Los policías ya estaban por dar alcance a la bella doña Clarita, también conocida como La Viuda Asesina; así, al menos, la habían llamado esa mañana en El Faro, el diario sensacionalista de Punta Arenas, donde se la acusaba de haber matado primero a su marido y luego a su amante. El artículo periodístico (escrito a base de conjeturas, plagado de conclusiones apresuradas y repleto de frases efectistas) había causado indignación en la ciudad. ¿Cómo podía esa despiadada asesina haberse escapado, de no ser por la ineptitud y la negligencia de las autoridades? Un quebradero de cabeza más para el Coronel Torres Abdala, Gobernador Militar de la región, que apenas si podía manejar los problemas que ya tenía hasta ese entonces: la caída de la actividad comercial, a causa de la guerra en Europa; la carestía de los alimentos, que golpeaba a los sectores más pobres; y el descontento de los estibadores y obreros, quienes, agitados por la prédica anarquista, amenazaban con ir a la huelga.
¿Y ahora se
la agarran conmigo, por una loca que mató al marido?, se lamentaba el
Gobernador, mientras apuraba su vaso de brandy, en una butaca del exclusivo
Club Británico. ¿Qué diablos puedo hacer, si ya cruzó la frontera? ¿Ir a
traerla de los pelos?
Eso era lo
que todos creían, a juzgar por dónde se había encontrado el último cadáver.
¿Y qué me
diría Usted, mi estimado Coronel, le respondió el Sr. Moisés Braunstein,
dejando salir el humo de su cigarrillo, si yo le contara que doña Clarita no
está en el extranjero, sino a unas pocas millas de aquí, riéndose en su propia
cara?
¿Qué dice,
don Moisés? ¿Acaso se burla de mí?
Así fue
como don Moisés Braustein, director de la Sociedad Mendieta Braunstein y
antiguo amante de doña Clarita, reveló, por puro despecho, el paradero de la
fugitiva.
¿En la
estancia de don Bernardo Caledonia? ¡No lo puedo creer!
El
vengativo don Moisés incluso llegó a ofrecer su moderno automóvil (con todo y
chofer) para que las fuerzas del Orden pudieran aprehender sin demora a la Pulposa
Viuda.
¿De verdad?
¿Haría eso, don Moisés?
Por
supuesto, Coronel. Y pagaré la bencina también.
Así fue
como dos efectivos, el Teniente Rojas y el Cabo Agapito, fueron enviados a realizar
el arresto. Al lote se sumaron otros dos policías que se encontraron en el
camino, el Comisario Chamorro y el Agente Chino.
¡Suban! Se vienen con nosotros.
¿Y qué hacemos con los caballos?
¿Yo qué sé? Átenlos a un árbol.
Mal de su grado, el Comisario
Chamorro se montó en el asiento trasero de la lujosa máquina, junto al Teniente
Rojas, un mocoso de la ciudad a quien, por una cuestión de rango, no le quedó
más remedio que obedecer. El
otro milico de a caballo, el Agente Chino, se sentó en el asiento de adelante,
sobre las rodillas del Cabo Agapito, un muchacho de contextura algo enclenque,
a quien el polvillo de las plantas campestres tenía a mal traer.
¡At-chís!
¡En marcha!, gritó desde atrás el
Teniente Rojas.
***
Tras la fría
mañana de primavera, el sol ahora brillaba sobre la azul silueta de las montañas.
El Pierce Arrow de don Moisés avanzaba a trompicones por aquel precario camino
de Cordillera.
¡Más
rápido!, ordenaba desde el asiento de atrás el Teniente Rojas, que había
obtenido hacía poco su primer ascenso en el escalafón, y tal vez obtuviera
otro, si esta misión se cumplía de manera satisfactoria. ¡Más rápido, maldita
sea!
¡No se puede ir más rápido!, le respondió el chofer de
don Moisés, un pelirrojo de pecas, que ya se estaba cansando de la soberbia de
aquel individuo. ¡Es todo lo que da!
No le mentía. Con esa multitud
encima, la suspensión iba exigida al límite. El pelirrojo hacía un gesto de
dolor cada vez que una de las ruedas caía en una huella, o cuando una piedra le
hacía dar un respingo a su adorada máquina (suya, sí, más que de don Moisés, que
ni siquiera sabía manejar).
¿Qué dijiste?
¡Que no se puede ir más ráp…!
¡Paf!, recibió un coscorrón que
le voló la gorra el pelirrojo Chofer.
¡La próxima vez, mostrarás el
debido respeto, cuando hables con un oficial!
Dejeló,
pues Teniente, dijo el Comisario Chamorro. Hace lo que puede, el cabro...
Bordeaban la Laguna de los flamencos, que estaba dentro de la propiedad de don Bernardo Caledonia, al igual que el bosquecillo de cóihues al otro lado del camino, y las lomas que se perdían en un mantillo de bruma. ¿Cómo podía toda esa extensión de tierra pertenecer a un solo hombre?, se preguntó el Teniente Rojas, que en secreto había leído los folletos de los agitadores anarquistas, y no podía decir que no encontrara razonables algunas de sus propuestas.
