Capítulo 115 - EL LARGO BRAZO DE LA LEY


Los policías ya estaban por dar alcance a la bella doña Clarita, también conocida como La Viuda Asesina; así, al menos, la habían llamado esa mañana en El Faro, el diario sensacionalista de Punta Arenas, donde se la acusaba de haber matado primero a su marido y luego a su amante. El artículo periodístico (escrito a base de conjeturas, plagado de conclusiones apresuradas y repleto de frases efectistas) había causado indignación en la ciudad. ¿Cómo podía esa despiadada asesina haberse escapado, de no ser por la ineptitud y la negligencia de las autoridades? Un quebradero de cabeza más para el Coronel Torres Abdala, Gobernador Militar de la región, que apenas si podía manejar los problemas que ya tenía hasta ese entonces: la caída de la actividad comercial, a causa de la guerra en Europa; la carestía de los alimentos, que golpeaba a los sectores más pobres; y el descontento de los estibadores y obreros, quienes, agitados por la prédica anarquista, amenazaban con ir a la huelga.
¿Y ahora se la agarran conmigo, por una loca que mató al marido?, se lamentaba el Gobernador, mientras apuraba su vaso de brandy, en una butaca del exclusivo Club Británico. ¿Qué diablos puedo hacer, si ya cruzó la frontera? ¿Ir a traerla de los pelos?
Eso era lo que todos creían, a juzgar por dónde se había encontrado el último cadáver.
¿Y qué me diría Usted, mi estimado Coronel, le respondió el Sr. Moisés Braunstein, dejando salir el humo de su cigarrillo, si yo le contara que doña Clarita no está en el extranjero, sino a unas pocas millas de aquí, riéndose en su propia cara?
¿Qué dice, don Moisés? ¿Acaso se burla de mí?
Así fue como don Moisés Braustein, director de la Sociedad Mendieta Braunstein y antiguo amante de doña Clarita, reveló, por puro despecho, el paradero de la fugitiva.
¿En la estancia de don Bernardo Caledonia? ¡No lo puedo creer!
El vengativo don Moisés incluso llegó a ofrecer su moderno automóvil (con todo y chofer) para que las fuerzas del Orden pudieran aprehender sin demora a la Pulposa Viuda.
¿De verdad? ¿Haría eso, don Moisés?
Por supuesto, Coronel. Y pagaré la bencina también.
Así fue como dos efectivos, el Teniente Rojas y el Cabo Agapito, fueron enviados a realizar el arresto. Al lote se sumaron otros dos policías que se encontraron en el camino, el Comisario Chamorro y el Agente Chino.
¡Suban! Se vienen con nosotros.
¿Y qué hacemos con los caballos?
¿Yo qué sé? Átenlos a un árbol.
Mal de su grado, el Comisario Chamorro se montó en el asiento trasero de la lujosa máquina, junto al Teniente Rojas, un mocoso de la ciudad a quien, por una cuestión de rango, no le quedó más remedio que obedecer. El otro milico de a caballo, el Agente Chino, se sentó en el asiento de adelante, sobre las rodillas del Cabo Agapito, un muchacho de contextura algo enclenque, a quien el polvillo de las plantas campestres tenía a mal traer.
¡At-chís!
¡En marcha!, gritó desde atrás el Teniente Rojas.
 
