Este viejo es un diablo, se dijo doña Clarita, mientras cruzaba en diagonal el jardín. Y no un diablo cualquiera… ¡Es el propio Satanás!
Los finos botines de doña Clarita se salpicaban con el rocío que aún mojaba el césped. Los vuelos de su vestido color guinda se sacudían con el viento del Sudeste.
¡Me tiene agarrada, el muy maldito!, murmuró entre dientes la Pulposa Viuda.
El aire frío de la mañana entraba a raudales en su generoso pecho, al ritmo alocado de su respiración. Ya se acercaba al sector donde estaba la glorieta. Uno de los peones de Herr Neumann reparaba una celosía de madera, que debió de haberse roto durante la refriega, la noche anterior. Otros dos trataban de poner otra vez de pie la estatua, que había quedado tirada en el pasto. Todos se quedaron mirando a doña Clarita cuando pasó; uno de ellos se tocó el ala del sombrero y le dijo:
Güen día, Ñora.
Doña Clarita no le respondió. Le pareció detectar un tono irónico en el saludo de aquel palurdo campesino, y una sonrisa apenas disimulada en el rostro de los demás. ¿Es que acaso adivinaban lo que se cocía allí? ¿Sabían lo que estaba maquinando el crápula de su patrón?
Esto es sólo el comienzo, Señora González, le había dicho el carcamán. La haré una mujer rica. ¡Más rica que Usted puede imaginar!
Estaban en el salón todavía. Herr Neumann abrió la carpeta que había sacado de la caja fuerte hacía un rato nomás. Dentro había un documento escrito con la esmerada caligrafía de un copista profesional, con dos firmas al pie y un par de sellos oficiales.
¿Qué significa esto, Herr Neumann?
Era un título de propiedad. Y no de un lugar cualquiera.
Esto es la escritura de finca La Valkiria, dijo el Viejo. Es la finca más importante de todo este región. Puedo hacer poner a su nombre, Señora González. Hoy mismo, con sólo buscar a notario.
La ventana que daba al jardín estaba abierta. Se escuchaban voces, y un perro que ladraba en la distancia. Doña Clarita trató de asimilar aquel torrente de palabras. Era algo del todo inesperado.
¿Y por qué haría tal cosa, me puede decir?
Usted sabe por qué, retrucó el dueño de casa.
Creo que me toma Usted el pelo, mi estimado amigo, dijo doña Clarita.
Aseguro a Usted que no, dijo el viejo raboverde. ¡Todo que yo tengo será para Usted, Frau González, si acepta a ser mi esposa!
¡Oh!, exclamaron a un tiempo Frida y María, las mucamas, que escuchaban la conversación desde el pasillo, sin perderse una palabra.
¿Qué…? ¿Qué dice?
Doña Clarita no daba crédito a sus oídos. Su cabeza era un lío. Tardó un momento en articular una respuesta.
Hasta donde yo sé, Herr Neumann, Usted ya tiene una esposa.
Ah, olvídese de esa vieja, dijo su anfitrión. ¡Le queda poco hilo en carretel, jajaja!
Doña Clarita había permanecido de pie, hasta entonces, delante de la enorme mesa de nogal. Tuvo que sentarse, las rodillas comenzaban a temblarle.
Si esto es su idea de una broma, Herr Neumann, le aseguro que no tiene ninguna gracia.
Jamás he hablado en todo mi vida con mayor seriedad, respondió el Adusto Terrateniente Austríaco. Se llevó una mano al corazón y declaró, en tono ceremonioso. Qué es mío, será suyo también.
Un insecto entró por la ventana, una abeja. Se acercó a la mesa, del lado que estaba sentada doña Clarita; aleteó alrededor de su taza de café con leche ya frío.
Yo… Yo…, balbuceó doña Clarita.
No era una abeja: era una avispa. Los anillos negros y amarillos se sucedían en la parte más gruesa de su cuerpo, que en el medio se afinaba hasta desparecer.
Zzzz… Zzzz…
Era un bicho peligroso. El viejo calenturiento ni siquiera le prestó atención. Sus cinco sentidos estaban puestos en su adorable huésped, que parecía una cervatilla acorralada por el cazador.
No tema, Señora González. Yo sólo quiero que es mejor por Ustét.
Yo, Herr Neumann… Yo he venido a su casa tan sólo por una noche, y ahora debo seguir mi viaje…
El Destino quien trajo Ustét aquí, declaró ampulosamente el Viejo, que se cambió de silla para estar más cerca de ella. Y también el Destino hará que Ustét quede aquí. ¡Será reina! ¡Tendrá todo que Ustet soñó!
