Todo el día la tenían al trote: María esto, María el otro… Limpia allí, ven acá, apúrate… No sólo la patrona. También Frida, la mucama principal.
¡Marría! ¡Terrmina de frregar
esa piso de una bueno vez!
De rodillas, la indiecita remojaba
el cepillo en el balde y lo volvía a pasar. Un rastro de agua jabonosa iba
cubriendo el entablado.
¡Rrápido! ¡Falta mucho por
hacerr!
María levantó la vista
hacia ella, que se erguía como una torre delante suyo. No le respondió. No
hacía falta. Por la noche, en el dormitorio de las mucamas, la que mandaba era
ella.
Déjame. No me toques.
Pero Marría…, suplicaba
Frida, en un tono muy distinto al que había usado durante el día.
No me toques. No quiero
que me toques nunca más.
Los papeles se invertían.
La gigantesca y rubicunda Frida era ahora la esclava de la pequeña indiecita.
No seas mala, Marría… Tú
sabes que yo siente por ti…
¡Lo que sé, es que no le has
sacado los ojos de encima desde que llegó!
María terminó de quitarse
el delantal, sin dejar que Frida la ayudara.
Oh, Marría, esto tú dices no
es verrdad…
¡Es verdad! ¡Te he visto!
¡He visto como la mirabas!
Lo ojos de la muchacha
echaban chispas.
¡Y cómo la tocabas, en la
bañadera! ¡Delante mío!
Yo sólo trataba de ayudar…
La pequeña muchacha se dio
vuelta y se encaró con ella. Frida dio un paso atrás.
¿Piensas que soy estúpida?
No, Marría…
¡Se te caía la baba,
cuando le pasabas la esponja! ¡Asquerosa!
Frida la dejó que se
despachara, que le dijera todas las cosas desagradables que quisiera decirle.
No tenía sentido contradecirla, cuando estaba presa de una de su rabietas. Seguía
siendo la misma indiecita salvaje que cuando recién la trajeron a la estancia.
¡Con esa vieja!
María se sacó atropelladamente
el vestido y lo colgó del gancho.
¡La quieres porque es
blanca, porque es bonita, porque tiene un semejante par de…!
Se llevó las manos al
pecho, como si sostuviera dos objetos de forma esférica, dos melones del mismo
tamaño, o dos cocos.
¡Por eso la prefieres a
ella! ¡Di la verdad!
La verdad es que era un
saco de huesos, la mocosa. Sus senos casi planos, sus
costillas protuberantes,
quedaron al descubierto con todo su crudeza cuando se quitó la enagua.
Si ahora mismo te llamara,
irías corriendo tras ella…
Baja el voz, Marría. Pueden
escucharr…
María no bajó la voz. Al
contrario, habló en voz más alta todavía. Diga que allí los muros eran gruesos.
¡He oído como le
coqueteabas! “Oh, madán” “Déjeme cepillarr su cabello, madán…”, imitó cruelmente
el acento y el vozarrón grueso de Frida la muchacha. “Suene campanilla, madán,
yo vendrré a cualquierr horra”.
Frida suspiró,
desalentada. La pícara indiecita había pegado la oreja a la puerta, cuando ella
acompañó a doña Clarita a su cuarto. Total, si no había pasado nada... La Pulposa
Viuda rechazó de plano sus avances amorosos, y la sacó de su pieza con cajas
destempladas.
Yo sólo quierre agradecer doña
Clarita, ella muy bueno con mí.
Ach…
La sola mención de ese
nombre le ponía los pelos de punta a la Indiecita. Esa mujer era un espíritu
maligno, que había aparecido de improviso allí en la estancia, solo para
atormentarla.
Mira. Ella rregala su
vestido por mí…
Frida sacó del armario el
estupendo vestido negro, el vestido de luto que doña Clarita ya no pensaba
volver a usar.
Mira qué bello tela, Marría,
qué bello encaje… Yo ahora rregala a ti…
¡No!, dio un salto atrás
María.
Sólo tienes que achicarr
un poco… Yo lo haré por ti…
¡No quiero nada de esa
mujer!, dijo María. ¡La odio!
Se tiró de bruces sobre su
cama y hundió la cara en la almohada, para apagar los sollozos que ya no podía
controlar. Frida volvió a guardar el vestido. Quién sabe, tal vez luego
cambiara de opinión. Frida comenzó a desvestirse ella también, reemplazó su
cofia de mucama por el gorro de dormir.
