Guardias armados, y perros asesinos, en una casa defendida como una fortaleza… Había que estar loco para intentar algo así, pero por amor uno se arriesga.
“Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa...”
Inocencio respiró profundo, para darse coraje. No tenía sentido demorarlo más.
Uí-uí-uíiiii…, lloriqueó Bachicha, el perro tuerto que se habían encontrado en el camino, doña Clarita y él, y que los había seguido desde entonces. Inocencio no podía verlo, aunque estaba al lado suyo. No podía ver nada, en aquella noche negra como tinta. Sólo veía aquella lucecita: la llama de una vela, pequeñita, vacilante. Era la señal convenida con doña Clarita, para que él pudiera encontrar la ventana de su cuarto.
“Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa...”
Y ya habían llegado. Ya había terminado aquella cabalgata por las montañas, en la que Inocencio había guiado a la Viuda Fugitiva por tortuosos caminos. Habían cruzado arroyos y remontado cuestas, habían escapado de la policía y se habían enfrentando con aquellos bandidos implacables.
“Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa...”
No iba a resultar tan fácil. Ni bien llegaron a la estancia de los Neumann, cada uno fue llevado por su lado: ella a la casa de los patrones, él al dormitorio de la peonada. A gatas si pudieron despedirse.
Eres un joven excelente, Inocencio. Jamás te olvidaré…
Sus caminos se separaban, a partir de ese momento. Él volvía al Sur, a su trabajo de domador y ovejero, y ella a Buenos Aires, a su vida de dama de Sociedad.
Adiós, Ña Clarita…
Doña Clarita no podía dejarlo irse así. A último momento, cuando él ya se retiraba, lo llamó:
¡Inocencio!
El Paisanito se dio vuelta.
¿Ñora?
En voz baja, para que no escuchara la fisgona de la mucama, que estaba parada detrás suyo, doña Clarita dijo:
Cuando todos se duerman, ven a verme. Dejaré una luz en la ventana de mi cuarto, para que puedas encontrarlo.
***
Reinaba la calma en la estancia de los Neumann. Todo estaba en silencio, pero no todos dormían.
No dormían Cástor ni Pólux, los perros de Herr Neumann, dos mastines de los Alpes entrenados para matar. Iban y venían, de una punta a otra de la casa, olfateando desconfiados.
Ni dormían los guardias de seguridad, un magyar de Transilvania y un ruteno de Bukovina, veteranos de las Guerras Bosnias, a quienes Herr Neumann había conocido por pura casualidad, en su último viaje a Puerto Deseado. Con sus fusiles al hombro, escrudiñaban los contornos del jardín, atentos a cualquier intruso que pudiera aparecer.
Ay, Klaus, tengo tanto miedo…
No dormía la buena de Frau Neumann, a pesar de la tisana de tilo que se había tomado antes de acostarse. De solo recordar que esos criminales norteamericanos, los tales Chapman y Wichita, aún vagaban por aquella región, asaltando estancias y secuestrando a la gente…
Klaus… ¿me escuchas?
Was ist los?, preguntó su marido, que tampoco podía dormir, por motivos muy distintos. Lo que mantenía despierto a Herr Neumann era el recuerdo de su bella huésped. No podía olvidar el aroma de doña Clarita, ni el eco de su risa, ni el lunar que la Pulposa Viuda tenía en el cuello, a medio camino entre la oreja y la garganta. No le había quitado los ojos a ese bendito lunar, en el transcurso de la cena, ni en la larga sobremesa que le siguió. Al Severo Caballero Austríaco se le iba el alma al piso, de sólo pensar que la Sra. González iba a irse de su casa para siempre, apenas saliera sol; que, tan inesperadamente como había aparecido, aquella nereida, aquella sílfide iba alejarse de su vida, dejando en su pecho un vacío imposible de llenar. En la oscuridad de su habitación, el anciano Señor se entregaba las más inconfesables fantasías, que tenían por punto focal aquel pequeño y delicioso lunar. Casi podía apoyar sus labios en él, y tocarlo con la punta de la lengua.
Quién sabe de qué son capaces, seguía con su cháchara Frau Neumann, tapada con las mantas a la altura del mentón. Salvajes asesinos…
¿Qué? ¿De qué hablas?, respondió su marido, interrumpido en sus ensueños.
¿Es que acaso no me oyes? De esos dos americanos. Los vaqueros Chapman y Wichita.
¡Hazte a un lado, mujer! ¡Tienes los pies como dos carámbanos de hielo!
Un grillo metía ruido, en algún lugar de la casa. Algo más calmo, Herr Neumann dijo:
No hay nada que temer, Helga. Las puertas están bien trancadas. Cástor y Pólux están sueltos, y los guardias vigilan cada rincón.
¿Puedes confiar en ellos?
¡Por supuesto! Son dos fieles súbditos de nuestro Imperio, veteranos de las Guerras Bosnias. Hombres honorables, verdaderos soldados…
Es que, con todo el dinero que hay ahora en la casa, Klaus…
Es reicht, aber!, perdió la paciencia Herr Neumann. ¡Habla más bajo! ¿Quieres que te escuche todo el mundo?
