Nadie puede escapar a su destino, por más dinero que tenga. En un ataque de rebeldía juvenil, Federico había tratado de hacerlo. Dejó la vida acomodada que le ofrecía su familia, dejó sus estudios universitarios y su brillante futuro en la carrera diplomática para enrolarse de incógnito como cocinero de un equipo de exploradores que recorría la Patagonia. Fue feliz, pelando papas y durmiendo en tiendas de campaña. Hizo nuevos amigos.
Muchacho, este guiso estuvo estupendo…
¿De verdad? ¿Les ha gustado?
Había encontrado otra vida, más valiosa, a su entender, con más significado. Descubrió una inesperada satisfacción, la de servir a los demás, él que siempre había sido servido.
Pues sí. Al fin le has tomado la mano.
No pasó mucho antes de que alguien descubriera su verdadera identidad. De ahí a que dos maleantes se lo llevaran a punta de pistola, y pidieran por él un abultado rescate, no hubo más que un paso.
¿Cien mil dólares? ¿Por este pollo mojado?
Al mismo Federico le parecía una cantidad exorbitante. Atado de pies y manos, en aquella choza perdida en las montañas, escuchaba a Buddy Chapman y al Wichita Kid discutir los detalles del secuestro.
El Contable aseguró que sí. Su familia tiene dinero para tirar para arriba. Su padre es embajador o algo por el estilo.
¿El contable? ¿Quién será ese contable?, se preguntó Federico. Poco tardó en comprender quién era el que lo había entregado: aquel simpático empleado administrativo que se había hecho amigo suyo; el que había llevado personalmente la carta que Federico le había escrito a su madre, cuando viajó a Buenos Aires.
¡Cien grandes! ¡Eso es toda una fortuna!
Hablaban así delante de Federico, que podía comprenderlos sin problemas, aunque hablaran en ese rebuscado inglés propio del Sur de los Estados Unidos.
Les daremos un mes para reunir el dinero, si quieren volver a verlo con vida.
Partieron al día siguiente, dejándolo bajo la custodia de Tangacha, un nativo que trabajaba para ellos.
Si trata de escapar, vuélale la cabeza.
Sí, patrón.
***
El indio Tangacha fue su única compañía, en el tiempo que duró su cautiverio. Un sujeto de aspecto temible, que le daba de comer sólo una vez al día, y le dejaba junto a su jergón una lata con agua, como si fuera un perro.
Todos los días le daba lo mismo: una lata de sardinas y una galleta marinera.
Y dime, Tangacha, ¿de qué tribu eres?
Los intentos del muchacho en entablar conversación con su guardián se topaban con un muro de silencio.
Sí que está haciendo frío, ¿Verdad?
Federico no se daba por vencido.
¿Con qué vas a deleitarme el día de hoy, Tangacha? ¿Sardinas? ¡Es mi plato favorito!
Tangacha no respondía a preguntas, a comentarios o a bromas. Una vez por día, también, lo sacaba afuera, a que hiciera sus necesidades, siempre con las manos atadas. Que se las arreglara como pudiera. Luego volvía encerrarlo, y trancaba la puerta del lado de afuera. Lo dejaba solo por horas, a veces por un día entero. Tangacha salía con su caballo y su rifle, a cazar supuestamente. Se escuchaban unos tiros, en la lejanía. Nunca traía nada. Era un pésimo cazador.
El lugar tenía sólo una ventana, tapiada con tablas. Los días pasaban, todos iguales, tediosos hasta el hastío. Era fácil perder la noción del tiempo. Le hubiera gustado hacer una marca en la pared, por cada día transcurrido, como hacía el Conde de Montecristo, en su celda de la isla de If. Pronto descubrió un método mejor: contar las latas de sardinas que quedaban en el anaquel. Había seis filas de seis latas, de seis latas cada una, treinta y seis en total.
¿Por qué no las ordenas de a siete, Tangacha? Una por semana.
Tangacha no le respondió.
Sabes, tengo mucho dinero en mi cuenta bancaria. Si me llevas a Río Gallegos, o a cualquier lugar donde haya una sucursal del Banco Nación, te daré todo el dinero a ti.
El indio no parecía escucharlo.
¿Qué dices? Es más de lo que te dará ese par de gringos piojosos.
