Lo que Inocencio tanto temía sucedió: estaban allí solos, doña Clarita y él, en medio del monte, a merced de un par de criminales.
¿Qué no me oíste,
indiecito? Prepárame algo de beber, dijo el que tenía el Wínchester en la mano.
¡Vamos! ¡Apúrate!
Eran gringos. Debían ser
esos norteamericanos que andaban asaltando estancias y boliches en la zona. Se
les aparecieron por sorpresa, mientras doña Clarita y él aún dormían. Bachicha,
el perro que se les había pegado en el camino, fue el que los despertó con sus
ladridos.
Amanecía.
¡Muévete!, gritó el que
parecía que mandaba, un rubio de barba amarilla, con sombrero de cowboy. El de
más atrás iba vestido como un señorito de ciudad, con sombrero bombín y un fino
traje a rayas. No habían desmontado todavía.
Haz lo que dicen,
Inocencio, dijo doña Clarita.
El muchacho no se movió. El
revólver parecía quemarle, por debajo del poncho. Con sólo estirar la mano
hasta allí…
Ni lo intentes, joven
idiota, dijo el rubio de barba, que había adivinado sus intenciones.
El de más atrás llevaba su
arma en una funda, debajo del saco. Su fino bigote se curvó en una sonrisa, mientras
le guiñaba un ojo a la Pulposa Viuda.
¡Grrráu! ¡Grrráuu!
Bachicha seguía con sus
ladridos, agudos e irritantes.
Inocencio…, suplicó doña
Clarita.
Inocencio la miró. Si
tenía que morir por esa mujer, estaba dispuesto a hacerlo, una y mil veces.
¡Grrrráu! ¡Grrráu!
Ahora sí, los bandidos
bajaron de sus caballos, casi de un salto. Eran jinetes expertos, se veía a la
legua. Bachicha se les fue encima. Se acercaba a las piernas de uno, y luego a
las del otro, sin atreverse a morderlos. No le hicieron ni caso. El rubio
levantó su rifle y le apuntó a Inocencio, que no estaba más que a unos pasos de
distancia.
Harás lo que te digo, renacuajo…
Inocencio dio un paso
atrás.
¡No lo haga! ¡Espere!,
exclamó doña Clarita, que se las había visto en situaciones difíciles, en su
ajetreada vida, pero nunca en una como esta.
Señores… Por favor… Es un
malentendido…
Metió la mano dentro del
cuello de su blusa y extrajo una bolsita. Las manos le temblaban.
Miren… Aquí…
Grrráu... grrráu, seguía con
sus peculiares ladridos el Bachicha.
El fajo de dinero cayó al
suelo, cuando al fin pudo desprender el botón.
¡Llévenselo! ¡Llévenselo
todo!
Junto con los billetes
cayó una carta, la carta que doña Clarita debía entregar en Buenos Aires, la
que podía decidir su fortuna. Qué importaba eso ahora, su vida pendía de un
hilo.
¡Llévense todo, pero déjennos
ir!
El menos rubio, que no
había sacado su revólver todavía, dijo sonriendo:
Vaya, vaya, vaya…
***
La Fortuna es una ramera caprichosa.
Eso solía repetir Bill Norton, el Cowboy de Barba Amarilla, y su compañero, el
elegante Caleb Longfellow, debía reconocer que llevaba razón. A ellos les
pasaba todo el tiempo. A un golpe exitoso le seguía otro que era un verdadero
fiasco. Tras una mala racha, la suerte les volvía a sonreír.
La noche anterior, sin ir
más lejos, habían estado a punto de perderlo todo. Su sueño de volverse ricos se
había esfumado. El joven millonario que habían secuestrado se les escapó de las
manos, y con él los cien mil dólares del rescate.
¡Maldita sea, Bill! Ya
casi lo teníamos…
Deja de lamentarte, Cal.
Iban de mal en peor. La
policía les tendió una emboscada, cuando estaban por llegar a su cabaña, y por
poco no los acribillan. Tuvieron que echar mano a todo su coraje y a las pocas balas
que les quedaban, para salvar el pellejo.
Estamos tan pobres como al
principio, Bill. Con los polis de tres países detrás nuestro…
Todo mejorará, Cal.
