Capítulo 124 – YO TE CUIDARÉ


Jamás iba a encontrar a otra mujer como esa. Era un idiota si la dejaba escapar.
Señora González… quisiera hablar un momento con Usted…
Herr Neumann ensayaba su discurso, mientras se emperifollaba frente al espejo del salón.
Señora González… ¡Qué gusto de verla!
No había pegado un ojo en toda la madrugada, el Enamorado Vejete, pensando en su bella huésped; en lo que le iba a decir, ni bien se la encontrara esa mañana, durante el desayuno.
¿Cómo está, mi querida Señora González?
Herr Neumann se había puesto su mejor traje, como si fuera domingo o fiesta de guardar, y se había echado encima una cantidad nada despreciable de agua de colonia.
¿Ha pasado una buena noche, Señora González? ¿Ha dormido bien?
Debía tirarle un piropo, si era posible, halagar su vanidad de mujer.
Señora González… ¡Dichosos los ojos que la ven!
Los pájaros trinaban en el jardín, anunciando la llegada del nuevo día. La casa iba llenándose de luz.
Señora González, es un gusto… No, mejor: Es un honor para mí…
El Adusto Estanciero Austríaco pulía su declaración amorosa mientras corregía la postura de su moño pajarita y, a falta de cabellos, se pasaba el pequeño peine de carey por las cejas -que sí las tenía, y en abundancia.
Un honor para mí, para mí, Señora González… Es un honor para mí…
Nada de lo que había pasado en su propiedad tenía importancia, para el enamorado caballero: ni los disturbios ocurridos en la madrugada, ni el supuesto intento de robo, ni la muerte de uno de los guardias de seguridad, atacado por sus propios perros, en un episodio que no había quedado nada claro.
Señora González… me gustaría hablar un momento con Usted…
Nada le importaba a Herr Neumann, sino tan sólo su huésped, la maravillosa doña Clarita Schiaffini, Viuda de González -y futura Señora Neumann, si todo salía como lo estaba planeando.
Si Usted me lo permite… Quisiera hablar un momento con Usted. A solas…
Era menester que la encontrara sola, eso sí. Que la interceptara cuando salía del cuarto de invitados, o cuando ella volvía de hacer su toilette. Estaba seguro de que doña Clarita iba a levantarse temprano. Se había ido a dormir mucho antes que los demás y (salvo por aquel asunto de los perros, los disparos, y el guardia muerto) había sido una noche bastante tranquila.
Señora González… Yo… me sentiría muy honrado, si Usted…
No tendría otra oportunidad, tendría que ser esa misma mañana. Herr Neumann contaba con que doña Clarita apareciera en el salón antes que la insoportable de su esposa. Esa vieja entrometida sólo serviría para estropearlo todo.
Quiquiriquí…, cantó el gallo. Sonaron unos pasos en el pasillo. Herr Neumann tragó saliva. Era ella, su hermosa huésped. Aquella beldad, aquella diosa…
¡Señora González!, estuvo a punto de exclamar el septuagenario galán.
La ansiedad le había jugado una mala pasada. No era ella. No era su sensual taconeo, el que sonaba sobre las baldosas, sino el elefantíaco paso de Frida.
Herr Neumann…, hizo una pequeña reverencia la criada.
¿Qué pasa? ¿Qué diablos quieres?
Frida miró por la ventana del frente. Tan ensimismado estaba el Casanova Transalpino que no había visto al grupo de jinetes, ya casi llegando al casco de la Estancia.
Die Polizei…
***
Doña Clarita se había acostado temprano, es verdad, aunque no había pasado una noche tan descansada como Herr Neumann suponía. No desde que Inocencio lograra colarse en su habitación, y deslizarse entre sus sábanas.
Inocencio… querido Inocencio.
Ñora…
No fue todo tan fácil. Mil vueltas debió pegar, el Valiente Paisanito, antes de aterrizar en el blando lecho de su amada. Tuvo que arriesgar su vida, cruzando aquel jardín, completamente a oscuras, sorteando los colmillos de los mastines y la puntería de los guardias.
¡Inocencio! ¡Estás herido!
Llegó rengueando, y con un chichón impresionante, fruto de haber embestido como carnero una de las estatuas que aquel viejo pretencioso había hecho colocar en su jardín.
Esto se puede infectar. Deja que te lave la herida.
No había otro lugar donde sentarse, más que en la cama. Inocencio vio ir y venir a doña Clarita, volcando el agua de la jarra en la jofaina, buscando el jabón. A falta de gasas sacó de su baúl uno de sus calzones (con perdón, que así se llaman), una prenda del más fino algodón, primorosamente planchada y perfumada.
Ay…
Aguanta, Inocencio, ya casi termino. Eres tan valiente, Inocencio…
La Viuda intercalaba sus cuidados con besos y caricias.
Listo, ya está. ¿No era tan terrible, verdad?
No, Ñora…
Deja que te quite las botas…
Se arrodilló frente a él. Batalló primero con la bota derecha, que no quería salir.
Espera, ya casi la tengo…
La cabeza le daba vueltas, al muchacho, de tener a esa mujer arrodillada delante suyo. Llegó a olvidarse del dolor de sus heridas, y de lo cerca que había estado de la muerte.
Pero… ¿qué es esto?
La caña de su bota izquierda estaba destrozada. Uno de los perros se le había prendido del tobillo, antes de que lograra cruzar la ventana.
Un tarascón, sonrió el muchacho.
Si no fuera por las mucamas, que le pegaron el tirón hacia adentro, en el último momento… ¡Y del fiel Bachicha, que en vez de huir se enfrentó con aquellos dos gigantes! Pobre Bachicha. Pobrecillo…
Tienes un terrible moretón, Inocencio. ¿Puedes pisar bien?
Sí. Me duele un poco, nomáj.
No debiste arriesgarte de esa forma, Inocencio. Cuando sentí todo ese ruido, allá afuera, y Frau Neumann me contó que los perros habían herido a un hombre, pensé que… ¡Inocencio! ¡Temí lo peor!
