Se había enamorado locamente, el vejestorio; había perdido la cabeza por ella, como si fuera un muchacho.
No lo comprendo, Herr Neumann…
Sólo que ahora, al ver que doña Clarita prefería a otro, se había convertido de buenas a primeras en su peor enemigo.
Usted me dijo que el automóvil estaba listo…
Pues no lo está, la cortó secamente el carcamán.
Estaban ellos dos solos, en el salón. Tras servir el desayuno, las mucamas se habían retirado. La tostada con manteca y mermelada de Doña Clarita se detuvo en el aire, su primer bocado a medio masticar.
Pero… ¿Qué…?
Se ha quedado sin gasolina, Señora, declaró el Viejo.
Las ventanas que daban al jardín estaban abiertas. La mañana era fresca, pero con sol, ideal para el viaje que doña Clarita pensaba emprender. Su equipaje ya estaba preparado. Inocencio la esperaba, frente al barracón que servía de dormitorio a los peones.
¿Sin gasolina? No lo entiendo.
No hay nada que entender, Señora, se puso de pie el dueño de casa. Es un automóvil. ¡Sin gasolina no puede funcionar!
Su calva cabeza se había puesto tan roja como la grana. Sus ojos relumbraban de furor.
Es que… se puso pálida la Pulposa Viuda. Mi barco pasará por Puerto Deseado mañana por la mañana. ¿Cómo haré para llegar allí?
¿Y yo qué sé?, respondió el Adusto Terraniente Austríaco, que arrojó su servilleta sobre la mesa. ¡Por mí, vayase volando en una escoba!, agregó, y salió del salón hecho una furia, murmurando en su idioma palabras que (doña Clarita estaba segura) no debían ser precisamente elogios.
Pero… pero…, balbuceó la atribulada Viuda, que no entendía el repentino cambio de actitud de aquel viejecillo que había sido, hasta entonces, tan amable con ella.
Se escuchó el relincho de un caballo, allá afuera, y luego unos gritos. Doña Clarita se puso de pie y caminó hacia la ventana. La estancia La Primavera bullía de actividad. Unos peones preparaban la manga para el baño de las ovejas; otros salían al tranco hacia donde estaban los corrales. Un grito los detuvo. Era Herr Neumann, que con su paso descuajeringado corría a darles las últimas instrucciones.
Maldito entrometido, dijo entre dientes doña Clarita. El muy imbécil debió de habernos espiado por el ojo de la cerradura, pensó. O tal vez sólo haya escuchado el ruido.
¡Cómo para no escucharlos! Habían reprimido sus ayes y suspiros, Inocencio y ella, durante buena parte de la noche, pero al llegar el amanecer ya no pudieron contenerse. El Paisanito dio rienda suelta a todo el ímpetu de su juventud, haciendo rechinar la vieja cama de bronce como si de un terremoto se tratara; y ella, su maestra en las lides del amor, que al principio le decía Más despacio, Inocencio, nos pueden escuchar, ya no pudo remontar en silencio aquel torbellino de pasión, y terminó por emitir un crescendo de gritos, gemidos y exclamaciones que uno no suele escuchar en boca de una dama de sociedad-salvo en circunstancias muy puntuales.
Doña Clarita volvió a la mesa y se sentó otra vez frente a su taza de café con leche, que ya estaba frío. En su mente barajaba las posibilidades de salir de aquel embrollo, que no eran muchas. Tengo que llegar al puerto, se decía, tengo que tomar ese barco, cueste lo que cueste.
Toda la tramoya que había armado Bernardo para hacer subir las acciones de la empresa de petróleo, dependían de que ella entregara a tiempo aquella carta en Buenos Aires.
Si todo sale bien, habrá una buena tajada para ti, Clarita, le había dicho él.
¿Ah, sí?, le preguntó doña Clarita, sin ocultar su ansiedad. La verdad era que, a pesar de sus lujosos vestidos y sus aires de gran señora, ya no tenía ni dónde caerse muerta.