***
Tampoco dormían las mucamas, Frida y María, quienes, tras una de sus peleas de amantes, yacían las dos en la misma cama, desnudas, ya tranquilas, pasados los espasmos de la reconciliación.
¿Mucho dinero? ¿Cómo cuánto?, preguntó la indiecita.
Más que yo he visto en todo mi vida, respondió la enorme y rubicunda Frida. Harrtos fajos de billete, pesos natsionales y billetes eggtrangerros…
¿Ah, sí?
He visto con propios ojos, cuando Herr Nóiman abrrió el caja de segurridát…
¿La caja de fierro con la ruedita? ¿La que está bajo el cuadrito del santo?
Esa mismo, dijo Frida.
Frida dejó correr sus dedos regordetes entre las crenchas de la Indiecita, que se habían desparramado en un abanico salvaje. El canto del grillo llegaba también allí, a través de la pared.
Cri-cri… Cri-críiii…
Se escucharon unos pasos en el jardín. Pasos de hombre, sólidos, pasados, sobre el sendero de lajas. Eran los guardias contratados por Herr Neumann, dos sujetos de aspecto temible.
María dijo:
Frida…
Ja, meine Liebling…
La Indiecita se dio un cuarto de vuelta, hasta quedar enfrentada a ella. Buscó abrigo en el corpachón de Frida, que le sobraba por los cuatros costados.
¿Tú sabes cómo se abre?
¿Qué cosa?
Esa caja de fierro...
Estaba tan cómoda así. No hubiera querido separarse jamás…
¿Pog qué quieres saberr? No estarrás pensando en…
Toc toc toc, sonaron unos golpes en el vidrio, y antes de que pudieran comprender lo que pasaba, un potente haz de luz entró por la ventana, iluminando el cuarto de servicio.
¡Ay!, chilló la Indiecita, que no atinó a taparse con la sábana.
Ja, ja, ja…, se escuchó la siniestra risa desde afuera.
¡Desgraciados! ¡Lárguense!, cerró el puño y les dirigió un gesto amenazante Frida, cegada por la luz ella también.
Hau ab, du Schwein!
***
Era una linterna de trinchera, la que tenían. Una linterna de baquelita, con filamento de tungsteno, que iluminaba como un pequeño faro cuando hacían girar la perilla en la parte superior. Tan pronto como la hubo encendido, el ruteno de Bukovina la volvió a apagar.
¡Lo sabía! También esta noche están de fiesta. Menudo par de sáficas…
Déjate de tonterías, lo reconvino el magyar de Transilvania.
Continuaron con su recorrida por los alrededores de la casa. Cástor y Pólux los seguían. Se les adelantaban un trecho y luego se detenían; uno levantó la pata contra el pedestal de una de las estatuas y el otro lo imitó, al llegar a la estatua siguiente. La glorieta del jardín estaba rodeada por un grupo de esculturas, reproducciones en tamaño más pequeño de la Afrodita de Cnido, de la Venus de Milo, y de la Victoria de Samotracia… Una muestra la preferencia Herr Neumann por el arte del período clásico, en especial el que representaba figuras femeninas, con caderas rotundas y senos contundentes.
¡Psss! ¡Vengan aquí, malditos perros!
Los guardias llegaron a la esquina de la casa y siguieron su recorrida. Cástor y Pólux los siguieron, sin gran entusiasmo. Tal vez se preguntaran por qué su dueño los había puesto a seguir a esos sujetos que apestaban a tabaco y a sudor.
¡Vengan! ¡Aquí!
Dos perros imponentes, a los que sólo soltaban por las noches, cuando los peones y las mucamas se iban a dormir. Herr Neumann los había entrenado desde que eran cachorros, con rigor espartano: atados todo el día, sometidos a frecuentes castigos y a largos períodos de hambre. Cada tanto les hacía tragar una pequeña dosis de ácido prúsico, para hacerlos más violentos y agresivos.
Achtung! Fangt sie!
El objetivo se había cumplido. Eran dos máquinas de matar. Si alguien era tan insensato como para aventurarse en las cercanías de la casa, sabiendo que estaban sueltos, el riesgo corría por cuenta de él.
***
Inocencio ya había recorrido la mitad del jardín para entonces; se había detenido detrás de un seto de arbustos, el último refugio antes de llegar a la casa: al prometido amor de doña Clarita, si la suerte le sonreía; o, en caso contrario, hacia los afilados colmillos de los perros y los fusiles de los guardias.
Uí-uí-uíiiii…
En un descuido imperdonable para un gaucho, se había olvidado no sólo el cuchillo, sino hasta el mismo poncho, al salir del dormitorio. No podía volver a buscarlos. No había tiempo. La llama en la ventana de doña Clarita parpadeaba, ya próxima a extinguirse.
