Capítulo 119 - LA PROMESA

 


Todo el día la tenían al trote: María esto, María el otro… Limpia allí, ven acá, apúrate… No sólo la patrona. También Frida, la mucama principal.

¡Marría! ¡Terrmina de frregar esa piso de una bueno vez!
De rodillas, la indiecita remojaba el cepillo en el balde y lo volvía a pasar. Un rastro de agua jabonosa iba cubriendo el entablado.  
¡Rrápido! ¡Falta mucho por hacerr! 
María levantó la vista hacia ella, que se erguía como una torre delante suyo. No le respondió. No hacía falta. Por la noche, en el dormitorio de las mucamas, la que mandaba era ella.
Déjame. No me toques.
Pero Marría…, suplicaba Frida, en un tono muy distinto al que había usado durante el día.   
No me toques. No quiero que me toques nunca más.
Los papeles se invertían. La gigantesca y rubicunda Frida era ahora la esclava de la pequeña indiecita.
No seas mala, Marría… Tú sabes que yo siente por ti…
¡Lo que sé, es que no le has sacado los ojos de encima desde que llegó!
María terminó de quitarse el delantal, sin dejar que Frida la ayudara.
Oh, Marría, esto tú dices no es verrdad…
¡Es verdad! ¡Te he visto! ¡He visto como la mirabas!
Lo ojos de la muchacha echaban chispas.
¡Y cómo la tocabas, en la bañadera! ¡Delante mío!    
Yo sólo trataba de ayudar…
La pequeña muchacha se dio vuelta y se encaró con ella. Frida dio un paso atrás.
¿Piensas que soy estúpida?
No, Marría…
¡Se te caía la baba, cuando le pasabas la esponja! ¡Asquerosa!
Frida la dejó que se despachara, que le dijera todas las cosas desagradables que quisiera decirle. No tenía sentido contradecirla, cuando estaba presa de una de su rabietas. Seguía siendo la misma indiecita salvaje que cuando recién la trajeron a la estancia.
¡Con esa vieja!
María se sacó atropelladamente el vestido y lo colgó del gancho.  
¡La quieres porque es blanca, porque es bonita, porque tiene un semejante par de…!
Se llevó las manos al pecho, como si sostuviera dos objetos de forma esférica, dos melones del mismo tamaño, o dos cocos.
¡Por eso la prefieres a ella! ¡Di la verdad!
La verdad es que era un saco de huesos, la mocosa. Sus senos casi planos, sus
costillas protuberantes, quedaron al descubierto con todo su crudeza cuando se quitó la enagua.
Si ahora mismo te llamara, irías corriendo tras ella…
Baja el voz, Marría. Pueden escucharr…
María no bajó la voz. Al contrario, habló en voz más alta todavía. Diga que allí los muros eran gruesos.
¡He oído como le coqueteabas! “Oh, madán” “Déjeme cepillarr su cabello, madán…”, imitó cruelmente el acento y el vozarrón grueso de Frida la muchacha. “Suene campanilla, madán, yo vendrré a cualquierr horra”.
Frida suspiró, desalentada. La pícara indiecita había pegado la oreja a la puerta, cuando ella acompañó a doña Clarita a su cuarto. Total, si no había pasado nada... La Pulposa Viuda rechazó de plano sus avances amorosos, y la sacó de su pieza con cajas destempladas.
Yo sólo quierre agradecer doña Clarita, ella muy bueno con mí.
Ach…
La sola mención de ese nombre le ponía los pelos de punta a la Indiecita. Esa mujer era un espíritu maligno, que había aparecido de improviso allí en la estancia, solo para atormentarla.
Mira. Ella rregala su vestido por mí…
Frida sacó del armario el estupendo vestido negro, el vestido de luto que doña Clarita ya no pensaba volver a usar.
Mira qué bello tela, Marría, qué bello encaje… Yo ahora rregala a ti…
¡No!, dio un salto atrás María.
Sólo tienes que achicarr un poco… Yo lo haré por ti…
¡No quiero nada de esa mujer!, dijo María. ¡La odio!
Se tiró de bruces sobre su cama y hundió la cara en la almohada, para apagar los sollozos que ya no podía controlar. Frida volvió a guardar el vestido. Quién sabe, tal vez luego cambiara de opinión. Frida comenzó a desvestirse ella también, reemplazó su cofia de mucama por el gorro de dormir. 
Perrdona a mí, Marría. Que tú dices es verrdad. Yo muy tonta. Muy tonta mujer.
No hubo respuesta. Frida corrió las mantas y se metió en su cama.
Buenas noches, Marría… dijo, un último intento por hacer las paces.
Nada. Silencio completo.
Frida murmuró una pequeña plegaria en su idioma natal y luego sopló la vela, que había quedado sobre la mesa de noche.
Oscuridad total. Dos respiraciones. María ya se había repuesto de su ataque de llanto. No se dormía.
Frida, dijo al cabo de un momento.
Frida tardó en responderle. No quería que su voz delatara su emoción.
¿Sí, Marría?
El canto de un grillo se escuchó, algo lejano.
¿Crees que soy bonita, yo también?    
 