¿Falta mucho?
No, dijo el Comisario Chamorro, que conocía aquella zona como el bolsillo de su chaleco. Cuando termine la laguna, ahí llegamos.
Bordeaban la Laguna de los flamencos, que estaba dentro de la propiedad de don Bernardo Caledonia, al igual que el bosquecillo de cóihues al otro lado del camino, y las lomas que se perdían en un mantillo de bruma. ¿Cómo podía toda esa extensión de tierra pertenecer a un solo hombre?, se preguntó el Teniente Rojas, que en secreto había leído los folletos de los agitadores anarquistas, y no podía decir que no encontrara razonables algunas de sus propuestas.
¿Falta mucho?
No, dijo el Comisario Chamorro, que conocía aquella zona como el bolsillo de su chaleco. Cuando termine la laguna, ahí llegamos.
El Chofer disminuyó
la velocidad, al llegar a un sector más bajo del camino, una especie de
pantano, sobre el que habían puesto unos troncos atravesados, para que las
ruedas de carros y automóviles no se hundieran. El Pierce Arrow pasó dando
tumbos encima de los troncos.
¡Ay!,
chilló el Cabo Agapito, que además de su alergia al polen debía soportar el
peso del Agente Chino, acurrucado como un gatito sobre su regazo. Aunque era la
primera vez que viajaba en automóvil, el Agente Chino no parecía para nada
asustado. En su rostro de rudos rasgos campesinos se dibujaba una sonrisa,
fruto sin duda de la contemplación del bello entorno natural.
Y, dígame,
preguntó el Teniente Rojas, gritando al oído del Comisario Chamorro, a causa
del ruido del motor. ¿Cómo es ese tal Señor Caledonia? ¿Un verdadero rufián, no
es verdad?
¿Quién?
¿Don Bernardo?, preguntó el Comisario Chamorro, que venía de visitar su
estancia esa misma mañana, para comunicarle la desgracia ocurrida a sus peones.
Pues no, no
lo creo.
El
Comisario Chamorro recordó que, aún conmocionado por la noticia, don Bernardo
no se olvidó de hacerle entregar una pierna de capón asada, para que tuvieran
para almorzar por el camino, y un par de frascos de ginebra. Para agradecerle
la molestia, además, don Bernardo le deslizó discretamente un par de billetes, al
momento de despedirse.
Don
Bernardo es muy buena gente, pregúntele a cualquiera que viva por aquí, dijo el
Comisario Chamorro. Es alguien que vive y deja vivir.
Vive y deja
vivir, repitió en tono irónico el Teniente.
Pasado el
martirio de los troncos, el automóvil tomó otra vez velocidad. El chofer pudo
al fin dar rienda suelta al motor de seis cilindros, que bramaba con la furia
de un león. Tras una curva vieron aparecer, a lo lejos, la figura de dos
jinetes, que marchaban por el mismo camino que ellos, directo a su encuentro.
***
Se trataba
de dos típicos gauchos sureños, de grueso poncho tejido, sombrero de ala ancha
y bombachas de campo. Nada tenía de especial el que marchaba adelante, más que
su baja estatura, y el rostro casi lampiño de la primera juventud. El gaucho
que venía atrás, medio oculto por su compañero, era de porte algo mayor, y
tampoco tenía barba, pero sí unas larguísimas pestañas realzadas con rimmel, labios
color carmín y una capa de maquillaje gruesa como un dedo.
Ay… ay…, se
lamentaba el segundo gaucho, que no era otro que la bella y seductora doña
Clarita, viuda de González, acusada de doble homicidio.
Paremos,
muchacho... Paremos un rato…
Un pliegue de
ese ridículo poncho se le clavaba en las posaderas; por más que intentara alisarlo,
se volvía a formar. El vaivén del caballo la estaba matando, y eso que no
llevaban más de quince minutos de marcha.
Ay… ay…
Todo para
nada, pensaba doña Clarita, que no creía que la Justicia la estuviera
persiguiendo. Lo había creído, sí, esa misma mañana, cuando aquellos dos
milicos horribles cayeron a la Estancia, y ella estuvo a punto de cometer una
insensatez. Ahora se daba cuenta de que se había asustado por nada.
Por
favor... No puedo más...
No podemos,
Señora, respondió el Paisanito. Don Bernardo dijo que...
Hablaba en
un dialecto campesino, hecho de gruñidos más que de palabras. A doña Clarita le
costaba horrores entenderlo. Grandísimo burro. ¿Cómo Bernardo había sido capaz
de enviarla con un idiota como ese? ¿Tan poco la apreciaba? Esta situación es
absurda, se dijo doña Clarita, mientras el pliegue en la montura volvía a
incomodarla. No fue más que un truco de Bernardo para sacársela de encima. Era
como todos los hombres: una vez que obtuvo lo que quería...
