán de Herr Neumann se había prendado de ella, al punto de no querer dejarla partir. Doña Clarita era una mujer con experiencia, y sabía cómo manejar situaciones como esas, pero esto ya era por demás.
¡Todo lo mío será suyo, Señora González, si accede a ser mi esposa!
Pero… ¿Usted no está casado, Herr Neumann?
Bah, hizo un gesto con la mano el Viejo, como si espantara una mosca. No por mucho tiempo, se lo aseguro. ¡Usted es el mujer indicado para mí!
¡Pero qué cosas dice, Herr Neumann!, se escandalizó la Pulposa Viuda.
Para que viera que no eran solo palabras, el Viejo le ofreció poner a su nombre una de sus propiedades, un establecimiento agropecuario aún mayor que La Primavera, que estaba ubicado a sólo unas millas de distancia.
¡Mire, aquí tengo la escritura! ¡Buscaremos a notario ahora mismo, será todo de suyo!
¡Herr Neumann!, se llevó una mano al pecho doña Clarita. ¿Acaso se ha vuelto loco?
¡Loco por Usted, meine liebe Dame!

***

¡Lo mató al marío, don Ñúman! ¡Le pegó un tiro en la cabeza!, dijo el tal Tadeo, uno de los arrieros, que había llegado desde el Norte con unas 500 cabezas de ganado, y partía ese mismo día para el Sur.
¡Pobre don Gerardito! ¡Tan güena gente que era!
Los peones de Herr Neumann asintieron, y también los demás arrieros, que escuchaban respetuosamente desde atrás.
Tenían el boliche cerca del puerto, don Ñúman, a una cuadra de la Plaza de Armas.
Sí, ya sé dónde era, dijo Herr Neumann.
Cualquiera que hubiera pasado alguna vez por Punta Arenas conocía Casa González, la tienda de ramos generales más importante de la ciudad, después de los almacenes de la Sociedad Mendieta Braunstein. Y también conocían a don Gerardo, un gordito bueno como el pan, que atendía con igual amabilidad a pobres y a ricos, y daba fiado a quienes no tenían con qué pagar.
Te equivocas, dijo Herr Neumann. El marido de doña Clarita murió de un ataque al corazón. Ya estaba enfermo de hace tiempo.
Eso jué lo que tóos creyeron, don Ñúman, y el dotor les firmó la papeleta. Pero a los días hubo una denuncia y lo desenterraron de abajo e la tierra, al finadito. Tenía un balazo, acá en la nuca, se señaló el Arriero él mismo la parte de atrás de su cabeza. Se lo habían tapáo peinándole los pelos, pero igual lo encontraron.
¡Ave María purísima!, se santiguaron los demás peones.

***

El tímido sol de la Cordillera ya se hacía sentir. Los pájaros cantaban en las copas de los árboles, los capullos de diente de león se asomaban por encima del césped.
¡Maldita sea!, repetía doña Clarita, que prestaba muy poca atención a los encantos de la naturaleza. ¡Me lleva el…!
No sabía qué pensar. Cuando ya estaba lista para partir, dispuesta a comenzar una nueva vida con el bueno de Inocencio, aparecía de la nada este viejo mentecato, a ofrecerle el oro y el moro.
¡Piénselo, Señora González! ¡Nadie puede dar a Usted esto que voy dar yo!
Hablaba como si fuera un potentado, el Carcamán, si bien, la verdad sea dicha, no parecía más que un hacendado de medio pelo. La estancia La Primavera era dimensiones modestas, comparadas con otras de la zona. No tenía ni la cuarta parte de la superficie de la estancia de Bernardo, y la casa donde vivían Herr y Frau Neumann era bastante cualunque. ¿No se trataría de un viejito fabulador? Sin embargo, la escritura que el enamorado vejete le mostró parecía verdadera, y él mismo se ofreció a enseñarle personalmente el lugar.
He ganado mucho dinero con el guerra en Europa, Señora González, y estoy dispuesto a poner todo a sus pies…
¡Herr Neumann!, exclamó horrorizada doña Clarita, que no podía dejar de encontrar atractiva la propuesta. E incluso el propio Herr Neumann, con lo viejo y destartalado que estaba, no dejaba de tener su encanto, cuando le hablaba con tanta vehemencia, y le prometía tales riquezas. Tenía una fuerza extrañamente seductora en su voz, el vejestorio, un brillo desconcertante en su mirada.
No sé qué decirle, Herr Neumann. Déjeme pensarlo.

***

Esto me suena a puro cuento, muchacho, dijo Herr Neumann. ¿De dónde sacaste todo esto que dices? ¿Cómo es que sabes tanto de Señora González?
Tóo el mundo lo sabe, en Puntarena, don Ñúman, si hasta salió en el periódico, en El Faro, con un dibujo de la Ñora y too, dijo el lengualarga del Arriero.
¿Acaso sabes leer?, preguntó el Viejo.
No, don Ñuman, reconoció el hombre, pero en el boliche que paramos está el Estudiante, un cabro que nos lee las noticias, si le pagamos las copas.
Sí, es verdad, dijeron sus compañeros.
Las ovejas se atoraban en la entrada de la manga, sin que nadie se ocupara de ellas. Todos seguían con atención el relato del indiscreto Arriero, que le seguía dando una buena mano de brea a doña Clarita.
No la reconocí anoche, cuando apareció vestida con el poncho y el sombrero, pero cuando la vi hoy a la mañana…
¿Acaso estuviste espiando dentro de mi casa?
¡No, don Ñuman! ¡Si jue ella la que salió pa juera!
El Arriero la reconoció enseguida, si ya la había visto varias veces. Como tantos otros paisanos que bajaban a la ciudad, se pasaba cada tanto por el boliche de don Gerardo, a comprar cualquier chuchería, con tal de ver a la doña. Era una de las mujeres más bellas de la ciudad; más diez años atrás, cuando recién llegó a Punta Arenas.
La Viuda Asesina, le dicen ahora, don Ñúman. Usté desculpe, pero en el diario la llaman así.