Doña Clarita lo abrazó. El muchacho le dijo:
No llore, Ñora. Estoy bien…
***
El galope de los potros se escuchaba cada vez más cerca. Uno de los peones atajó a Herr Neumann, ni bien salió al jardín.
¡Patrón! ¡Es la policía!
Ya los vi, idiota. ¿Crees que soy ciego?
Entre las casacas azules y los quepis militares destacaba el saco color tierra y el sombrero de piel de castor del magyar de Transilvania, ese bellaco, ese traidor… Venía montado en la grupa de uno los caballos, detrás de un milico, con el brazo vendado con un trapo mugriento. Sus largos bigotes se encresparon, al ver a su ex patrón.
¡Allí!, señaló con el brazo sano a Herr Neumann, y en su precario castellano dijo: ¡Allí está asesino! ¡Lleven preso!
En el rostro de Herr Neumann se dibujó una sonrisa. ¡Lindo estaría el mundo, si un zaparrastroso como ese pudiera hacer meter preso a un hombre como él! Los peones de Herr Neumann ya se acercaban al lugar, a ver de qué iba el asunto.
Buenos días tenga Usté, don Ñuman, se tocó la visera el milico que iba a cargo de la partida. Usté disculpe, pero hay una denuncia contra Usté.
¡No me diga!
El día era ventoso. Los nubarrones despuntaban sobre la hilera de montañas.
Por aquí. Vengan.
El propio Herr Neumann condujo a los milicos hasta el jardín de atrás, donde el cadáver del otro guardia, el ruteno de Bukovina, había quedado tendido entre dos filas de arbustos, con las tripas al aire, en una posición grotesca.
¡Oh, Vania!, corrió y se arrodilló sobre él el magyar de Transilvania. ¡Vania! ¡Mira como te han dejado!
Levantó del suelo el sombrero de su amigo, tocado de una pluma verde. Se lo colocó sobre el rostro, sobre el que unas moscas comenzaban a posarse.
¡Fue él!, señaló con el dedo a Herr Neumann el atribulado Magyar. ¡Él da orden a perros, para que perros muerden a nosotros!
¡Ja! ¡Eso es ridículo!, dijo Herr Neumann. A este tipo lo atacó un perro cimarrón que se metió en el jardín. ¡Perros míos lo defendieron!
¡Miente!, dijo el Magyar.
Se abalanzó sobre Herr Neumann, al que no pudo llegar. Unos policías se interpusieron.
Bah, dejen suelto. ¿Creen que tengo miedo a este patán?
¡Hombre malo! ¡Malo!, gritó el magyar.
Lamentaba no haberle pegado un tiro, cuando tuvo la oportunidad.
¡Mira cómo queda pobre Vania! ¡Oh, Vania…!
***
Las nubes se hicieron más densas, taparon el cielo por completo. Parecía de noche en pleno día. El viento soplaba, persistente, agitando la verde pluma de un sombrero.
¿Dónde diablos estoy?, se preguntó Vania, el ruteno de Bukovina, echando un vistazo a su alrededor.
Estaba en un desierto, un desierto parecido al que está camino a Puerto Deseado, pero más árido. Vania caminaba, sin saber adónde, dejando que el viento lo guiara. Se sentía como si acabara de despertar de un sueño. De una pesadilla, más bien. Una pesadilla en la que dos perros lo atacaban y lo destrozaban a dentelladas.
¡No! ¡Nooooo…!
Vania se palpó el abdomen, y los brazos. No sentía ningún dolor.
No lo comprendo. ¿Es que acaso…?
El viento se hacía más fuerte. La tarde más oscura. No estaba sólo. Detrás de él se escuchaban unas pisadas, ligeras y rápidas.
Uí-uí-uíiiii….
El Ruteno de Bukovina se detuvo. De entre las sombras vio aparecer un perro no muy grande, de color indefinido, que parecía más asustado que él.
¿Qué haces allí, amiguito? No tengas miedo. Ven.
Uíiii…
El perro se acercó moviendo el rabo, temeroso todavía.
Ah, ya me acuerdo de ti...
Ese perro estaba en su sueño también. Era el perro tuerto que se peleaba con los dos perros gigantes, cerca de la estatua caída. Se defendía como un león, de aquellas bestias más grandes y fuertes que él.
¡János! ¡Alumbra aquí!, había gritado Vania y el Magyar, que era el que tenía la linterna, hizo girar la perilla en la parte superior.
Uí…
La luz dio de lleno en el único ojo del perro vagabundo, cegándolo por un instante. Eso alcanzó para que uno de aquellos mastines le hincara los dientes en la panza, mientras el otro lo agarraba del cuello.
¡Perdóname, amiguito!, se agachó y le acarició el lomo el ruteno de Bukovina. ¡Ha sido mi culpa!
Bachicha no tenía nada de rencoroso. Se paró sobre las patas traseras y le pasó lengua por la cara.
Ja, ja, ja… me haces cosquillas. ¡Oye! ¿Qué es esto?
Le examinó la cabeza, de un lado y del otro.
¡Ya no eres tuerto, perrito! ¡Tienes los dos ojos sanos!
El Ruteno de Bokovina se puso de pie. Recién ahora lo terminaba de entender.
Entonces, perrito. Tú… y yo también…
***
El momento de la verdad había llegado para Inocencio, no podía postergarlo más. Con delicadeza, con veneración, tomó la cabeza de doña Clarita entre sus manos; acercó su boca a la de ella, la besó… El deseo lo consumía, pero también el miedo.
Ñora…
Doña Clarita se dio cuenta de que el muchacho no tenía experiencia en aquellos menesteres, y decidió hacer su tarea más fácil. Era un chico excelente, y se había portado tan decente con ella…
Ñora, yo…
Shhh… no hables…
Doña Clarita sopló la vela que aún ardía sobre la palmatoria y comenzó a desvestir a Inocencio, al tiempo que se quitaba la ropa ella también. Algo que había hecho tantas veces, delante de tantos hombres, aunque esta vez era distinto. Se sentía otra mujer, después de todo lo que le había sucedido en ese último par de días. Sintió que podía ofrecerle al muchacho algo de la pureza que había en ella también. Algo que jamás se había manchado, a pesar del fango en el que se revolcó.