Esa era la fortaleza de
Bill, su indestructible optimismo. Caleb Longfellow, de temperamento taciturno,
ya consideraba renunciar a su vida de forajido. Eran demasiadas las decepciones,
demasiadas las fatigas. No eran tan buenos bandidos como habían creído serlo.
No estaban al nivel de Buddy Chapman y el Wichita Kid, los famosos pistoleros,
con quienes a veces solían confundirlos.
Jamás tendremos otra
oportunidad como esa, Bill. Esa es la verdad.
¿Acaso quieres volver con tus
malditos mormones, a arar la tierra y cantar himnos?
No.
Entonces cierra el hocico.
Bill Norton dejó caer un
escupitajo y agregó:
Nuestra suerte va a
mejorar, Cal. Te lo puedo asegurar.
Tuvo darle la razón. Tan
sólo un par de horas más tarde, la veleidosa diosa Fortuna les volvía sonreír.
¿Judith Braustein?
Eso era lo que decía el
sobre, en la carta que había caído al piso. Caleb Longfellow se agachó a
levantarlo.
¿La conoce?
Era la mujer más rica de
la Patagonia, a uno y otro lado de la frontera. Millonaria por derecho propio,
con una fortuna que hacía parecer a su anterior rehén, el hijo del embajador,
como un mendigo sarnoso.
Sí, dijo doña Clarita. Es…
es… una gran amiga mía...
Inocencio le hacía señas
de que no, con la cabeza. Ya era tarde.
¿Qué me dices, Cal? Creo
que acertamos el premio mayor…
¿Cuánto crees que podríamos
pedir por ella?
Ya se habían dado cuenta
que aquella era una zorra de categoría, una dama de alcurnia o algo por el
estilo. ¡Y una hembra como Dios manda, además! Pero qué hacía allí, vestida con
ese poncho, y acompañada de ese gauchito insignificante… Eso aún estaba por
verse.
Suelta lo que tienes allí,
indiecito, insistía Bill Norton. Sácalo despacio, y arrójalo hacia aquí.
Click, amartilló su
Wínchester el Cowboy de Barba Amarilla, para mostrar que no estaba para bromas.
Muy despacio, Inocencio estiró
la mano derecha hacía su cintura. En los ojos podía verse que no iba a
obedecerle.
No lo hagas, joven idiota.
Morirás…
¡Inocencio! ¡No!
Caleb Longfellow no era
tan optimista como su compañero, pero sí más perspicaz. Había sido un muchacho,
él también, y sabía cómo hacer que ese mexicanito entrara en razón. Sacó por
primera vez su arma, una Browning semi automática, y apuntó a la cabeza de la
Pulposa Viuda.
No intentes nada,
muchacho, o la damita lo pagará…
***
Polenta con pajaritos. Eso
era lo que comían, cuando salían de excursión los tres. A la polenta la
llevaban en un saco, en el caballo que iba atrás, con las demás provisiones. A
los pajaritos los cazaban en el camino, Martiniano y él. Tendrían unos once o
doce años, en aquel tiempo, y acompañaban a don Bernardo en cabalgatas que duraban
varios días, a veces una semana, por los lindes de la Estancia. Llevaban vicios
para los puesteros (yerba, café, azúcar, tabaco), se detenían a visitar a algún
vecino, y pasaban la noche en lo de algún amigo de don Bernardo, que los tenía
en cantidad por aquellos contornos.
Apunta bien, Inocencio.
Les enseñó a tirar con un
rifle de aire comprimido, un Britannia con balines de cuatro y medio.
Bien. Con este ya tenemos
suficiente.
El Patrón no tenía hijos,
y los muchachos eran como hijos para él. A su vez, ellos no tenían papá. Bueno,
Martiniano sí tenía, pero era un borrachín; se aparecía una vez al año, a retirar
el dinero que su hijo había ganado durante ese tiempo, y luego desaparecía.
Martiniano se escondía cuando él llegaba. No lo quería ni ver.
Sácale las plumas, Martiniano,
antes de que se enfríe.
Sí, don Bernardo.
Inocencio no tenía a nadie,
ni a un pariente siquiera. Estaba sólo en el mundo.