Perrdona a mí, Marría. Que
tú dices es verrdad. Yo muy tonta. Muy tonta mujer.
No hubo respuesta. Frida corrió
las mantas y se metió en su cama.
Buenas noches, Marría…
dijo, un último intento por hacer las paces.
Nada. Silencio completo.
Frida murmuró una pequeña
plegaria en su idioma natal y luego sopló la vela, que había quedado sobre la
mesa de noche.
Oscuridad total. Dos
respiraciones. María ya se había repuesto de su ataque de llanto. No se dormía.
Frida, dijo al cabo de un
momento.
Frida tardó en
responderle. No quería que su voz delatara su emoción.
¿Sí, Marría?
El canto de un grillo se
escuchó, algo lejano.
¿Crees que soy bonita, yo también?
***
No imaginaba doña Clarita
que su sola presencia había provocado semejante tempestad en el cuarto del servicio
doméstico.
Cri-cri-crí…
Tal vez hubiera escuchado
algo de la discusión, a través del muro, de no ser por ese maldito grillo que
se había metido en su habitación.
Cri-cri-crí…
Echada boca arriba sobre
la cama, dejó pasear su vista por las paredes, que tenían el revoque algo
agrietado.
Si llego a encontrarte, te
aplasto de un chancletazo…
No iba a ser fácil verlo,
con la escasa luz de la vela, ya pronta a consumirse.
Cri-cri-crí…, repetía su
burla el bullicioso insecto. Su ruido parecía venir de lo alto de la
habitación, por momentos, y luego de abajo de la cama.
Pobre, se dijo doña
Clarita, tal vez está llamando a su compañera. No debe sospechar que está
metido en una habitación, cerrada a cal y canto, y que su grilla que no puede
venir.
Tampoco Inocencio iba a
venir, a estas alturas. El corazón de Doña Clarita se estrujaba, de sólo pensar
que no volvería a verlo.
Ay, Inocencio…
Tal vez creyera que ella
lo había olvidado, o que se había burlado de él. Nada más lejos de la realidad.
Cri-cri-crí…
Lo cierto es que el humilde
Paisanito había causado una profunda impresión en ella. Su inteligencia, su
valentía, le habían hecho ganarse la estima de doña Clarita. Y su lealtad,
sobre todo. Podía haberla abandonado, cuando esos bandidos aparecieron, podía haberse
puesto a salvo él.
Lárgate, muchacho, si
sabes lo que te conviene.
Deja a la Señora con
nosotros, la cuidaremos muy bien, ja ja ja…
Doña Clarita se
estremecía, de sólo pensar en lo que aquellos vaqueros malolientes podían haber
hecho con ella. Uno la sostenía del brazo, con una mano que más bien parecía
una garra; el otro le apuntaba a Inocencio con su rifle.
¿Que no oíste, joven idiota?
Inocencio no se movió. Miraba
a los ojos al bandido que estaba más cerca, la miraba a ella. Deslizó la mano
hacia su cintura, muy despacio, hasta donde sobresalía la culata de su revólver.
No iba a tener tiempo de sacarlo. El rubio de barba lo tenía encañonado, a sólo
unos pasos distancia. Bachicha no dejaba de ladrar.
¡No lo hagas, Inocencio!,
le rogó doña Clarita. ¡Inocencio! ¡Te va a matar!
***
Estaban a mitad de camino,
en ese entonces. Aún no habían llegado a la estancia de los Neumann, ni habían
cruzado el arroyo siquiera. Doña Clarita e Inocencio hicieron noche en ese
lugar, a un costado del camino. El muchacho ya había maliciado que algo podía
pasar. Había visto las huellas de dos caballos, por un sendero que atravesaba
el de ellos. Huellas recientes. Tuvo cuidado de armar la fogata entre unas
rocas, para que no pudiera verse desde lejos, y se mantuvo alerta, atento a cualquier
ruido. Doña Clarita durmió sobre un cuero de oveja, usando su montura como
almohada. Iluminado por las llamas, su rostro resplandecía como un óvalo
perfecto. Parecía un ángel, ni más ni menos. El corazón del muchacho se derretía,
de tan sólo contemplarla. Era un tormento tenerla allí, tan cerca, y a la vez sentirla
inalcanzable.
