Capítulo 118 - HAY GENTE PARA TODO


 No podía dejarlo ir así, pobre muchacho, le había salvado la vida. Doña Clarita se sentía en deuda con él. Tenía que darle una alegría, antes de que sus caminos se separaran para siempre.
La Pulposa Viuda abrió la ventana que daba al jardín, que estaba completamente oscuro.  ¡Inocencio!
No podía llamarlo en voz muy alta. Sus anfitriones, los Neumann, tenían su dormitorio pegado al de ella.

¡Inocencio!

No hubo respuesta. Hacía un frío de mil demonios. Doña Clarita volvió a cerrar la ventana, y colocó la palmatoria bien pegada al vidrio, para que la vela pudiera verse desde afuera. Era la señal convenida. De esa forma el muchacho iba a poder distinguir su cuarto de las demás habitaciones.

Era todo lo que podía hacer, de ahora en más: esperar. No tenía forma de comunicarse por él. El dormitorio de los peones estaba separado de la casa señorial, y en jardín deambulaban los perros de Herr Neumann, unos mastines mezclados con lobos que el viejo había hecho soltar. Todo por temor a unos bandidos que merodeaban por esa zona.
Dos bandidos norteamericanos, como le había contado Herr Neumann, durante la cena. ¡Un par de cowboys criminales, eso es lo que son!
La calva cabeza del viejecillo brillaba de furor.
¡Que se atrevan a venir aquí! ¡Los sacaremos a los tiros!
Cálmate, Klaus, lo tomó de la mano Frau Klara, su esposa. Recuerda lo que dijo el doctor…
Doña Clarita dio un sorbo a su copa y no dijo palabra. Si el vejete hablaba de quienes ella creía que estaba hablando, entonces no había nada que temer. Era harto improbable que ese par de gringos aparecieran por allí.
Casi me muero del susto, cuando me enteré que eran ellos, dijo su tocaya, la dulce Frau Klara. ¡Pobre muchacho, me da pena por su madre!
Las criadas renovaron los platos y llenaron las copas. Efervorizado como estaba, Herr Neumann arremetió contra las costeletas de puerco, como si fueran sus mortales enemigas. Era notable el apetito que tenía, para ser un hombre tan pequeño.
¿De qué muchacho hablan?, preguntó doña Clarita.
De un joven al que esos dos yanquis secuestraron. El hijo de una familia muy rica de la Capital.
¡Un cabeza fresca!, la interrumpió su marido, sin dejar de masticar. Él mismo se buscó su perdición.
Cómo puedes decir eso, Klaus…
Pues es la verdad. ¡Los malos compañías corrompen las costumbres!
El joven secuestrado pasó a ser el tema principal de conversación.
Lo llevaban detrás de ellos, con las manos atadas, dijo conmovida la viejecilla austríaca. Así nos contó el peón que los vio pasar. ¿Qué harán con él, pobre muchacho?
Lo matarán, dijo con brutal franqueza su marido, después de tragar un bocado. Es que hacen con gentes secuestrados, aun si paguen rescate. ¡Es el mejor manera de no dejar testigo!
Doña Clarita se había puesto pálida. De sólo pensar en lo cerca que había estado ella…
¿Se siente bien, mi querida?, le preguntó Frau Klara.
¿Qué? Sí, estoy bien, gracias…
No tema, no acercaran a esta lugar, dijo el enérgico vejete. Tenemos hombres armados en jardín, y este noche soltamos los perros, mastines de los Alpes más malos que diablo…
***
Todos se dieron cuenta de que había algo raro en ese jovencito, un muchacho que había llegado a la Patagonia por puro afán de aventura, y entró a trabajar como cocinero de unos topógrafos que recorrían la región. Ni siquiera cocinero: ayudante de cocina y gracias. Un joven demasiado fino para un trabajo como ese, que además no sabía ni pelar una papa. Se ganó su lugar, de todos modos, gracias a su simpatía, y al empeño que le ponía a su tarea. El primer indicio de que no se trataba de un pinche de cocina como los demás se produjo unos meses después de su llegada, cuando la sociedad de cartografía que organizaba la expedición se atrasó con los pagos del personal. Los arrieros, excavadores y jinetes se amotinaron, y amenazaron con llevarse los equipos y la caballada. Fue entonces cuando el joven ayudante de cocina, para sorpresa de todos, comenzó a sacar fajos de dinero de su tirador, ofreciéndose a cubrir el monto de los jornales atrasados. No tiene importancia, dijo, me lo devolverán cuando llegue el encargado de los pagos.
