Capítulo 121 – LA TERCERA ES LA VENCIDA

 


Ese beso le había dejado la boca ardiendo, como picadura de araña. Inocencio aún no caía de su nube: lo que tanto había soñado se había hecho realidad (al menos en parte). Las palabras de doña Clarita fueron como miel en sus oídos:

Te has portado muy bien, Inocencio. Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa…
¿Cuánto faltaba para eso? Estaban a mitad de camino todavía. Los caballos descansaban, atados a unas ramas. Las aguas del arroyo murmuraban su canción nocturna, el cielo los cubría con sus incontables estrellas.
Inocencio echó unos palos en la fogata, que ya empezaba a apagarse. Doña Clarita dormía. Tras darle aquel beso, la Pulposa Viuda se acomodó sobre el cuero de oveja y en menos de un minuto comenzó a roncar. Inocencio la miraba embelesado. A la luz de las llamas, su rostro parecía propiamente el de un ángel. Su frente clara y despejada, la curva delicada de sus labios... Su cuerpo de porte contundente podía adivinarse bajo las mantas. Su pecho subía y bajaba, al ritmo de su respiración.
Cuando lleguemos, tendrás tu recompensa…
Inocencio se consumía de deseo. Cerró los ojos, tratando de imaginar lo que sería aquel primer encuentro. Tener a aquella adorable mujer, toda para él…
Uáaaaaaaa…, bostezó Bachicha, que se había acostado hecho un ovillo, en el regazo de la Viuda. Su único ojo pestañeaba, como diciendo: ¡Sigue soñando, cobarde! Yo estoy acostado con ella, y tú no…
Inocencio suspiró. Ese ansiado primer encuentro, a la vez que lo ilusionaba, también lo llenaba de miedo. No sabía qué hacer, cuando estaba frente a una mujer, esa era la verdad. Su experiencia en ese campo era prácticamente nula. Los demás peones de la Estancia, cuando bajaban a Punta Arenas, hacían una visita al Molino Rojo o a La Bodeguita, y se dejaban buena parte de su paga en licor y en “chicas alegres”, pero Inocencio nunca participaba de esas excursiones. El alcohol le hacía mal al estómago, y la sola vista de esas pobres mujeres, con sus rostros pintarrajeados y sus carnes al aire, le provocaba algo parecido a la lástima y al asco.
¿Qué pasa contigo? ¿No te gustan las mujeres?
No es que no lo hubiera intentado. Se dejó arrastrar hasta allí, en una ocasión, pero su única experiencia terminó en bochorno.
¡Vuelve aquí, chiquillo! ¡No te voy a comer!
Inocencio se mantuvo al margen de aquellas aventuras, a partir de entonces, sin importar lo que dijeran sus compañeros. Quería algo distinto en su vida. Soñaba con el amor. Con el cariño de una mujer que fuera solamente para él. Sólo que, ¿dónde conseguirla? Con su trabajo, y el lugar donde vivía, no tenía muchas oportunidades de conocer mujeres. Su humilde corazón de muchacho había llegado a latir por la Ñorita Estercita, la profesora de matemáticas que el Patrón hizo venir a la Estancia, sólo para darle clases a él. Y más tarde también por Lola, la mucama más joven de la casa, que tenía los hoyuelos en las mejillas más bonitos que uno se pudiera imaginar. Ilusiones. Sueños vanos. Amores que sólo ardieron en su pecho, y de cuya existencia las destinatarias jamás llegaron a enterarse. Las clases con la Ñorita Estercita terminaron de manera abrupta, la tarde que la finada Ña Irenita se levantó más temprano de su siesta, y se encontró a don Bernardo y a la profesora de matemáticas en la biblioteca, según dicen, en actitud más que amistosa. Y en cuanto a Lola, bueno… Lola sólo tenía ojos para don Bernardo. Vivía y suspiraba por él. Al bueno de Inocencio lo trataba como un amigo, como a un chiquillo, aunque en realidad ella era varios años más joven que él.
La noche seguía su curso. Inocencio no dormía. Una de las ramas de la fogata hizo un chasquido, unas chispas se elevaron. Bachicha resopló, sumido en sus sueños de perro. El rostro de doña Clarita se contrajo, como si fuera a despertar. No lo hizo. Dio un respiro profundo y siguió durmiendo, tan serena, tan plácidamente como antes. ¿Sería la tercera la vencida?, se preguntó Inocencio. ¿Sería ella el amor con el que tanto soñó?
Duerme tranquila, le dijo con el pensamiento el Paisanito. Yo te cuidaré…
Inocencio maliciaba un peligro. No olvidaba esas huellas, en el último tramo del camino. Las pisadas de esos dos jinetes, que tal vez aún anduvieran merodeando por ahí.
No debía dormirse, no debía dormirse…
Inocencio armó un cigarrillo, lo encendió con una brasa… El viento se hizo algo menos fuerte. Hacia mitad de la madrugada apareció, tras el contorno de las montañas, una luna gigantesca, redonda y amarilla como un queso.

