Capítulo 117 - UNOS PÁJAROS DE CUIDADO
La cena se prolongó hasta bien entrada la noche en la estancia de los Neumann. Doña Clarita se moría de sueño, pero puso buena cara y dejó que la agasajaran en debida forma. Los Neumann, el matrimonio de austríacos amigos de Bernardo, no tenían la oportunidad de recibir todas las noches a una invitada como ella. Vivían aislados, ahí en el medio del campo, tenían tan poco contacto con la Buena Sociedad...
¡A su salud!
A la tabla de quesos siguió el plato principal, luego el postre y el café. Frida, la robusta criada alemana, sirvió unas copitas de Marillenschnapps, un brandy de albaricoque más fuerte que el aguarrás.
Aj…, por poco se atraganta doña Clarita, y eso que estaba acostumbrada a empinar el codo. Se le saltaron las lágrimas, a tientas buscó su servilleta.
Ja, ja, ja…, se carcajeó Herr Neumann, un viejecillo de ojos vivarachos, con el cráneo pelado como un huevo.
Klaus, no seas malo, le recriminó Frau Klara, su mujer, aunque el lance le había causado gracia a ella también.
Es la bebida típica de mi tierra, dijo Herr Neumann, al tiempo que se zampaba su copa de un tirón. Ahora es difícil de conseguir, por culpa del maldito guera…
Era un tema que se había tocado varias veces, durante la velada, el de la guerra en Europa.
¡Barcos americanos no dejan pasar buques de mi país! Esos canallas…
Los Neumann habían perdido a dos sobrinos en el Frente Ruso, y tenían a su único nieto peleando en las márgenes del Río Isonzo.
¿Qué hicimos nosotros porque americanos atacan? Es todo política. Todo política…
Claro, claro, dijo doña Clarita, que no tenía idea de la marcha de la guerra, de quién peleaba con quién y por qué. No leía los diarios, no le interesaba lo que pasaba al otro lado del mundo. Ya bastante tenía con sus propios asuntos.
Esos yanquis son todos asesinos, dio un puñetazo en la mesa el viejecillo calvo. ¡Todos, de primero a último!
Klaus, por favor, cambiemos de tema, dijo su mujer.
¿Acaso miento? Mira nomás esos dos americanos que tenemos por aquí, esos asaltantes de caminos…
Doña Clarita se enderezó en su asiento. Tuvo la sospecha de que sabía de quién estaba hablando.
Ese Chapman y el otro, Wichita o como diablos se llame. ¡Criminales todos!
Oh, vamos, Klaus, no son todos así. Mira nuestros vecinos, los Johnson, y el señor MacKenzie… Son americanos también, y siempre nos llevamos bien con ellos.
Llevábamos, la corrigió su marido. ¡Tiempo pasado!
Doña Clarita volvió a arremeter con su brebaje, esta vez con más precaución. Como al pasar preguntó:
Y… dígame… ¿Quiénes son esos bandidos?
Unos pistoleros que andan por estos pagos, unos cowboys, explicó Frau Klara. Ayer nomás pasaron por aquí cerca, se enfrentaron con la policía.
¡Oh!, se llevó una mano al pecho doña Clarita.
¡Qué se atrevan a venir aquí!, dijo en tono desafiante el calvo viejecillo, y la vena de su sien se hinchó hasta ponerse azul. ¡Los sacaremos a las patadas!