***
 
Tras la fría mañana de primavera, el sol ahora brillaba sobre la azul silueta de las montañas. El Pierce Arrow de don Moisés avanzaba a trompicones por aquel precario camino de Cordillera.
¡Más rápido!, ordenaba desde el asiento de atrás el Teniente Rojas, que había obtenido hacía poco su primer ascenso en el escalafón, y tal vez obtuviera otro, si esta misión se cumplía de manera satisfactoria. ¡Más rápido, maldita sea!
¡No se puede ir más rápido!, le respondió el chofer de don Moisés, un pelirrojo de pecas, que ya se estaba cansando de la soberbia de aquel individuo. ¡Es todo lo que da!
No le mentía. Con esa multitud encima, la suspensión iba exigida al límite. El pelirrojo hacía un gesto de dolor cada vez que una de las ruedas caía en una huella, o cuando una piedra le hacía dar un respingo a su adorada máquina (suya, sí, más que de don Moisés, que ni siquiera sabía manejar).
¿Qué dijiste?
¡Que no se puede ir más ráp…!
¡Paf!, recibió un coscorrón que le voló la gorra el pelirrojo Chofer.
¡La próxima vez, mostrarás el debido respeto, cuando hables con un oficial!
Dejeló, pues Teniente, dijo el Comisario Chamorro. Hace lo que puede, el cabro...
Bordeaban la Laguna de los flamencos, que estaba dentro de la propiedad de don Bernardo Caledonia, al igual que el bosquecillo de cóihues al otro lado del camino, y las lomas que se perdían en un mantillo de bruma. ¿Cómo podía toda esa extensión de tierra pertenecer a un solo hombre?, se preguntó el Teniente Rojas, que en secreto había leído los folletos de los agitadores anarquistas, y no podía decir que no encontrara razonables algunas de sus propuestas.
¿Falta mucho?
No, dijo el Comisario Chamorro, que conocía aquella zona como el bolsillo de su chaleco. Cuando termine la laguna, ahí llegamos.
El Chofer disminuyó la velocidad, al llegar a un sector más bajo del camino, una especie de pantano, sobre el que habían puesto unos troncos atravesados, para que las ruedas de carros y automóviles no se hundieran. El Pierce Arrow pasó dando tumbos encima de los troncos.
¡Ay!, chilló el Cabo Agapito, que además de su alergia al polen debía soportar el peso del Agente Chino, acurrucado como un gatito sobre su regazo. Aunque era la primera vez que viajaba en automóvil, el Agente Chino no parecía para nada asustado. En su rostro de rudos rasgos campesinos se dibujaba una sonrisa, fruto sin duda de la contemplación del bello entorno natural.
Y, dígame, preguntó el Teniente Rojas, gritando al oído del Comisario Chamorro, a causa del ruido del motor. ¿Cómo es ese tal Señor Caledonia? ¿Un verdadero rufián, no es verdad?
¿Quién? ¿Don Bernardo?, preguntó el Comisario Chamorro, que venía de visitar su estancia esa misma mañana, para comunicarle la desgracia ocurrida a sus peones.
Pues no, no lo creo.
El Comisario Chamorro recordó que, aún conmocionado por la noticia, don Bernardo no se olvidó de hacerle entregar una pierna de capón asada, para que tuvieran para almorzar por el camino, y un par de frascos de ginebra. Para agradecerle la molestia, además, don Bernardo le deslizó discretamente un par de billetes, al momento de despedirse.
Don Bernardo es muy buena gente, pregúntele a cualquiera que viva por aquí, dijo el Comisario Chamorro. Es alguien que vive y deja vivir.
Vive y deja vivir, repitió en tono irónico el Teniente.
Pasado el martirio de los troncos, el automóvil tomó otra vez velocidad. El chofer pudo al fin dar rienda suelta al motor de seis cilindros, que bramaba con la furia de un león. Tras una curva vieron aparecer, a lo lejos, la figura de dos jinetes, que marchaban por el mismo camino que ellos, directo a su encuentro.
 
*** 
 
Se trataba de dos típicos gauchos sureños, de grueso poncho tejido, sombrero de ala ancha y bombachas de campo. Nada tenía de especial el que marchaba adelante, más que su baja estatura, y el rostro casi lampiño de la primera juventud. El gaucho que venía atrás, medio oculto por su compañero, era de porte algo mayor, y tampoco tenía barba, pero sí unas larguísimas pestañas realzadas con rimmel, labios color carmín y una capa de maquillaje gruesa como un dedo.
Ay… ay…, se lamentaba el segundo gaucho, que no era otro que la bella y seductora doña Clarita, viuda de González, acusada de doble homicidio.
Paremos, muchacho... Paremos un rato…
Un pliegue de ese ridículo poncho se le clavaba en las posaderas; por más que intentara alisarlo, se volvía a formar. El vaivén del caballo la estaba matando, y eso que no llevaban más de quince minutos de marcha.
Ay… ay…
Todo para nada, pensaba doña Clarita, que no creía que la Justicia la estuviera persiguiendo. Lo había creído, sí, esa misma mañana, cuando aquellos dos milicos horribles cayeron a la Estancia, y ella estuvo a punto de cometer una insensatez. Ahora se daba cuenta de que se había asustado por nada.
Por favor... No puedo más...  
No podemos, Señora, respondió el Paisanito. Don Bernardo dijo que...
Hablaba en un dialecto campesino, hecho de gruñidos más que de palabras. A doña Clarita le costaba horrores entenderlo. Grandísimo burro. ¿Cómo Bernardo había sido capaz de enviarla con un idiota como ese? ¿Tan poco la apreciaba? Esta situación es absurda, se dijo doña Clarita, mientras el pliegue en la montura volvía a incomodarla. No fue más que un truco de Bernardo para sacársela de encima. Era como todos los hombres: una vez que obtuvo lo que quería...
Voy a parar... voy a bajar un rato...
Una nube de polvo que se levantó en el horizonte.
¿Y eso?
Un ruido desacostumbrado se dejó oír en aquellas quietudes. El ruido de un motor, que se fue haciendo más patente.
Es un auto, Señora, dijo Inocencio.
Ya sé que es un auto, imbécil.
Doña Clarita se olvidó de la incomodidad de su montura, de la ingratitud de la vida y de lo mutable que era el corazón de los hombres, cuando pudo distinguir el rojo bermellón del coche de Moisés.
Dios mío...
Ahora comprendía que el peligro era real, y no sólo una estratagema de Bernardo para deshacerse de ella. Hubiera salido al galope, de haber sabido cómo guiar al maldito caballo, se hubiera tirado de cabeza en las frías aguas de laguna...
Tranquila. Señora, le dijo el Paisanito, que no perdía la sangre fría, a pesar de todo. Claro, no iba a ser a él al que metieran preso de por vida, en caso de atraparlo.
Estaban cada vez más cerca. Ya podía distinguir la gorra del colorado Evaristo, que no llevaba junto a él a su rencoroso patrón, sino a uno, dos, tres…, ¡cuatro policías!
Ay, Inocencio...
El Paisanito sintió estremecerse una fibra dentro su pecho, cuando escuchó que esa inalcanzable mujer ya no lo llamaba muchacho, o chico, sino que pronunciaba su nombre por primera vez.
 