Tiempo después, el misterioso cocinero envió una carta dirigida a su madre, con el contable de una estancia que debía viajar a Buenos Aires. El enviado debía echar la carta en un buzón, ni bien llegara al puerto. Sólo que, en vez de hacer eso, el curioso sujeto decidió llevar la misiva personalmente, a la dirección indicada en el sobre. Pronto se encontró frente a un lujoso palacio, en la zona más exclusiva de la ciudad.
¡Es Federico! ¡Está vivo!, dijo hecha un mar de lágrimas la madre del joven Cocinero, que no era la cocinera ni la mucama, en aquella mansión, sino la mismísima dueña.
Resultó que el tal Federico era el hijo de un encumbrado funcionario, un embajador o un ministro. Un niño bien que en un rapto de rebeldía había dejado sus estudios y su confortable vida en la Alta Sociedad para ir a picar cebollas en el Sur. ¡Hay gente para todo!
Fue inútil que trataran de hacerlo regresar. Ni los ruegos de su madre ni las amenazas de su padre hicieron recapacitar al díscolo muchacho. Dijo que era feliz allí, entre esas gentes sencillas, haciendo ese humilde trabajo manual. El Contable que hizo de correo recibió una buena propina, que no tardó en perder jugando al pase inglés y al black jack.
Escalera real, ja, ja, ja…
¡Maldita sea!
Ya de vuelta en el Sur, coincidió en una partida de póker con dos norteamericanos, unos cowboys de segunda clase, que escapando de la justicia de su país habían llegado a esta región. Dos buenos para nada que la iban de grandes personajes. Un equívoco había hecho que, a causa de su origen, la gente los confundiera con Buddy Chapman y el Wichita Kid, los célebres pistoleros del Lejano Oeste, que unos diez años atrás habían pasado por la zona. Algo que a ellos no les desagradaba en absoluto.
¡Manos arriba!
¡Dios mío! ¡Son Chapman y el Kid!
Así es, señora…
De tanto vivir en la impostura, ellos mismos se lo habían terminado por creer. Solo que, a diferencia de los bandidos originales, sus robos a punta de pistola a bancos, estancias y trenes habían terminado en fracaso, con muertes evitables y escaso botín. No les faltaba coraje, pero sí inteligencia para ser dos bandidos exitosos como sus antecesores.
No trates de pasarte de listo, cagatintas. ¡Si quieres seguir jugando, muestra el dinero primero!
No me queda un centavo, don Buddy, admitió el Contable. Pero tengo un dato que vale más que el oro. Seguro les va a interesar.
***
La vela ya estaba casi consumida. Los hilos de cera se deslizaban hasta el platillo de bronce, en blancas lágrimas petrificadas. Con la oreja pegada a la almohada, doña Clarita miraba la llama, que no tardaría en apagarse. No tenía otra vela para reemplazarla, y no quería llamar al marimacho de Frida, para que le trajera otra. Recién ahora se daba cuenta: le había metido mano de lo lindo, esa vaca gorda alemana, cuando la ayudaba a bañarse…
Doña Clarita dio un cuarto de vuelta y se quedó boca arriba, con la vista clavada en el techo. No podía dormirse, a pesar de la fatiga. Un cúmulo de imágenes, de recuerdos, de miedos volvían a asaltarla, ni bien trataba de pegar un ojo. A su mente volvían la cháchara de Herr Neumann en la sobremesa, el cruce a caballo por las aguas heladas del arroyo, y ese disparo que aún sonaba en sus oídos… Había sido un día demasiado largo. Su cabeza era un hervidero.