Tangacha abrió su lata diaria de sardinas y se la dejó en el suelo, al lado de otro trozo de galleta marinera. Eran su único alimento. Tangacha no comía sardinas. No comía nada, delante de él. Quién sabe de qué se alimentaba. Una tarde, tras varias horas de ausencia, se apareció con una pierna de guanaco. Sólo una pierna, no el resto del animal.
¿Lo has cazado tú? Si me desatas, puedo prepararte una cazuela que te chuparás los dedos… Sólo me hará falta un par de cebollas, y algo de arroz…
Fue inútil que insistiera. El indio no lo desató.
Prometo que no trataré de escapar, Tangacha. ¿Adónde iría, además?
No es que no hubiera tratado de desatarse por su cuenta. Lo había intentado, más de una vez, hasta llegar a lastimarse. De pequeño había visto, en un circo de París, a un sujeto que se soltaba de cualquier atadura, incluso de una camisa de fuerza, y de varias cadenas con candados. El Gran Escapista. Así lo llamaban. En el último número lo introducían, colgado de los pies, dentro de una enorme pecera, atado como un matambre. El público se horrorizaba al verlo debatirse cabeza abajo dentro del agua, retorcerse para un lado y para otro, sin lograr liberarse.
Mon Dieu! Il est mort!
Cuando ya llevaba un rato quieto, y las burbujas habían dejado de salir, el Gran Escapista volvía a sacudirse, y lograba por fin desatarse. Mojado y alegre lo veían salir a la superficie, y hacer una reverencia, y otra más…
El público aplaudía a rabiar.
¡Bravo! ¡Bravo!
Seguro se trataba de un engaño, pensaba ahora Federico. Tal vez no se soltara tan fácilmente, si a los nudos los hubiera hecho el indio Tangacha.
¡Tangacha! ¡Qué gusto tenerte otra vez por aquí!
Federico sentía la necesidad de mostrarse jocoso, para no caer en la desesperación. De hablar con su carcelero, aunque no le respondiera.
Ya me preguntaba yo, cuando vendrá mi amigo Tangacha. Me tiene olvidado, el muy canalla…
Eso debió ser más o menos a la semana de estar allí. El indio debió sospechar que había algo raro.
¿Es que acaso le habré hecho algún desplante?, me preguntaba yo, siguió bromeando el joven, que ocultaba bajo su cuerpo la lata de sardinas que había recibido como comida la tarde anterior.
Cuéntame otra de tus historias, Tangacha. Sabes cuánto disfruto de tu locuacidad…
No tardó el maldito en descubrirla, y en ver el tajo que, con el filo de la lata, el muchacho había logrado hacer en la soga, casi hasta cortarla.
¿Qué es esto?, fingió sorprenderse Federico. No pensarás que he sido yo, ¿verdad? Ya estaba así cuando llegué.
El rostro de Tangacha, de por sí poco agraciado, se volvió aún más fiero al descubrir el engaño. Se puso de pie y salió del cuarto, sin decir palabra.
Oye, Tangacha, no dejarás que una pequeñez como esta enturbie una amistad de tantos años… ¡No te lo tomes así, Tangacha! Regresa, por favor...
Tangacha regresó. En la mano traía un talero, uno de esos látigos cortos que se usan en las domas para rigorear a los caballos.
Vaya, Tangacha. De haber sabido que eras tan susceptible…
¡Paf!, el primer lonjazo bajó sobre sus brazos, que el joven había alcanzado a levantar para cubrirse.
¡Espera un momento, Tangacha!
¡Paf!
Resolvamos esto…
¡Paf!
…como dos caballeros…
¡Paf!
¡Esa sí que dolió! ¡Tangacha!
¡Paf!
¡Espera! ¡Ya es sufic…!
Sólo se trataba del comienzo. Apenas si entraba en calor.
¡Tangacha! ¡Me vas a matar…!
***
Cuando abrió los ojos, no fue el arrugado y lampiño rostro de Tanchaga el que vio, sino el de uno de los cowboys, los pelos rubios y blancos de su barba, y sus pupilas celestes, rodeadas de venitas rojas.
Te han dado de lo lindo, ¿eh? Ja, ja, ja…
Eso le enseñará a no pasarse de listo, dijo el otro norteamericano, que estaba sentado en la silla con respaldo, fumando un cigarrillo.