¿Podrás encender el fuego,
Inocencio?
Sí, don Bernardo.
Y trae agua del arroyo.
No lo lamentaba. Desde que
llegó a la Estancia, tuvo toda la familia que le hacía falta. Martiniano era
como un hermano para él, y en la cocina era el consentido de doña Dorotea y de
Genoveva, la mucama que estaba antes que Lola. Otro tanto con Abelarda. Con
doña Irena, en cambio, no tenía tanta cercanía. A Inocencio le daba algo miedo, la Patroncita.
Hasta cuando trataba de ser amable resultaba intimidante.
¿Vendrán conmigo mañana,
muchachos?
¡Sí, don Bernardo!
Cuando fueron algo más
grandes el Patrón los dejó tirar con una carabina 22, y a veces con su
revólver, sólo para practicar puntería.
Ya andarían por los
quince, cuando don Bernardo les trajo a un maestro de tiro, alguien que les enseñara
a defenderse de verdad. Era prudente hacerlo. Estaban en una zona de frontera, poblada
por gente muy buena, pero visitada a menudo por personajes de la más baja ralea,
fugitivos, desertores y demás. Hubo un par de asaltos violentos en los campos
vecinos. En uno mataron al cuidador, y se aprovecharon cobardemente de las
mujeres de su casa.
Apa, apa, apa…
El maestro de tiro resultó
ser no otro que el Loco Cebolla. Los muchachos lo acompañaron a hasta el bosque
de cóihues.
Aquí. Por aquí esta bien.
Fueron a pie, porque al
Loco no le gustaba cabalgar. Era uno de sus caprichos. Iba a todas partes caminando,
aunque ya estaba viejo y se movía con dificultad.
Tú primero, sotreta.
Martiniano no se hizo de
rogar. Apuntó a las cacerolas viejas y a la pava que el Cebolla había colgado
de unas ramas, e hizo blanco en todas ellas.
Planc, plinc, planc,
sonaban las balas, al atravesar los cacharros de latón. Los muchachos ya sabían
tirar bastante bien. No pensaron que aquel loco pudiera enseñarles demasiado.
Las pequeñas nubes
quedaron flotando en el aire. El olor a pólvora tardó en disiparse.
Eres lento, muy lento… dijo
el Loco. Tardas una eternidad, entre uno y otro tiro. Ahora tú, pichón.
Inocencio lo tomó como un
juego. Trató de hacerlo más rápido, y en el apuro falló a uno de los blancos.
¡Ah!, gritó, cuando el Loco
le aplicó un golpe en el brazo, con la vara que usaba de bastón.
Tú no sólo eres lento,
sino también chambón. Yo les diré cómo deben hacerlo.
Vaya si lo hizo. Tomó el treinta
y dos que habían llevado para practicar e hizo blanco en los cuatro cacharros,
uno de los cuales se desprendió del hilo y cayó. Era notable la agilidad que
tenía, para ser tan viejo.
Deben disparar de abajo, apuntando
desde el codo. Si esperan a subir el brazo arriba los dejarán como un colador.
Pasaron toda la mañana
practicando, primero con el Colt 32, luego con una carabina, y por último con
un Russian 44, un revólver pesado y contundente, que tronaba como un cañón.
¡La rodilla! ¡Doblen la
rodilla! ¡Apunten desde el codo!
Los varazos se sucedían,
cada vez que fallaban, ya en la cabeza, ya en la espalda.
¡Rápido! ¡Rápido! ¡Sin
pensar!
Sí que sabía dónde pegar,
el desgraciado.
Un, dos, tres… ¡Ahora!
Inocencio era el que más la
ligaba.
Apa, apa, apa…, meneaba la
cabeza el Loco. Son unos inútiles, unos inútiles los dos.
Practicaron de varias
maneras: sacando el revólver de la cintura, y luego de una funda atada a la
pierna, más abajo de la cadera. Un tipo de funda para revólveres que introdujo
en la zona Billy el Yanqui, el criador de perros de pelea, unos veinte años
atrás, y que algunos gauchos sureños imitaron desde entonces.
¡La rodilla, pichón! ¡Dobla
la rodilla! ¡Dóblala más!
Otro varazo.
