BERNI Y POLACA - I. Si yo tuviera el corazón...

 


Debía considerarse feliz, lo tenía casi todo: un buen trabajo, una familia que lo quería; tenía su salud, y cantidad de amigos… Sólo le faltaba el amor.

“Uno busca lleno de esperanzas,
el camino que sus sueños
prometieron a sus ansias…”

Echado de rodillas frente a la estufa, Berni el Palomo encendió un fósforo y lo acercó al papel de diario. Fú-fú-fú, sopló un par de veces, para que el fuego prendiera el montoncito de carbón, extraído esa misma semana del chiflón que estaba justo al lado.
Fú-fú-fú…
La oficina de la Compañía Carbonifera estaba tan fría como una cámara frigorífica, a esa hora de la mañana, y Azucena ni se había aparecido.
La voz de Julio Sosa sonaba en el parlante de la Spika, la radio a transistores que Berni tenía sobre su escritorio.

“Uno va arrastrándose entre espinas,
en su afán de dar su amor…
Sufre y se destroza hasta entender
que uno se quedáo sin corazón…”

Fú-fú-fú… Las llamas ya acariciaban las piedras de carbón de coque, que no tardaron en encenderse. El blanco humo ascendió por el tubo de latón y salió al exterior, para unirse al humo que salía de los galpones de la mina y de las demás chimeneas de Río Turbio. Una nube grisácea se formó, como cada mañana, por encima de los techos, opacando un cielo de por sí bastante gris.
Fú-fú-fú…
Ya era suficiente. Berni el Palomo se puso de pie, trabajosamente. Era un hombre de más de cincuenta años, que no tenía por qué andar haciendo ese trabajo, además. ¿Qué otra opción le quedaba? Su único empleado subalterno había presentado parte de enfermo (a causa sin duda de una tremenda borrachera), y la mujer de la limpieza brillaba por su ausencia.

“Precio del castigo que uno entrega
por un beso que no llega
o un amor que lo engañó…”

Como si mentara al diablo, la puerta se abrió y entró Azucena.
¡Pero don Bernardo!, exclamó. ¿Qué hace ahí, tiráo en el piso?
Era muy bajita, al punto que Berni podía parecer alto, al lado de ella; tenía puesto un tapado rojo de largos faldones, con un sombrero puntudo del mismo color. De lejos debería de parecer un cono de Vialidad.
¿Por qué no esperó a que yo llegara, pues?  
Berni miró el reloj en la pared, que pesar de tener el cristal rajado marcaba la hora lo más bien: las nueve y veinte.
Sí, ya sé lo que me va a decir, don Bernardo, se atajó Azucena, pero vengo del hospital, ¡mi hija va a tener una guagüita!
¿Otra vez?, preguntó Berni, mientras se sacudía el polvo de las rodillas. La hijas de Azucena debían ser como las conejas, tenían cría cada tres meses.  
¡Pero no! Si esa era la Stephanie, y esta es la Astrid, la más pequeña…
Azucena terminó de colgar el abrigo y el sombrero en el perchero y se puso el delantal.

“Si yo tuviera el corazón,
el corazón que di…
Si yo pudiera como ayer,
amar sin presentir…”
 
¡Pero qué música más triste, don Bernardo!, exclamó Azucena, al tiempo que se acercaba a la estufa y comenzaba a revolver aparatosamente la hornalla con el atizador (algo del todo innecesario, ya que el carbón había prendido lo más bien).
¡Ponga algo más alegre, si pa triste ya está la vida!
Berni meneó la cabeza, como si le costara creer tal descaro.
Se supone que debías estar aquí a las ocho, Azucena, le dijo, y tener la estufa ya encendida para cuando yo llegue.
Es verdá, don Bernardo, reconoció Azucena. Pero si supiera tóas la cuestiones que he tenío que atender, y a más con mi marío enfermo…
¡Es mentira! ¡Es mentira!, pensaba Berni, que de todos modos asentía, como si le creyera.