Voy a
parar... voy a bajar un rato...
Una nube de
polvo que se levantó en el horizonte.
¿Y eso?
Un ruido
desacostumbrado se dejó oír en aquellas quietudes. El ruido de un motor, que se
fue haciendo más patente.
Es un auto,
Señora, dijo Inocencio.
Ya sé que
es un auto, imbécil.
Doña
Clarita se olvidó de la incomodidad de su montura, de la ingratitud de la vida
y de lo mutable que era el corazón de los hombres, cuando pudo distinguir el
rojo bermellón del coche de Moisés.
Dios mío...
Ahora comprendía
que el peligro era real, y no sólo una estratagema de Bernardo para deshacerse
de ella. Hubiera salido al galope, de haber sabido cómo guiar al maldito
caballo, se hubiera tirado de cabeza en las frías aguas de laguna...
Tranquila.
Señora, le dijo el Paisanito, que no perdía la sangre fría, a pesar de todo. Claro,
no iba a ser a él al que metieran preso de por vida, en caso de atraparlo.
Estaban
cada vez más cerca. Ya podía distinguir la gorra del colorado Evaristo, que no
llevaba junto a él a su rencoroso patrón, sino a uno, dos, tres…, ¡cuatro
policías!
Ay,
Inocencio...
El
Paisanito sintió estremecerse una fibra dentro su pecho, cuando escuchó que esa
inalcanzable mujer ya no lo llamaba muchacho, o chico, sino que pronunciaba su
nombre por primera vez.
***
Los
pasajeros del asiento delantero habían intercambiado su ubicación, para entonces.
El Agente Chino comprendió que incomodaba con su peso al Cabo Agapito y,
criollo de ley como era, se ofreció a ir él debajo de su compañero, por el
resto del viaje.
¡Eh!,
chilló Evaristo, el pelirrojo Chofer, a quién el Cabo casi se le cayó encima, en
el momento de hacer el cambiazo. ¡Tengan cuidado!
Así fue
como el Cabo Agapito terminó sobre las piernas del Agente Chino, quien, para
hacer más segura su posición, lo agarró de la cintura con sus manos regordetas
y no exentas de vellos.
El auto
tomaba velocidad. En el asiento de atrás, el Teniente Rojas y el Comisario
Chamorro ya no conversaban. Se habían dicho todo lo que tenían que decirse, y
ahora iban sumidos en sus propios pensamientos. No podían más diferentes,
aquellos dos agentes de la Ley.
Uno experimentado,
analfabeto, curtido por el sol y a la nieve,
el otro
joven e idealista, con la intransigencia de alguien a quien la vida aún no le
ha enseñado una lección.
Se miraban
de reojo, con desconfianza, emitiendo un juicio poco favorable el uno del otro.
Un sabelotodo de ciudad, era el Teniente Rojas, a los ojos de su colega del
campo; un niño mimado que ante el menor peligro se ponía a tocar el pito, para
tener dos minutos después a media docena de compañeros, cubriéndole las
espaldas; un señorito que conocía los libros y no sabía nada de la vida. ¡Que viniera
custodiar la zona de frontera, con sus benditos libros! ¡Que se pusiera a tocar
el pito, en medio de aquellos asesinos, a ver cómo le iba!
Por su
parte, para el Teniente Rojas, el viejo comisario rural era la síntesis de todo
lo que había que erradicar de la institución policial: la ignorancia, la
desidia, el soborno... ¡Cómo no iba la gente sencilla, los peones y los
obreros, a tener un mal concepto de la policía, cuando todos los policías que
conocían eran como él! Unos animales, unos brutos, acostumbrados a imponer la
fuerza física antes que la razón… El aliento a alcohol ya se le sentía, al Comisario
Chamorro, a pesar de lo temprano de la hora, y del hecho de que se hallaba en servicio.
Un rufián a sueldo de los ricos, eso es lo que era, un pillo con uniforme, dispuesto
a torcer la Ley en perjuicio de los pobres y necesitados.
¿Un
cigarrito, mi Teniente?, le ofreció su pitillera, conciliador, el Comisario
Chamorro.
No tengo mal
el hábito de fumar, le respondió secamente el Teniente Rojas. Y tampoco el de
la bebida, añadió el policía citadino, con obvio retintín.
El que no
fuma tabaco ni bebe vino, se lo lleva el diablo por otro camino, dijo el Comisario,
que se las ingenió para encender su cigarrillo, a pesar del viento.
¿Cómo dice?
A la mutua hostilidad
que se profesaban los policías que viajaban en el asiento trasero se oponía la armonía
de los dos que iban en el asiento adelante. Aún sin haber intercambiado más que
un par de palabras durante todo el camino. El Cabo Agapito iba más preocupado
por el agüita que salía de su nariz, la cual no dejaba de secar con su pañuelo.