¡Cuanto mayor el peligro,
más abajo el culo!
Los muchachos ya estaban
al límite. Eran demasiadas directivas, todas al mismo tiempo.
¡El codo! ¡El codo!
Los disparos se sucedían.
Apa, apa, apa…
El Loco se rascaba la
cabeza, decepcionado.
Ni sé para qué me molesto,
con ustedes…
De tanto escarbar encontró
un piojo, negro y gordo como una pasa de uva. Lo examinó un momento. Se lo
comió.
Son unos inútiles, unos
inútiles los dos…
El entrenamiento duró unos
tres o cuatro días. Algo fueron mejorando, a pesar de todo. Inocencio quedó
lleno de cardenales, raspaduras y chichones. Llegó a detestar al Cebolla, a
quien hasta entonces había considerado tan sólo un viejito estrafalario, poco
afecto a la higiene, que soltaba frases ingeniosas sin que vinieran a cuento, o
contaba chistes verdes para escandalizar a las mucamas.
¿Y, muchachos? ¿Cómo les
fue?, preguntó don Bernardo.
Lo mataré, repetía
Martiano. Lo mataré si vuelve a pegarme.
Ja, ja, ja…, se largó una
carcajada el Patrón. Créanme, la sacaron barata.
Don Bernardo se llevó un
dedo a la barbilla, señaló la cicatriz que le recorría la mandíbula. Por eso usaba
esos largos bigotes, que no llegaban a ocultarla del todo. Los muchachos ya la
habían visto, aunque nunca se atrevieron a preguntar. Alguien les dijo que se
la había hecho en un entrevero, cuando era jovencito.
¿Fue el Cebolla?
Hace como treinta años,
dijo alegremente el Patrón. Créanme, ese maldito demente me salvó la vida.
Pero… ¿Cómo?
Algún día se los contaré.
Los muchachos estaban
cansados, desmoralizados, muertos de hambre. Les quedaba otro día de
entrenamiento todavía. A la mañana siguiente, poco antes de partir, don
Bernardo les dijo:
Muchachos, no tienen que
ir si no quieren. Con lo que aprendieron ya tienen suficiente.
Los jóvenes se miraron. Martiniano
dijo, convencido:
Yo iré, don Bernardo.
E Inocencio, aún dolorido
por las golpizas, dijo:
Yo también.
***
Ya estaba saliendo el sol.
Los cascos de los caballos horadaban la tierra. Chorreando agua todavía
llegaron a un pequeño caserío, casi saliendo al Desierto.
¿Es aquí?
Unas cuatro o cinco chozas
de madera, y en medio un toldo de cuero azotado por el viento. Dos vacas y unas
pocas ovejas deambulaban por los alrededores, cuidadas por unos chicos
semidesnudos. Las mujeres interrumpieron sus duras labores domésticas al ver a
la tropilla que se acercaba. Los hombres salieron de sus viviendas, algunos con
sus rifles.
Era la tribu de Churrinche,
o lo que quedaba de ella. Indios pacíficos, casi del todo asimilados. Se
quedaron más tranquilos al ver que, de los cuatro caballos, sólo dos tenían
jinetes, y que uno era una mujer. ¡Y qué mujer!
Oooo… Oooo… tiró suavemente
de las riendas doña Clarita, que luego de tan sólo un día de cabalgar ya se
estaba volviendo una amazona. Inocencio detuvo su marcha y los otros caballos,
que venían atados del cabresto, se pararon a su vez.
Buenas y santas…
De la única carpa salió un
indio viejo, vestido de forma algo estrafalaria: chiripá y botas con las puntas
recortadas, capa de cuero de guanaco sobre un pulóver a rombos, el largo pelo
sostenido con una vincha y gafas de sol de marcos redondos. Era muy alto y
ancho de hombros, un auténtico patagón, de esos que impresionaron a los
primeros navegantes europeos, y dieron origen a la leyenda de los gigantes que
poblaban estas tierras. Caminaba algo encorvado, eso sí, y no parecía ver del
todo bien.
¿Qué tal, Churrinche? ¿Se
acuerda de mí?
El cacique se lo quedó
mirando. No tenía buena memoria para los rostros, menos si se trataba de cristianos.