La luz de la luna entraba por la ventana, de refilón, haciendo lucir la piel de doña Clarita tan tersa como la de una muchacha. Al bueno de Inocencio se le cortó el aliento, cuando el último velo se corrió, y el busto de la Viuda quedó al descubierto.
Oh…
Eran dos colinas poderosas, dos soles en mitad de la noche. Temblando como una hoja el muchacho estiró la mano hacia una de esas frutas maduras, cuya dulzura estaba a punto de probar.
¡Ah…!
Tan solo el roce de una de ellas, con las yemas de sus dedos, disparó en el gauchito algo similar a una descarga eléctrica.
Ah… ah…
No atinó a cubrirse siquiera. El enchastre fue inmediato. Doña Clarita lo abrazó, le dijo Tranquilo, Inocencio. Tranquilo…
Ño… Ñora…
Era una oleada tras otras, un torrente que parecía no tener fin. El extremo de la sábana sirvió para mitigar aquel desastre.
Ven aquí, Inocencio. Ven.
Doña Clarita se recostó sobre el lecho y abrió sus brazos hacia él.
Ven.
Mortificado como jamás lo había estado en su vida, el Paisanito obedeció. Dejó que ella lo envolviera con sus brazos, y lo tapara con las mantas.
Estás cansado, Inocencio, y yo también lo estoy.
Yo…
No te preocupes por nada, Inocencio.
Doña Clarita apoyó los labios en su frente, en la parte que no estaba lastimada. Le acarició el pelo.
Eres mi héroe, Inocencio. Mi príncipe valiente…
El muchacho se dejó llevar por su calor, por el arrullo de su voz.
***
Herr Neumann condujo a los policías hasta el canil, dentro del cual Cástor y Pólux aún se lamían las heridas. Un par de perros fieros como el demonio, que al ver a los polis se lanzaron hacia ellos, chocando contra las rejas.
¡Miren como están, pobrecillos!, se lamentó el Carcamán. Miren cómo los ha dejado ese perro salvaje…
En efecto, los dos sangraban todavía. Uno tenía la nariz medio arrancada de un mordisco, y el otro había perdido un ojo.
Les dieron de lo lindo, dijo el Sargento que dirigía la partida. ¿Y dice Usted que fue un solo perro el que los lastimó?
Así es, dijo Herr Neumann. Un perro de los montes, que atacó también a los guardias, al guardia muerto y también a este inútil, agregó el Viejo, señalando con el mentón al Magyar de Transilvania.
¡Mentira!, estalló el Magyar. ¡Ese perro no atacó nadie! Era perro pequeño, perro vagabundo… ¡Esos dos monstruos atacan!
Como refrendando sus palabras, Cástor y Pólux se lanzaron otra vez contra las rejas, esta vez para encararse contra él.
Parecen bastante bravos, sí, dijo el Sargento.
¡Ellos como loco, cuando Viejo suena silbato!, dijo el Magyar. ¡Muestra! ¡Muestra silbato a señor policía!
No sé de qué habla, se defendió Herr Neumann.
¡Digan verdad!, se dirigió de pronto el Magyar a los peones de Herr Neumann, que se habían quedado más atrás. ¡Ustedes escuchan silbato!
Ninguno dijo nada. Sólo eso faltaba. Que mordieran la mano que les daba de comer, para defender a ese gringo estrafalario.
¿Por qué no hablar ustedes? ¡Digan verdad!
Está loco, dijo Herr Neumann. ¿Para qué escuchar sus tonterías?
El Sargento consultó en voz baja con uno de sus subordinados. Al fin dijo:
¿Qué se hizo el otro perro, el que Usted dice que atacó a estos hombres?
Está kaputt, dijo Herr Neumann. Quedó tirado en jardín.
¿Podemos ir a verlo?
Por supuesto, dijo Herr Neumann. Vienen por aquí.
***
Y sí, estoy muerto, se dijo el Ruteno. ¿Para qué darle más vueltas al asunto? A lo hecho, pecho.
Siguió su camino, seguido por su nuevo amigo, el amistoso Bachicha.
¿Vamos bien por aquí, perrito? ¿Qué dices tú?
¡Gráuu! ¡Gráuu!
Qué ladrido más extraño tienes, ja, ja, ja…
Otras figuras comenzaron a aparecer. Hombres y mujeres. Hombres, sobre todo, que caminaban en su misma dirección. Uno de ellos se acercó. Un sujeto vestido de soldado, con el uniforme hecho jirones.
¿De dónde sacaste ese sombrero?, le preguntó a Vania.
¿Este?
Vania se lo quitó, como si no recordara tenerlo puesto. Acarició la pluma verde, sujeta con una cinta.
Es un sombrero de los que se usan en mi tierra, en Bukovina.
Ya me parecía. Yo soy de Tarnów, en Galitzia.
Sí, sé dónde queda. ¿Adónde es que vamos, se puede saber?
¿Adónde va a ser? Al Juicio Final. Al Cielo o al Infierno, según nos toque.
Vania se puso de pronto serio. Había olvidado ese detalle.
Entonces… lo que contaba el pope en la aldea… ¿era cierto?
Más y más gente aparecía. El soldado de Galitzia dijo:
Es por la guerra. Están cayendo como moscas: gas mostaza, obuses Schneider, aeroplanos Fokker, granadas…
Y también por la gripe, se metió en la conversación una mujer que caminaba del lado contrario.
¿Cómo dice?
La gripe española, dijo la mujer. Se está llevando más gente que la guerra.
Más y más almas aparecían, una verdadera muchedumbre. Avanzaban muy despacio, al fin se detuvieron.
Yo no tengo nada que temer, dijo la mujer. He sido una buena madre y
una esposa fiel, casi todo el tiempo.