***
La Patagonia se había convertido, desde finales del siglo 19, en un lugar ideal para la cría de ganado. Cientos, tal vez un par de miles de vaqueros norteamericanos vinieron a probar suerte en estas comarcas agrestes, recién ganadas al indio. El gobierno vendía tierras con excelentes pasturas a un precio muy bajo, a condición de que los nuevos propietarios las pusieran a producir. Los colonos estadounidenses se adaptaron muy bien a aquel duro entorno natural. Introdujeron en la región los alambres de púa de doble hebra, los molinos de viento multipala, nuevas técnicas de canalización. A nadie le llamó la atención que llegaran, en la Navidad de 1899, tres nuevos ciudadanos de la Unión, dos hombres y una mujer. Pronto tomaron posesión de su propiedad en la zona de Leleque, a orillas del Río Chubut, la cual hasta entonces sólo habían visto representada en un mapa. Eran gente con experiencia en las faenas agrícolas, eso se veía a la legua. Duchos en la cría de ganado, excelentes domadores y jinetes. A poco de llegar construyeron una cabaña de troncos, con angostas ventanas de tijera, algo desconocido en la región. También armaron los corrales de un modo poco habitual, formando una barrera alrededor de su nuevo hogar. Los hombres debían tener unos cuarenta años, y la mujer unos diez menos. No eran los típicos inmigrantes que uno solía ver por esta zona, pobres y sufridos; estos habían venido con dinero, y dinero en cantidad. Daban fiestas y bailes con frecuencia, una vez tuvieron como invitado al mismísimo Gobernador. En las pruebas de tiro que organizaban, para divertir a la concurrencia, demostraron una puntería poco habitual, los dos caballeros y la mujer. La dama en cuestión, que decía llamarse Laura Hill, era una auténtica amazona. Vestía pantalones y llevaba el pelo corto como un hombre, aunque a veces usaba pelucas y lucía bonitos vestidos también. Laura era bajita y simpática, todos la querían. En poco tiempo aprendió el español casi tan bien como una hija del país.
¡Señorita Laura! ¡Llegó carta para Usted!
Algo que chocaba un poco era verla comportarse en público como si fuera la mujer de uno de sus compañeros, el rubio de sombrero texano, algunas veces, y otras como si fuera la mujer del otro, el que se vestía como un petimetre de ciudad. Algo oculto había por allí, era mejor no averiguar.
Aquí tienes. Quédate con el cambio.
¡Gracias, Señorita Laura!
Tenían sus excentricidades, aunque pronto se ganaron la amistad de los pobladores de aquella región, tanto gringos como criollos, galeses de las colonias o tehuelches de los toldos.
A veces desaparecían, los tres, por un par de días o semanas, luego volvían como si nada. ¿Alguien relacionó esas ausencias con los asaltos a estancias, bancos y compañías comerciales que comenzaron a sucederse en distintos puntos de la Patagonia? Nadie, hasta que llegó a Buenos Aires un enviado de la Agencia Pinkerton, la célebre agencia de detectives de Nueva York, quien venía tras el rastro de los últimos miembros de la Pandilla Feroz, los célebres pistoleros del Lejano Oeste: Buddy Chapman y el Wichita Kid.
El agente contó que, tras alzarse con un botín cincuenta mil dólares, fruto del asalto al First National Bank de Monticello (Utah), Chapman y Wichita dejaron su tierra natal para escapar a Sudamérica. Sin duda habían cambiado sus nombres al llegar a la Argentina, aunque un dato podía servir para ubicarlos: a los bandidos los acompañaba una mujer, Etta Harrington, una maestra rural de Jackson Hole (Wyoming), que había abandonado su honesto trabajo en la escuela de párvulos para llevar una vida de forajida.
¡Son ellos!, exclamó el Gobernador, cuando el detective le mostró las fotografías. ¡Esa es Laura! ¡Bailé con ella!
El modus operandi era el mismo: golpes audaces e inesperados, con una precisión de relojería, y fugas que incluían caballos de recambio y escapes por senderos tan recónditos que era imposible seguirles el rastro.
Una partida policial los rodeó, cuando estaban en su cabaña de Leleque. El tiroteo fue feroz. Pronto comprendieron los vecinos que aquella extraña construcción tenía las características de un fuerte: los corrales servían de barrera a un ataque frontal, y las ventanas de tijera eran óptimas para el fuego cruzado. Tras varias horas y cientos de municiones gastadas, la policía entró en la cabaña. La encontraron vacía. El trío se había dado a la fuga por un túnel que daba a la barda del río, donde siempre tenían unos caballos preparados.