Ja, ja, ja…
Se echó cuerpo a tierra cuando vio la luz de la linterna, y escuchó las risas de los guardias. Se quedó abrazado al Bachicha, para que éste no fuera a salir de su escondite y delatara su posición. Era una suerte que el viento soplara para el lado suyo. Eso hacía más difícil que esos perros de orejas puntudas pudieran olfatearlos.
Uí-uí-uíiiii…
Inocencio acarició la pelambrera raleada del Bachicha, llena de tajos y cicatrices.
Calladito, Bachicha. Shhhh…
Hacía frío. Ya empezaba a caer el rocío. Inocencio escuchó a los guardias intercambiar unas palabras en su idioma, antes de desaparecer al otro lado de la casa.
La pucha…
Recién ahora se daba cuenta: la luz que lo había guiado hasta ese momento había desaparecido. La vela en la ventana de doña Clarita se había apagado.
***
¿Hasta cuándo vamos a seguir con esta fantochada?, preguntó el ruteno de Bukovina, que tomó asiento en el banco de piedra, delante de la casa.
Ya estoy harto de estas tonterías. Deberíamos hacer lo que vinimos a hacer y largarnos cuanto antes.
El magyar de Transilvania terminó de armar su cigarrillo, en la más completa oscuridad, y luego lo encendió con un fósforo, al que había raspado contra el banco.
Esperemos un poco, dijo.
Hablaban en un idioma propio; una mezcla de ruso de Ucrania y húngaro de los Cárpatos, mechado con alemán cuartelero y turco de los Balcanes, al que salpicaban con unas pocas palabras de portugués brasileño y castellano del Río de la Plata.
¿Qué tanto quieres esperar?
Habían recalado en Puerto Deseado, unos meses atrás, donde la suerte quiso que cruzaran su camino con el de Herr Neumann. Alguien les dijo que era una especie de compatriota suyo.
¿Compatriota, un austríaco? ¡Son nuestros opresores!
Tiene una estancia al pie de la Cordillera. Siempre estuvo con la soga al cuello, pero ahora pelechó. Tiene auto nuevo y todo…
¿Le va bien con el negocio de la lana?
No, no con la lana. Está metido en un chanchullo con los alemanes. Es testaferro del Káiser.
¿Del Káiser Guillermo? ¡No puede ser!
Si no del Káiser, de alguien del gobierno alemán. Alguien de muy alto rango, se los puedo asegurar.
¡No me diga!
En este pueblo se sabe todo, mi amigo.
El Magyar y el Ruteno lo vieron pasar, camino del Salón California. Un viejo bajito y enérgico, con el cráneo pelado como un huevo. Lo ubicaron en la mesa del fondo, sorbiendo un vasito de schnapps, mientras regateaba con las prostitutas.
¿Cliente viejo como yo, no van hacerr descuento?
No podemos, don Ñuman. Es el precio que puso la patrona.
Esperaron a que volviera de cuarto del fondo, antes de decidirse a encararlo.
Buenas tardes tenga Usted, mi estimado caballero…
Se presentaron como dos veteranos de las Guerras de Bosnia, dos fieles soldados del Emperador Francisco José.
Salimos del puerto de Trieste, hace casi un año. Los malditos ingleses hundieron nuestro barco, frente a la costa de Montevideo…
Apelaron a su patriotismo, nombraron un par de batallas en las que supuestamente habían participado. Herr Neumann se mostró receloso al principio. No los invitó a sentarse a su mesa.
¿Qué es lo que quieren? ¿Dinero?
¡Oh, no, mein sehr verehrte Herr!
Sólo queremos trabajar. Ganarnos el pan honestamente, como lo hemos hecho toda la vida.
El viejo se lo pensó un momento. La verdad era que, con el giro que habían dado sus asuntos, no le vendría mal contar con una protección extra. Además, a este par de zaparrastrosos bien podía arreglarlos con unos mendrugos.
¿Saben manejar armas?
Natürlich!
No me gustan nada esos sujetos, Klaus, le dijo Frau Neumann, cuando su marido se apareció con ellos en la estancia. Parecen dos fugitivos de Graz-Karlau.
¿De qué hablas? Son dos bravos soldados de nuestro Imperio. Uno de ellos combatió en el regimiento donde hice mi instrucción militar, el quinto de Caballería de Moravia.
¿Cómo lo sabes? ¿Te enseñaron algún documento?
¡Lo sé sólo con verlos!
Tal vez por ser él un austríaco de pura cepa, y ellos de las regiones periféricas del Imperio, Herr Neumann se sentía como el mismísimo Francisco José, dando órdenes a sus generales.
No se descuiden, muchachos. Tengan los ojos bien abiertos…
Pierda cuidado, Herr Neumann.
¿Para qué necesitamos más seguridad, Klaus?, protestaba Frau Neumann. Este lugar fue siempre tan tranquilo...
Y… las cosas cambian.
La llegada a la región de los cowboys bandoleros, Buddy Chapman y el Wichita Kid, pareció darle a Herr Neumann la razón.