“Es posible que a tus ojos,
que hoy me gritan su cariño,
los cerrara con mis besos…”

Berni apagó la radio, no porque la vieja se lo hubiera pedido, sino porque ya no podía disfrutar de la canción, con aquella cotorra que no dejaba de hablar. Don Bernardo esto, don Bernardo lo otro… Debía ser la única que lo llamaba don Bernardo, tal y como lo llamaban a su finado abuelo. Para todos los demás era simplemente Berni, o el Palomo, apodo que lo acompañaba desde su más tierna infancia, a causa de su pecho protuberante.  
Y dígame, don Bernardo, ¿cómo sigue su abuela? ¿En el hospital toavía?
¿Qué? Sí, dijo Berni. Sigue en estado de coma.
Ojalá se recupere pronto, dijo Azucena. Una señora harto güena. Siempre tan generosa con tóos, tan amable…
Berni levantó una ceja, no poco sorprendido. Si había en el mundo alguien que no tenía una molécula de bondad, ni un átomo de amabilidad, esa persona era su abuela, la temible Lela Lola. Una matriarca inflexible, que había tiranizado a su familia desde que Berni tenía uso de razón.
¡Si yo la conozco de una punta de años!, decía Azucena, mientras pasaba el escobillón. De cuando era una mujer rica, mire lo que le digo…
Mentira, pensó Berni. No le daba la edad para haber conocido a Lela Lola, cuando aún conservaba la estancia que había sido del abuelo Bernardo. Eso debió haber sido hacía más de medio siglo. Para cuando Berni nació, la familia ya era pobre.
Recuerdo que una vez la vimos pasar, en un automóvil como los de las películas…   
Pasa la escoba más despacio, Azucena, que estás levantando mucho polvo.
Sí, don Bernardo, dijo la vieja, que siguió pasando la escoba igual de rápido que antes.
At-chúss, estornudó Berni, a causa del polvo que levantaba. Esta misma semana la despido, se dijo el Palomo. Presentaré una nota al área de personal. O haré que la trasladen a otra sección. ¡Ya no la soporto!
Y su agüelo, a ese no lo llegué a conocer, pero dicen que era un hombre tan guapo…
La estufa rechinaba, a medida que iba levantando temperatura, la oficina seguía igual de fría. Aún tardaría largo rato en calentarse. Berni se sentó detrás de su escritorio y revisó la planilla. Era viernes, el día de más trabajo. En unas horas los mineros que terminaban su turno vendrían a retirar su paga, la que habían ganado con tanto esfuerzo, para ir a gastársela en licor, en mujeres o a jugársela a los naipes.
Oiga, don Bernardo…
¿Qué querrá ahora?, levantó la cabeza de sus papeles el Palomo.
¿Usté no me compraría un numerito de un rifa que organiza la parroquia?
¿Otra vez? Ya te compré uno la semana pasada.
Náa que ver, si ese era pal clú de boy escáu, y este es pa los güerfanitos…
Azucena… Será mejor que…
¡Uno solo, don Bernardo! Se rifa un lechón de diez kilo, en el primer premio, y en el segundo una jarra de clericó…
¿Para qué diablos quiero yo una..?
Es pa los güerfanitos, don Bernardo…
¡Maldita vieja! ¡La odio!, pensó Berni, que no se atrevió sin embargo a rechazarla. Sacó el dinero y pagó.
¡Ay, don Bernardo! ¡Muchas gracia! ¡Es pa una caridá, pa los niñitos pobres!
Mentira, te lo quedarás tú, pensó el Palomo, mientras la vieja se guardaba el dinero en el bolsillo. Vieja crápula, estafadora…
La sirena sonó, a la hora del almuerzo. Las máquinas dejaron de funcionar, las cintas transportadoras se detuvieron. Berni bajó las escaleras y se dirigió sin demora al comedor. No porque tuviera hambre, sino para librarse por un rato de la insoportable de Azucena.
¡Eh, Palomo! ¡Siéntate aquí!, le hicieron seña unos mineros que acababan de subir del pozo, tiznados hasta las pestañas.
Era día de pago, y Berni era quien les entregaba personalmente los sobres con el efectivo.
