El muchacho estaba loco por ella, eso era evidente. A doña Clarita le dio algo de ternura. ¡Era tan joven!
Güeno… yo me voy pa’l galpón, nomás, Ñora…
No sólo la edad, todo los separaba. Ella una mujer de la Gran Ciudad, él un chico de ahí del campo. Ella una dama de Alta Sociedad, él un gaucho sin más posesiones que su caballo y su facón. Ella alta, orgullosa, de piel blanca como la leche; él bajito y moreno, tímido a más no poder.
Gracias, Inocencio. Muchas gracias por todo…
El Paisanito se tocó el ala del sombrero y amagó a sonreír.
Era el momento de la despedida. Después de todo lo que habían vivido, en aquellos dos días (y una noche) que habían pasado juntos; de los sustos y también las alegrías; de esa fogata en medio de las montañas, bajo un cielo con tantas estrellas como doña Clarita no había visto jamás…
Eres un joven excelente, Inocencio. Jamás te olvidaré.
Uí-uí-uíiiii…, se puso a lloriquear Bachicha, que iba y venía entre la Viuda y el Paisanito. Le lamía la mano a uno, se le metía entre los pliegues del vestido a la otra.
Uí-uí-uíiiii…
Feo y tonto como era, expresaba sus sentimientos mejor que ellos dos. Su único ojo pestañeaba repetidas veces, como diciendo: ¡No nos separemos! ¡Sigamos juntos! ¡Seremos muy felices los tres!
Doña Clarita estuvo a punto de decir algo cuando, a sus espaldas, la puerta de la casa se abrió.
Señora González, la mesa está servida.
¿Qué? Sí, ya voy.
Inocencio volvía al galpón, con los peones, los ovejeros: sus iguales. Doña Clarita iba a pasar la noche en el cuarto de invitados de los Neumann. Un automóvil la trasladaría al día siguiente a Puerto San Julián, para que se embarcara rumbo a Buenos Aires.
Adiós, Ñora…
Inocencio se alejó, con su paso algo bamboleante, propio de alguien más acostumbrado a andar a caballo que a caminar.
No podía dejarlo ir así. Con la voz embargada por la emoción, doña Clarita exclamó:
¡Inocencio!
***
Habían llegado hacía poco más de una hora a casa de los Neumann, un matrimonio de austriácos amigos de Bernardo, encargados de una estancia de dimensiones algo modestas para lo que era esa zona, apenas diez mil hectáreas.
¡Buenas tardes nos dé Dios!, salió a darle la bienvenida la anciana dueña de casa, que aún sin la carta de recomendación de Bernardo la hubiera recibido con los brazos abiertos. Vivían tan lejos de la Civilización, y sus oportunidades de charlar con otra mujer de su condición social eran tan escasas…
Pues yo me llamo Klara, igual que Usted, sólo que con letra K. Somos… ¿cómo se dice?
Tocayas.
¡Eso!
Doña Clarita aún tenía puesto su grueso poncho sureño y las bombachas de gaucho que le habían servido para burlar a la patrulla policial; el sombrero no, se le había volado durante la fuga. En su lugar llevaba la boina colorada de Inocencio, su guía en aquella travesía, su protector.
Iban cubiertos de polvo, tanto ella como él, con el sudor de dos jornadas de un viaje por demás accidentado.
Ha llegado justo, pronto vamos a cenar, dijo Frau Neumann. No se preocupe, siempre hacemos comida de más... ¿No quiere refrescarse, primero?
Pues sí, se lo agradecería, dijo doña Clarita.
Frau Klara dio en su idioma las órdenes a la criada, una alemana rolliza y fuerte como un buey, que llevó ella sola el equipaje de doña Clarita a su cuarto. La misma Frida encendió el brasero y la ayudó a desvestirse, mientras otra criada, una jovencita tehuelche, traía los baldes de agua caliente.
Mi nombre Frida, Madame. Todo que Usted quiere, sólo pide.
La propia Frida echó en la bañadera sales aromáticas y una buena cantidad de jabón de copra, luego se puso de rodillas y revolvió el agua con su robusto brazo, hasta formar una gruesa capa de espuma.
Ah… exclamó doña Clarita, ni bien se sumergió.