El Soldado de Galitzia respondió:
Y yo he sido una buena persona, cómo que no. He matado a un par de fulanos, sí, pero en la guerra.
La mujer dijo:
Si el marido de una se pasa la mitad del año en Alta Mar, ¿una qué puede hacer? Sólo somos de carne.
Y yo obedecía órdenes, dijo el Soldado. El Capitán me decía Oye, Zbigniew, encárgate de aquellos prisioneros, que no hay para darles de comer. ¿Qué podía hacer yo? Ve tú a desobedecer una orden en la guerra, a ver cómo te va...
Claro, claro, decía la mujer.
Bachicha se echó en el piso y, falta de algo mejor que se hacer, se dio una lamida por las partes.
Sólo hice lo que me mandaron, dijo el Soldado. No tengo nada que reprocharme.
Vania se quitó el sombrero, se pasó la mano por el pelo. Lo cierto es que él sí tenía qué reprocharse, y mucho. Había cometido no pocas tropelías, durante su vida, y no porque nadie lo mandara, sino de puro gusto. Robos, crímenes, violencias de toda clase… Fechorías de las cuales se había olvidado… Hasta ahora.
Oiga, esto no se mueve, dijo la Mujer.
Pues no, respondió el soldado. Tendremos para rato aquí.
Psss, Usted… alguien se acercó a Vania. Era un muchacho delgado, de aspecto crapuloso, con una gorra con visera calada hasta las cejas. ¿Qué le pasa? ¿Por qué tiene esa cara?
¿Y a ti qué te importa? Ocúpate de tus asuntos.
No cree que vaya a irle muy bien allí, ¿verdad?, dijo el joven.
Pues… la verdad sea dicha…
Por qué no viene conmigo al Hades, le guiñó el ojo el muchacho.
¿Al qué?
Al Inframundo Griego.
¿Y eso con qué se come?
Es como el Más Allá cristiano, pero menos complicado.
Bachicha los miraba, a uno y a otro, como si no quisiera perderse un detalle de la conversación.
¿Y por qué querría yo ir allí?, preguntó Vania.
Porque tal vez le convenga…, dijo el truhán de la gorra con visera. Allí no se andan con tantos remilgos. No se hace distinción entre buenos y malos, van todos al mismo lugar.
¿Ah, sí?
Está algo pasado de moda, no le voy a mentir, y es menos lujoso que el Paraíso Cristiano. Pero, por otra parte, no hay nada parecido al Infierno.
¡No diga esa palabra!, se hizo Vania la Señal de la Cruz, al estilo Ortodoxo, de derecha a izquierda. ¡Ni siquiera lo nombre!
Nadie le va a pinchar a Usted con un tridente, créame, ni a echarlo a un caldero de agua hirviente.
Vania miró a sus compañeros. ¿Ustedes qué piensan? ¿Valdrá la pena ir allí?
¿Adónde?
Adonde dice este rapaz, al Inframundo Griego.
Mmm, eso me suena bastante rebuscado, dijo la Mujer. Yo prefiero quedarme aquí, aunque tenga que hacer más cola para entrar.
Yo también, dijo el Soldado. Además, no confío en los griegos. Te prometen el sol y la luna, y luego te estafan.
Es verdad, dijo la Mujer. Son más barulleros que los judíos.
¡Eh, que yo soy judío!
Bueno, no lo decía por Usted... ¿Qué está haciendo aquí, entonces?
Es largo de explicar.
En todo caso, será mejor que no vaya allí, señor, se dirigió otra vez la mujer a Vania. Este mozalbete no me inspira ninguna confianza.
Así es, dijo el Soldado. Este asunto apesta.
¡No les haga caso!, dijo el Truhán de la gorra con visera. Venga a ver, mi amigo, si es aquí cerca. Eche un vistazo desde afuera. Si no le gusta, no tiene más que regresar.
¿Y no separan a los buenos de los malos, dices tú?
Que no, se lo aseguro.
El Ruteno de Bukovina se le pensó un momento. Al fin dijo:
Está bien, no cuesta nada con probar. No creo que me vaya a ir peor que aquí.
Comenzó a seguir al muchacho.
Permiso… con permiso. Dejen pasar…
Bachicha caminó detrás de ellos, moviendo el rabo. Él no tenía remordimientos de ningún tipo. Confiaba en que, a cualquier Más Allá que fuera, seguro le iba a ir bien.
***
La noche seguía su curso. Los astros parpadeaban en la Bóveda Celeste. El grillo había comenzado otra vez a cantar.
Cri-crí… Cri-crí…
Inocencio abrió los ojos. Seguía allí, en brazos de su amada. La luz de la luna ahora entraba de lleno, en un bloque compacto, y rebotaba en el empapelado a rayas verticales de la habitación.
Dormías como un ángel, dijo en un susurro doña Clarita, mientras deslizaba los dedos por su cabellera. ¡Qué manera de roncar!
¿Sí?
No se si los viejos no habrán escuchado. Pensarán que era yo.
El Paisanito sonrió. Ya no parecía carcomido por la angustia. Aquella breve siesta había obrado maravillas en él. Acercó sus labios a los de doña Clarita, le dio un beso y otro más. Doña Clarita le acarició el hombro, y bajó su mano por el cuerpo de su galán telúrico, de ese Adonis de tierra adentro. Sintió cómo cambiaba el ritmo de su respiración.
¡Inocencio! ¿Qué tenemos aquí?
La pasión del muchacho había vuelto a despertarse. El Paisanito se arrimó
a ella, buscó la posición… Era toda voluntad, toda potencia, pero no sabía lo que hacía.
Espera, le dijo doña Clarita, déjame a mí.
Lo empujó suavemente, hasta que el joven quedó boca arriba. Cierra los ojos, le dijo la Pulposa Viuda. Los elásticos de la cama chirriaron cuando se subió sobre de su joven e inexperto amante.