Al zaino sí lo reconoció, por la estrella que tenía en la cara.
Este potro es de mi amigo
Bernardo, dijo. Lo montaba un chiquillo que vino con él.
Era yo.
¡Ah…!
Pues ya no es un
chiquillo, dijo sonriendo doña Clarita.
Uí-uí-uíiii…
Algo rezagado llegó el Bachicha,
que se puso a lloriquear, al verse rodeado por los perros de los indios. En tan
sólo un momento ya estaba retozando con ellos, moviendo el rabo y oliéndose el
trasero.
Uno de los jóvenes ayudó a
desmontar a la Viuda
Pero… ¿aquellos no son…?
Ahora que los veía de
cerca, Churrinche reconoció también a los caballos que venían detrás, un alazán
rosillo y un pangaré gateado, los dos con excelentes monturas.
¡Son los caballos de esos
hombres! ¡De los gringos! ¡Los recibimos aquí como amigos, y ellos…!
Doña Clarita devolvió el
mate a la mujer a la mujer que se lo había cebado, dijo:
No se preocupe por ellos,
Churrinche. No volverán a molestarlo.
***
El Cebolla no los rigoreó
tanto, el último día de entrenamiento. Será que estaba cansado, o que tal vez
estaban mejorando un poco. Practicaron a desenfundar rápido, sin disparar.
Bien, muchachos… Muy bien.
No salían de su asombro,
Martiniano e Inocencio, cuando su exigente maestro les dedicó ese elogio.
Bien, sotreta. Lo estás
haciendo mejor. Tú también, pichón.
Se fueron acostumbrando a
los movimientos que les había enseñado, a doblar la rodilla y poner firme el
codo, a sacar el revólver ya amartillado de su funda, y a usar entre tiro y
tiro la otra mano para levantar el percutor.
Deben practicar mucho
todavía, muchachos.
Sí, Cebolla.
Tú tienes mejor puntería,
sotreta, pero eres muy arrebatado. Debes discernir mejor, para no causar una
desgracia. Tú, pichón, eres más lento, pero tienes una ventaja: eres zurdo. Si eres
pillo, la sabrás aprovechar.
El Cebolla se había
sentado en un tronco caído. Parecía cansado.
Apa, apa, apa…
No era más que el
mediodía, pero la clase había terminado. El Loco se había puesto melancólico.
Tengan cuidado con estas
cosas, muchachos. Nunca las usen para jugar. Les harán más mal que bien.
Sí, Cebolla.
Ya les enseñé todo lo que
sé. Sólo tendrán que practicar.
El Loco se puso de pie y
se alejó, con su paso chueco, apoyado en la caña que había usado para
castigarlos. Sus perros lo esperaban, a cierta distancia.
¿Adónde vas, Cebolla?
El Loco se dio vuelta y
les dejó una frase, a modo despedida.
El amor es una hermosa
flor, muchachos. Pero hay que tener el coraje de ir a buscarla al borde del
precipicio.
Los jóvenes se quedaron
allí, desconcertados.
¿Qué diablos quiso decir?
***
El cruce del arroyo fue menos
arduo de lo que doña Clarita había temido. Inocencio encontró un sector algo
más ancho, donde el empuje de las aguas no era tan recio. Los caballos estaban
bien entrenados, y llegaron a la otra orilla sin mayor dificultad.
Uí-uí-uíiiii…
No se mojaron más que las
piernas, un poco más arriba de la rodilla. Pusieron las botas y las medias a
secar, una vez llegados a lo de Churrinche. Con todo lo que les había sucedido,
a doña Clarita no le pareció gran cosa.
¿Otro mate, señora?
No, muchas gracias.
Doña Clarita causó
sensación entre la indiada. Los hombres se atropellaban para agasajarla. Dos de
ellos iban a escoltarlos, a ella e Inocencio, hasta la estancia de los Neumann,
una vez que hubieran descansado y repuesto fuerzas.
Debí hacerte caso anoche,
Inocencio, cuando me pediste que cruzáramos el arroyo. Hubiéramos pasado la
noche aquí, y nada malo nos habría sucedido.
El Paisanito sonrió.