¿Has visto? ¿Qué dices ahora, Helga?
Lejos estaba de sospechar Herr Neumann que sus nuevos custodios no eran quienes decían ser. Habían tomado parte en las Guerras Bosnias, sí, aunque no como parte de las tropas regulares, sino en las bandas de desertores y criminales que asolaron la región; forajidos que aprovechaban el desconcierto de la guerra para asaltar poblaciones indefensas y cometer toda clase de atrocidades. Comparados con ellos, Buddy Chapman y el Wichita Kid eran dos nenes de pecho, dos Niños Cantores de Viena.
Te desconozco, Klaus. Cuando éramos jóvenes te interesaban los libros, la música, el arte… ¡Hoy sólo te importa el dinero!
Hacer dinero es un arte también.
¡No de esta forma!
¿Quién dice que no?
Yo digo que lo hagamos hoy mismo, dijo el ruteno de Bokovina. Apenas amanezca.
Dio otra pitada a su cigarrillo y se lo pasó a su compañero.
No lo sé, meneó la cabeza el magyar de Transilvania. La zona está plagada de polis…
En eso no mentía. El secuestro de aquel muchacho, el hijo del embajador, había puesto de cabeza a todo el territorio provincial. Partidas de milicos peinaban la zona para arriba y para abajo. El día anterior habían pasado dos veces por la estancia.
¿Cómo llegaremos a Puerto Deseado?
¿Cómo va a ser? En el automóvil del viejo.
¡Que tú no sabes conducir, ni yo tampoco!
¡Bah! No puede ser tan difícil…
Allá tú, dijo Frau Neumann. Confía en un par de desconocidos, si es lo que quieres. Déjalos entrar en nuestra casa, que se hagan amigos de los perros…
¡Esos no se hacen amigos de nadie!
Debemos actuar rápido, y no dejar testigos, dijo el Ruteno. Ni a uno solo, incluidos los perros.
Desde luego, dijo su compinche. ¡Eso ni se discute!
¿Les has dado el silbato también?, preguntó Frau Neumann.
¿Acaso estás loca?, respondió el cascarrabias de Herr Neumann. ¡El silbato no se lo doy a nadie!
***
¡Desgraciados! ¡Los odio!, dijo la Indiecita.
¡Habla más bajo, Marría!
Si llegan a hacer eso otra vez, te juro que…
Oh… No hay nada que puedes hacerr…
Eso estaba claro. Podían molestarlas toda la noche, e incluso espiarlas. No había nada que ellas pudieran hacer para impedirlo. No podían acusarlos con los patrones, y en cambió ellos sí podían irles con el cuento, y hacer que las echaran.
Se vistieron a las apuradas. María volvió a su cama. Era demasiado riesgo el que corrían. La puerta del dormitorio de las mucamas no podía trabarse por dentro: otra forma más de tenerlas controladas.
Estoy cansada de todo esto, Frida. ¡Te lo juro!
No hace falta que juras, yo creo.
Ach so!
Frida sonrió, como hacía a veces, cuando la muchacha repetía algunas de las expresiones que ella solía decir: Ach so, Verdammt, en el mismo tono que ella, con su mismo acento de Baden-Württemberg, sin saber lo que querían decir.
Calma, Marría. Sólo calma…
El grillo se escuchaba otra vez. Una chicharra continua, persistente.
Frida…
Sí, meine Liebling…
La respiración de María había vuelto a la normalidad, tras su ataque de ira.
¿Sabes que haría, si tuviera dinero?
¿Qué harrías?
¿Sabes qué haría? Me compraría una tienda.
¿Una tienda?
Sí.
¿Una tienda de qué?
La cama de María rechinó cuando la muchacha se dio vuelta hacia ella.
No lo sé. Una tienda.
Había sido un duro día de trabajo. Frida estaba agotada.
¿Parra qué quierres una tienda?
¿Cómo para qué? En Cholila había una vieja que tenía una tienda. Una turca. Tenía todas las cosas, en la tienda esa: telas, cueros trenzados, chalinas, botones, sombreros... Si alguien quería llevarse algo de su tienda, primero le tenía que pagar.
Así es como funcionan las tiendas, sonrió Frida.
Era una mujer pequeña, más bajita que yo, pero era ella la que mandaba. Mi hermano trabajaba allí, y otros dos hombres. Lo que ella decía, lo tenían que hacer. ¡Te lo juro!
***
Inocencio se hizo la Señal de la Cruz, antes de encarar el tramo final.
…del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… ¡Fuera de aquí, Bachicha! ¡Lárgate!
Iban a hacerlo charqui, esos semejantes perros, si llegaban a agarrarlo.
¡Vete! ¡Ahora!
Bachicha se paró sobre las patas traseras y, apoyándose en él, le pasó la lengua por la cara.