No te levantes, Palomo. Yo iré a buscarte la comida.
Gracias, Carlitos.
Te traeré algo de beber, Palomo.
Gracias, Lopecito.
Todos se peleaban por agasajarlo, no sea que hubiera una diferencia en la planilla de pagos, o un problema con las horas extras. Los viernes, al menos, Berni el Palomo era el sujeto más querido de Río Turbio.
¿Más Coca Cola, Palomo?
No, gracias.
A Berni le hubiera gustado estar un rato solo, a decir verdad, para pensar en sus cosas. Para pensar en Pola. Su musa inspiradora, el amor de su vida.
Ay, Polaca, Polaca…
Había sido suya, toda suya, una noche solamente. Una noche de pasión incontrolable, en la cabaña de Tyson, cuando volvieron de ocultar los cadáveres de aquellos dos marineros. La Gorda los había conducido, en el destartalado auto del Doctor Salazar Rivero. Habían escapado por un pelo del Subteniente Almonacid von Kreutzenberg, aquel carabinero fanático, y habían sido liberados por el Capitán Quiñones, por falta de pruebas contundentes.
¡Polaca! ¡Ya somos libres!
Berni pensó que aquello los había unido para siempre. Que se había hecho una especie de pacto de sangre entre los dos. Se equivocó.
No me busques más, Palomo. No me llames. No quiero verte nunca más.  
Berni no lo podía comprender. ¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho? ¿Había alguna forma de hacerla cambiar de opinión?
Hacía frío. Berni volvió a trepar la escalera de fierro que conducía a la oficina de contaduría, acuciado por sus cuitas sentimentales.
¿Puedo pedirle un favorcito, don Bernardo?, le saltó a la yugular la mujer de la limpieza, ni bien entró.  
¿Otro más? Ya no tengo más dinero, Azucena.
¡Si no se trata de dinero, pué!, se ofendió la pedigüeña. Tendría que retirarme un poco más temprano, pa acompañarla al médico a mi hermana… La pobre está tóa paralizada del láo isquierdo…
¡Miente! ¡Miente!, pensó el Palomo.
Mire, don Bernardo, le muestro una foto…
Está bien, no me muestres nada. Ve, ve…
¡Ay, don Bernardo, muchas gracias! ¿Podrá marcar la tarjeta por mí, cuando sale, así no me descuentan las horas?
Sí, sí, dijo Berni, que ya no sabía qué más hacer para sacársela de encima.
La vieja fue a buscar su sombrero y su saco al perchero.
Gracias, don Bernardo. Muchas gracias…
Algo cayó, cuando sacó su ropa: era el sombrero verde con orejeras de Berni. El sombrero del Chavo del Ocho, como lo llamaba en broma su sobrina, Ana Luisa, aunque Berni lo tenía desde hacía más de veinte años, desde antes de que pasaran la serie de Chespirito en el canal local.
¿Cómo? ¿Tiene sombrero nuevo?
¿Qué dices? Es el mismo de siempre, Azucena.
¡Pero no! Si este es más nuevo, se nota enseguida.
Maldita vieja, claro que no era el mismo. El sombrero de Berni se había caído en la playa, esa noche, cuando él y Pola se trenzaron con los marineros. Y ya no estaba ahí, cuando Berni pasó un par de días después por la escena del crimen, por si acaso lo encontraba. Si al menos se lo hubiera llevado el viento, o el mar, al subir la marea…
¡Ya era hora que lo cambiara, don Bernardo!, dijo Azucena. Si estaba hecho un harapo, pó.
Berni ya podía imaginarse a la Vieja, declarando en un eventual juicio: Sí, Señor Juez, era otro sombrero. Del mismo color, y la misma forma, pero no era el mismo.
Me alegro, don Bernardo, hay que ir renovando el vestuario, digo yo…
¡Ya lárgate!, dijo el tranquilo y manso Berni el Palomo, con una voz que no parecía suya.
¡Don Bernar…!
¡Fuera! ¡Largo de aquí!
La Vieja bajó más rápido que ligero la larga escalera de fierro. Las patitas ni se le veían. Así te caigas y te quiebres el cuello, pensó el Palomo.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
 

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