¿Mucho caliente, Madame?
No… Así está bien…
Las últimas luces de la tarde se filtraban a través de las cortinas. Doña Clarita apoyó la cabeza en el borde de la tina, sintiendo como sus miembros se relajaban, mientras Frida le pasaba una esponja muy suave por el cuerpo.
A Doña Clarita le parecía increíble el estar otra vez en un lugar tan acogedor, sin un rasguño siquiera, después de todo lo que había pasado. De sólo pensar que ahora mismo podía estar tirada en el piso de una celda, o desgarrada por las fieras, o, peor aún…
Gracias, Dios mío, elevó la Viuda una plegaria, desde su cálido baño de burbujas. Mi vida va a ser diferente a partir de ahora. Voy a cambiar. Voy a ser mejor…
***
Sí, fue por un pelo que se escaparon de la patrulla policial, Inocencio y ella. Los milicos pasaron en el veloz auto de don Moisés, justo por al lado de ella, sin adivinar de quién se trataba. Aquel disfraz de gaucho había dado resultado.
Brrrrrmmmm…, rugió el motor de seis cilindros del Pierce Arrow. A doña Clarita se le heló la sangre en las venas. Estaba segura de que el policía de bigotes la había visto, y la había reconocido. El miedo la paralizó. De no ser por Inocencio, que la hizo pasarse a su caballo, y cabalgó veloz como el viento, todo hubiera terminado de la peor manera.
¡Arre!
El otro caballo los seguía, atado por el cabresto. No había tiempo que perder. En cuanto el auto llegara a la Estancia y se descubriera el engaño, sin duda vendrían tras de ella. El policía más viejo podía haberla protegido, dada su amistad con Bernardo, pero los demás no tendrían tantas contemplaciones.
¡Arre, Lucero!
En su vida cabalgado doña Clarita a tal velocidad. El vértigo se apoderó de ella. Cerró los ojos, apretó las mandíbulas…
¡Inocencio!
Se aferraba con toda su fuerza al fino talle de su guía. Acercó su boca a la oreja del muchacho.
¡Inocencio! ¡Más despacio!
Inocencio no le hizo caso. Llegados al final de la Laguna torcieron a la izquierda, por una huella abierta entre los yuyos. Era poco probable que un automóvil pudiera seguirlos por allí.
¡Inocencio! ¡Por favor…!
Recién cuando consideró que estaban fuera de peligro dejó el Paisanito de apurar a su caballo. Dieron la vuelta completa a la laguna, llegaron a una zona arbolada.
Oooo… Oooo… tiró de las riendas el muchacho.
Debía darle un descanso a Lucero, que ya estaba cubierto de sudor. Aún prendida como abrojo, doña Clarita exclamó.
Inocencio… Quiero bajar…
El Gauchito no le respondió. Era él el que ahora sufría algo parecido al vértigo. El aliento de doña Clarita le quemaba la oreja. Su pelo se le metía entre los labios. Pese a las varias capas de tela, podía sentir los pechos de la Viuda clavársele en la espalda… Jamás había estado tan cerca de una mujer, desde que salió de la panza de su mamá.
¿Inocencio? ¿Me escuchás? ¡No aguanto más!
¿Qué? Sí, Ñora…
El Paisanito desensilló y luego la ayudó a bajar, sosteniéndola de las caderas.
Espérame aquí, quieres.
Sí, Ñora…
Doña Clarita se perdió tras unos arbustos, no tan lejos como hubiera querido, pronto se escuchó el rumor de una pequeña cascada. Inocencio miró para otro lado. Sacó el cigarrillo que llevaba encima de la oreja e intentó encenderlo. No lo logró. El fósforo le temblaba entre los dedos.
¡Inocencio!
Inocencio miró para atrás. La cabeza de doña Clarita había surgido de entre medio de las matas.
¿Lo escuchas?
El Paisanito terminó por oírlo él también: el bramido del motor, lejano pero inconfundible. El rojo automóvil había vuelto a aparecer, al otro lado de la laguna. Su silueta se deslizaba como un flecha, reflejada por las aguas. Por encima se alcanzaban a distinguir, como puntitos, las azules gorras de los policías.
¡Son ellos!