Uí-uí-uíiii…
Qué remedio. El Paisanito salió de entre los arbustos y caminó hacia la casa, que en aquellas tinieblas no era más que un manchón menos oscuro, vagamente discernible. Avanzó con cautela, semi agazapado. El aire helado penetraba en sus pulmones. El corazón le latía cada vez más fuerte. Bachicha correteaba alegremente junto a él; debía tomar aquello como una excursión.
Si no lo hacemos nosotros, tal vez alguien se nos adelante, dijo el ruteno de Bukovina. ¿Piensas que ese cagatintas del banco no le ha pasado el dato a alguien más?
El nativo de Transilvania arrojó la colilla de su cigarrillo sobre el pasto. La idea de que alguien quisiera robarles ese dinero, que ya consideraban suyo, lo llenó de indignación.
¿Quién más lo puede saber?
Yo qué sé. Esa putona que llegó ayer a la tarde me pareció sospechosa, dijo el Ruteno, que estiró la mano para acariciarle la cabeza a uno de los perros.
GRRRRR…, le respondió con un gruñido Cástor, obligándolo a retirar la mano otra vez.
No es raro que usen a mujeres como esas de señuelo, dijo el ruteno, poniéndose de pie. El Viejo estaba como loco con ella.
Sí, es verdad, dijo el transilvano, que se puso de pie él también.
¿Para qué tendría esa vela en su ventana, digo yo?
Sí, yo también la he visto…
No se habían atrevido a espiarla, como habían hecho en el cuarto de las criadas. No era lo mismo.
¿Crees que se trate de una señal? ¿Que ella y ese pequeño indio…?
Mejor vamos a ver.
***
No digo todo, Frida. Un par de fajos solamente…
¿Otrra vez con ese asunto?
Es que…
No se puede, Marría. Herr Nóiman va dar cuenta enseguida.
¡No se va a dar cuenta! Sí sólo tomas dos o tres…
Ese viejo no pierrde el detalle, menos si se trrata de dinero… Además, ¿cómo vamos a marcharr de aquí? Estamos medio de la nada.
Los lunes pasa la chata que va a Cholila, dijo la Indiecita.
Era un carretón que recorría la zona, una vez por semana, llevando pasajeros y mercancías, cuando el camino no estaba cortado por la nieve o inundado por las crecidas.
¡Otro vez con Cholila! Cholila es demasiado cerrca. Además, ese carrreta es muy lento… Van a alcanzar antes que llegamos muy lejos…
¡Por qué habrás aceptado ese dinero, Klaus!, suspiraba Frau Neumann. ¡Vivíamos tan tranquilos!
¡Y tan pobres!, respondió su marido.
¿Pobres? Nunca nos faltó nada…
Ach!
Herr Neumann se incorporó en la cama, buscó a tientas la caja de fósforos. No la podía encontrar.
¿Es que no entiendes? No es sólo dinero…
No era sólo dinero: eran bonos de guerra, y títulos de propiedad. Ante la inminente derrota, el Gobierno Alemán estaba liquidando sus activos en la Patagonia, al menos en el plano oficial. Para evitar una eventual confiscación, el responsable de negocios había puesto tierras y empresas a nombre de súbditos de las Potencias Centrales, que además contaran con la ciudadanía de un país no beligerante. Herr Neumann pasó a ser uno de esos prestanombres. Sólo que, en la actual situación, las cuentas estaban tan embrolladas que era difícil saber qué pertenecía a quién, qué dueño era un simple testaferro y cuál un propietario real. Un barco se había hundido en mitad del Atlántico, y con él archivos con valiosa documentación. El sufrido Herr Neumann, que había sido durante años un productor agropecuario de poca monta, asediado por los bancos y amenazado por la ruina, estaba hoy a punto de convertirse en el dueño verdadero de una fabulosa estancia, con una superficie mayor a la del Cantón de Feldenkirchen, del cual era originario.
¡Sal del camino, Bachicha!
Ese estúpido perro lo iba a hacer caer. Se le metía todo el tiempo adelante.
¡Quítate!
Ya podía distinguirse con nitidez la casa, a pesar de la oscuridad. La ventana de doña Clarita era un rectángulo negro en el muro pintado a la cal. ¿Estaría despierta todavía? Sus palabras sonaban como música en los oídos del muchacho.
“Dejaré la ventana sin traba, Inocencio. Sólo tienes que empujar…”
El terreno subía en un suave declive, en el tramo final. Inocencio corrió hacia allí. No se veía nada. Era lo mismo que correr con los ojos cerrados.
¡Fuera, Bachicha!
¡TUC!
El golpe fue seco, certero, contundente… El Gauchito se tambaleó. Poco le faltó para dar de bruces en el suelo.
Ay… ay… ay…
Tardó en comprender lo que había sucedido. Su cabeza había impactado contra algo, un poste o vaya a saber qué. Se llevó la mano a la frente
Uí-uí-uíiiiii…
El mundo daba vueltas, alrededor suyo. Un mundo que de a poco comenzaba a tomar forma. Por encima de las montañas, la luna empezaba a despuntar.