La piel sobre su labio superior ya comenzaba a irritarse, lo cual le producía
una sensación desagradable. Al vaivén lateral, producido por la marcha del
automóvil, el Cabo notó que se había sumado otro meneo, hacia adelante y hacia
atrás, que provenía de su mismo asiento, es decir, del Agente Chino.
¡Atchís!,
volvió a estornudar el Cabo.
Perturbado
como estaba por la fiebre de heno, tardó en darse cuenta de que algo se le
clavaba en los glúteos: un objeto oblongo, duro como el pedernal. Llegó a
pensar que, con el traqueteo del coche, el arma reglamentaria del Agente Chino se
había corrido de lugar. Se dio vuelta hacia su colega, para hacérselo notar.
Este…
disculpe…
El Agente
Chino no pareció oírlo. Respiraba de manera jadeante, con un hilo de baba corriéndole
desde la comisura de la boca.
Estos van a
quedar tapados de tierra, murmuró el Chofer.
Se refería
a los dos jinetes que cabalgaban hacia ellos, que se habían hecho a un lado,
para dejarlos pasar. El Comisario Chamorro aguzó la vista. Tenían que venir de
la Estancia de don Bernardo, pensó. El de más adelante se parecía al paisanito
que hoy temprano le había cebado unos mates. Al de más atrás no alcanzaba a
verlo. El Teniente Rojas evaluó la posibilidad de detenerse e interrogarlos. Tal
vez supieran algo del asunto.
De manera
inopinada, el Cabo Agapito saltó de su asiento, como disparado por un resorte. Su
carabina se cayó a un costado, pegándole en la pierna al Chofer.
¡Ey!
El Pierce
Arrow derrapó sobre el camino de tierra, a unos metros donde estaban los
gauchos.
¡Cuidado!
El Cabo
Agapito cerró los ojos, el Comisario Chamorro se agarró de donde pudo. Sólo gracias
a su pericia pudo el Pelirrojo enderezar el vehículo, cuando estaba por
impactar a los caballos.
¡Maldita
sea, Agapito! ¿Qué bicho te picó?, gritó el Teniente.
De todos
los que estaban en el auto, únicamente el Agente Chino mantuvo la calma.
¿Qué diablos
hace?, gritó el Pelirrojo. ¡Siéntese!
¡No!, se
obstinó el Cabo Agapito.
Venga, mi
Cabo, trató de atraerlo otra vez hacia sí el Agente Chino. Venga, que se va a
caer...
***
BRRRRRRRMMMM...
pasó de largo el automóvil, después de estar casi a punto de embestirlos. Los
jinetes tuvieron que apretar los párpados y contener el aliento, para que el
polvo no se les metiera en los ojos y la boca.
Dios mío…,
exclamó doña Clarita.
El corazón
le golpeaba enloquecido. Sintió que se iba a desmayar. Se hubiera caído de su
montura, si una mano flaca pero fuerte no se hubiera estirado hacia ella,
sosteniéndola de la ropa.
Dios mío…
Inocencio siguió
con la vista al automóvil, que se perdía camino arriba. En cuestión de minutos
iban a llegar a la Estancia y descubrir la verdad. Tenían que salir del Camino Principal
cuanto antes.
Suba a mi
caballo, Ñora.
Inocencio
arrimó su zaino malacara al tobiano que llevaba a doña Clarita.
¿Qué?
¿Cómo?
Pase la
pierna por arriba, Ñora.
No era algo
fácil de hacer, para alguien que ni sabía cabalgar.
No… No
puedo…
No había
tiempo para nada. El Paisanito bajó de su caballo y ayudó a doña Clarita en la
tarea.
Ay… me voy
caer…
Un pie se
le había enganchado en el estribo. Fue necesario que Inocencio la sostuviera de
la pantorrilla, algo que a doña Clarita no le molestó en absoluto, pero que a
él lo hizo sonrojar.
Me caigo, Inocencio…
No… Yo la
tengo…
Cuando el
traspaso terminó de realizarse, Inocencio ató el cabresto del tobiano al recado
de su pingo y se subió de un salto.
Agárrese
bien, ña Clarita.
Lucero, el caballo
con el que Inocencio había ganado más de una cuadrera, no esperaba más que una
señal para salir disparado como flecha, a pesar del peso extra.
¡Ay!
El poncho
de doña Clarita se infló por efecto del viento. Su sombrero voló por el aire, y
su cabellera de largos bucles negros se desplegó como una bandera.
Inocencioooo…
Llegado al
sector del pantano, Inocencio no cruzó por encima de los troncos, sino que
cabalgó cuesta arriba, hasta donde el arroyo se angostaba. Lo cruzó limpio de
un salto, aterrizando con la suavidad de una pluma del otro lado.
¡Inocencio!,
exclamó doña Clarita, aferrada al Paisanito, que ya no le parecía un débil
mental, sino un auténtico centauro.