***
Frau Klara le mostró a doña Clarita su colección de sellos postales, Herr Neumann puso en la victrola los últimos discos que le habían llegado de Viena.
¿Otra copita?, se acercó con la botella Frida.
No, gracias, respondió doña Clarita. Apenas si podía mantenerse en pie.
Ya eran más de las diez. En la estancia de los Neumann, sólo se veían luces en la casa principal. Los peones ya se habían ido hacía rato a dormir. El capataz vino a dar el último informe, antes de retirarse él también.
¿Y ese gauchito retobado?, preguntó en voz baja Herr Neumann. ¿Qué pasó con él?
Se refería a Inocencio, el guía de doña Clarita en aquella travesía, quien había sido su guía y único acompañante durante dos días ( y una noche).
Pierda cuidado, don Klaus. Se fue a dormir más temprano, casi ni habló con los demás.
Ah, bien, bien….
Sin proponérselo, el tímido Inocencio había estado a punto de provocar una pequeña revolución, cuando vino a despedirse de doña Clarita, por el solo hecho de llamar a la puerta del frente.
¡Cómo tú atreves!, trató de correrlo Frida. ¡Peones sólo usan el puerta de atrás!
Eso había sucedido más temprano, a poco de comenzar la cena. Fue un verdadero escándalo, sobre todo porque el gauchito no quiso acatar la directiva. De forma amable pero firme se quedó donde estaba.
Eso es culpa de Bernardo, que trata a su gente con mano demasiado blando, dijo Herr Neumann. Luego toman atribuciones.
Querido Klaus, no digas eso, le recriminó su esposa.
¡Oh, tú sabes que quiero a Bernardo como si él es nuestro hijo! Si no es por su ayuda, tal vez este campo ya no es más de nosotros, teníamos que vender a esos canallas Mendieta Braunstein, dijo Herr Neumann. Pero verdad es verdad, siguió el viejecillo. Bernardo trata a empleados suyos como familia, y empleados ellos vuelven confianzudos. Mal ejemplo que contagia, luego otros peones quieren hacer mismo también.
Doña Clarita dio un sorbo a su copa y no dijo nada. Dependía de la hospitalidad de aquellos carcamanes. Sin contar que debían llevarla al otro día en su automóvil hasta el puerto.
Patrones son patrones y peones son peones, declaró el viejo. ¡Cada uno en su lugar!
No le importaba decirlo delante de sus propias criadas, la enorme Frida y la delgada indiecita, quienes, después de servir los platos y llenar las copas, se mantenían una cada lado de la mesa, firmes como postes.
Los cubiertos tintineaban contra los platos de porcelana, al cortar las costeletas. Herr Neumann se limpió las comisuras con la servilleta y, al cabo de un instante dijo:
Espero, Señora, que ese gauchito atrevido no le haya faltado a Usted el respeto, durante viaje…
Doña Clarita terminó de masticar antes de responderle.
¿Quién? ¿Inocencio? Oh, no, pierda cuidado. Se ha comportado como todo un caballero.
Ah, mejor así, mejor así… dijo el calvo viejecillo. Frau Klara dejó escapar un suspiro de alivio, como si ella también hubiera tenido esa inquietud y no se hubiera atrevido a preguntar.
Nunca se sabe, con estos criollos, dijo Herr Neumann. ¡Llevan el pecado en la sangre!
Poco le faltó a doña Clarita para sonreír. Sin proponérselo se abstrajo del lugar donde estaba. Su recuerdo voló a la cena de la noche anterior, en mitad de las montañas.
***
Una cena mucha más frugal fue la que tuvieron, ella e Inocencio, cuando hicieron noche a un costado del camino. Al pan y al fiambre que llevaban en las alforjas le agregaron unos huevos de pato colorado que el muchacho encontró a un costado del arroyo.