¿Cómo de cuánto estaríamos hablando, Bernardo?
Eso depende, dijo él. Sólo puedo asegurarte que, si el pez pica el anzuelo, ya no tendrás que volver a preocuparte por el dinero, así vivas cien años.
Doña Clarita se puso de pie otra vez. Debo hablar con Frau Neumann, se dijo. Es una buena mujer, ella me ayudará.
***
Frau Neumann casi estaba a punto de abrir la caja fuerte, cuando escuchó los pasos de su marido en el pasillo. Corrió a meterse otra vez en la cama, se tapó hasta el mentón. El cascarrabias de Herr Neumann entró, mascullando improperios, y cerró con un portazo.
¿Qué haces en cama todavía? ¿Acaso estás enferma?
No me levantaré, Klaus, dijo su esposa. No saldré de esta habitación. No hasta que esa mujerzuela no se haya marchado de esta casa.
Frau Neumann había sentido simpatía por doña Clarita, cuando ésta recién llegó a su hogar; la agasajó lo mejor que pudo, e hizo preparar para ella una cena digna de una reina. ¡Una dama tan elegante, que además había perdido a su marido hacía tan poco! Ahora la conocía mejor. Sabía que clase de lagarta era. De sólo escuchar el escándalo que hizo, esa madrugada; sus gritos de gata en celo, que atravesaron las gruesas paredes de ladrillos... ¿Acaso esa era manera de comportarse? ¿Entregarse al pecado, con un muchachito que tenía edad de ser su hijo? Un acto aberrante, ni más ni menos. Una inmoralidad.
Sólo espero que se largue de una vez de aquí, Klaus. No quiero verle el pelo nunca más.
Pues no podrá irse, dijo su marido, que de espaldas a ella maniobraba con la ruedita de la caja fuerte, procurando que su esposa no viera la combinación. ¡Como si ella no la supiera! ¡Como si no supiera lo que él guardaba ahí dentro, los fajos de billetes recién salidos del banco, y esos documentos que lo harían terminar en la cárcel, si llegaban de descubrirlos!
¡Klaus! ¿Me escuchas?
¿Eh? ¿Qué quieres?
¡Quiero que esa mujer se vaya de mi casa! ¡Eso quiero!
Pues no podrá hacerlo. No en nuestro automóvil, dijo Herr Neumann.
¿Qué dices?
Allí fue que Herr Neumann le contó la novedad.
¿Sin gasolina? ¿Cómo que sin gasolina?
Pues así, como lo escuchas. El imbécil de Rodolfo se olvidó de cargar los bidones, la última vez que fuimos a Cholila.
Herr Neumann cerró la caja y se dispuso a salir de la habitación. Su esposa saltó de la cama y se encaró con él.
¡Esta es otra de tus tretas, Klaus!
¿De qué hablas?
¡Te has prendado de esa mujerzuela, y ahora quieres obligarla a que se quede aquí!
¿Qué? ¿De qué?, tartamudeó Herr Neumann. Su mujer, una vez más, había adivinado al dedillo sus intenciones. ¿Cómo se te ocurre?, le respondió, llevándose una mano al pecho, como para expresar lo mucho que su acusación lo ofendía. Su mano hizo un ruido extraño, al tocar la tela.
¿Qué escondes ahí?, preguntó Frau Neumann.
Nada. Déjame pasar.
Frau Neumann se interpuso entre él y la puerta.
¡Estás loco de remate, Klaus! ¡Ha muerto un hombre anoche en nuestra casa, y a ti no te va ni te viene! ¡Sólo piensas en esa mujer! ¡Has perdido la cabeza!
¿Qué tiene que ver el muerto en todo esto? Ese es un asunto terminado…
¡No te dejaré salir de aquí, Klaus! ¡No hasta que me muestres lo que escondes allí!
¡Quítate, vaca vieja, o te daré una bofetada!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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