Federico trató de moverse, y el dolor fue tan intenso que por poco no se desmaya otra vez.
Ah… ah…
Trató de decir algo, de hacer otro de sus chistes, pero la voz no le salió. Sus captores se desentendieron de él. Se pusieron beber y a fumar. Llovía. Las gotas pegaban con fuerza en las tablas del techo, haciendo difícil entender lo que decían.
Podemos llevar a los chilenos, dijo el rubio de barba.
¿A qué chilenos?, preguntó su acompañante, algo menos rubio y bien afeitado.
Los hermanos Mora… Los que nos ayudaron en el trabajo del banco…
¿Esos? No son gente de fiar.
Transido de dolor, Federico los escuchaba. Ellos lo sabían, y sabían que entendía su idioma, además. No les importaba.
¿A que no sabes qué?, se dirigió de pronto a Federico el rubio de barba, el supuesto Buddy Chapman. Tu familia aceptó pagar el rescate. ¡Y sin regatear, además!
Debimos haber pedido más, dijo su compinche, el falso Wichita Kid.
¿Mi…? ¿Mi familia…?
Dos hermanos tuyos vendrán a Puerto Deseado, la semana próxima, con el dinero en efectivo.
Eso es lo que dicen, al menos…
¿Mis… hermanos?
A Federico se le hizo un nudo en la garganta. ¡Santiago! ¡Agustín! Siempre los había considerado unos petulantes, demasiado enfrascados en sus asuntos, para ocuparse de él. No lo habían olvidado. Iban a venir en su rescate…
Espero que sean más sensatos que tú, y no intenten ningún truco.
De lo contrario, terminarán mal. Malditos ricos…
Los bandidos pasaron la noche allí. Dormían por turnos, por temor a una emboscada. A la mañana siguiente se aprestaron a partir.
Oye, aquí había seis cajas de balas, y ahora hay sólo dos.
¿Qué dices?
Las balas. Faltan cuatro cajas. ¡Tangacha!
Estaban en mismo anaquel de las sardinas. Federico ya estaba un poco mejor, para entonces. Vio aparecer al indio, con cara de perro que volteó la olla.
¿Cómo es esto? ¿Es que alguien ha entrado aquí?
No, patrón.
Tú las robaste, ¿verdad?
No patrón.
¡Maldito nativo!
Tangacha se atajó, cuando el rubio del sombrero de cowboy comenzó a cascarlo con la culata del revolver.
No, patroncito…
¡Sucio ladrón!
Era notable la transformación que se producía en el indio, cuando los jefes de la banda aparecían. ¿Cómo es que les tenía tanto miedo?
No te muevas de aquí, ¿me oíste?
Sí, patrón.
Y no vayas a emborracharte.
No, patrón.
Espera a que traigamos el dinero. Ahí tendrás todo el licor del mundo…
Los norteamericanos partieron, llevándose las pocas balas que quedaban. El piso de tierra de la choza quedó cubierto de colillas de cigarrillo y de cerillas quemadas. No, no todas. Uno de los fósforos había caído entero de su caja. Uno solo. Su roja cabecita brillaba, como la lejana baliza de un faro.
***
Un boliche de frontera, una taberna sin nombre, que era a la vez un garito, un prostíbulo, un club social... Se bebía fuerte y se jugaba fuerte, cuando había con qué. Además de los naipes y los dados, el patrón organizaba cada tanto riñas de gallos o peleas de perros. El dinero cambiaba de manos, y no era extraordinario que un apostador insatisfecho terminara con un orificio más de los que había traído al llegar. Un pequeño barranco, a poca distancia, era el sitio donde arrojaban su osamenta, para deleite de las aves carroñeras. Nadie hacía preguntas. Rara vez se presentaban policías por allí.
Sería las tres o cuatro de la tarde cuando cayó el forastero. No se había armado ninguna partida, todavía. Las chicas dormían la siesta, en el ranchito anexo. Dos jinetes hicieron su aparición. Uno era don Zenón, un baqueano de la zona, al que no veían por allí de hacía tiempo.
Güenas y santas…
Su acompañante era un sujeto alto, bien vestido, al que por su acento y su trato identificaron como un porteño.