Inocencio no hizo por esconderse, ni por ocultar a los caballos. Al contrario, les aflojó la cincha, para que descansaran un poco.
No pueden vernos, Ñora.
¿Estás seguro?
Tamos lejo, con el sol de frente…
Doña Clarita se acercó, acomodándose la ropa.
Sí, creo que tienes razón, dijo.
Sin embargo, cuando iba más o menos por la mitad de la laguna, el automóvil se detuvo.
***
¿Adónde? Yo no veo nada.
¡Allí!
El brioso Teniente Rojas saltó del auto y corrió por el camino de tierra apisonada. Buscó entre los yuyos del costado. Su vista no lo había engañado.
¡Mire!
Levantó el sombrero caído a un costado del camino.
¡Eran ellos! ¡Pasaron por aquí!
El Comisario Chamorro resopló fastidiado, y cruzó una mirada con el pelirrojo Chofer.
Eso ya lo sabíamos, dijo.
No eran cuatro los policías que volvían de la Estancia, sino tan sólo tres. El Cabo Agapito no había regresado de su inspección en la cocina. Fue inútil que lo buscaran, no aparecía por ningún lado. El Teniente Rojas decidió que partieran sin él. Que se las arreglara por sus propios medios para volver a la ciudad.
¡En marcha! ¡No hay tiempo que perder!
El Pelirrojo metió primera, y el automóvil se puso en movimiento otra vez. Ninguno de los policías decía una palabra. El Comisario se había sentado esta vez en el asiento delantero, lo más lejos posible del Teniente Rojas. Ya no soportaba a ese mocoso pedante, que había dejado tan mal parado el prestigio de la institución policial, permitiendo que le dieran un puñetazo y que le quitaran el revólver.
Al Agente Chino, por lo tanto, no le quedó más remedio que sentarse atrás. Se lo veía menos animado, ahora que no estaba el Cabo Agapito para hacerle compañía. Por una vez que lograba hacer un amigo…
¡Tenemos que atrapar a esa asesina!, mascullaba el Teniente Rojas. ¡Tenemos que alcanzarla, cueste lo que cueste!
Debía vengar esa humillación. Cruzar la frontera, aún sin el permiso correspondiente. A ir hasta el fin del mundo, si era necesario.
Nadie más, en aquella comitiva, compartía su entusiasmo. Menos que nadie el viejo Comisario, quien notó que las huellas de los fugitivos habían desaparecido del camino, pasada la laguna. No dijo nada. A ver si podía descubrirlo por su cuenta, el citadino, ya que era tan listo.
¡Ah! ¡Ahí están!
Con alivio comprobó el Comisario que sus caballos seguían donde los habían dejado, atados a la rama más baja de un cóihue. Tocó en el brazo del Chofer:
Párate por aquí, por favor.
¿Qué? ¿Por qué?, chilló desde atrás el Teniente Rojas.
Aquí nos quedamos.
¡No puede dejar esta misión ahora! ¡Es una orden!
Fue inútil que insistiera. Por más galones que tuviese, su ojo en compota y su falta de poder de fuego le habían quitado toda autoridad.
Abajo, Chino.
Sí, Comesario, dijo el Agente Chino, que de tanto forzar la manija de la puerta para el lado equivocado la terminó por romper.
¡Qué hace, animal!, gritó el Chofer.
Al Agente Chino no le quedó más remedio que pasar por encima de la puerta, para poder salir. No tenía la agilidad suficiente, el Comisario Chamorro lo ayudó.
¡Está ensuciando el tapizado!, chilló el Chofer.
¡Esto le costará muy caro, Comisario! ¡Le advierto que…! ¡Les advierto a los dos!
El Teniente saltó a su vez de la máquina, dando al salir tal portazo que hizo temblar la carrocería. Evaristo, el pelirrojo Chofer, apretó los ojos, en un gesto de dolor.
¡Vuelvan acá!, corrió tras sus díscolos subalternos el Teniente. ¡Soy su superior! ¡Deben obedecer!
Nada. Los agentes de la patrulla rural desataron sus caballos y montaron, cada cual a su turno.
¡Déjeme su revólver, al menos!
Al Comisario Chamorro poco le faltó para sonreír, como si hubiera escuchado un chiste.