¿Cómo los vamos a cocinar?
No tenían una cazuela ni parrilla. Inocencio cortó un par de ramas y les sacó punta con el facón. Luego ensartó los huevos por uno de los extremos, sin hacer pasar la punta para el otro lado. Para sorpresa de doña Clarita, la cáscara no se rompió, ni el interior del huevo se derramó.
Sosténgalo así, arriba ‘el juego, Ñora.
¡Qué divertido! ¿Cuánto tiempo tardarán en cocinarse, Inocencio?
Un ratito.
Uí-uí-uíiiii…, gimió Bachicha, el perro que se les había pegado luego de cruzar el Arroyo Chicho, y los acompañaba desde entonces.
Uíiiii…
Pronto comeremos, Bachicha. Deja de estorbar.
La fogata no era muy nutrida. El muchacho había acomodado los palos separados, de modo que no largaran humo, y había rodeado el fuego con unas piedras, para que no se viera desde lejos. Tenía sus motivos para ser precavido. Esas huellas que había visto, en el último tramo del camino, no le gustaron para nada.
¿Temes que haya indios por aquí, Inocencio?
No, Ñora. Indios no.
El Paisanito hizo girar el huevo, para que se cociera parejo. Doña Clarita lo imitó. Sonriendo dijo:
No le temo a nada si estoy contigo, Inocencio. Sé que tú me cuidarás.
Ahí nomás se arrepintió de haber dicho semejante cursilería. ¿A qué estoy jugando?, pensó.
Desde pequeña había tenido sus líos con la servidumbre, esa es la verdad. Había algo en esos hombres morenos y viriles que la atraía con la fuerza de un imán. Encuentros clandestinos, romances que fueron puro fuego, mientras duraron, aunque luego terminaron en oprobio, o incluso en tragedia: el negrito Jacinto, el tucumano Ismael, o Emilio el chofer… ¿Es que nunca iba a aprender?
Sí, Ñora, dijo muy serio el Paisanito. Yo la cuidaré.
***
Precavidos como eran, los bandidos ya habían vendido la cabaña de Leleque, con sus tierras circundantes, aún antes de su encuentro con la policía. Tan inesperadamente como habían llegado, el trío de forajidos se esfumó, poniendo fin a sus actividades en la región. El botín obtenido en sus asaltos jamás fue recuperado. ¿Qué fue de sus vidas, después de aquella aventura? Etta Harrington volvió a su país, y llevó una existencia del todo respetable, luego de casarse con el contable de una tienda de forrajes de Santa Miquelita (California). De Buddy Chapman y el Wichita Kid, en cambio, no quedaron rastros fehacientes. Unos aseguran que viajaron a Australia, donde compraron un rancho de ovejas, con el dinero obtenido en sus correrías por el Sur argentino; otros que murieron en Bolivia, en un tiroteo contra una patrulla del ejército. En términos generales, quedó un buen recuerdo de ellos en la zona. Chapman y Wichita habían sido siempre amables y simpáticos, incluso con aquellos a quienes habían asaltado. Dejaban excelentes propinas por donde pasaban, y nunca se dieron aires de superioridad, como hacían otros gringos. Buddy Champman y el Wichita Kid pertenecieron a la última generación de ladrones-caballeros. Jamás le faltaron el respeto a una dama, y en los más de diez atracos que se les atribuyen no dejaron ni un muerto. La rapidez con que huían les evitó enfrentamientos de gran envergadura, y con su proverbial puntería apenas si hubo que lamentar un par de heridos leves.