Uaaaa… bostezó Bachicha,
que se había acomodado en el regazo de doña Clarita, y desde allí lo miraba con
su único ojo, parpadeando repetidamente. Era feo como él solo, y bastante tonto
además, y aún así se las rebuscaba para acomodarse en el mejor lugar. ¡Ja, ja!,
parecía decirle, ¡Yo estoy acostado aquí con ella, y tú no!
El rumor del arroyo llegaba
hasta ellos, por sobre el crepitar de la leña. Las estrellas giraban, lenta
pero inexorablemente sobre sus cabezas. Inocencio se sentía de a ratos feliz, y
a la vez muy desgraciado. No es que no hubiera tratado de expresarle a doña
Clarita sus sentimientos. Después de su magra cena de pan y huevos de pato,
cuando la conversación decaía, se animó el muchacho al fin a decirle, sin que
viniera a cuento:
U-usté me gusta, Ñora…
Ya está. Ya lo había
dicho. Le había revelado lo que llevaba oculto en lo más profundo de su ser.
Ya lo sé, Inocencio, le
respondió con toda naturalidad doña Clarita.
Inocencio ya no supo qué
más decir. Se había preparado un breve parlamento, para soltarle a
continuación, y esa respuesta lo dejó descolocado.
Eres un joven estupendo,
Inocencio, dijo la Viuda. De verdad te lo digo…
Parecía que estuviera
hablando con un cabro chico. Inocencio trató de sonreír, pero no le salió. Deseó
no haber abierto la boca, no haber nacido. Bajó la vista hacia las llamas. El
viento comenzó a soplar, algo más fuerte, silbando entre los arbustos que les
servían de refugio.
Yo… Yo… tartamudeó el
muchacho.
No sabía qué decir a
continuación. Dudaba entre embarrarse aún más en su declaración amorosa o, por
el contrario, ensayar una disculpa.
Inocencio, lo cortó doña
Clarita.
Inocencio levantó la vista
hacia ella.
Ven aquí, dijo la Viuda.
El muchacho se puso de
pie. Bachicha los miraba, con su único ojo, ora a él, ora a ella.
Ven, insistió doña
Clarita, aún acostada de lado, sobre su improvisado lecho.
Inocencio dio la vuelta a
la fogata, llegó hasta donde ella estaba. La Viuda se incorporó a medias sobre
un codo y con la mano que le quedaba libre agarró el pañuelo que el gauchito llevaba al cuello,
a manera de corbata.
Ven…
Lo que parecía imposible finalmente
ocurrió. Sus labios se tocaron. La húmeda boca de doña Clarita se abrió como
una flor, cubriendo de saliva sus labios y el contorno de su boca.
Uí-uí-uíiiii…
Su lengua salió de su
escondite y acarició, apenas, la punta de la lengua de Inocencio…
Ñora…
Las piernas del muchacho
se aflojaron y, antes de que pudiera evitarlo, se fue de bruces sobre ella. No
atinó a atajarse. Una de sus manos tocó el áspero piso de tierra, la otra se
depositó sobre uno de sus senos.
¡Inocencio!, exclamó
escandalizada y a la vez divertida doña Clarita.
El gauchito se quedó con
la boca abierta, como si no pudiera creer lo que sucedía. Miró a los ojos a
doña Clarita, miró su mano. La retiró tan pronto pudo, y la falta de apoyo lo
hizo caerse otra vez, hasta quedar recostado sobre ella.
¡Muchacho, no seas ansioso!
¡Ja, ja, ja!
El Paisanito comenzó a
levantarse, turbado y cariacontecido.
Per-perdón, Ñora. Yo…
Ay, Inocencio, meneó la
cabeza la Viuda, que le acarició la mejilla, tratándolo como si fuera un niño
otra vez. Al muchacho no le importó. El toque de esa mano esa mano le hacía
tanto bien…
A mí también me gustas,
Inocencio.
Ña Clarita…
Se inclinó hacia ella otra
vez, la besó en la sien, en la mejilla…
Pero esto es muy incómodo, ¿sabes?, dijo
la Viuda, y hace un frío morirse…
Inocencio se la quedó mirando, sin
entender.
Ve a dormir, mi querido
muchacho, dijo doña Clarita. Mañana, cuando lleguemos a nuestro destino,
tendrás tu recompensa…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.

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