Ña Clari…
Shhh… No hables. No mires…
Sus cuerpos se unieron, muy despacio. Inocencio no daba crédito a sus sentidos. ¡Finalmente estaba sucediendo!
Ñora…
Inocencio…
Cri-crí… Cri-crí…
***
El Truhán de la gorra con visera no le mintió. En la entrada al Inframundo de los Griegos no había ninguna multitud. Unas pocas almas esperaban, a orillas de una especie de laguna.
¡Eh, Caronte! ¡Aquí te traje otro!, gritó el rapaz.
Y el barquero, que empujaba se vieja barquichuela con ayuda de una pértiga, le respondió.
¿Y a mí qué me más me da? ¿Crees que trabajo a comisión?
Vania y el Bachicha se arrimaron a la orilla. Vieron como el barquero se alejaba, con cada golpe de su remo, y desaparecía entre la bruma que flotaba sobre las aguas.
No se preocupen, pronto regresará, dijo un sujeto que estaba a su lado. Vania lo miró. Era un viejecillo de baja estatura, de rasgos orientales. Tenía puesta una larga túnica blanca, y unas gafas de oro con marco redondo. Bachicha se acercó a olfatearlo amistosamente; el anciano se agachó a acariciarlo.
Ni sé lo que hago aquí, le dijo Vania. Ni siquiera soy griego.
Tampoco yo, dijo el hombrecillo. Aunque he sido un apasionado de la cultura griega desde siempre.
Vania pensó: ¡Gran cosa!
Permítame presentarme. Soy el profesor Kenzaburo Yasimoto, titular de la cátedra de literatura helenista de la Universidad de Nagoya.
El hombrecillo de gafas hizo una profunda reverencia, juntando las manos, como si rezara. El ruteno de Bukovina lo imitó, tomándole el pelo.
He estudiado griego clásico desde mi más tierna juventud, dijo el Profesor Yasimoto. Puedo recitar la Ilíada y la Odisea de memoria.
¡No me diga!, fingió maravillarse Vania, que no tenía idea de lo que le estaba hablando.
Mi opúsculo sobre la influencia del dialecto tracio sobre el koiné tardío fue traducido a varias lenguas europeas.
¿Ah, sí?
Sí, sí. Ha causado gran impresión en los círculos académicos de Occidente.
Menudo afeminado, este viejo, pensó el ruteno.
Puede imaginar mi emoción, siguió diciendo el hombrecillo, al saber que pronto cruzaré las negras aguas del Estigia, y me reuniré con las almas inmortales de Sócrates, de Esquilo, de Aristófanes…
Vaya, dijo el ruteno de Bukovina. ¿Sólo hay fulanos por allí? ¿Ninguna palomita?
¿Palomita?
Usted me entiende. Alguna bella damisela.
Oh, sí, sonrió el japonés. Están las mujeres más hermosas y valientes que hayan hollado alguna vez la tierra: Helena de Troya, Penélope de Ítaca, Aspasia, Medea…
Eso ya está mejor, sonrió Vania.
El Barquero se acercaba otra vez. Era un viejo de pocas pulgas, que tras atracar su barca en la arena comenzó a vocear. ¡Todos a bordo! ¡Suban, suban!
Extendía su mano en dirección a los pasajeros, diciendo:
No olvide dejar su óbolo, Señor. Su óbolo, Señorita. Entregue su óbolo al subir.
¿Qué es lo que pide?, preguntó Vania.
Es la moneda de plata que Caronte cobra como tarifa, para cruzarnos a la otra orilla.
¿Qué? ¿De dónde voy a sacar una moneda de plata ahora?, dijo Vania. Nadie me avisó que había que pagar.
Oh, sí, hay que pagar, Vania-san, dijo el Profesor. Yo aquí tengo mi moneda.
El Profesor Yasimoto sacó de entre los pliegues de su túnica un brillante rectángulo de metal, cubierto con los indescifrables ideogramas de su país.
Es un ichibubán de plata del período Kenpō. Mi hijo mayor me lo puso debajo de la lengua, durante mi funeral.
Suban, suban, que no tengo todo el día, decía Caronte, mientras recogía las monedas. Córranse hacia al fondo de la barca, vamos. No se queden todos de este lado, que me la van a tumbar. ¡Al fondo, señores! ¡Al fondo, que hay lugar!
¿Qué pasa si no tengo para el pasaje?, preguntó Vania.
Oh, entonces le recomiendo que no se suba, dijo el Profesor Yasimoto. Caronte lo arrojará al río, donde quedará nadando por la eternidad.
Maldita sea…
Quédese en esta orilla, Vania-san. Tras cien años de espera, Caronte lo dejará pasar sin pagar.
¡Cien años!
Pasarán en un suspiro.
Eh, Ustedes. ¿Van a subir o a charlar?, preguntó el Barquero. No olvide dejar su óbolo al subir.
Aquí tiene, dijo Vania, depositando en la mano del Barquero una pieza de plata rectangular.
¡Oiga!, chilló el Profesor Yasimoto. ¡Ese es mi ichibubán de plata! ¡Me ha robado!
Bachicha saltó dentro de la barca él también, y se escondió detrás de las piernas del ruteno, para eludir el pago del pasaje.
¡Zarpamos!, dijo Caronte, que con un golpe de pértiga alejó su barca de la orilla.
¡No puede dejarme aquí!, gritaba el Profesor Yasimoto. ¡Tengo dos doctorados en estudios helenísticos! ¡Conozco la Ilíada y la Odisea de memoria!
¡Ja, ja, ja…!, se reía Vania desde arriba de la barca. ¡Allá nos vemos, enano!
***
Aunque se había hecho la dormida, Frau Neumann no había podido pegar un ojo en toda la noche. Eran demasiada su angustia.
Virgen Santa, ilumíname, rezaba en silencio la buena señora, escondido su rosario debajo de las mantas.