***
No iluminaba de lleno, como la noche anterior. Unas nubes muy finas velaban parte su brillo. Algo llegaba a verse, sin embargo. Las cumbres nevadas de las montañas, allá lejos, y las negras silueta de los árboles. Los pasos de los guardias sonaban cautelosos, por el sendero de lajas que bordeaba la casa.
Espera… No prendas la linterna todavía.
Los perros marchaban a su lado, ágiles, alertas.
¿Crees que…?
No, no creían que alguien estuviera por tomar por asalto el lugar, justo en ese momento, aunque no estaba de más tomar precauciones. Prepararon sus fusiles. Sus ojos escudriñaban los contornos, evaluando un posible ataque.
El Magyar tocó con el codo a su compañero.
Ve por allí. Yo seguiré por este lado.
El Ruteno bajó por la pendiente, mirando a un lado y a otro. El paisaje se iba haciendo más claro por momentos. La luna hacía refulgir las pequeñas estatuas alrededor de la glorieta, una de las cuales ya no estaba sobre su pedestal: yacía boca arriba sobre el pasto, sus pechos de mármol apuntando a las estrellas.
что это?, murmuró el Ruteno.
A su lado estaba tirado algo, una cosa deformada y negruzca: un sombrero. El Ruteno gritó:
¡János! ¡Aquí!
***
Dime que lo pensarás, al menos, dijo la Indiecita, que se había pasado a su cama otra vez, aunque sin quitarse el camisón esta vez. Apoyaba la cabeza, en el hombro de su compañera, que ya empezaba a quedarse dormida.
¿Eh? ¿Qué dices?
Está bien. Lo pensarré, dijo Frida, que le daba refugio bajo su brazo, como una gallina a su polluelo.
¡PUM!
Algo las sobresaltó. Un golpe sordo, amortiguado. Tal vez un pájaro había chocado contra los cristales.
Tac, tac, tac…
No. No era un pájaro.
¡Son ellos!, saltó como un resorte de la cama la Indiecita. ¡Malditos!
Deja a mí, dijo Frida, que se levantó también, y empuñó el candelabro de bronce como si fuera un mazo. ¡Yo encarrgo!
Tac, tac, tac, sonaron nuevamente los golpecitos en el vidrio.
María abrió de golpe la ventana y Frida se preparó para asestarle al nocturno visitante un porrazo del que no iba a olvidarse jamás.
***
La ventana se abrió. Aún aturdido, Inocencio vio aparecer dentro del rectángulo no un rostro, sino dos. Uno blanco y redondo como galleta cruda, y el otro tan oscuro que apenas si se distinguía de las sombras que lo rodeaban.
¿Quién es Usted? ¿Qué hace aquí?
Yo… yo…
Inocencio ya empezaba a darse cuenta: se había equivocado de habitación.
Uí-uí-uíiiii…
Frida fue la primera en reconocerlo.
Este es gaucho que acompañó Señorra González.
¡Esa mujer!, apretó los dientes la Indiecita. ¡Ni me la nombres!
Aún recordaba lo amable que había estado Frida con ella, mientras la ayudaba a tomar su baño y a cambiarse. ¡Por no decir lo babosa! A María le había dado tal ataque de furia que apenas si se pudo contener.
¿Qué le pasó en la cabeza? ¡Le sale sangre!
El Paisanito se llevó la mano a la frente. Era cierto.
No debe estarr aquí, dijo Frida. ¿No sabe que perrros son sueltos?
Como si mentara al demonio, la linterna de los guardias se encendió, y su potente haz de luz comenzó a recorrer el jardín, haciendo añicos la penumbra lunar. Los guardias no habían detectado al Gauchito todavía, pero los perros sí: dos sombras negras que doblaron la esquina de la casa y se abalanzaron como flechas sobre él.
¡Uíiiiiiii!, chilló el Bachicha, en un tono más agudo del habitual.
***
¡No lo soporto, Klaus! Si no renuncias a estas locuras, me iré de aquí para siempre.
¿Adónde irás?
¡Volveré a Austria!
¿A Austria? Hay una guerra allí, si no te enteraste.
No me importa. Me iré a cualquier lado.
¡Por mí vete al diablo!
Herr Neumann encontró al fin la caja de cerillas. Lo primero que vio, al encender una, fue el rostro de su esposa cubierto de lágrimas.
¡Cómo puedes hablarme de esa manera, Klaus! ¡Después de todo lo que hemos pasado!
¡Estúpida vaca! ¡Si quieres irte, vete! ¡Ahí está la puerta!
No le faltarían mujeres, ahora que iba a ser millonario. El dueño de una estancia de cien mil hectáreas, que además funcionaba a pleno.
¡Oh, Klaus! ¿Cómo te atreves?
Herr Neumann ya le había echado el ojo a su sucesora, que se encontraba allí mismo, en su propia casa. Esa mujer fascinante, esa escultura griega. Esa Venus de Milo con brazos, que además tenía ese delicioso lunar… Esa era una esposa que convenía a su nueva posición social.