A espaldas de ellos, el Pierce Arrow volvió a ponerse en marcha. Era uno de esos automóviles modernos, a los que no hacía falta darles manija para que arrancaran: con apretar un botón alcanzaba. Los tres policías se dieron vuelta al mismo tiempo, justo para ver cómo el coche salía disparado.
¿Qué diablos haces?, gritó el Teniente.
Las ruedas traseras giraron, arrojando una buena cantidad de pedregullo.
¡Maldito! ¡Lo pagarás!
Fue inútil que gritara. Una nube de polvo lo cubrió.
BRRRRRMMMM…., se perdió el automóvil camino abajo, sin otra tripulación que el propio Chofer.
¿Y ahora, cómo vuelvo a la ciudad?, se preguntó el Teniente Rojas. Los dos milicos de la patrulla rural se miraron entre sí.
Venga conmego, pos Tenente, se palmeó el muslo el Agente Chino, indicándole la parte delantera de su apero. Súbase nomáj. Dejpacito, vamoj a llegar…
***
Doña Clarita e Inocencio retomaron su camino, cada uno en su propio caballo. A ella le hubiera gustado seguir en el mismo. Era mucho más aliviado. Sin embargo, él se hizo el desentendido, cuando doña Clarita se lo sugirió. Sin decir una palabra la ayudó a subirse al tobiano que le había preparado para aquella travesía, y luego se subió al caballo de él.
¿Y a este, qué bicho le picó?, se preguntó la Viuda.
Un muchacho un poco raro. Doña Clarita no sabía qué pensar. Cierto es que, en el mes y pico que había pasado en la Estancia, ella apenas si había reparado en Inocencio. Ni se había dignado a dirigirle la palabra, las veces que se lo cruzó. A sus ojos no era más que un peón rural, un simple campesino, sólo bueno para el trabajo bruto. En Buenos Aires la gente solía reírse de sujetos como ese, cuando los veía espantarse al paso de un tranvía, o quedarse con la boca abierta delante de una victrola. Aquí en el medio de la Cordillera, en cambio, era ella la que se asustaba de todo. Era ella la que debía causar risa.
Ay… ay… ay…
La parte llana del camino terminó. Se internaron por un cañadón, siguiendo el sendero que bordeaba un arroyo. De a poco fueron ganando altura. En uno de los recodos doña Clarita miró hacia atrás y vio la Laguna de los flamencos completa, bien chiquita. El paso se hacía más angosto. Más que caballos, les hubiera hecho falta un par de mulas para pasar por allí.
Ay… me caigo…, se resbalaba sobre su montura doña Clarita.
El aire se hacía más frío. Ya no se veía nieve sólo en lo alto de los cerros, sino también en los bordes del sendero. Los cascos hacían un sonido apagado al pisar los blancos manchones, que el tibio sol de la Cordillera no alcanzaba a derretir.
¡I… Inocencio!, susurró doña Clarita, con voz temblorosa. Mira… allí…
Inocencio ya lo había visto. Un gigantesco gato, sentado sobre un tronco, no lejos de donde ellos pasaban. Su pelaje color miel brillaba con los reflejos de la tarde; las puntas de sus bigotes se mecían al ritmo de su respiración.
Ah, es un tigre, dijo Inocencio.
No debía de ser un tigre, sino un puma, aunque de poco valía entrar en detalles ahora.
No se priocupe, Ñora. No le hará daño.
Con los ojos fijos en ella, el enorme felino parpadeó.
¿Tú crees?
No atacan los crestianos de a caballo, dijo el muchacho.
Doña Clarita se sintió de pronto menos segura sobre su montura. Se sujetó con fuerza del cabezal, y apretó las piernas contra los flancos. El tigre, como lo llamaba Inocencio, los siguió con la vista, sin moverse de su sitio.
Espera, Inocencio. No te adelantes mucho…
***
Poco le faltó para quedarse dormida, en la tina de baño, mientras Frida le masajeaba el cuero cabelludo con sus dedos pálidos y regordetes, como salchichas de leberwurst. Con paciencia extraía de su larga cabellera negra briznas de pasto, arenilla, algunos abrojos. Cada tanto la criada más joven llegaba con un nuevo balde de agua caliente, para renovar la que se iba enfriando.