Cri-cri-crí…
Era poco probable que Inocencio viniera, a esta altura de la noche, con todos los obstáculos que habían puesto en su camino. Doña Clarita no podía olvidar su voz, su sonrisa, su timidez de muchacho honesto. Algo valioso había en él, algo distinto a lo que abundaba en el mundo en el que ella había vivido por tanto, tanto tiempo…
¡Inocencio! ¡Eres un genio de las matemáticas!
Pero no, Ñora…, dijo avergonzado el Paisanito.
Estaban junto a la fogata todavía, a orillas del Arroyo Grande. Aún no habían llegado a la Estancia de los Neumann, ni se habían encontrado con ese par de gringos bandoleros. Los caballos dormían junto a ellos, uno de pie, el otro echado. El cielo los cubría con sus infinitas estrellas.
A ver, hazme una cuenta: ¿cuánto es 27 por 132?
3564, dijo Inocencio sin dudar.
¡Ay! ¡No lo puedo creer!, hizo palmas doña Clarita. Quiero decir, supongo que está bien. Soy una nulidad con los números, ja ja ja…
Inocencio retiró de la fogata un palillo encendido y prendió el cigarrillo que acaba de armar.
Eres como Carlos. Era el más listo de su clase, ¡de toda la Universidad! Lo que a sus amigos les llevaba una hora de sacar cuentas, él lo hacía en un instante.
La mención del prometido de doña Clarita, muerto unos veinte años atrás, en trágicas circunstancias, puso un paréntesis en la conversación. La leña crepitaba. Las llamas seguían con su animada danza. Uaaaaaa… bostezó Bachicha, el perro que se habían encontrado en el camino.
Inocencio dio una calada a su cigarrillo, dejó salir el humo. Dijo:
La Ñora que vino a la Estancia, a darme clase…
¿La profesora que te contrató Bernardo?, preguntó Doña Clarita, que con un gesto le reclamó a Inocencio el cigarrillo que fumaba. Algo sorprendido, el Paisanito se lo pasó, por el costado de la fogata.
Sí. La Ñorita Estercita. Un Ñora bajita, de lentes…
Doña Clarita se llevó a los labios el cigarrillo de Inocencio. La pequeña brasa relumbró, cuando ella le dio una pitada.
La Ñorita Estercita le dijo a don Bernardo que yo tenía que ir a ahí onde dijo Usté, a la Universidá…
¿Ah, sí?, dijo doña Clarita, dejando salir el humo.
A Inocencio le costaba le costaba seguir el hilo de su propio discurso. No podía mantenerle la mirada. Era tan bella…
¿Y?, le devolvió el cigarrillo la Pulposa Viuda. ¿Qué paso?
El muchacho se quedó contemplando la punta del cigarrillo, humedecida por la saliva de doña Clarita, y roja de carmín. Tardó un instante en responder.
Don Bernardo le dijo que güeno, que me juera pa Güenosaire nomás, él pagaba tóo…
¡Inocencio!, se incorporó sobre el cuero de oveja doña Clarita. Bachicha, que se había adormecido sobre el faldón de su poncho, abrió su único ojo.
¿Por qué no te fuiste, entonces? ¿Qué haces aquí?
Inocencio hizo un gesto que no significaba nada en realidad.
Ya lo sé, se respondió a sí misma doña Clarita. Fue la bruja de Irena, la que no quiso dejarte marchar…
No, si Ña Irenita no túo náa que ver, defendió de forma inesperada a su finada patrona el Paisanito. Juí yo que no me quise ir…
Pero… ¿por qué?
Bachicha clavó en Inocencio la mirada de su único ojo, como si él también le pidiera cuentas por su desatinada decisión.