***
¿Imaginaba doña Clarita que había despertado tales pasiones en aquel viejecillo? Ya había notado, durante la cena, alguna mirada insistente, pero lo tomó como una muestra de admiración masculina, algo a lo que estaba acostumbrada.
En la soledad de su habitación, en aquella casa en la que sólo tenía planeado pasar una noche, doña Clarita cerró los ojos y se dispuso a dormir. Daba por hecho que Inocencio ya no iba a venir. No era su culpa, pobre muchacho. Tampoco era culpa de ella. Había dejado su vela prendida, y había dejado sin traba su ventana. ¿Qué más podía haber hecho? ¿Ir a buscarlo personalmente? ¿Abrir la ventana y llamarlo a los gritos? Eso jamás. Desafiar las convenciones sociales podía ser más peligroso que enfrentarse a las balas.
Ay, Inocencio…
No podía dormirse, sin embargo. El recuerdo de ese noble Paisanito, de ese muchacho que se había jugado la vida por ella, no la dejaba descansar.
Inocencio…
Algunas voces llegaron hasta a ella, a través de las paredes. Voces lejanas, indistinguibles, que sólo se escuchaban en los momentos en que hacía silencio el grillo.
Cri-crí-crí… Cri-crí-crí…
Doña Clarita fue la única, en toda la casa, que finalmente cayó en algo parecido al sueño. Un cabeceo, nomás, en el que aparecieron de manera confusa el rostro dulce de Inocencio, y el gemido de Bachicha, y los ojos celestes del cowboy asesino… Y aquellos disparos, a la orilla del arroyo, tan reales que parecía escucharlos ahora mismo.
¡Ay!
Doña Clarita abrió los ojos. No lo estaba soñando, eran disparos de verdad. Y gruñidos. Y un grito.
¡Inocencio!
Se incorporó en el lecho, con el corazón estremecido. Nuevos gritos, y por último un silbido, tan agudo que la hizo taparse los oídos.
***
Toda la casa se puso de cabeza. Se escucharon pisadas en el pasillo, el chirrido de puertas que se abrían, voces de alarma. Varias luces se encendieron, candiles a querosén y otra linterna eléctrica, aún más potente que la anterior. Su luz recorría la parte trasera de la casa, se detenía al llegar a la glorieta. Doña Clarita miraba todo desde su ventana, sin comprender lo que pasaba.
¡Díos mío!
Temió lo peor. Abrió la puerta de su cuarto, caminó hasta el salón.
¡Inocencio!, llamó en voz alta. ¡Inocencio!
Se encomendó en la Virgen y en todos los santos, mientras salía por la puerta del frente y daba la vuelta hacia jardín. No sentía frío, aunque sólo tenía puesto su camisón.
Dios mío… Dios mío…
Recitó como pudo parte del Ave María, y de un hechizo mandingo que había aprendido de la Negra Felipa, su antigua nana.
¡Inocencio!
Una pequeña multitud se había aglomerado alrededor de la glorieta. Todos hombres, los peones y ovejeros de la estancia. Entre ellos se destacaba la cabellera plateada de Frau Neumann, su anfitriona.
Santa María, madre de Dios…
Sobre el pasto había quedado la Venus de Milo, sobre la que Frau Neumann se vio obligada a levantar una pierna, para no tropezarse. Iba llorando. Doña Clarita la detuvo.
Frau Neumann… ¿Qué pasó?
¡Ay, Señora González! Es horrible… Schrecklich!
No pudo seguir hablando. Doña Clarita caminó hacia la aglomeración, más muerta que viva. No se había puesto las pantuflas, y sus medias ya estaban mojadas por el rocío. Pero un frío aún mayor era el que le corría por la espalda, a medida que se acercaba al lugar donde los hombres se apiñaban. Iluminados desde abajo por las lámparas, parecían formar parte de un siniestro aquelarre.
¡Este no cuenta el cuento!, dijo un paisano.
¡Jue el silbato!, dijo otro. ¡El silbato del patrón loj golvió loco a loj perro!
Ah, ah…, gemía el herido.
Doña Clarita apartó a los dos hombres, se abrió paso hasta él.
¡Inocencio!
Quería abrazarlo, al menos, para que no muriera solo, darle el último consuelo.
¡Aquí estoy!
Todos se la quedaron mirando, cuando llegó adonde estaba el moribundo, cubierto de sangre hasta los pelos, con las tripas en la mano.
¡Oh!
No era Inocencio. Era un sujeto flaco, de bigotes, que gemía e insultaba en una jerga indescifrable.
¡Ja!, se rio doña Clarita al verlo. ¡Ja!
Pero no era una risa, en realidad, era un ataque de histeria.
¡Ja, ja, ja…!
Uno de los peones, rápido de reflejos, se apuró a sostenerla, antes de que perdiera el conocimiento. Hubiera quedado tirada sobre el pasto, sino, lo mismo que la estatua griega.