Buenas tardes, caballeros…
Dos de los parroquianos levantaron vuelo, aún antes de averiguar quién era aquel sujeto. Un tercero se sumó al éxodo. Sólo quedaron la Avutarda, un malandrín conocido por aquella zona, acodado en el mostrador, y un viejito que no se sabía si estaba dormido o despierto.
El tabernero sirvió dos copitas de ginebra, a modo de bienvenida. Masticaba un escarbadientes, de manera algo ruidosa.
A su salud…
El Porteño no se anduvo con vueltas. Después de apurar su bebida, preguntó si por casualidad no habían pasado por allí un par de gringos de a caballo. La Avutarda y el Tabernero intercambiaron una mirada.
Por aquí sabe haber hartos gringos, mi amigo…
Dos norteamericanos. Se hacen llamar Buddy Chapman y el Chico Wichita, aunque esos no son sus verdaderos nombres.
El Porteño acercó su vaso, para que se lo llenara otra vez. Dijo:
Han secuestrado a un joven de Buenos Aires, un joven de buena familia. Según creemos, lo tienen cautivo en algún lugar, no muy lejos de aquí.
El Tabernero se sacó el escarbadientes del lado derecho de la boca y se lo pasó al lado izquierdo. Lo masticó de forma más ruidosa todavía.
¡No me diga!
El Porteño se arremetió con su segundo vaso. Casi al pasar agregó:
Hay mil pesos de recompensa, para quien aporte algún dato que pueda ayudar a encontrar a este muchacho.
La Avutarda y el Tabernero se quedaron mudos.
¡Mil pesos!, exclamó desde atrás el viejito que parecía dormido.
***
Caía la noche. Un caballo avanzaba, a paso lento, por un camino que se internaba en las montañas. Sobre su lomo hacía equilibrio un jinete, profundamente dormido. Ese jinete no era otro que Tangacha, que volvía del boliche sin nombre, mamado hasta las cejas.
Pac, sonó la caja de balas, cuando el indio la colocó sobre el mostrador. Era la forma en que la había pagado su consumición, las últimas veces que anduvo por allí.
Tangacha no iba a aquel boliche por las mujeres, ni por las peleas de gallo, ni porque le interesaran los naipes o los dados. Iba aturdirse, a caer desvanecido, a quedarse un par de horas en estado catatónico. El patrón lo colocaba entonces cruzado sobre su potro, y le daba al animal una palmada en las ancas, para que se pusiera en camino.
Clop, clop, clop, marchaba su fiel caballo, mientras rumbeaba para la querencia. A medio camino, más o menos, Tangacha se montaba sobre su recado, y tras cabecear un par de veces se volvía a dormir. Clop, clop, clop…
Aún no estaba del todo despierto, cuando llegó a su choza en el bosque. O, mejor dicho, a la choza que los gringos habían armado, en lo que Tangacha consideraba su propiedad. Ya era casi de noche. Un pájaro chilló en las alturas.
Cuéeee…
Tangacha tardó en darse cuenta de que ya había llegado. A duras penas desmontó. Le costaba caminar. Con dificultad llegó hasta puerta, atada con uno de sus nudos, imposibles de desatar. Ya era casi de noche.
Cuéeee… Cuéeee…
Algo andaba mal. El nudo seguía allí, tal como él lo había dejado, pero la puerta estaba abierta. ¿Cómo podía ser? Estaba abierta del lado contrario, salida de los goznes.
En segundo, Tangacha lo comprendió. Pateó la puerta y entró, hecho una tromba.
El prisionero había huido. La soga estaba tirada en el piso. Al levantarla, Tangacha se encontró no con una cuerda, sino dos. El muy maldito la había quemado, justo a la mitad, el diablo sabía cómo. En el piso había quedado un montoncito de ceniza.
GRRRAAAAAAAA… rugió Tangacha, ya del todo despierto de su borrachera. Tomó su fusil, su caballo y salió tras él.
Sólo había un camino por el que podía haber huido. Tal vez se lo había cruzado, cuando volvía del boliche, y no se dio cuenta. De seguro el miserable se había escondido entre las matas, cuando él pasaba dormido sobre su potro, y se había burlado de él.