***
Subida en
lo alto de su árbol, en el jardín trasero de la casa, Lola fue la primera en
ver aparecer el auto con los cuatro policías, con sus armas y sus chaquetas en
distintos tonos de azul. Sentada desde temprano
en una de
las ramas más altas, de la que se negaba a bajar (en protesta por la reprimenda
que le había dado don Bernardo), la joven mucama vio la máquina detenerse
frente a la tranquera. Uno de los uniformados se bajó a abrirla.
¿A qué
vendrán estos ahora?
El Pierce
Arrow rojo bermellón recorrió el camino entre la doble hilera de abetos que
conducía hacia el casco de la Estancia. Lola dejó de verlo cuando quedó tapado
por la casa.
BRRRRRRRMMMM...
Alarmados
por el ruido, los perros se pusieron a ladrar. El Cabo Agapito, el policía que había
abierto la tranquera, ya no volvió a subirse, sino que hizo el resto del
trayecto parado en el estribo, evitando el menor contacto con el Agente Chino,
que inútilmente le hacía señas de que volviera a la comodidad de su regazo.
Maldito
explotador, murmuró entre dientes el Teniente Rojas, cuando vio el tamaño de la
casa, y el jardín con sus hileras de rosales, y la glorieta rodeada de pequeños
sauces. A tiro de piedra se encontraba el galpón. Unos peones se pasaban un
mate, alrededor de un pequeño fogón. Ninguno de ellos pronunció una palabra
cuando el automóvil describió un semicírculo y se detuvo frente a la puerta de
la casa.
El motor se
apagó, no así los ladridos. Los cuatro policías salieron de la máquina, lentos
y poco decididos los de la patrulla rural, mucho más movedizos los que venían
de la ciudad.
Qué tal, Señores,
buenos días tengan Ustedes, salió a recibirlos el Patrón, un hombre de unos
cincuenta años, de cabellera entrecana y abundantes bigotes.
¿Dónde
está?, le espetó sin responder a su saludo el joven Teniente.
Bernardo se
quedó con la mano en el aire y la sonrisa a medio camino.
No se haga
el distraído. ¡Sabemos que esa mujer está aquí!
Bernardo se
lo tomó con calma. El hecho de que los milicos estuviesen allí quería que no se
habían cruzado con Clarita e Inocencio por el camino. O, si los habían cruzado,
no los habían reconocido.
Estimado
muchacho… ¿Cuál es su nombre?
¡No soy
ningún muchacho! ¡Soy el Teniente Isidoro Tadeo Rojas!
Dos de los
peones, Martiniano y el Pollo, se acercaron al lugar, para brindar apoyo a su
jefe. No era un apoyo meramente moral, los dos llevaban las culatas de sus revólveres
a la vista, por encima del cinturón.
Se lo
repito, Teniente, esa señora ya no se encuentra aquí, decía don Bernardo.
Partió hoy temprano, rumbo a Río Gallegos. A estas alturas…
¡A mí no me
engaña! Buscaremos dentro de la casa. ¡Tengo una orden firmada por el Gobernador!
Los peones
se miraron entre ellos. En todos los años que llevaban allí, nunca habían escuchado
a nadie gritarle de ese modo al Patrón. Nomás a la finada Patroncita.
Pase,
Teniente, dijo sonriendo Bernardo, no tenemos nada que ocultar.
¡Eso ya lo
veremos! Tú, Agapito, ve por aquel lado. Ustedes dos, revisen el galpón…
¿Ónde se
cree que va?, protestó Abelarda, cuando el enérgico Teniente trepó los escalones
de la entrada principal.
¡Hágase a
un lado! ¡Soy un oficial de la República!
¡Qué
oficial ni ocho cuartoj! ¡Límpiese laj pata, primero! ¡Mire cómo deja la
alfombra!
El Teniente
entró de todos modos, sin importarle dónde pisaba y la tierra que traía. Fui
abriendo puertas, a medida que las encontraba. El Comisario Chamorro parecía
avergonzado. Tan sólo una mirada le bastó a Bernardo para comprender que el
Viejo Policía sabía algo que no podía decirle, allí delante de todos.
Qué bueno
verlo otra vez por aquí, Comisario.
Sí, don
Bernardo. Usté disculpe…
¿Llegaron
ya al final de la Laguna, Comisario?, agregó, casi en un murmullo.
No, don
Bernardo, le respondió el Comisario Chamorro, en el mismo tono. A gatas si iban
por la mitá.
Bernardo reflexionó.
Era menester retener allí a la milicada, al menos por un rato. No le quedó más
remedio que dejar que el entrometido oficial a cargo diera vueltas por las
habitaciones, mientras el Cabo Agapito caminaba hacia el ala izquierda de la
casa, con el Agente Chino pisándole los talones.
¿Que no
escuchó al Teniente?, protestó el Cabo. ¡Vaya a fijarse en el galpón!