***
La condujeron al cuarto de huéspedes otra vez. La depositaron en su cama. Las mucamas fueron llamadas para cambiarle la ropa mojada y hacerle friegas.
Tiene pieses helados, dijo Frida. ¡Marría! ¡Trrae palanga con agua calienta!
¿Qué le pasó? ¿Por qué se puso así?, preguntaba la buena de Frau Neumann. Frida y María cruzaron una mirada y no dijeron palabra.
Afuera, el barullo continuaba. El guardia menos lastimado dirigía airadas protestas a Herr Neumann.
¡Debe verlo un médico! ¡Se va a morir!
¿Un médico? ¿Dónde quieres que saque un médico? No hay médicos por aquí.
¡Hay que llevarlo a Cholila!
¿A Cholila?
¡Haga traer el auto! ¡Morirá!
Herr Neumann hizo un par de rápidos cálculos mentales. Un viaje de ida y vuelta a Cholila iba a consumirle dos tanques de nafta, por lo menos. Sin contar el deterioro de los neumáticos. Ni los honorarios del Doctor.
¡Rápido! ¡Morirá!
Qué muera aquí, como un soldado, declaró Herr Neumann. Con honor.
¿Qué?
Discutían en alemán, idioma que los peones no entendían. Sólo uno lo hablaba, un gaucho rubio, pariente lejano de Frau Neumann, que les iba haciendo la traducción.
¡Yo también estoy herido!, gritaba János. ¡Mire mi brazo! ¡Mírelo! ¡Lo perderé, si no me atienden!
Bah, es sólo un raspón. Ve a ver Miguelito, el curador de ovejas.
¿De ovejas?
Con un poco de acaroína, mañana estarás como nuevo…
¡Viejo tacaño! ¡Maldito austríaco!
Ese insulto a su patria, a su amada Vaterland, fue algo que Herr Neumann ya no pudo tolerar.
¡Fernando! ¡Cachito!, llamó.
Mande, patrón.
Acompañen a este tipo hasta la límite de campo.
Sí, patrón.
¡No pueden hacerlo! ¡Estoy malherido!
Si trata de volver, sólo disparen.
Sí, jefe.
***
Doña Clarita fue volviendo en sí. La dulce Frau Neumann se quedó a su lado. La tomaba de la mano.
Calma, hijita. No te alteres…
Gracias, Frau Neumann.
Le había vuelto el alma al cuerpo, cuando se dio cuenta de que no era a Inocencio al que habían atacado los mastines.
¿Dónde estaba el Paisanito? Tal vez alguno de los peones se dio cuenta de que su catre estaba vacío, en el dormitorio; tal vez alguno vio corrida la tabla del costado. Si lo hizo, no dijo una palabra.
¡Tanto escándalo por nada!, se lamentó Frau Neumann. Al final, no era más que un perro.
¿Un perro?
Un perro cimarrón que se metió en el jardín. Por eso Cástor y Pólux atacaron.
Doña Clarita contuvo la respiración. Ya sospechaba de qué perro se trataba.
Perro muy bravo, siguió Frau Neumann. Lastimó a Pólux en la trompa, y dejó tuerto a Cástor, pero al final lo mataron.
¡Oh!
Allí quedó, tirado entre arbustos. Así dicen, yo no lo vi.
Doña Clarita se quedó en silencio. Su anfitriona dijo:
Ahora, la dejaré tranquila, meine liebe Kind.
Gracias.
Duerma, que le hace falta. Enviaré a Frida con tisana para sueño.
Una nueva vela ardía sobre su palmatoria. Se escuchaba a Herr Neumann, quejándose, en algún lugar de la casa. Más pasos, más voces. Por fin, todo quedó en silencio.
Toc, toc, toc…
Tres golpecitos sonaron en la puerta. La criada alemana entró, con una humeante taza de té de tilo.
Dejaré aquí, Madame… Sólo espera que enfría.
Doña Clarita no le respondió. Estaba como muerta. No entendía lo que había sucedido, no entendía nada.
Ahora voy rretirar, dijo la Criada. ¿Ofrece algo más?
Doña Clarita dijo que no con la cabeza. La robusta criada caminó hasta la puerta, y al salir la dejó abierta. Sus pasos se escucharon por el pasillo.
¿Es que acaso iba a dejarla así?
Otros pasos se oyeron, más cautelosos. Alguien entró.
¡Ino…!
Era él. Con un formidable chichón en la frente, y rengueando de una pata, pero entero.
¡Inocencio!
¡Ñora!
Doña Clarita saltó de la cama, corrió a abrazarlo.
¡Inocencio! ¡Estás vivo!
Ña Clarita… Yo… El Bachicha…
¡Ya lo sé!
Desde el pasillo Frida y María sonrieron, de manera casi maternal, al ver a los amantes reunidos al fin.
¡Inocencio! ¡Querido Inocencio!
Ñora…
Las criadas cerraron la puerta, y calladitas regresaron a su habitación.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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