¿Qué podía hacer? Su marido se había convertido en un extraño para ella. En un hombre desconsiderado, agresivo, avaro hasta la exageración. Siempre había tenido sus manías, pero lo de hoy ya había sido demasiado. La forma en que se había comportado con su huésped, durante la cena... Se la comía con los ojos, pobre mujer. Frau Neumann se había hecho la tonta, pero se daba cuenta de todo. Se moría de vergüenza, a causa de las tonterías de su esposo. A su edad, haciéndose el picaflor… Hasta las mucamas parecían escandalizadas.
Santa María, Madre de Dios…
Frau Neumann no hizo mención a todo aquel asunto, hasta que estuvieron solos en su habitación.
¡Si no te gusta, lárgate!, le respondió él. ¡Haz lo que quieras, no te necesito!
¿Cómo puedes hablarme así, Klaus? Siempre hice lo que me pediste. Lo he dejado todo por ti.
No le mentía. Había dejado su patria, y a su familia, a quienes ya no volvería a ver, para seguirlo a este rincón del mundo… Pasaron las de Caín, en aquellos treinta años. Malas cosechas, ataques de los indios, y un par de nevadas que mataron a todos los animales. ¿Acaso ella se lo reprochó, alguna vez? Siempre estuvo a su lado, en las malas y en las peores.
Madre de Misericordia, ruega por nosotros. Nuestra Señora de Mariazell, ruega por nosotros…
Era ese dinero el que había cambiado su carácter. Esa fortuna que de pronto había caído en sus manos, fruto de sus chanchullos con el enviado del gobierno alemán. Fajos y fajos de billetes que su marido tenía guardados en la caja fuerte de su despacho.
¡Puedes terminar preso si te descubren, Klaus!
¿Por qué? Es perfectamente legal.
¿Legal? ¿Cómo puede ser legal algo así?
Ah, cállate. Tú qué sabes de estas cosas.
Ella no sabía nada, es cierto, no entendía de negocios, pero se daba cuenta cuando había un asunto turbio. ¿Quién le trae a uno semejante cantidad de dinero, a cambio de nada? ¿Qué decían esos papeles que su marido firmó?
Si no te gusta lo que hago, Helga, ahí tienes la puerta.
¡Klaus! ¿Cómo te atreves a hablarme así?
¡Al fin seré rico, lo entiendes? ¡Seré rico, y nadie lo podrá impedir!
No decía Seremos ricos, decía Seré rico. ¿Es que pensaba deshacerse de ella? ¿Cambiarla por una mujer más joven, ahora que tenía esa fortuna?
Al amanecer escuchó a su Klaus levantarse. Malhumorado, refunfuñando. Pensaba que podía engañarla, pero ella había descubierto sus intenciones. ¡Quería librarse de ella, para quedarse con la Señora González! ¡Dejar a su esposa de tantos años para correr detrás de una chiquilla!
Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra…
Era un sinvergüenza. Siempre le había sido infiel, aunque esto ya se pasaba de la raya. ¿Pensaba renegar de su juramento ante Dios? ¿Es que no pensaba en su alma inmortal?
Con la claridad del nuevo día, la Virgen le reveló a Frau Neumann lo que tenía que hacer. Tenía que deshacerse de ese dinero mal habido, que su marido tenía guardado en la caja de seguridad. Echar al fuego todos y cada uno de los fajos, junto a esos papeles comprometedores. Sería la única manera de salvar su matrimonio, y de salvar el alma de su Klaus.
¡Gracias, Virgen santísima!, murmuró Frau Neumann. ¡Madre y Señora nuestra, te doy las gracias desde el fondo de mi corazón!
Tomó la campanilla que estaba sobre la mesa de noche y la sacudió.
Tlín, tlin, tlin, tlin, tlíiiiiin…
***
Vente conmigo a Buenos Aires, Inocencio.
A la luz de la luna la había reemplazado la del sol. Ya se escuchaban ruidos en la casa. Pisadas en el pasillo, voces.
¿A Güenosaire? ¿Yo?
Pese a sus comienzos titubeantes, con el correr de la noche el Gauchito le fue tomando la mano a los quehaceres amatorios. En la última sesión doña Clarita le había dejado tomar el control a él. Lo estaba sacando bueno.
Sí, ¿por qué no? Aún me queda un buen trecho por recorrer, ir hasta Puerto Deseado, y luego esperar el barco… Me da miedo hacerlo sola, Inocencio. Soy un imán para los problemas.
Estaban enredados bajo las sábanas, relajados, pachorrientos. La Viuda pasó la punta de su dedo sobre el pecho del muchacho.
Oh, vamos, di que sí…
Inocencio ensayó una sonrisa. Se sentía capaz de seguir a esa mujer hasta el fin del mundo, pero… ¿a Buenos Aires? Jamás había estado en una gran ciudad. Ni en una ciudad pequeña, para el caso. Los pocos citadinos que conocía eran altaneros, despectivos, trataban a la gente del campo como si fueran sus sirvientes. La propia doña Clarita se había comportado así, cuando recién llegó a la estancia.
Usté cree que…
Ya no me trates de Usted. Me haces sentir más vieja de lo que soy.
Usté no es vieja… Digo… Tú…
Le costaba decirlo. Sentía que le faltaba el respeto.
Tú no eres vieja, Clarita.
Para ti lo soy.
El muchacho negó con la cabeza. Dijo:
Ña Irenita era más mayor que don Bernardo, y lo mesmo se querían…
¡Mira con quién me comparas! ¡Con esa vieja bruja!
Doña Clarita le dio un chirlo en el brazo, como castigo.
Haré de cuenta que no escuché nada. No escuché nada. No escuché.
Apoyó la cabeza en el pecho del muchacho, le dijo:
Debes estudiar, Inocencio. Ir a la Universidad, aprovechar ese don que Dios te dio. No puedes quedarte toda la vida pelando ovejas…
El la miró.
Yo te ayudaré, Inocencio. Cuidaré de ti en la ciudad. Nadie se reirá de ti, te lo prometo.
¿Sí? ¿Lo hará? Digo… ¿Lo harás?