Con el tiempo fueron cayendo en el olvido. No volvió a hablarse de Chapman y Wichita hasta unos nueve o diez años después, cuando dos supuestos estancieros ingleses se presentaron en la sucursal del Banco de Crédito de Olavarría. Pidieron hablar con el gerente, que los hizo pasar a su oficina. La charla se prolongó, entre frases de cortesía y tazas de café. No fue sino un simple cajero, un joven que había cursado sus estudios en Birmingham, el que advirtió que algo raro había en aquel dúo. En una nota le advirtió al gerente que ese par de sujetos no hablaban entre ellos en un inglés del todo británico, sino más bien con un acento del Sur de los Estados Unidos. Antes de que se pudiera advertir a los guardias, los gringos sacaron sus armas. Todos temblaron de miedo.
Con las manos en alto, uno de los escribientes gritó:
¡Hagan lo que dicen! ¡Son Buddy Chapman y el Chico Wichita!
***
La cena en casa de los Neumann llegó a su final. Tras despedirse de sus anfitriones, doña Clarita siguió a Frida por el oscuro corredor. La fornida Criada iluminaba el camino con una palmatoria. Sus pasos retumbaban, contundentes, sobre el piso de madera.
Por aquí, Madame.
Doña Clarita estaba un poco aturdida, por el cansancio, por el alcohol, por el cúmulo de emociones que había vivido en aquel largo, largo día. Las caderas le dolían, a causa de la larga marcha a caballo, a la que no estaba acostumbrada, y también tenía algo de jaqueca.
Frida se detuvo, frente a la puerta del cuarto de invitados. Empujó la puerta, que se abrió con un rechinar de bisagras.
Adelante, Madame. Su cama está listo.
El cuarto de invitados parecía menos acogedor, de noche, sin otra luz que esa única vela. Daba un poco de miedo. Doña Clarita se llevó una mano a la sien.
Escucha… ¿Cómo era tu nombre?
Frida, Madame, hizo una reverencia la mujer. Para servir a Usted.
¿No tendrás por casualidad una aspirina? Se me parte la cabeza.
Sí, Madame. Sólo espera momento. Vuelvo al tiro.
Ni bien salió, doña Clarita tanteó la manilla de la ventana. Estaba dura como piedra. Casi se lastimó las manos, tratando de hacerla girar.
¿Madame?, preguntó extrañada Frida.
Doña Clarita no la había escuchado regresar.
Abre un poco la ventana, ¿quieres? Una se ahoga, aquí.
Frida dejó el platito con las dos aspirinas y el vaso de agua sobre la mesa de noche.
¿Está seguro? Es noche frío, Madame…
No le costó nada, a la corpulenta criada, hacer girar la manilla de bronce. Una corriente de aire helado entró en la habitación. La llama de la vela vaciló.
¿Gusta así, Madame?
Sí, gracias. La entornaré un poco.
Ayudo a Usted a desvestir, Madame…
No, gracias. Lo haré yo sola.
La sombra de la decepción se pintó en los rasgos algo toscos de la Criada.
¿Usted seguro?
Sí, sí…
¿Quiere Usted que yo cepillo pelo, antes de dormir?
No, te lo agradezco.
Frida seguía parada frente a ella, mirándola de manera intensa, como la miraban a veces los hombres. Algunos hombres. La vela que la iluminaba desde abajo le daba a su rostro un no sé qué de siniestro.
Tiene Usted pelo tan bello, Madame…
Frida extendió su mano, gruesa como una horma de queso de Baviera, y tomó delicadamente uno de sus bucles.
Y yo tengo cepillo aquí, Madame…
Gracias, pero no, se echó hacia atrás doña Clarita, evitando el contacto físico.
Si Usted cambia idea, sólo suena campanilla, Madame. Yo viene sofort, no importa el hora...
Frida, le dijo doña Clarita.
¿Sí, Madame?, abrió los ojos esperanzados la Criada tedesca.
Lárgate.
Sí, Madame, hizo una reverencia la mujer, y finalmente salió. Sus pisotones resonaron otra vez en el corredor. Doña Clarita se recostó, con la ropa puesta, encima de las cobijas. Se escucharon más pasos, en algún lugar de la casa, puertas que se abrían. Doña Clarita rememoró la conversación que había tenido durante la cena con su anfitrión.