***

¿Acaso se trató de un sueño? ¿De un recuerdo? ¿Una premonición? Al amanecer, cuatro caballos cruzaban el arroyo, atado cada uno con el siguiente, como los vagones de un tren. Las aguas los envolvían, los arrastraban, primero a uno, luego al otro. Los cascos resbalaban en las piedras del fondo. El que llevaba a doña Clarita, que era algo más pequeño, iba hundido hasta la panza. Una de las riendas se soltó.
¡Ayúdame, Inocencio!
Uí-uí-uíiiii… lloriqueaba Bachicha que era, a pesar de todo, el que más aliviado la llevaba: flotaba como un corcho en las gélidas aguas, pataleaba con sus patas cortitas, se acercaba a la orilla antes que los demás.
¡ Inocencio! ¡Me hundo!
Doña Clarita caía en un abismo, en un pozo sin fin.
Crí, crí, crí…
Una luz la iluminaba de pronto. Doña Clarita era una niña otra vez, y entraba sin hacer ruido en el taller de su padre. Lo veía de espaldas, con su larga melena de artista, cayéndole de lado. Toc, toc, toc, hacía el mazo al golpear en el cincel. Los trozos de mármol caían, más grandes y más pequeños, se desparramaban sobre el piso de tablas. Una figura se iba formando en aquel bloque blanco de piedra. Muy de a poco surgía el rostro de una mujer. Clarita sabía de quién se trataba.
Toc, toc, toc…
Tan concentrado estaba que no notaba la presencia de la niña. Ella gritaba:
¡Papá!

***

Las nubes se abrieron. La luna bañó aquel paraje montañoso con su luz fantasmal.
En marcha, Bill.
Los jinetes descendieron la cuesta, por la picada que conducía al Arroyo Grande. Bordeado de árboles y rocas, el camino alternaba sectores bien iluminados con otros negros como tinta. Los bandidos iban exhaustos, tras cabalgar varios días, casi sin dormir. Su último encuentro con la policía los había dejado con la lengua afuera.
Oye, ¿a ti cuántas balas te quedan?
Lograron escapar sin un rasguño de aquella emboscada policial, aunque sus grandiosos planes se habían ido por el garete. Su guarida en la montaña había sido descubierta. El rehén que tenían escondido se había volado, y con él la posibilidad de dar el golpe de sus vidas.
¡Cien mil dólares!
Justo cuando todo parecía arreglado: la familia del joven había accedido a pagar el astronómico rescate, y los enviados habían llegado a Puerto Deseado, con el dinero en una maleta.
¿Cómo crees que se haya escapado? ¿Habrá sobornado a Tangacha?
Es posible. Estos nativos son todos unos traidores.
Junto con los cien grandes se habían esfumado sus grandes proyectos. La gran vida que pensaban darse en París y Nueva York, el rancho ganadero que planeaban comprar en Australia...
Una cantidad de dinero fabulosa, a repartir solamente entre ellos dos. Al Contador que les pasó el dato no pensaban darle un centavo. Un tiro en la cabeza, era todo lo que tendría ese cagatintas, si se le ocurría reclamar.
¡Maldita sea!, exclamó Caleb Longfellow. ¡Casi lo habíamos logrado!
Mala suerte, dijo Bill Norton, que era el que iba delante. La próxima nos irá mejor.
¡La próxima! Dudo que haya otra oportunidad como esta.
El cielo comenzaba a clarear. El Arroyo Grande se alcanzaba a distinguir, allá abajo, un piolín que serpenteaba en lo profundo del valle.
¡Estoy harto de esta vida, Bill! Te juro que, de haber sabido…
Bill Norton dejó caer un escupitajo.
Deja de lamentarte. Suenas como una ramera barata.
Hacía frío. Unos pájaros pasaron chillando, por encima de sus cabezas.
¿Adónde iremos ahora?
No lo sé, Cal.
En Gallegos nos deben estar esperando. Y en Punta Arenas, otro tanto…
Los buscaban por dos asesinatos, además de varios asaltos; por robo de ganado, y ahora también por secuestro. Las autoridades estaban advertidas. Tenían sus fotografías y sus nombres verdaderos, además de sus alias. Aunque habían usurpado por un tiempo la identidad de sus compatriotas, Buddy Chapman y el Wichita Kid, estaban lejos de igualar las proezas de aquellos célebres bandidos. Los golpes de Norton y Longfellow habían terminado en un fiasco, la mayoría de las veces, con ruidosos tiroteos y espectaculares fugas, pero escaso botín.
Por el contrario, su primer secuestro casi había resultado un éxito. Casi.
Cien mil dólares, Bill. Jamás estuvimos tan cerca…
Habían llegado a la parte más baja del camino. El arroyo estaba cada vez más cerca.
Nada mejor que un chapuzón, para empezar el día, ¿eh, Cal?, bromeó Bill Norton.
¿Y eso?, preguntó Caleb Longfellow.
Un par de caballos se asomaban entre los arbustos, al costado del río. Un perro se largó a ladrar.