No iba a ser fácil. Iba a tener que enseñarle modales, y a quitarse ese acento pajuerano. Enseñarle a hablar como una persona.
Te necesito, Inocencio, y no sólo porque quiero que me cuides. También porque…
Se quedó callada. No dijo más nada.
¿Porque qué?, preguntó al fin Inocencio.
Doña Clarita escondió su cabeza en el pecho del muchacho.
No te lo diré. Pensarás que soy una tonta.
No…
No lo diré. Me da vergüenza.
El Paisanito se colocó a horcajadas sobre ella, la tomó por las muñecas.
Me lo dirás, o no te suelto.
No me importa, se rio doña Clarita.
Dilo, o no te dejo ir.
¡Vaya castigo! Prefiero quedarme así.
Él acerco su boca, comenzó a besarla con renovado ímpetu.
Ay, Inocencio, sintió ella otra vez el empuje contra su vientre. No puede ser. ¡No otra vez!
Una güeltita máj, Ñora…
Inocencio, ya te dije que no me trates de… Ay, muchacho... ¡Tú sí que aprendes rápido!
Ñora…
¡Inocencio!
Una campanilla sonó, en algún lugar. Tlin-tlin-tlin-tlíiiiin… Parecía que un ángel les daba su bendición.
La quiero, Ñora… La quiero… La quiero…
Yo también te quiero, Inocencio.
La cama se fue corriendo, de tanta sacudida. El espaldar con barrotes de bronce comenzó a golpear contra la pared. Pum, pum, pum…
Más despacio, Inocencio… Nos van a escuchar…
No me importa, Ñora… No me importa náa…
Ay, Inocencio… Mi amor…
***
El viaje en la barca no fue muy largo. En un santiamén las almas de los nuevos difuntos estuvieron al otro lado del Estigia. Bachicha saltó el primero, y se puso a retozar por la orilla.
Caronte le dijo al ruteno:
No piense que no he visto a su perro. Lo he dejado viajar gratis porque me ha caído simpático, no porque Usted me haya engañado.
Bah, púdrase usted y su barca, le respondió Vania. A ver cuando le da una mano de pintura, que está hecha una lástima.
¡Desagradecido!
No había ni sol ni luna. No era de día ni de noche. El viento soplaba, con un silbido nada tranquilizador.
Esto no me gusta nada, perrito, dijo el ruteno. Bachicha se pegó a él. Avanzaron un trecho más. Una muralla se alzaba, algo más arriba. En medio de la muralla, un portal. Hacia allí conducía el único camino. Vania lamentó no tener a su lado al Profesor Yasimoto, para que le explicara de qué iba aquel asunto.
Oye, mamacita…
Se arrimó a una joven de túnica, que había viajado con él en la barca.
¿Tú sabes qué diablos es este lugar?
La muchacha midió a Vania de una ojeada. No pareció muy impresionada.
¿Qué cree que es? Es la morada de los muertos, el Hades.
¡Ah…! ¿Y tú sabes lo que hay allí dentro?
¿Cómo lo voy a saber? Jamás he estado allí.
Una chica de aspecto apático, que mascaba un chiclet’s, como hacían los jóvenes ahora.
Sólo sé lo que me contaron. Que, pasada esa puerta, iremos ante un tribunal. En un juicio se decidirá qué lugar del Hades habremos de ocupar.
¿Un juicio?, preguntó alarmado Vania.
Oiga, me gusta su perro, dijo la chica. Se agachó y pasó la mano por la cabeza del Bachicha. Es muy simpático, ¿cómo se llama?
¿Cómo que un juicio? ¿No iremos todos al mismo sitio?
¿Cómo vamos a ir todos al mismo sitio? Eso no tiene ni pies ni cabeza.
La muchacha se puso de pie y echó a andar otra vez. Vania la siguió.
Espere, no se vaya, trató de tomarla del brazo.
Quite sus pezuñas, si sabe lo que le conviene, dijo la Chica, sin dejar de mascar.
No te enfades, es que… a mí me dijeron que aquí era distinto, que iban todos al mismo lugar.
Pues lo engañaron, dijo la chica. Según escuché, las almas comunes y ordinarias (como yo, supongo), se quedan en los Prados Asfódelos, aquí cerca de la entrada. Las almas heroicas y magnánimas van a los Campos Elíseos, y los malvados y criminales al Tártaros.
¿Al qué?
A un pozo sin fin, donde los demonios los atormentan por toda la eternidad…
Uíiii…, exclamó el Bachicha.
No me extrañaría a te envíen a ti allí, se burló la muchacha. Vi cómo le robaste su óbolo a ese pobre hombre. Eres un canalla…
Ya estaban más cerca del portal. El ruteno se detuvo.
No entraré allí, dijo. Volveré a la otra orilla, nadando si es preciso.
¡Ja! ¡Eso estaría bueno de ver!, se volteó hacia él la Chica, mientras seguía su camino hacia el portal. Sólo Hércules pudo regresar a la otra orilla, después de luchar con el Cancerbero, y el argonauta Orfeo, para recuperar a su amada Eurídice. ¡No te veo a ti haciendo algo así!
¿Ah, sí? ¡Pues ya lo veremos, pequeña golfa!, comenzó a caminar hacia atrás el ruteno. ¡Te haré tragarte tus palabras!
No pudo llegar muy lejos. Un monstruoso animal salió del portal y cabalgó hacia él.
Боже мой!
Tenía el porte de un caballo, pero era un perro. ¿O tres perros? Un perro con tres cabezas, exactamente iguales, con dientes afilados y ojos encendidos como brasas.
¡Uíiiiiii!
Era el célebre Cancerbero, el guardián del Hades. Sus ladridos hacían temblar el suelo, su aliento quemaba las pestañas. Comparados con ese, los mastines de Herr Neumann parecían dos chihuahuas resfriados.
¡Ahhh!, chilló Vania, el ruteno de Bukovina, cuando aquel engendro lo rodeó, y a los tarascones lo fue arreando hacia el portal.