¿Es que acaso ese gauchito se propasó con Usted, Señora?
No, viejo idiota, tuvo ganas de responderle doña Clarita, ¡Fui yo la que me propasé con él!
Ahora que estaba recostada en esa confortable cama, con la protección que le daban esas cuatro paredes, y ese techo de tablas cepilladas, doña Clarita extrañaba su lecho de la noche anterior, tirada en el puro suelo, sin más techo con un cielo con todas las estrellas.
***
¡Son deliciosos, Inocencio!
Los huevos de pato estuvieron exquisitos. Con un trozo de pan y poco sal, resultaron ser un verdadero manjar.
Uí-uí-uíiiii…
¡Basta, Bachicha! Tú ya comiste.
Fuera de su pequeña fogata todo era oscuridad, a orillas del Arroyo Grande. El rumor de las aguas se dejaba oír, como una lejana melodía, tapado por el más cercano crepitar de la leña.
Terminado que hubo de comer, doña Clarita se echó de costado, sobre su cuero de oveja, usando la montura del caballo por almohada.
¡Mira cuántas estrellas, Inocencio!
Inocencio miró hacia arriba. Rara vez lo hacía. Ella dijo:
Jamás puede verse un cielo como este en la ciudad…
Es verdad, dijo el muchacho.
Doña Clarita dio un sorbo a la petaca de anís que se había traído para combatir el frío.
¿Has estado en una ciudad, alguna vez, Inocencio?
Pues… No, admitió el Paisanito.
Doña Clarita se largó una carcajada. Él se rio también, sin saber muy bien por qué.
Uí-uí-uíiiii… Uíiiii…
De tanto cargosear, Bachicha se ligó otro bocado. Meneaba el rabo, emocionado. Su único ojo parpadeaba de satisfacción.
¿No te da curiosidad, saber cómo es vivir en una ciudad, Inocencio?
El Paisanito se lo pensó un momento. Él ya había terminado de comer, y como postre se había liado un cigarrillo.
¿Pa qué viá vivir en la ciudá, pos Ñora?
¿Cómo para qué? Para tener un trabajo menos sufrido que el que tienes, Inocencio… Para conocer otros lugares, conocer gente. Instruirte, aprender a leer…
Inocencio dejó salir el humo de su cigarrillo.
Yo ya sé leer, Ñora.
¿De verdad?
La Viuda dio otro trago a su frasco de licor, el cual tomaba por prescripción médica únicamente.
Ah... No lo sabía.
Inocencio no se dio por ofendido. Dijo:
Don Bernardo nos traía todos los años un máistro, pa que nos enseñara las letras. A mí, al Martiniano, a la Abelarda…
Mira qué bien…
Ña Irenita, que en paz descanse, decía que pa qué querían los piones leer, que era puro perder el tiempo, pero don Bernardo porfió.
Inocencio dejó caer la ceniza de su cigarrillo. A modo de conclusión agregó: Jué la única vez que don Bernardo se salió con la suya…
Doña Clarita sonrió. Se recostó un poco más sobre el vellón, hasta quedar completamente horizontal. Su pecho subía y bajaba, al ritmo de su respiración. Entrecerró los ojos. Ven aquí, muchachito, parecía decirle. Ven aquí, abrázame…
Incapaz de sostenerle la mirada, el muchacho bajó la vista. Revolvió las brasas con la rama que usaba como atizador. Como si acabara de recordar un detalle sin mucha importancia, dijo:
También vino una profesora, a la Estancia, un invierno, pa darme clase a mí solo nomá...
Doña Clarita volvió a dar otro trago, algo resignada.
¿Un profesora?
Sí, dijo el Paisanito. Un ñora de lentes, pa que me enseñara las cosas que el máistro no sabía.
¿Ah, sí? ¿Qué cosas?
Inocencio se quedó mirando la punta del cigarrillo.