No podían charlar a sus
anchas, estaban rodeados de gente todo el tiempo. Churrinche quería ponerse al
día de las últimas novedades. Preguntó por la salud de don Bernardo. Ya se
había enterado de la muerte de doña Irenita.
¿Y cómo va la guerra en el
lugar aquel? ¿Cómo era que se llamaba?
Su excitación tal vez se
debiera al café, del cual ya se había bebido varias tazas. El viejo cacique era
un apasionado del café, y ahora que Inocencio que le había traído un paquete de
regalo, no se demoró en hacérselo preparar por una de sus nueras.
Pasando la casa había un
automóvil desarmado, que servía de refugio a las gallinas, y una motocicleta
Husqvarna, que uno de los nietos del cacique trataba de hacer arrancar. Las
tierras de Churrinche eran un punto medio entre la vida tradicional y los
tiempos modernos. Los alambrados de las estancias habían terminado con la vida
nómada de su gente, y las ovejas había reemplazado a las manadas de guanacos de
las que los tehuelches habían sacado por incontables generaciones su ropa, su
alimento y hasta sus viviendas.
Churrinche no se quejaba.
Se había adaptado a los nuevos tiempos, y se había vuelto una especie de
estanciero él también. Criaba vacas y ovejas, en su par de miles de hectáreas. No
daba para todos. Los jóvenes de su tribu se conchaban como peones en las
estancias de los ingleses, que pagaban bien, y las chicas como sirvientas en la
ciudad. Churrinche le echó una generosa ración de azúcar a su nueva taza de
café, y le preguntó a doña Clarita si estaba casada. Le comentó que él también se
había quedado viudo, hacía poco, de su cuarta mujer. ¿Con quién debía arreglar
el pago, si acaso quería pedirla en matrimonio? ¿Con su padre, si es que aún
vivía? ¿O tal vez con Bernardo?
Qué simpático, dijo doña
Clarita, y pensó: Este viejo no se anda con rodeos.
No iba a ser, de todos modos,
la primera cristiana que el pater familias de aquella comunidad tenía por
esposa. Varios de sus hijos eran mestizos, y sus nietos estaban tan misturados que
resultaban difíciles de clasificar.
Pues, la verdad…, comenzó
a decir la Pulposa Viuda.
Su respuesta fue
interrumpida por la aparición de una india vieja, más vieja que el hilo negro, que
salió de la carpa también. No estaba vestida con falda y chal, como las demás
mujeres del poblado, sino envuelta en una piel de guanaco, que dejaba ver sus
piernas flacas y parte de su pecho, más curtido que el cuero que la envolvía. La
venerable anciana se les fue encima, a doña Clarita e Inocencio, y en su idioma
los increpó en los más duros términos.
Es la mamá de Churrinche,
le explicó en voz baja Inocencio. No le gustan los crestianos.
¿Acaso hablas su idioma?
No. Sí. Un poco… Dice que
nomás servimos pa traer problemas.
Como dándole la razón, un
grupo de jinetes apareció en el horizonte. Los indios se alborotaron, cuando
vieron las chaquetas azules de los milicos.
¿Ven? ¿Ven?, parecía decir
la anciana.
¿Qué vendrán a hacer estos
mandingas?, preguntó Churrinche.
Sólo eso nos faltaría, murmuró
doña Clarita, que tengamos que pagar por esos aquellos dos miserables.
***
Haremos un trato, muchacho,
dijo el Cowboy de Barba Amarilla. Te dejaré ir, con tu caballo, si me das tu
arma primero…
Dio un paso más hacia él.
Inocencio dio otro paso atrás, y sintió en su espalda las ramas del arbusto. Ya
no podía seguir retrocediendo.
No te preocupes por la
damita, la cuidaremos muy bien, dijo el bandido de bigotes, que tenía agarrada
a doña Clarita del brazo, al otro lado de la fogata apagada.
¡Inocencio!
Le apuntaba a la cabeza,
el muy maldito.
¡La mataré, si no obedeces!
¡La mataré, y será tu culpa!
¡Gráaauuuu! ¡Gráuuuu!,
seguía ladrando Bachicha, inofensivo pero molesto a más no poder.
Inocencio respiraba cada
vez más agitado.