Es que yo… en Güenosaire… no conozco a naides…
Me conoces a mí, sonrió la Viuda. El Paisanito sonrió también, y por una vez se atrevió a mirarla a los ojos.
¿Qué estoy haciendo? ¡Le estoy coqueteando!, se dijo doña Clarita.
En dormido, uno de los caballos resopló. Escarbando con una ramita en la tierra, doña Clarita preguntó.
Dime, Inocencio, ¿tú qué edad tienes?
¿Yo? Veinte, Ñora, viá cumplir el año prósimo…
Me lleva el diablo, pensó la Viuda.
***
El Cocinero se quedó con la boca abierta cuando esos dos norteamericanos, con los que había jugado al póker toda la noche, y había compartido varias copas, y había charlado animadamente en inglés, sacaron sus armas y le dijeron:
Ahora te vendrás con nosotros, muchacho…
Ja, ja, ja… ¿Es una broma?
Iban a caballo, los tres, por un sendero en las montañas. Nadie podía salir en su defensa. Nadie iba a escucharlo si gritaba.
¡Ahora lo entiendo! ¿Los mandó mi familia, verdad?
Uno de los bandidos lo encañonó, mientras el otro le ataba las manos a la espalda.
Está bien, está bien, les seguía la corriente Federico. Se hará como Ustedes digan. Es muy gracioso, de verdad.
Un muchacho que no andaba muy bien de la cabeza, debieron de pensar los falsos Buddy Chapman y Chico Wichita, que lo condujeron durante tres días y tres noches por las montañas, hasta una choza que les servía de guarida.
No lo desates en ningún momento, ni para hacer sus asuntos, le ordenaron al indio Tangacha, el mestizo a quien dejaron de custodia. Si trata de escapar, vuélale la cabeza.
Sí, patrón.
Y no te emborraches, maldito nativo. Volveremos en una semana.
Vayan tranquilos, dijo el jovial Federico, la pasaremos muy bien.
Allí los dejaron, en ese recóndito escondite en la Alta Cordillera. Su socio en aquella trapisonda, el Contable que les había revelado la verdadera identidad del Cocinero, envió de manera anónima un telegrama a la familia del joven, anunciando el secuestro y las condiciones del rescate.
¡Cien mil dólares! Deben estar bromeando.
Los telegramas se repitieron, desde diferentes oficinas postales.
Si no pagan, el muchacho muere. Si van con la policía será torturado duramente, antes de su ejecución.
Todos los despachos tenían la misma firma: BC y WK.
¡Son Buddy Chapman y el Chico Wichita!
Para sorpresa de los propios bandidos, los dos hermanos mayores de Federico desembarcaron diez días después, en Puerto Deseado, con una valija donde llevaban (supuestamente) la totalidad del dinero en efectivo. No eran ningunos caídos del catre. Un par de custodios bien armados los acompañaban. Si ponían la plata, pondrían también las condiciones. El intercambio de Federico se realizaría en un lugar a acordar, en pleno desierto. Si el muchacho no aparecía sano y salvo, no habría dinero.
¿Qué hacemos? Esto no estaba en los planes.
Llevaremos un par de hombres nosotros también, dijo el falso Buddy Chapman.
Mmm… no me gusta nada este asunto, dijo el falso Chicho Wichita.
Él hubiera preferido seguir con el robo de ganado y los asaltos de poca monta, algo que al menos podían manejar.
Mejor le pegamos un tiro y volvemos a lo nuestro.
Hablaban así delante de Federico, que recién ahora empezaba a sospechar que aquel asunto no era broma.
¿Es que no lo entiendes?, casi perdió los estribos el rubio de sombrero texano. ¡Son cien grandes, maldita sea!
Se trataba de una cantidad de dinero fabulosa para la época. Ni los verdaderos Chapman y Wichita habían dado nunca un golpe como ese.
Está bien, respondió su compañero. Se hará como tú dices.