Lo mataré, se repetía. No le importaba el dinero. Lo mataré, lo mataré…
Los indios suelen tener un sexto sentido para moverse en la total oscuridad, tanto a pie como a caballo. No era su caso. Tangacha estuvo a punto de desbarrancarse, con todo y caballo, y luego se dio un feo cabezazo contra la rama más baja de un árbol, lo que no hizo más que aumentar su furor.
¡Lo mataré!
No lo mataría de un tiro. No se la iba a hacer tan fácil. Iba a arrancarle la carne a tiras. Iba a escucharlo llorar y pedir piedad. Disfrutaba por anticipado de su venganza.
Una partida de milicos lo interceptó, cuando empezaba a clarear.
¡No disparen!, dijo un sujeto con acento porteño, el único del grupo que iba vestido de civil. No le hicieron caso. Los seis cañones tronaron, casi al mismo tiempo.
¡Qué hicieron! ¿Cómo vamos a encontrar al muchacho, ahora?
No se priocupe, don este hombre. Yo sé ande queda el rancho de este infiel.
En marcha, entonces.
A la vera del camino quedó el perforado Tangacha, sin que nadie se cuidara él. Los milicos se echaron a suertes su caballo y su fusil.
Cuéeee, volvió a chillar el pajarraco.
***
Federico caminó, casi sin detenerse, por el resto de aquel día. Fue capaz de sobreponerse al cansancio, al dolor, al hambre. La sola idea de que Tangacha pudiera darle alcance lo hacía estremecerse. O de que lo vieran los gringos y volvieran a enjaularlo.
Dios mío… Dios mío…
El muchacho prometió enmendarse, si lograba salir de aquel brete. Olvidar sus locuras juveniles y ser un buen hermano, un buen hijo...
Anduvo sin saber adónde, por aquellas soledades. El paisaje arbolado de la Cordillera dio lugar a la planicie árida del desierto. Federico siguió caminando, entre matorrales dispersos, con un viento cada vez más fuerte. El sol le quemaba la cara. Tenía calor y frío al mismo tiempo.
Perdóname, mamá…
Pensó que iba a morir de sed y de cansancio, antes de llegar a algún lugar habitado. Tras una loma, para su sorpresa, vio una columna de humo, a la distancia. Caminó hacia allí, con sus últimas fuerzas. Llegó a un rancho de tablas, pobre pero limpio. Un caballo pastaba en los alrededores.
Aquí vive buena gente, se dijo Federico.
Una niñita apareció en el umbral de la vivienda, y al punto volvió a meterse dentro, espantada por su aspecto:
¡Mama! ¡Mama!
Federico no podía más. Se desplomó, ni bien llegó al lugar. Al despertar, no sabía dónde estaba. La penumbra lo desconcertó.
¡Ah!... gritó, cuando alguien abrió la puerta.
¡Tangacha! ¡No!
Tranquilo, joven…
Era la voz de una mujer.
¡Rosendo! Ven aquí. Ya despertó.
La niñita lo miraba, desde una distancia prudencial.
Buenas y santas, señor, dijo el paisano que apareció en la habitación, el marido de la señora.
¿Usté es el muchacho que secuestraron?
Federico estaba acostado en una cómoda cama, cubierto por una manta.
Sí, soy yo.
Una partida de milicos pasó por acá, ayer a la tarde, buscándolo a Usté. Iban con un hombre de la Capital.
Federico se tapó los ojos con la mano, se largó a llorar.
No se inquiete, joven. Ya ha pasado lo peor…
Descanse tranquilo, dijo la mujer. Nadie le hará daño.
Le dieron una taza de mate cocido, con bastante azúcar. Eso lo reanimó.
¿Tiene hambre?
***
Las condiciones de la entrega ya estaban acordadas. Los hermanos de Federico, junto a sus guardaespaldas, debían encontrarse con los cowboys dos millas al sur de Puerto Deseado. Los hermanos Mora quedarían en los alrededores, escondidos entre las rocas, apuntando con sus Wínchester.
También llevaremos a Tangacha, dijo el de barba amarilla.
¿A ese inútil? ¿Para qué?
Para que haga bulto, al menos.
Era un trabajo peligroso, pero el premio bien valía el intento. ¡Cien mil dólares!
Debemos planificarlo bien. No nos sobran las balas.