Después de un par de evoluciones la avispa se posó sobre la mesa, no lejos del plato con las tostadas. Sus patas se destacaban sobre el blanco inmaculado del mantel, a medida que avanzaba hacia el pan de manteca. La mano Herr Neumann, por su parte, avanzó hacia la blanquísima mano de doña Clarita y se posó sobre ella, muy despacio, como tanteando la situación. Para su propia sorpresa, doña Clarita no la retiró.
Usted… ni siquiera me conoce, Herr Nuemann.
Conozco suficiente, Señora González, para saber que Ustet es mujer que necesita hombre como yo.
Doña Clarita no supo qué responder. Miro la mano huesuda y salpicada de manchas violáceas de Herr Neumann, y luego miró el título de propiedad que asomaba desde dentro de la carpeta de cartón. En el pasillo, Frida y María no se atrevían ni a respirar. La indiecita miró hacia atrás, con temor de ver abrirse la puerta del cuarto matrimonial. Si Frau Neumann llegaba a aparecer, en mitad de aquella declaración amorosa, se armaba la de San Quintín.
Yo… Yo… se puso de pie doña Clarita, retirando lo más delicadamente posible su tierna manecita del interior de la zarpa de su anfitrión, debo irme, Herr Neumann…
¿Por qué?, dijo el Viejo. ¿Qué apuro tiene?
Usted lo sabe. Debo llegar al puerto lo antes posible, tengo que tomar ese buque rumbo a Buenos Aires.
¿Qué piensa que espera allí, meine liebe Dame?, le preguntó con expresión burlona el enamorado vejete. ¿Algo tan bueno como que ofrezco yo?
Doña Clarita no supo qué responder. Bajó la vista, otra vez hacia la mesa, hacia la carpeta donde estaba la dichosa escritura. Zzzz… zzzz… zumbaba la avispa, que parecía haberse quedado pegada en el pan de manteca, sin poder separar sus numerosas patas del bloque compacto y amarillo.
No lo sé, Herr Neumann… Debo pensarlo…
El Viejo se puso de pie también él, no sin algo de trabajo. Su espíritu ardía, pero las rodillas no le respondían con la rapidez que hubiera deseado.
Por supuesto, Señora González. Piénselo. Pero no demasiado. Usted es hermosa mujer, pero no tan joven ya. No volverá a tener otro oportunitát como que ofrece yo hoy.
Doña Clarita sintió que un escalofrío recorría su bien formada espalda, desde la nuca erizada de pelitos hasta su coxis recóndito y gentil. Mal que le pese, sabía que el aquel maldito viejo tenía razón.
¡Patrón, patrón!
Uno de los peones apareció por la puerta del frente.
¿Qué quieres?
El peón se detuvo, al ver a su amo con la elegante huésped. Se dio cuenta de que interrumpía algo, pero era tarde para echarse atrás.
Eh…
Los ojos del hombre se toparon con los de Frida y María, allá atrás, en la entrada del pasillo. La alemana le hizo un gesto con la mano, como diciendo: Ve para allá, Rodolfo, ya te contaré…
Eh… Lo llama el capataz, patrón, alcanzó a decir por fin el buen hombre. Di-dijo que venga enseguida.
Ach, du liebe Zeit, protestó el Viejo, ¡no puedo dejar solos un minuto!
Herr Neumann recogió la carpeta y volvió a guardarla dentro de su saco. Recién entonces vio a la avispa en el bloque de manteca. No lo tenía miedo a las picaduras, por lo visto, porque ahí nomás la sacó con sus dedos cortitos y gruesos y tras aplastarla entre el pulgar y el índice la tiró a un costado.
Ahora regreso, Señora González.
La sonrisa de doña Clarita se desdibujó, apenas el Viejo salió por la puerta del frente. Ella se apuró a salir por la otra, la que daba al jardín. Debo ver a Inocencio, pensó. ¡Debo verlo, ahora mismo! Zzzz… zzzz… dio sus últimos estertores la avispa sobre la moqueta del salón.
Las mucamas ya se habían deslizado en silencio hacía el área de servicio. ¡Qué descarado!, exclamó la indiecita, ni bien entraron en la cocina. ¡Hay que contárselo a la Patrona, Frida! ¡Hay que decírselo!
Pero la enorme y corpulenta Frida, tras pensárselo un instante, le respondió.
Mejorr espera un poco, Marría. ¡Tengo un idea mucho mejorr!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2022.
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