Sé que tienes algo ahí, indiecito,
dijo el vaquero del Wínchester. No nos tomes por idiotas…
Sus ojos celestes
brillaban de ansiedad; entre los pelos amarillos de su barba amarilla se
asomaban sus dientes, más amarillos todavía.
Dame ese juguete, ¿quieres?
Sólo dámelo.
¿Por qué no lo habían
matado todavía?, se preguntaba Inocencio. Eso no lo sabía; pero sabía que lo harían,
si les entregaba su arma. La sombra de una sospecha pasó por su mente. Las
palabras del Cebolla resonaron en su cabeza. ¡La rodilla! ¡La rodilla! ¡Dobla
la rodilla! Casi podía sentir el varazo del Loco, cayéndole en el lomo.
Es tu última oportunidad,
muchacho…
Inocencio bajó muy
despacio su mano hacia la cintura. Su mano derecha. Era arriesgado. Era muy
arriesgado…
¡No lo hagas, Inocencio! ¡Te
matarán!
Sin soltar a doña Clarita,
el otro bandido iba rodeando la fogata, para caerle por la espalda.
¡Ve tú sólo, Inocencio! ¡Sálvate
tú!
Jamás. Jamás la dejaría. Moriría
allí. O tal vez no.
Hazle caso a la damita,
chico.
El amor es una hermosa
flor…
¡Gráaauu! ¡Grrrr…!
Lárgate, mientras aún
puedes.
…pero hay que tener el
coraje…
Ya lo tenían rodeado, no
había hacia dónde escapar.
…de ir a buscarla…
Ahora lo entendía. Ahora
sí.
…al borde del abismo…
Los ojos del Vaquero Rubio
seguían la mano derecha de Inocencio, que corrió el vuelo de su poncho. No
había nada debajo. El vVquero sonrió.
¡Gráuuuu! ¡Gráuuu!
En un movimiento
imprevisto, el muchacho dobló entonces la rodilla izquierda, casi hasta tocar
la tierra, al tiempo que sacaba el Russian 44 del lado al esperado.
What the f…?
Todo fue tan rápido que,
más tarde, a doña Clarita le costó reconstruir la secuencia de los hechos. Sólo
recordaba el estruendo, y los pájaros que levantaron vuelo, mientras el Vaquero
de Barba Amarilla salía disparado hacia atrás, como si la coz de un burro lo
hubiera alcanzado en la tabla del pecho.
¡Espera!, alcanzó a decir el
otro rufián, que había levantado su pistola, para indicar que se rendía.
Demasiado tarde. Aún en
cuclillas, el Paisanito había girado hacia él.
¡No disp…!
Trató de usar de escudo a
doña Clarita, por eso el balazo no le dio de lleno, sino sólo en un hombro. Su
sombrero bombín quedó suspendido en el aire, mientras él giraba de lado y caía por
tierra.
Ough…
Todo había terminado. Sólo
doña Clarita había quedado de pie, pálida como un fantasma. No podía creer que
aún estuviera viva.
Ah… ah… ah…
También el Paisanito había
caído. Doña Clarita temió lo peor.
¡Inocencio!
Se abalanzó sobre él. Le
palpó el pecho, el abdomen. No era nada, no estaba herido. Sólo había perdido
el equilibrio, luego de disparar la segunda vez. Los nervios habían hecho lo
demás.
Ñora…
Aquel esfuerzo lo había
dejado exhausto y medio desmayado. Doña Clarita se agachó junto a él, apoyó la
cabeza del muchacho en su generoso pecho.
Ya pasó todo, Inocencio. Ya
pasó…
***
Los milicos llegaron nomás
a lo de Churrinche. Buscaban a dos malvivientes, dos norteamericanos que habían
secuestrado a un muchacho de buena familia para cobrar el rescate.
Se tirotearon con nosotros
anoche, cerca de Laguna Verde. ¿Acaso no pasaron por aquí?
Los indios ya habían escondido
sus caballos, para entonces, y hecho desaparecer las monturas.
Churrinche dijo la verdad,
que esos hombres habían pasado por sus tierras, unos días atrás, y se habían
portado muy mal con él. No había vuelto a verlos desde entonces.