Cosas… Respondió, respondió el muchacho. Análisis matemático, geometría descritiva…
A la Viuda le pareció que había escuchado mal.
Ecuaciones diferenciales, logarimos… Tóas esa cuestione…
A doña Clarita se le quedó el frasco a medio camino.
¿Logaritmos, dijiste?
Los ojos del muchacho se iluminaron. Por fin alguien parecía entender de lo que hablaba.
¡Pídame que le calcule el logarimo de un número, Ñora, en cualquier base, y se lo saco con dos decimale! ¡Sin escribir náa en un papel, en el aire nomá…!
Doña Clarita se quedó con la boca abierta. Guardó la petaca de licor. Ya había bebido demasiado.
Mi querido muchacho, no tengo idea de lo que estás diciendo. Sólo sé que Carlos hablaba todo el tiempo de esas cosas, con sus compañeros de la facultad…
La sonrisa se desvaneció del rostro del muchacho. Atizó las brasas otra vez. Unas cuantas chispas se levantaron.
¿Carlos?
Doña Clarita se quedó mirando el fuego. Dio la impresión de que no lo había escuchado, o que no iba a contestarle. Con la voz algo apagada al fin dijo:
Es alguien a quien amé, hace mucho, mucho tiempo… Ya está muerto.
***
La noticia salió en los periódicos: Buddy Chapman y el Wichita Kid habían vuelto a las andadas. Asaltaron un casino en Río Colorado, y la oficina de una empacadora de frutas en el Alto Valle.
¡Diario! ¡Diario! ¡Crítica, La Razón diario!
En realidad se trataba de otros dos norteamericanos, empleados de una compañía forestal de Santa Fe, que luego de ser despedidos por borrachos e incompetentes, decidieron hacer del delito su profesión permanente, en vez de tan sólo una actividad ocasional.
¡Chapman y Wichita atacan otra vez!
La confusión les jugó a su favor. Habían pasado casi diez años, y pocos recordaban cómo eran los célebres bandidos. La fama de su infalible puntería sirvió para tener a raya a las partidas policiales, ya que al detectarlos los milicos les disparaban desde lejos, dándoles tiempo a escaparse. La conocida generosidad de Chapman y Wichita les abrió muchas puertas.
¿Y qué pasó con la muchacha que los acompañaba? ¿Ya no está con ustedes?
Pues no…
Para reforzar el equívoco, los dos impostores comenzaron a vestirse como los bandidos originales, uno como un cowboy pasado de moda, el otro como un señorito de ciudad.
¡Manos arriba! ¡Esto es un asalto!
Tal vez alguien notó que su puntería no era tan buena, y que como jinetes no eran nada del otro mundo. El tiempo los había vuelto tacaños y bastantes chapuceros. En una ocasión olvidaron dejar los caballos de recambio, lo que hizo que por poco no les echaran el guante. Otra vez se perdieron, y casi mueren de sed en medio del desierto. No sólo eran ineptos, sino también crueles. En un toldo de Cholila forzaron a la hija de un cacique que les había dado hospitalidad, y mataron al indiecito que trató de defenderla. Durante el asalto a una empresa de transportes de Esquel asesinaron de un tiro en el pecho a un médico galés, porque no quiso darles la combinación de la caja de caudales.
Esto va de mal en peor. Debemos abandonar este maldito país…
Los falsos Chapman y Wichita ansiaban un último golpe, para empezar su vida de millonarios en otro lugar, tal y como había ocurrido con sus antecesores. ¿Pero cómo iban a hacer? ¿Y dónde?
El empleado administrativo de una estancia de Neuquén, un granuja que jugaba con ellos al póker, en uno de los aguantaderos donde paraban, se descolgó una noche con una propuesta más que tentadora.
Un secuestro, les dijo.
¿Un secuestro?, preguntaron los dos bandidos al mismo tiempo. ¿A quién?
Se los diré, si me prometen una buena tajada.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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