A lo que el
Agente respondió, con voz melosa:
Mejor voy
conusté, mi Cabo…
***
A falta de
algo mejor que hacer, el pelirrojo Evaristo quitó el polvo de la carrocería con
una franela y luego pasó un trapo con creolina por el tapizado de cuero, donde
habían estado sentados los polis. Manga de animales, murmuró. Patanes sin
educación. De sólo pensar que aún tenía que soportarlos en el camino de vuelta…
Apa, apa, apa…
Del lado
del galpón apareció, con su galera aplastada y su palo de escoba a guisa de
bastón, un tipejo al que Evaristo no había visto en algún tiempo: el Loco
Cebolla.
¡Miren
quién está aquí, el Bicho Colorado!
El Chofer
no disimuló el poco entusiasmo que aquel encuentro le causaba. Sin echar más
que un vistazo a aquella inesperada aparición, le dijo:
Todavía
estás vivo, viejo sucio. Pensé que ya te había tragado el hoyo...
Pues tú sí
que te ves estupendo, Bicho Colorado. ¡Pareces un príncipe, con ese uniforme!
Evaristo midió
la cantidad de bencina que quedaba en el tanque, mientras el Loco Cebolla no
dejaba de mariposear alrededor suyo.
Debes
estarle muy agradecido a don Moisés, y no dejar de rezar por él cada noche,
antes de que te guarde otra vez en el canil.
Lárgate, maldito
loco, le dijo Evaristo, al tiempo que abría la cajuela y extraía el bidón con
el combustible que llevaba de repuesto. Vete de aquí, si sabes lo que te
conviene.
Glu-glu-glu-glú,
hacía la gasolina al salir del bidón.
Si así lo
deseas, me iré, dijo el Cebolla. Pero primero…
Aprovechando
que Evaristo tenía las manos ocupadas, el Loco le arrancó la gorra y salió a la
carrera, lo más rápido que se lo permitían sus huesos.
¡Qué haces!
¡Vuelve aquí!
El
Pelirrojo tuvo que dejar el bidón sobre el estribo, con cuidado de no volcarlo,
antes de salir a perseguirlo.
Trae esa
gorra para acá.
¡Ja, ja,
ja! ¡Alcánzame si puedes, Bicho Colorado!
¡Dámela!
Cuando al
fin le dio alcance, el Loco arrojó la gorra, que giró como un disco y cayó sobre
el pasto, unos pasos más allá.
¡Cebolla!
¡Deja ya de molestar al señor!, lo reprendió Antonio, uno de los peones.
Llegó justo
a tiempo, antes de que el Pelirrojo le diera al Loco un puñetazo en la cara.
Discúlpelo,
Señor. No sabe lo que hace. Está loco.
Apa, apa,
apa…
Otro de los
peones, el Pollo, apareció desde atrás, y le alcanzó al Chofer su gorra, sosteniéndola
respetuosamente desde la visera.
Evaristo se
la calzó otra vez, sin dejar de lanzar miradas amenazantes al Cebolla. Volvió a
donde estaba el auto, cogió el bidón y siguió con su tarea.
***
¿Y don
Bernardo, cómo los dejó entrar?, preguntó Lola, desde arriba de su árbol.
¿Cómo no
loj va a dejar? ¡Son la polecía!, le respondió Abelarda, que había ido a
llevarle unos pastelitos de membrillo. ¡Tóo por esa mujer endiabláa! ¡Hajta el
último día tuvo que traer cuejtione!
Es verdad,
dijo Lola, que mordió ávidamente el primer pastelito, crocante y aún tibio. Se
lamió el pulgar, por el que se le había chorreado parte del dulce.
¿Y cómo ej
que no loj vieron, a ella y al Inojencio? Tienen que haberloj cruzáo…
Sí, dijo
Lola, que no la escuchaba en realidad. Toda su atención estaba puesta en la
comida, no había probado bocado en todo el día.
¿Te gujta?
¡Sí!
Abelarda ya
no le insistió con que se bajara del árbol. No había manera de convencerla, era
terca como ella sola.
Yo me
güelvo pa la casa, dijo Abelarda.
Bueno, le
respondió Lola.
En algo
estaban de acuerdo, las dos, y era en que, por mucho que detestaran a doña
Clarita, no la iban a delatar. Menos si eso podía traerle problemas a don
Bernardo.
Gracias por
la comida, Abelarda…
Otro cantar
era con doña Dorotea, el Ama de Llaves, que seguía los detalles del operativo
desde la ventana de la cocina. De ser por ella, podían agarrar a esa mujer y encerrarla
bajo siete candados. Y sin don Bernardo quedaba pegado como cómplice, peor para
él. Se lo tenía bien empleado, por dejarse seducir por esa inmoral.
¡Ay!,
chilló el Ama de llaves, cuando uno de los policías abrió la puerta que daba al
jardín: un joven muy pálido, de cabello crespo, que entró sin pedir permiso. Se
trataba del Cabo Agapito, quien, más que preocuparse por buscar a la fugitiva,
se apuró a poner la traba, para impedir la entrada de su compañero.