No hará falta disparar un solo tiro.
¿Cómo puedes estar tan seguro?
Cuando termine todo esto, escribiremos a los diarios de Buenos Aires y daremos nuestros verdaderos nombres.
Mmm… No estoy tan seguro de eso.
Ya nadie hablará de Chapman y Wichita, sino de Norton y Longfellow. ¡Los hemos superado, Bill!
No estoy tan seguro, Cal…
Cruzaron el Arroyo Grande, que estaba algo crecido por el deshielo. Subieron por la pendiente. Al anochecer llegaron a la choza que donde habían dejado a su cautivo, al cuidado del indio Tangacha.
¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes?
Hay algo raro aquí.
Desenfundaron sus armas, justo antes de que se escuchara el grito:
¡Buddy Chapman! ¡Chico Wichita! ¡Ríndanse, en nombre de la Ley!
***
La partida de milicos acampaba en el lugar desde hacía un par de horas. La idea fue del Porteño, que era el que llevaba la voz cantante. Debía de ser un detective, o alguien ducho en ese tipo de pesquisas. El Porteño vio las latas vacías de sardinas, y las que aún quedaban intactas en el anaquel. Revisó el cuero maloliente, las sogas desparramadas.
Estuvieron aquí, hasta hace muy poco, dijo.
¿Dónde cree que hayan ido ahora?
Es imposible saberlo, dijo el Porteño. Ya es tarde para bajar al Valle otra vez. Pasaremos la noche aquí.
¡Sargento! ¡Sargento!
Uno de los milicos más jóvenes entró corriendo en la choza.
¡Un par de jinetes se acercan! ¡Tal vez sean ellos!
Los milicos se agazaparon, con sus armas preparadas. Temblaban de miedo y de emoción. ¡Conocerían a Buddy Chapman y al Wichita Kid, los famosos bandidos!
Las órdenes del Porteño habían sido claras: no tiren a matar. Debían averiguar dónde escondían al muchacho, y rescatarlo vivo. De lo contrario, adiós recompensa.
***
El tiroteo fue feroz. A puros cojones lograron los vaqueros sortear esa emboscada, aunque todo estaba perdido. Ya no tenían a su rehén. Los cien mil dólares se habían esfumado.
¡Te lo dije! ¡Era un trabajo demasiado grande para nosotros!
¿Quieres callarte?
¡Tuvimos suerte de salir vivos!
Los dos bandidos sin fortuna bajaron por el mismo sendero que habían recorrido más temprano.
¿Y qué habrá pasado con Tangacha?
¿Cómo puedo saberlo? Por mí que reviente.
Durmieron con un ojo abierto, a un costado del camino. En mitad de la madrugada se dejó ver, por encima de los cerros, una enorme luna amarilla, redonda como un queso. La tierra se iluminó, como si fuera de día.
En marcha, dijo el de barba amarilla, Bill Norton.
¿Sabes qué? Ya me cansé de la vida de forajido, dijo su compañero, Caleb Longfellow. Deberíamos ir a trabajar a alguna estancia, como hicimos alguna vez. Tener un ingreso estable, ahorrar para nuestra propia tierra…
¡Ja! ¡Hace un rato querías salir en los diarios, y ahora te pones a lloriquear!
Amanecía. El Arroyo estaba cada vez más cerca. Iban a tener que darse una buena remojada, pero qué remedio.
¡Mira! ¿Y esos caballos?
Un perro tuerto, más feo que el diablo, se interpuso en su camino y se largó a ladrar.
Ven, vamos a echar un vistazo.
Una fogata apagada, a un costado del camino. Dos gauchos que se despertaban y se los quedaban mirando. Uno era bajito y moreno, un típico criollo sureño, medio español y medio indio.
¡Hola!, dijo alegremente el Longfellow. Buenos días tengan ustedes…
No pensaban robarles, tan sólo hacerse convidar unos mates o una taza de café.
Holy Moly!, exclamó Bill Norton, al ver al otro gaucho: su rostro de delicadas facciones, sus ojos de larguísimas pestañas, y esa larga cabellera negra…
Bu-buenos días, tartamudeó doña Clarita.
¡Vaya, vaya, vaya!, dijo uno de los forajidos. ¿Qué tenemos aquí?
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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