¡No tengas miedo, perrito!, le dijo al Bachicha. Quédate conmigo, y verás que… ¿Perrito?
Bachicha ya no estaba allí. Había corrido hacia las aguas del Estigia, y ahora nadaba al estilo perro entre sus encrespadas olas. El viento lo azotaba de frente, la corriente lo tiraba para atrás. Los brazos de los condenados trataban agarrarlo para usarlo de flotador.
¡Nada perrito! ¡No te rindas!, le gritaba el lloroso Vania, mientras el Cancerbero lo conducía adonde no quería ir. La Chica que mascaba chicle sonreía, al ver cómo el pequeño valiente se abría paso entre las aguas.
Uí-uí-uíiiiii…
***
No lo entiendo. Estaba aquí hace un rato, dijo Herr Neumann. ¡Carlitos, ven aquí!
Mande patrón.
¿Qué hicieron con el perro cimarrón? ¿El que estaba tirado aquí?
Nadie lo tocó, patrón.
¿Cómo es que ahora no está? ¿Se habrá ido caminando?
No, patrón. Si estaba muerto, pobrecito.
Los policías se miraron entre ellos. El Sargento sacó de su bolsillo una libreta y un lápiz de anilina.
Me temo que debo hacerle una citación, don Ñuman.
¿Cómo dice?
Deberá presentarse ante el juez de instrucción, en Río Gallegos, antes de pasados diez días.
¡No puede hacerme eso! ¿Cómo va a creerle a este desharrapado, antes que a mí?
El Sargento hizo un mohín, sin dejar de escribir. Era lógico que la policía se pusiera del lado de los ricos, cuando un pobre tenía un reclamo, pero este era un rico muy particular. Era un viejo tacaño a más no poder, que no les había ofrecido ni un mate, desde que llegaron, y que pensaba despedirlos sin darles ni una contribución para el tabaco y el alimento de los animales.
Oiga, susurró el Viejo, ¿no hay manera de arreglar esto?
No, sonrío el policía.
Ya era tarde para arreglar. Iba a tener que arreglar con las autoridades superiores. Eso sí le iba a doler.
Herr Neumann entró en su casa, tan atribulado que había olvidado sus proyectos amorosos. Encontró a Frida agachada frente a la chimenea, echando leña al fuego.
¿Qué estás haciendo, bola de sebo? ¿Por qué prendes el fuego, si ni frío hace?
La Señora me lo ordenó, Herr Nóiman.
Apágalo, apágalo ya mismo. ¿Es que todos se han vuelto locos por aquí?
Sí, Herr Nóiman.
¿Qué pasó con la Señora González? ¿No se despertó todavía?
Pues…
Aún de rodillas, Frida abrió la boca, como si fuera a decir algo más, pero no dijo nada.
¡Vete al infierno, tonta de remate!
El Viejo cruzó el salón y enfiló en dirección al pasillo. Un ruido se iba haciendo más patente, a medida que se acercaba.
Pum, pum, pum…
La otra mucama, la Indiecita, apareció desde el otro extremo del pasillo, llevando una tisana para Frau Neumann.
Pum, pum, pum…
¡Oh!, no pudo reprimir una sonrisa María, cuando se encontró frente a frente con su patrón.
¡Quítate!, la corrió a un lado de un manotazo Herr Neumann. ¡No sirven para nada!
Pum-pum-pum, se escuchaban los golpes cada vez más fuerte, a medida que avanzaba por el pasillo. Parecía que estaban tirando la casa abajo, que trataban de abrir un hueco en el muro con un mazo de cuatro kilos.
Pum-pum-pum…
Venía del cuarto de huéspedes, no cabía duda. Con el corazón en la boca, Herr Neumann se agachó y espió por el ojo de la cerradura.
Ach du meine Güte!
Pum-pum-pum…
***
Doña Clarita apareció en el salón, fresca como una lechuga, tres cuartos de hora después.
¡Ay, querido Herr Neumann, qué gusto de verlo!
Herr Neumann no le preguntó cómo había dormido, no le dijo Dichosos los ojos que la ven, no le soltó ninguna de las frases que se había preparado de antemano.
¡Tengo un hambre de lobo!, dijo alegremente la Viuda. Tomó asiento en la mesa, no lejos de él, arremetió con los panecillos y el café que Frida le acababa de servir.
¿Su señora esposa, no se ha levantado aún?
No, dijo parcamente el Viejo.
Me gustaría despedirme de ella, antes de partir. Es una dama tan agradable… ¡Mmm, qué rico! Tiene mucha suerte de tenerla por esposa, Herr Neumann, es un auténtico tesoro…
El Viejo no contestó.
¿Cree que ya tengan listo el automóvil? Me gustaría llegar a Deseado antes del anochecer.
¿Más mantequilla, Madame?
Sí, querida, muchas gracias. Hay un pequeño cambio de planes, Herr Neumann. El gauchito ese que vino conmigo, ¿cómo es que se llama?, me acompañará en el resto del viaje… ¿Podrán enviar de vuelta los caballos a la Estancia del Señor Caledonia? Significan mucho para él. ¿Herr Neumann? ¿Me escuchó?
El automóvil no está listo, dijo el Viejo.
¿Ah, no?, preguntó sorprendida doña Clarita. Su pan con mantequilla se detuvo a medio camino.
No, dijo el Viejo. Se ha quedado sin nafta.
¿Sin nafta? No lo entiendo.
No hay nada que entender. Es un auto, y anda don nafta. Sin nafta, no anda.
Pero… Mi buque pasa por allí mañana… ¿Cómo llegaré hasta allí?
¿Y yo qué sé?, se puso de pie y arrojó la servilleta sobre la mesa el Viejo. ¡Por mí, vaya volando en una escoba!
Salió del salón, sin dar más explicaciones.
¡Estúpida mujer! ¡Maldito la hora que…!
Doña Clarita no entendía nada. Se quedó mirando a las mucamas, que a su vez la miraban a ella.
¿Y ahora, qué voy a hacer?
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.


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