*** 
 
No imaginaba doña Clarita que su sola presencia había provocado semejante tempestad en el cuarto del servicio doméstico.
Cri-cri-crí…
Tal vez hubiera escuchado algo de la discusión, a través del muro, de no ser por ese maldito grillo que se había metido en su habitación.
Cri-cri-crí…
Echada boca arriba sobre la cama, dejó pasear su vista por las paredes, que tenían el revoque algo agrietado.
Si llego a encontrarte, te aplasto de un chancletazo…
No iba a ser fácil verlo, con la escasa luz de la vela, ya pronta a consumirse.
Cri-cri-crí…, repetía su burla el bullicioso insecto. Su ruido parecía venir de lo alto de la habitación, por momentos, y luego de abajo de la cama.
Pobre, se dijo doña Clarita, tal vez está llamando a su compañera. No debe sospechar que está metido en una habitación, cerrada a cal y canto, y que su grilla que no puede venir.
Tampoco Inocencio iba a venir, a estas alturas. El corazón de Doña Clarita se estrujaba, de sólo pensar que no volvería a verlo.
Ay, Inocencio…
Tal vez creyera que ella lo había olvidado, o que se había burlado de él. Nada más lejos de la realidad.
Cri-cri-crí…
Lo cierto es que el humilde Paisanito había causado una profunda impresión en ella. Su inteligencia, su valentía, le habían hecho ganarse la estima de doña Clarita. Y su lealtad, sobre todo. Podía haberla abandonado, cuando esos bandidos aparecieron, podía haberse puesto a salvo él.
Lárgate, muchacho, si sabes lo que te conviene.
Deja a la Señora con nosotros, la cuidaremos muy bien, ja ja ja…
Doña Clarita se estremecía, de sólo pensar en lo que aquellos vaqueros malolientes podían haber hecho con ella. Uno la sostenía del brazo, con una mano que más bien parecía una garra; el otro le apuntaba a Inocencio con su rifle.
¿Que no oíste, joven idiota?
Inocencio no se movió. Miraba a los ojos al bandido que estaba más cerca, la miraba a ella. Deslizó la mano hacia su cintura, muy despacio, hasta donde sobresalía la culata de su revólver. No iba a tener tiempo de sacarlo. El rubio de barba lo tenía encañonado, a sólo unos pasos distancia. Bachicha no dejaba de ladrar.
¡No lo hagas, Inocencio!, le rogó doña Clarita. ¡Inocencio! ¡Te va a matar!
 