¿Y no sabe dónde se pueden
haber metido?
Si le digo, le miento…
Doña Clarita e Inocencio
partieron poco después, custodiados por dos de los hijos del Cacique, a quienes
habían regalado los potros de los malvivientes, y también sus armas, sin
municiones.
¿Cómo lo supiste,
Inocencio?
El Paisanito la miró sin
entender.
Marchaban tranquilos, por
un terreno mucho menos accidentado.
¿Cómo supiste que no
tenían balas?
No lo sé… Me pareció…
No tuvieron tiempo de
hablar de aquello hasta más tarde, cuando ya estaban por llegar a la Estancia
de los Neumann.
¿Por qué les disparaste,
entonces?
Inocencio hizo un gesto, como
disculpándose.
Por las dudas, Ñora.
Uí-uí-uíiiii…, se quejaba
el Bachicha, que luchaba por no quedarse rezagado.
***
El agua corría, en el
Arroyo Grande, con su habitual rumor. Bill Norton yacía boca arriba, con los
ojos aún abiertos, y Caleb Longfellow sentía que la vida se le iba también. Había
perdido demasiada sangre.
Déjame mi caballo,
muchacho. Déjamelo, por amor de Dios…
Se arrastró con el brazo
sano, hasta quedar medio sentado, apoyado contra una roca. Trató de ponerse de
pie, pero el dolor era insoportable.
No iba a matarte, muchacho.
No tenía balas…
En eso, al menos, decía la
verdad. El gauchito pareció conmovido. A punto estuvo de cumplirle su deseo. Pero
la mujer, esa perra satánica, dijo:
Déjalo, Inocencio. Que se
muera.
La muy maldita recogió el
fajo de billetes, y la carta que se le había caído en el forcejeo. No sólo eso:
le arrancó a Caleb el reloj de oro que le colgaba del chaleco, y los dólares
que él y Bill tenían en los bolsillos.
¡Maldita ramera! ¡Arderás
en el infierno!
¿Ah, sí? No me digas.
Inocencio, ayúdame a montar.
Sí, Ña Clarita.
¡Gráaau! ¡Gráaauu!
Se llevaron todo, los
caballos, las armas, el dinero.
Muchacho… Espera… ¿Inocencio
es tu nombre, verdad? No me dejes así. Moriré…
El gauchito ensayó una
sonrisa de compromiso, como diciendo: Lo ayudaría, si pudiera, don, pero ella
es la que manda.
Cuáaaaaa, chilló un pájaro
que se había posado en la roca, por encima de su cabeza.
Y no un pájaro cualquiera:
se trataba de un carancho, un ave carroñera.
¡Cuáaaaa!
A su llamado llegó uno de
sus compañeros, y luego otro más. Empezaron con Bill, que ya no podía
defenderse. Caleb vio cómo se acercaban, tímidamente, a su inerme amigo, tanteando
el terreno.
El sol de la tarde
brillaba en todo su esplendor. El mismo sol que lo iluminó alguna vez, en su humilde
granja de Utah.
¡Cal! ¡Ven aquí! ¡Ya está
por empezar la reunión sacramental!
“Loor al Profeta, subido
al cielo…”, canturreó Caleb Longefellow el himno de los Santos de los Últimos
Días.
“Por asesinos vertida su
sangre,
por la justicia a Dios
clamará…”
¡Cuáaaaa!
Los caranchos daban buena
cuenta de Bill, empezando por las partes más tiernas. Ya habían vaciado las
cuencas de sus ojos, y arrancaban a picotazos sus labios y el cartílago de su
nariz. Trabajaban con una energía envidiable, se peleaban por los mejores
bocados.
“El mundo alerta, con sed
de Justicia
Todo delito se debe pagar”
Uno de ellos caminó hacia
Caleb, que no tenía fuerzas para espantarlo. Atrevido, el pajarraco se subió
sobre su pierna, y caminó por encima de su elegante chaleco. Sus ojos eran dos
esferas perfectas. La punta de su pico estaba teñida de la sangre de su amigo,
y pronto lo estaría de la suya.
“Y hoy en el Cielo está
con el Padre,
nunca la muerte le podrá
vencer…”
¡Cuáaaa!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.

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