***
Sí, Inocencio había visto la vela, allá en la ventana, desde el recinto que servía de dormitorio a la peonada de Herr Neumann. Un tinglado lleno de agujeros, con catres de cuero sin colchón. Como un coro se escuchaban las respiraciones de los peones, que dormían unos junto a otros, apretados como piojo en costura.
Grjjjjjj… roncaba que estaba más cerca de Inocencio, que no olía a rosas, precisamente.
Una verdadera pocilga. Un lugar muy distinto al galpón donde dormía el personal de la Estancia de don Bernardo, que estaba bien cerrado, y tenía camas cómodas y limpias.
Uí-uí-uíiiiii…
Inocencio miró otra vez por la rendija en la pared: la vela seguía prendida, no muy lejos de donde él estaba, pero... ¿Cómo llegar hasta allí?
Uí-uí-uíiiiii…
Deja de llorar, Bachicha, susurró el Paisanito, mientras le acariciaba la pelambrera despelechada.
Él también sentía un desconsuelo irremediable, de sólo saber que esa mujer maravillosa lo estaba esperando, y él no podía ir a su encuentro. No sólo a causa de los perros (eso era lo de menos), sino por los dos guardias que el viejecillo había dejado patrullando los alrededores de la casa, con orden de disparar a cualquier cosa que se moviera.
Grjjjjjj…
Como si eso fuera poco, a Inocencio lo habían puesto a dormir en el fondo del estrecho dormitorio, para que tuviera el menor contacto con los peones de Herr Neumann, y no pudiera inculcarle a éstos las ideas igualitarias que había en la Estancia de don Bernardo (otra precaución innecesaria, dado lo retraído que era el muchacho).
Para llegar a la puerta de salida, Inocencio tenía que caminar por encima de los otros catres, en la más completa oscuridad. Era imposible que pudiera hacerlo sin pisar a alguien y armar un completo zafarrancho.
Inocencio miró otra vez hacia afuera. La llama de la vela parpadeaba, cada vez más débil. Pronto no la vería más. De pura rabia dio un puñetazo contra la pared, como si quisiera arrancar la tabla.
¡GRJJJJJ…!, roncó más fuerte y cambió de posición el peón que dormía a su lado.
¿Fueron imaginaciones suyas? A Inocencio le pareció que la tabla se había movido cuando la golpeó. ¿Es que acaso…?
El Paisanito deslizó los dedos por la rendija, tomó la tabla por el canto y comenzó a zarandearla, para un lado y para otro. Los clavos oxidados rechinaban, a medida que se iban soltando.
Uí-uí-uíiiiii…, se zarandeaba como una anguila Bachicha, anticipando el momento de la ansiada libertad.
¡Trac!, cedió al fin la madera y se desprendió por completo. Un boquete rectangular, de algo más de un palmo de ancho, se había abierto en la pared, suficiente para que pudiera deslizarse el delgado muchacho. Una corriente de aire frío penetró en el galponcito, ya de por sí helado. Se escuchó un cambio de ritmo en las respiraciones de los peones, aunque nadie se despertó.
Bachicha salió el primero, ignorando los peligros que acechaban en el exterior: los gigantescos mastines de los Alpes, entrenados para matar, y la puntería de los guardias armados. Inocencio no los ignoraba, pero aún así salió. Se había acostado con botas y todo, aunque se había dejado el poncho dentro. No volvió a buscarlo. La llama de la vela daba sus últimos estertores. Era ahora o nunca.
Uí-uí-uíiiiii…, movía el rabo Bachicha, como diciendo: ¡Ve por ella, muchacho! ¡No la pierdas la oportunidad!
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021. 
 
Algunos de los sucesos históricos utilizados como base para escribir este capítulo fueron inspirados por la lectura de los libros Memoria de dos mundos, de María Bamberg (Ediciones B, 2011) y Barridos por el viento, de Roberto Hosne (Planeta, 1997) 

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