Ah… qué placer…
Mal de su grado salió doña Clarita de la bañadera, en consideración a sus anfitriones, que la esperaban para cenar. Dejó que las criadas la secaran y la vistieran como a una muñeca. Doña Clarita decidió usar su vestido color guinda, el último que se había hecho confeccionar, antes de empezaran sus desgracias. Se miró al espejo, de un lado y de otro. Que Gerardo la perdone, pero no iba ponerse aquel vestido negro de viuda nunca más.
¡Oh! ¿Esto para mí?, exclamó la Criada, cuando doña Clarita le dijo que se lo regalaba. ¡Gracias, meine Liebling Dame!, se emocionó hasta las lágrimas la buena mujer. ¡Vielen Dank!
Era una prenda de una hechura impecable, con una tela de la mejor calidad. Iba a tener que reformarlo unos cuantos talles para que le entrara, eso sí.
Por aquí, Madame…
Doña Clarita la siguió por el pasillo. La de los Neumann era una casa más chica que la de Bernardo, con un mobiliario más modesto, pero limpia y ordenada como la que más. En el comedor habían encendido todos los candiles y candelabros, algo que no debían de hacer todas las noches. Frau Neumann y su marido se habían puestos sus mejores atuendos, como si asistieran a un baile.
Son Ustedes muy amables, dijo doña Clarita. No debieron molestarse…
Mein Gott! ¡Es Usted hermosa!, exclamó juntando las manos Frau Neumann, al verla esta vez bien vestida y maquillada.
Su marido, un viejecillo de cabeza pelada como un huevo, dijo sonriendo:
No es para menos, si nos la envía Bernardo…
Se sirvieron cocktails antes de la cena, como si estuvieran en la ciudad. Charlaron de esto y aquello. Se mencionaron algunos conocidos comunes, de Punta Arenas e incluso de Buenos Aires. Las criadas pusieron los platos para la cena. Estaban por sentarse a la mesa, cuando se escuchó una especie de gemido, al que nadie más que doña Clarita prestó atención.
Uí-uí-uíiiii…
Doña Clarita reconoció el lloriqueo de Bachicha, allá afuera. Por la ventana alcanzó a ver, con la poca luz que aún quedaba, la delgada figura de Inocencio, que se acercaba a la puerta del frente.
Si me disculpan, dijo doña Clarita. Enseguida regreso.
***
Bachicha los seguía desde la tarde anterior. Un perro muy poco agraciado, desde el punto de vista estético, y quejoso como él solo, que se les había pegado como lapa, después de que cruzaran el Arroyo Chico.
Un arroyo no tan chico, en esa época del año: el deshielo de primavera lo había convertido en un auténtico río. Inocencio buscó un tramo donde se lo pudiera vadear sin peligro.
Doña Clarita ya iba algo más segura sobre su caballo, para entonces. No se asustó tanto, cuando su tobiano avanzó con el agua hasta las rodillas, sobre el lecho de cantos rodados. Los caballos se acomodaron ellos solos de frente a la corriente, avanzando hacia la otra orilla con pequeños pasos diagonales.
Esta agua debe estar helada, Inocencio…
La parte más difícil pasó. Los caballos treparon por el repecho, felices de encontrarse al seco otra vez.
Lo estoy haciendo mejor, ¿verdad Inocencio?
Sí, Ñora, dijo el Paisanito.
Al menos, no me quejo tanto…
El sol empezaba a caer, tiñendo de amarillo las nubes que colgaban sobre el valle.
Clop, clop, clop, avanzaba despacio los caballos. Doña Clarita aspiró profundamente, llenando su pecho de una inesperada sensación de bienestar. Se sintió dichosa, sin proponérselo comenzó a cantar:
Llévelo usted señorito,
que no vale más que un real…
Inocencio volteó la cabeza, sorprendido. La volvió a enderezar.
Compremé usted este ramito,
compremé usted este ramito,
pa lucirlo en el ojal…
No tenía una voz del todo afinada, pero cantaba con mucho sentimiento.
Clop, clop, clop…
¿Por qué vas tan callado, Inocencio? ¿Estás enfadado conmigo?