***

No era un ladrido como el de los demás perros, el del Bachicha. Era agudo y estridente, como el graznar de una urraca, mezclado con el chirrido de una bisagra oxidada, si tal cosa es posible.
Doña Clarita e Inocencio se despertaron al mismo tiempo, alertados por el barullo del pequeño animal.
Vaya, vaya, vaya…, dijo alguien con acento extranjero. Qué tenemos aquí…
Lo que tanto temía el Paisanito acababa de ocurrir: quienes habían dejado esas huellas habían vuelto a pasar por allí. A juzgar por el aspecto de aquellos individuos, se trataba de un encuentro del que nada bueno podría salir.
Holy Moly!, exclamó el vaquero que iba más adelante, de ojos celestes y barba amarilla, al ver a doña Clarita.
El jinete de más atrás, que iba bien afeitado y era algo menos rubio, expresó su admiración dejando salir un prolongado silbido.
Fiuíiiiiii….
Doña Clarita tragó saliva. Su poncho y su sombrero de gaucho habían servido para engañar a la patrulla policial, al salir de la Estancia, pero no para hacerla pasar desapercibida aquí, frente a estos sujetos, que podían verla de tan cerca.
Grrráau… Grrráaau…, arremetía contra ellos Bachicha.
Inocencio se puso de pie, muy despacio, para no alarmar a los recién llegados, que traían a la vista sus armas.
Bu-buenos días, señores, tartamudeó la Viuda.
¡Ya lo creo que son buenos!, dijo el rubio de barba, y se tocó el ala del sombrero de vaquero. El otro tenía puesto un sombrero bombín, de los que usaban los elegantes de la ciudad. Se la comían con los ojos, sin disimular en lo más mínimo sus intenciones.
¿Qué andará haciendo una belleza como Usted, por aquí sola?
No tenían en cuenta a Inocencio, a quién apenas habían dirigido un vistazo. La fogata era un montón de cenizas, a esta altura, con un par de palos negros entre medio. Doña Clarita se puso de pie, ella también, no sin dificultad. No podía dejar de temblar.
Grrrráau… Grrrrráaau… seguía con sus peculiares ladridos el Bachicha.
Eh, tú. Danos algo de beber.
Apúrate. Venimos sedientos.
Le hablaban a Inocencio, que parecía asustado también. Pese a todo, el muchacho no se movió.
Grrrráau… Grrráau…
¿Qué no oíste?
Vaya a saber qué pensaban, que era una especie de criado. No habían desmontado todavía.
¿Eres sordo, o tan sólo imbécil?
Ha-haz lo que dicen, Inocencio, suplicó doña Clarita.
E Inocencio, que la obedecía en todo, y se hubiera tirado de cabeza en el río, si ella se lo hubiera pedido, le respondió:
No.
Grrrrráuu… grrrráuu…
¿Qué dices?, preguntó el gringo de más atrás.
No, repitió el muchacho, con la voz más firme que pudo. Ya nos vamos.
Los cowboys se miraron entre ellos, sin poder contener la risa. El de barba amarilla dejó caer un escupitajo y dijo, sacando el Wínchester de su funda:
No, indiecito... De aquí no se va nadie.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.


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