***

Doña Clarita era un mar de dudas. No sabía para qué lado agarrar. Inocencio le había dicho que la amaba, es verdad, los dos se había dicho tantas cosas, en esa noche de amor. Planearon empezar una nueva vida en Buenos, y vivir juntos para siempre… Pero, para ser realistas, Inocencio era tan sólo un muchacho, con edad como para ser su hijo. ¿Seguiría sintiendo lo mismo por ella, con el paso del tiempo? ¿Cuándo viviera otras experiencias, en esa ciudad llena de mujeres jóvenes y bellas? Tal vez fuera una insensatez arriesgarlo todo por un chico como él, y perseguir en la Capital unos negocios que quién sabe cómo podrían salir, cuando aquí todo parecía venirle servido en bandeja.
Doña Clarita respiraba agitada, y no sólo por el ritmo apresurado de su caminata. Pasó sin saludar frente a los peones que arreglaban los destrozos en el jardín, el que ponía en su lugar los arbustos derribados por los perros y los que enderezaban la estatua sobre el pedestal. Ignoró sus miradas, los cuchicheos que su aparición provocó. De pronto se detuvo, al darse cuenta de que no sabía adónde iba. Dio media vuelta y se encaró con el peón que hacía las veces de jardinero.
Oye, tú. ¿Sabes donde puedo encontrar a Inocencio?
El aludido se quitó la boina, antes de responderle.
¿A quién, Ñora?
Al muchacho ese que vino conmigo anoche, se refirió a él de manera vaga doña Clarita, como si el asunto no tuviera importancia.
Ah… el pión de don Bernardo, dijo el hombre.
Sí, ese mismo.
Por ahícito nomás andaba, señaló el sujeto con el mentón, en dirección contraria a la que ella caminaba. Pasando aquella linde, por ahí andaba hacia un rato. ¡Mire! ¡Allá está!

***

Ella sola no, don Ñúman. La ayudó el chofer, el que manejaba el automóvil de don Gerardito. Se escaparon de Puntarena con auto y tóo, antes que los agarrara la polecía.
Ach!, exclamó Herr Neumann, que ahora entendía muchas cosas. Entendía por qué su encantadora huésped se había aparecido casi de noche, a lomo de caballo, tras recorrer esos peligrosos caminos de montaña; y por qué doña Clarita había insistido en tomar el dichoso barco en Puerto Deseado, tras dar semejante rodeo, cuando hubiera sido mucho más fácil embarcarse en Río Gallegos o en la misma Punta Arenas. Ahora se explicaba todo. ¡Era una fugitiva de la Justicia!
Se escucharon los balidos, cada vez más sonoros, y luego el silbido de los hombres que las guiaban.
¿Qué hacen todos aquí?, se dirigió a sus peones Herr Neumann. ¡A trabajar, que no pago por andar cuchicheando!
Sí, patrón.
¡Tú no!, detuvo el Viejo al estómago resfriado del Arriero. ¡Tú ven aquí!
Sí, don Ñuman.
Dime una cosa, ya que sabes tanto. ¿Cómo era el nombre de chofer que acompañaba a Señora González?
No sé, don Ñúman. El periódico lo decía, pero lo olvidé.
¿Lo has visto algún vez?
¿Al chofer?
A chofer, sí, ¿a quién diablos va ser?
No lo sé, don Ñúman. La he visto alguna vez cuando pasaba en el automóvil, por la ciudá, pero no lo recuerdo.
¿No recuerdas cómo era?
Pues… No me fijé mucho en él, don Ñúman. Era un hombre joven. Delgado, moreno… no tenía nada de especial.
Herr Neumann ya había visto aparecer, allá lejos, en el linde del jardín, el vestido color guinda de su bella invitada. De la adorable Clarita González, la Viuda Asesina… Se la señaló al Arriero, que se dio vuelta a mirar.
¡Es ella!, exclamó el informante.
Estarían a unos cien metros de distancia. Doña Clarita no los había visto todavía, ocupada como estaba, complotando con el paisanito mugroso de Inocencio. Herr Neumann sintió una puntada en el corazón. Maldita hembra. ¿Es que de verdad podía preferirlo a él? ¿A ese indiecito cascarriento, antes que a un hombre hecho y derecho como él?
Dime, tomó el enérgico vejete por brazo al Arriero.
¡Ay!, chilló éste.
¿Es él? Dime: ¿es ese el chofer de Señora González, el que escapó con ella de Punta Arenas?
No lo sé, don Ñúman, dijo el Arriero. Le digo la verdad…
¡Piensa, maldita sea! ¿Es o no su cómplice? ¡Tengo que saber!
No sé, don Ñúman. Puede ser…

© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.

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