El gauchito se dio vuelta.
¿Enfadado? No, Ñora…
¿He dicho algo que te molestó? Soy muy tonta, hablo demasiado…
El Paisanito dio un leve tirón a sus riendas, hasta poner su caballo a la par.
No diga eso, Ñora. Usté no és náa tonta. Usté es…
Definitivamente, no era un muchacho dotado del don de la palabra, pensó la Viuda.
Avanzaban al paso, entre unas matas de michai, que alegraban el paisaje con sus flores. Tal vez inspirado por la canción que doña Clarita acababa de cantar, joven se inclinó y desgajó una ramita.
¿Para mí? ¡Gracias, Inocencio!
La Viuda se colocó las florecillas en el pelo, poco más abajo de la boina.
¿Cómo me quedan?
Ay, Ñora…, suspiró el muchacho, mirándola embelesado. Los caballos se estremecieron, anticipando lo que estaba por suceder.
¡Gua-gua-gua-guá!
De la forma más inesperada, una jauría hizo su aparición. Una docena de perros cimarrones, de distintos tamaños y pelajes, se abalanzaron sobre ellos, enseñando los colmillos.
¡Gua-gua-gua-guá!
El caballo que llevaba a doña Clarita se paró sobre las patas traseras. Sólo por reflejo alcanzó la Viuda a agarrarse de las clinas.
¡Inocencio!
El Paisanito se metió con todo y caballo dentro de la jauría y comenzó a repartir talerazos.
¡Juira! ¡Juiiiira!
La lonja de cuero estallaba contra el lomo de los atrevidos canes. Bastó que le acertara un lonjazo al que debía de ser el líder, para que los demás se desbandaran.
Ay, Dios mío… Dios mío…
El corazón de doña Clarita parecía a punto de estallar. El muchacho se tiró de su caballo y la ayudó a desmontar.
¡Inocencio!
Se abrazó a Inocencio, al punto de no dejarlo respirar.
Ya-ya se jueron, Ñora. No-no volverán…
Ella se soltó, solo a medias. Sus pupilas bizqueaban, al mirarlo tan de cerca.
¿Estás seguro?
Que-quédese tranquila…, dijo Inocencio, embriagado por el aliento de la pulposa Viuda. No-no hay na-nada que temer…
Era algo más bajo que ella. Podía ver cada pequeño detalle de sus labios pintados de carmín, cada húmedo pliegue, cada voluptuosa convexidad...
¿Por qué no usaste tu revólver, Inocencio?
¿El revólver? Eran perros...
Los ojos de esa elegante y refinada dama de ciudad no ocultaban su admiración por ese humilde paisanito, a quién hasta hacía poco había considerado poco menos que un débil mental.
Eres tan valiente, Inocencio…
Doña Clarita le acarició el pelo, se inclinó hacia él, muy despacio…
Uí-uí-uíiiii…
Alarmada, doña Clarita se enderezó.
¿Qué fue eso?
Algo se movía, detrás de los arbustos. Inocencio se había quedado con los ojos cerrados, la boca abierta entreabierta. Su corazón había dejado por un instante de latir.
Alguien anda por ahí, dijo doña Clarita, aún abrazada a él, pero mirando para otro lado. ¡Mira! ¡Allí!
***
La Criada trató de correrlo, sin mayor resultado.
¡Peones no vienen por la frente del casa! ¡Ve por el puerta de atrás!
Inocencio se quedó donde estaba. Mansito y todo como era, no se dejaba mandonear.
¿No escuchas qué yo dice? ¡No puedes venir por aquí!
El muchacho no hizo por moverse. En la estancia de don Bernardo, desde los peones hasta los visitantes más ilustres habían usado siempre la misma entrada.
¡Fuera de aquí! Raus!
Uí-uí-uíiiii, empezó a mover la cola y a dar saltitos el Bachicha, al ver aparecer a doña Clarita.
Está bien, Frida, yo me encargo, dijo la Viuda, que bajó los tres escalones hasta donde ellos estaban.
Sí, Madame, agachó la cabeza la Criada y se metió dentro de la casa, no sin echarle al Paisanito una última mirada amenazante.