***  
 
Estaban a mitad de camino, en ese entonces. Aún no habían llegado a la estancia de los Neumann, ni habían cruzado el arroyo siquiera. Doña Clarita e Inocencio hicieron noche en ese lugar, a un costado del camino. El muchacho ya había maliciado que algo podía pasar. Había visto las huellas de dos caballos, por un sendero que atravesaba el de ellos. Huellas recientes. Tuvo cuidado de armar la fogata entre unas rocas, para que no pudiera verse desde lejos, y se mantuvo alerta, atento a cualquier ruido. Doña Clarita durmió sobre un cuero de oveja, usando su montura como almohada. Iluminado por las llamas, su rostro resplandecía como un óvalo perfecto. Parecía un ángel, ni más ni menos. El corazón del muchacho se derretía, de tan sólo contemplarla. Era un tormento tenerla allí, tan cerca, y a la vez sentirla inalcanzable.
Uaaaa… bostezó Bachicha, que se había acomodado en el regazo de doña Clarita, y desde allí lo miraba con su único ojo, parpadeando repetidamente. Era feo como él solo, y bastante tonto además, y aún así se las rebuscaba para acomodarse en el mejor lugar. ¡Ja, ja!, parecía decirle, ¡Yo estoy acostado aquí con ella, y tú no!  
El rumor del arroyo llegaba hasta ellos, por sobre el crepitar de la leña. Las estrellas giraban, lenta pero inexorablemente sobre sus cabezas. Inocencio se sentía de a ratos feliz, y a la vez muy desgraciado. No es que no hubiera tratado de expresarle a doña Clarita sus sentimientos. Después de su magra cena de pan y huevos de pato, cuando la conversación decaía, se animó el muchacho al fin a decirle, sin que viniera a cuento:  
U-usté me gusta, Ñora…
Ya está. Ya lo había dicho. Le había revelado lo que llevaba oculto en lo más profundo de su ser.
Ya lo sé, Inocencio, le respondió con toda naturalidad doña Clarita.  
Inocencio ya no supo qué más decir. Se había preparado un breve parlamento, para soltarle a continuación, y esa respuesta lo dejó descolocado.  
Eres un joven estupendo, Inocencio, dijo la Viuda. De verdad te lo digo…
Parecía que estuviera hablando con un cabro chico. Inocencio trató de sonreír, pero no le salió. Deseó no haber abierto la boca, no haber nacido. Bajó la vista hacia las llamas. El viento comenzó a soplar, algo más fuerte, silbando entre los arbustos que les servían de refugio.
Yo… Yo… tartamudeó el muchacho.
No sabía qué decir a continuación. Dudaba entre embarrarse aún más en su declaración amorosa o, por el contrario, ensayar una disculpa.  
Inocencio, lo cortó doña Clarita.
Inocencio levantó la vista hacia ella.  
Ven aquí, dijo la Viuda.
El muchacho se puso de pie. Bachicha los miraba, con su único ojo, ora a él, ora a ella. 
Ven, insistió doña Clarita, aún acostada de lado, sobre su improvisado lecho.
Inocencio dio la vuelta a la fogata, llegó hasta donde ella estaba. La Viuda se incorporó a medias sobre un codo y con la mano que le quedaba libre agarró  el pañuelo que el gauchito llevaba al cuello, a manera de corbata.
Ven…
Lo que parecía imposible finalmente ocurrió. Sus labios se tocaron. La húmeda boca de doña Clarita se abrió como una flor, cubriendo de saliva sus labios y el contorno de su boca.
Uí-uí-uíiiii…
Su lengua salió de su escondite y acarició, apenas, la punta de la lengua de Inocencio…
Ñora…
Las piernas del muchacho se aflojaron y, antes de que pudiera evitarlo, se fue de bruces sobre ella. No atinó a atajarse. Una de sus manos tocó el áspero piso de tierra, la otra se depositó sobre uno de sus senos.
¡Inocencio!, exclamó escandalizada y a la vez divertida doña Clarita.
El gauchito se quedó con la boca abierta, como si no pudiera creer lo que sucedía. Miró a los ojos a doña Clarita, miró su mano. La retiró tan pronto pudo, y la falta de apoyo lo hizo caerse otra vez, hasta quedar recostado sobre ella.
¡Muchacho, no seas ansioso! ¡Ja, ja, ja!
El Paisanito comenzó a levantarse, turbado y cariacontecido.
Per-perdón, Ñora. Yo…
Ay, Inocencio, meneó la cabeza la Viuda, que le acarició la mejilla, tratándolo como si fuera un niño otra vez. Al muchacho no le importó. El toque de esa mano esa mano le hacía tanto bien…
A mí también me gustas, Inocencio.
Ña Clarita… 
Se inclinó hacia ella otra vez, la besó en la sien, en la mejilla…
Pero esto es muy incómodo, ¿sabes?, dijo la Viuda, y hace un frío morirse…   
Inocencio se la quedó mirando, sin entender.  
Ve a dormir, mi querido muchacho, dijo doña Clarita. Mañana, cuando lleguemos a nuestro destino, tendrás tu recompensa… 
 

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.

 

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