Tun, tun,
tun…, se sintió que alguien forcejeaba desde afuera, sin poder abrir la puerta.
A través de los cristales se pudo ver el telúrico rostro del Agento Chino, ensombrecido
por la decepción. Poco le faltó para raspar el vidrio, como hacen los perros
cuando no los dejan entrar.
Mi Cabito… Abramé…
El
Comisario Chamorro, por su parte, fue a darse una vuelta por el galpón, sólo
por cumplir con las formalidades.
¿Un mate,
Comesario?, ofreció el viejo don Segundo.
No le puedo
decir que no, sonrió el Viejo milico, aún inquieto por la suerte que podría
haber corrido su caballo, atado a las apuradas a un costado del camino. ¿Qué
iba a ser de su potro, si llegaba a encontrarlo algún matrero? Verdad es que
sólo habían pasado unos minutos…
***
Podría
decirse que, de los tres milicos que habían llegado a la Estancia, sólo uno estaba
obsesionado por encontrar a la fugitiva, y ese no era otro que el Teniente
Rojas, que revisaba una habitación tras otra: el salón, el estudio y demás
dependencias del piso inferior; luego los dormitorios en la planta alta.
Miren esto
nomás, murmuraba para sí. Qué despilfarro…
Hijo natural
de una costurera, criado entre todo tipo de privaciones, el Teniente Rojas sentía
bullir la sangre en sus venas, a la vista del lujo desproporcionado que veía en
aquella casa. Más que casa, un palacio. ¡Con tanta gente que pasaba hambre, y
no tenía siquiera un trapo con que cubrirse! De nada valió que el Comisario
Chamorro le hubiese dicho que don Bernardo no era como otros estancieros; que
trataba de forma justa a sus empleados, que les pagaba puntualmente y tenía
para ellos lugares limpios y cómodos para dormir.
¿Un buen
patrón? Eso es una incongruencia, un absurdo…
Será como
Usté dice, concedió el Comisario, que ignoraba lo que esas palabras querían
decir.
La propiedad
es un robo, citó el Teniente Rojas a Prudhon, padre del anarquismo, de cuya obra
sólo conocía esa frase.
El
Comisario curvó sus labios, en un gesto de sorpresa. Hacía tiempo que no bajaba
a la ciudad, pero estaba seguro de que aquellas no debían ser las últimas
directivas que había impartido el Gobierno. Recordó el rumor de que algunos policías
le pasaban información a los terroristas. ¿No sería este uno de ellos?
Venían en
el auto, al momento de ese diálogo, fue justo antes de llegar. El Teniente
comprendió que se estaba yendo de la lengua, y decidió no seguir con aquella
línea discursiva; aunque ahora que caminaba por ese largo pasillo alfombrado,
abriendo puertas a izquierda y derecha, reafirmó su convicción: la propiedad es
un robo; por lo tanto ese tal don Bernardo, que poseía semejante fortuna, tenía
por fuerza que ser un grandísimo ladrón. Podía disfrazar su tiranía con dádivas,
podía engañar a los demás, pero a él…
El Teniente
Rojas abría los armarios y revolvía entre la ropa, se tiraba al piso, para
fijarse debajo de las camas. Nada. Era como buscar una aguja en un pajar. La
fugitiva podía haberse escondido en los alrededores, en un corral, o en otra
parte. Ese lugar era endiabladamente grande…
Ya estaba
por darse por vencido cuando vio, por una de las ventanas, algo que le llamó la
atención.
***
Bernardo
estaba en el salón, prendiendo su pipa, cuando vio al joven oficial bajar por
la escalera.
Bien,
Teniente. Espero que…
El Teniente
Rojas ni lo miró. En su primera recorrida había visto una puerta que daba hacia
la parte de atrás de la casa. La encontró sin dificultad.
Teniente…
¿adónde va?
Lo vio
bajar por la suave pendiente, hasta donde estaba el Árbol de Lola.
Esto ya se
está pasando de castaño oscuro, se dijo Bernardo, que dejó su pipa a medio
prender y salió por esa puerta él también. Vio al milico detenerse bajo del
roble y mirar hacia el follaje, tratando de detectar algo. En su rostro de
rasgos mezquinos se dibujó una sonrisa de triunfo.
¡Sé que
está ahí, Señora González! ¡Acabo de verla!
Quién sabe
lo que vio: un faldón del negro vestido de mucama de Lola, o el contorno de su
pelo.
Oiga,
mequetrefe, salga de ahí, le dijo Bernardo, mientras caminaba hacia el árbol él
también.
El Teniente
no lo escuchó, o fingió no escucharlo.
¡Martiniano!
¡Antonio!, pegó el grito Abelarda. ¡Vengan!
La habitual
tolerancia de Bernardo hacia las debilidades de la naturaleza humana, su inclinación
a resolver los problemas por la vía pacífica, se iban desvaneciendo con cada
paso que daba.