Inocencio…, bajó los tres escalones y se acercó hasta él la Viuda.
Ña Clarita…
Inocencio también estaba bien limpio, con el pelo peinado hacia atrás, una camisa distinta y un pañuelo a modo de corbata. Debía de haberse pegado una buena lavada, no en una bañadera con agua caliente, sino en un tacho de fierro, con agua fría del pozo nomás.
¡Estás muy guapo, Inocencio!
El Paisanito sonrió, avergonzado, sin saber qué responder.
¿Has comido?
En un rato, Ñora. Tan asando un cordero, señaló Inocencio con el pulgar hacía atrás. Por encima su hombro se veía a un grupo de peones alrededor de las brasas, pasándose el mate y mirándolos a ellos.
¿Estará tan bueno como los huevos que comimos anoche?, preguntó en broma doña Clarita, que sabía que también los Neumann los miraban desde la ventana del salón. No podían mostrarse demasiado cercana con él, sin despertar rumores. Habían vuelto cada uno a su mundo. Aquel viaje, aquella noche bajo las estrellas, todo eso iba a ser parte del pasado, a partir de ahora.
Mañana me güelvo pa la Estancia, Ñora, dijo el muchacho.
¿Cómo? ¿Tan pronto? Es peligroso, Inocencio. ¡Esos hombres pueden seguir ahí!
Voy a ir por otro camino, con unos troperos que bajan pa ese láo.
Ah… En ese caso…
La criada más joven salió a llamar a doña Clarita. La cena se iba a enfriar.
Sí, dijo la Viuda. Ya voy.
Era la hora de la despedida. Poco había que agregar. Uí-uí-uíiiii…, expresó la tristeza de ese momento Bachicha, mejor de lo que ellos dos lo podían hacer.
Nunca te olvidaré, Inocencio.
Inocencio se tocó el ala del sombrero.
Adiós, Ñora, dijo, y se alejó con su paso algo bamboleante.
Sus caminos se separaban para siempre. Doña Clarita sintió un nudo en la garganta. No podía dejarlo ir así.
¡Inocencio!
El joven se dio vuelta.
Inocencio… Hay un último favor que te quiero pedir...
¡Sí, Ña Clarita!, respondió de forma dramática el Paisanito. ¡Lo que sea!
***
Bachicha debió de haber formado parte de la jauría que los atacó más temprano; sólo que, por motivos que sólo él conocía, había tomado la decisión de desertar de su grupo de cimarrones para volverse a la Civilización. Dejar a sus camaradas de cuatro patas y seguir otra vez a los humanos.
Uí-uí-uíiiii…
¡Juira! ¡Juira perro!
Pobrecito… está lastimado, dijo doña Clarita.
Era más feo que la injusticia, con las piernas demasiado cortas para el tamaño de su cuerpo, el cuero despelechado y salpicado de lastimaduras, antiguas y recientes. Para colmo tuerto. Una lágrima seca le chorreaba de la cuenca vacía. Su otro ojo parpadeaba, ansioso. Todo su cuerpo se meneaba, como una anguila, rogando que lo aceptaran.
Uí-uí-uíiiii…
Debe tener hambre también…
La rodaja de salame que le arrojaron garantizó que ya no se lo sacaran de encima, por el resto del camino.
Se parece a Bachicha, un perro que tenía cuando era pequeña, dijo doña Clarita. Lo llamaremos Bachicha también, ¿qué te parece, Inocencio?
A Inocencio le daba igual. Ese maldito perro había arruinado el momento más romántico de su vida. Quién sabe si volvería a repetirse esa oportunidad.
Retomaron su camino, con el Bachicha detrás, que corría de un modo estrafalario, mientras trataba de alcanzar a los caballos.
Uí-uí-uíiiii…, lloriqueaba, cuando se iba quedando muy atrás.
¿Qué le habrá pasado en el ojo? Me pregunto si los otros perros lo lastimaron.
Al caer la tarde llegaron al Arroyo Grande, que más bien parecía un río, a causa de su caudal. El agua rebotaba contra las rocas, haciendo un barullo constante. ¿Cómo iban a pasar? Inocencio dijo que los caballos estaban acostumbrados. Llegado el caso, podían nadar.