Vendrá con
nosotros, señora. Por las buenas o por lo malas, dijo el milico, y sacó de su
cartuchera el revólver.
¡Oh!, exclamó
Lola, que saltó a otra rama más alta, buscando dejar su cuerpo detrás del
tronco.
¿Qué diablos
hace?, le gritó Bernardo. Ella no es…
Lárgate,
viejo, dijo el Teniente, que extendió el brazo hacia el follaje y apuntó.
¿Es que de
veras pensaba disparar, o sólo usaba su arma como una amenaza?
Nunca se
supo, porque Bernardo tomó carrera y le estampó un puñetazo que lo levantó por
el aire. Ni él creyó ser capaz de asestar un golpe como ese. El Teniente dio un
par de tumbos por la pendiente y quedó dejó tendido cuan largo era sobre el
pasto.
¡Don
Bernardo!
Rompiendo su
promesa, Lola bajó del árbol. Se descolgó de la rama más baja y cayó directo en
sus brazos.
¡Lola!
La muchacha
se prendió a su pecho y se largó a llorar.
Ya, ya…, le
pasó Bernardo una mano por el pelo, que ella se había vuelto a soltar.
Unos metros
más abajo, aún aturdido, el Teniente Rojas buscaba su Webbley 455, que había
quedado tirado a un paso de distancia. No hizo por recuperarlo: al lugar ya habían
llegado los peones, con sus armas a la vista.
El Teniente
tomó el silbato que colgaba de su cuello y sopló, convocando a sus camaradas.
¡Príiiii…! ¡Príiiii…!
Antes que apareció
una vieja de anteojos, que a destiempo chillaba:
¡No tire,
señor! ¡No tire!
Abelarda
trató de detenerla, pero ya era tarde.
¡Esa mujer
ya se fue! ¡Salió por el Camino Principal, disfrazada de gaucho!
***
Los demás
milicos aparecieron. El Teniente Rojas logró ponerse de pie. De su ceja manaba
sangre en abundancia. El anillo que Bernardo llevaba en la mano derecha, con el
Águila Bicéfala del Imperio Austrohúngaro, debió de hacerle un corte más que
mediano, al momento del impacto.
¡Usted…!
¡Usted…! ¡Está bajo arresto!
A Bernardo
poco le faltó para sonreír. Ya no era el de otros tiempos, aquel muchacho de
veinte años al que por dos veces los milicos habían echado como un perro en un
calabozo.
Lárguese de
mi propiedad, le dijo.
¿Su
propiedad? ¡Ya verá por cuánto tiempo!, respondió el maltrecho Teniente.
Una amenaza
extraña, viniendo de un policía.
¡Volveré
por aquí! ¡Se lo juro!
Vamos
yendo, mi Teniente, dijo el Comisario Chamorro.
Sí, vamos,
dijo el Teniente Rojas. ¡Al auto! ¡Aún podemos alcanzarla!
Pero no, no
podían. De- los cuatro neumáticos Goodyear XZ que tenía el automóvil, dos
estaban completamente planos.
¡Fue el Loco
Cebolla, junto con aquellos dos!, dijo el Chofer. Lo pincharon cuando yo…
El Loco había
desaparecido de escena, y Antonio y el Pollo juraban que ellos no habían tenido
nada que ver.
¡Les clavaron
con una navaja! ¡Aquí está la marca!
¿Tiene neumáticos
de repuesto?
Sí, pero de
acá a que los cambie…
Bernardo
ordenó a sus peones a asistir al pelirrojo en su tarea, y volvió a meterse en
la casa.
La partida
de los milicos debió aplazarse por un largo rato. Martiniano devolvió su
revólver reglamentario al Teniente, luego de abrir el tambor y sacarle las
balas, algo que hizo en su propia cara. El Comisario le pidió con un gesto que
no protestara. Aquí en el campo las cosas eran diferentes, ya se lo había advertido.
Que se diera por contento de no haber recibido un balazo. Rojo no sólo de
sangre, más aún de vergüenza, el Teniente aguardó a que cambiaran los neumáticos,
apartado del resto. La piel alrededor de su ojo se iba inflamando y poniendo
negra. Jamás había sufrido una humillación semejante.
¡Ay!
Tampoco Bernardo
se la había llevado de arriba. La mano le dolía malamente. Uno de los nudillos
se le había puesto del tamaño de un huevo, llegó a pensar que se había quebrado.
La falta de costumbre. Desde que estaba en el Liceo que no se liaba a los
golpes.
Ay, se quejó,
cuando Lola le apoyó en la mano un trozo de carne fría, que había ido a buscar
a la despensa.
Está bien,
pequeña. No hace falta.
Lola
sonrió, y dos hoyuelos se le formaron en las mejillas.
Sí hace falta,
don Bernardo. Usted me ha cuidado a mí, y yo ahora lo cuidaré a Usted.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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