¿Nadar? Eso no, Inocencio. Una gitana me dijo que me cuidara del agua, una vez.
El mismo Inocencio reconoció el arroyo estaba crecido, más de lo que él esperaba.
¿No habrá un puente por algún lugar?
No, Ñora. Por aquí no hay puentes.
¿Y entonces?
No era un mal lugar para pasar la noche. Ya buscarían un vado, río abajo, por la mañana. Inocencio aflojó les quitó las monturas a los caballos. Armaron una fogata junto a una pared rocosa, en medio de unos árboles, para protegerse de la helada.
Oye, Inocencio, no habrá fieras por aquí, ¿verdad?
Inocencio se tomó un momento para responderle.
Las fieras de dos patas, Ñora, dijo el muchacho. Esas son las peligrosas.
***
No hablaba por hablar. Había visto, en el último tramo, unas huellas que no le gustaron para nada. Pisadas frescas, de dos pingos de buena alzada, que se dirigían al Oeste. No había ningún camino por esa zona, nadie vivía por ahí.
¿Quiénes podían ser esos jinetes? ¿Qué andarían haciendo por esos pagos? Nada bueno, de seguro.
Uí-uí-uíiiii…
¡Apúrate, Bachicha! ¡Corre, corre!
No compartió Inocencio sus temores con doña Clarita, no quería alarmarla. Pero mantuvo los ojos bien abiertos, escrutando cada arbusto, cada recoveco entre las rocas. Apuró el paso, para llegar a los toldos de Churrinche, un indio amigo de don Bernardo, y tener un lugar seguro para pasar la noche. La crecida del arroyo estropeó sus planes.
¿Sucede algo, Inocencio? Te has puesto muy serio, de pronto.
No, Ña Clarita. No pasa náa.
***
Sus sospechas no eran infundadas. Dos caballos subían por una picada, en lo profundo del monte, en ese mismo momento. Sus jinetes eran dos hombres más bien altos, de hirsuta barba rubia uno de ellos, con un chaqueta con flecos en las mangas, pantalones de lona y puntudas botas texanas. En vez del sombrero de gaucho que solía verse por aquellas zonas tenía puesto un sombrero de cowboy, sujeto con una tira de cuero.
El jinete que venía más atrás, en cambio, llevaba un elegante traje gris de tres piezas, con una cadena de oro cruzándole el chaleco, y finos zapatos de cabritilla. Iba impecablemente afeitado y su pelo, algo menos rubio que el de su compañero, iba bien cortado y peinado con vaselina, al punto de parecer un casco. De no ser por el polvo del camino, podría habérselo tomado por un dandy de la ciudad.
¿Quieres dejar en paz ese maldito peine?, le dijo el más rubio, en un inglés con acento de Oklahoma, como tirando para el lado de Nebraska. Presta atención, ¿quieres? Hay algo que no me gusta por aquí.
¿De qué diablos hablas?
Caía la tarde. Poco les faltaba para llegar a su cabaña, en lo profundo del bosque.
¿Es que no lo ves? La chimenea está apagada.
Tal vez el indio se olvidó de prenderla.
Echaron mano a sus armas, justo cuando alguien gritó:
¡Buddy Chapman! ¡Chico Wichita! ¡Ríndanse, en nombre de la Ley!
¡Te lo dije!
Otros policías, con distintos uniformes. Otros fugitivos, con otros métodos de fuga.
¡Suelten sus armas! ¡Están rod…!
Los dos pistoleros abrieron fuego, uno con su winchester, el otro con sus dos revólveres, al tiempo que giraban en redondo y espoleaban a sus potros.
¡Giddy up!
Las balas volaron en todas las direcciones, haciendo añicos la habitual paz del lugar.
¡Ahí vienen!
Conocedores de la infalible puntería de los norteamericanos, los milicos que debían cortarles la retirada se pusieron a cubierto, y no comenzaron a dispararles hasta que ya consideraron que no corrían ningún peligro.
Pese al ruido y a las nubes de pólvora, no debieron lamentarse heridos, ni de un bando ni de otro.
Allí van. Hicimos lo que pudimos.
¡Cuando cuente en el pueblo que conocí a Buddy Chapman y al Wichita Kid!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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