***  
 
Los pasajeros del asiento delantero habían intercambiado su ubicación, para entonces. El Agente Chino comprendió que incomodaba con su peso al Cabo Agapito y, criollo de ley como era, se ofreció a ir él debajo de su compañero, por el resto del viaje.
¡Eh!, chilló Evaristo, el pelirrojo Chofer, a quién el Cabo casi se le cayó encima, en el momento de hacer el cambiazo. ¡Tengan cuidado!
Así fue como el Cabo Agapito terminó sobre las piernas del Agente Chino, quien, para hacer más segura su posición, lo agarró de la cintura con sus manos regordetas y no exentas de vellos.
El auto tomaba velocidad. En el asiento de atrás, el Teniente Rojas y el Comisario Chamorro ya no conversaban. Se habían dicho todo lo que tenían que decirse, y ahora iban sumidos en sus propios pensamientos. No podían más diferentes, aquellos dos agentes de la Ley.
Uno experimentado, analfabeto, curtido por el sol y a la nieve,
el otro joven e idealista, con la intransigencia de alguien a quien la vida aún no le ha enseñado una lección.
Se miraban de reojo, con desconfianza, emitiendo un juicio poco favorable el uno del otro. Un sabelotodo de ciudad, era el Teniente Rojas, a los ojos de su colega del campo; un niño mimado que ante el menor peligro se ponía a tocar el pito, para tener dos minutos después a media docena de compañeros, cubriéndole las espaldas; un señorito que conocía los libros y no sabía nada de la vida. ¡Que viniera custodiar la zona de frontera, con sus benditos libros! ¡Que se pusiera a tocar el pito, en medio de aquellos asesinos, a ver cómo le iba!
Por su parte, para el Teniente Rojas, el viejo comisario rural era la síntesis de todo lo que había que erradicar de la institución policial: la ignorancia, la desidia, el soborno... ¡Cómo no iba la gente sencilla, los peones y los obreros, a tener un mal concepto de la policía, cuando todos los policías que conocían eran como él! Unos animales, unos brutos, acostumbrados a imponer la fuerza física antes que la razón… El aliento a alcohol ya se le sentía, al Comisario Chamorro, a pesar de lo temprano de la hora, y del hecho de que se hallaba en servicio. Un rufián a sueldo de los ricos, eso es lo que era, un pillo con uniforme, dispuesto a torcer la Ley en perjuicio de los pobres y necesitados.
¿Un cigarrito, mi Teniente?, le ofreció su pitillera, conciliador, el Comisario Chamorro.
No tengo mal el hábito de fumar, le respondió secamente el Teniente Rojas. Y tampoco el de la bebida, añadió el policía citadino, con obvio retintín.  
El que no fuma tabaco ni bebe vino, se lo lleva el diablo por otro camino, dijo el Comisario, que se las ingenió para encender su cigarrillo, a pesar del viento.  
¿Cómo dice?
A la mutua hostilidad que se profesaban los policías que viajaban en el asiento trasero se oponía la armonía de los dos que iban en el asiento adelante. Aún sin haber intercambiado más que un par de palabras durante todo el camino. El Cabo Agapito iba más preocupado por el agüita que salía de su nariz, la cual no dejaba de secar con su pañuelo. La piel sobre su labio superior ya comenzaba a irritarse, lo cual le producía una sensación desagradable. Al vaivén lateral, producido por la marcha del automóvil, el Cabo notó que se había sumado otro meneo, hacia adelante y hacia atrás, que provenía de su mismo asiento, es decir, del Agente Chino.
¡Atchís!, volvió a estornudar el Cabo.
Perturbado como estaba por la fiebre de heno, tardó en darse cuenta de que algo se le clavaba en los glúteos: un objeto oblongo, duro como el pedernal. Llegó a pensar que, con el traqueteo del coche, el arma reglamentaria del Agente Chino se había corrido de lugar. Se dio vuelta hacia su colega, para hacérselo notar.
Este… disculpe…
El Agente Chino no pareció oírlo. Respiraba de manera jadeante, con un hilo de baba corriéndole desde la comisura de la boca.
Estos van a quedar tapados de tierra, murmuró el Chofer.
Se refería a los dos jinetes que cabalgaban hacia ellos, que se habían hecho a un lado, para dejarlos pasar. El Comisario Chamorro aguzó la vista. Tenían que venir de la Estancia de don Bernardo, pensó. El de más adelante se parecía al paisanito que hoy temprano le había cebado unos mates. Al de más atrás no alcanzaba a verlo. El Teniente Rojas evaluó la posibilidad de detenerse e interrogarlos. Tal vez supieran algo del asunto.
De manera inopinada, el Cabo Agapito saltó de su asiento, como disparado por un resorte. Su carabina se cayó a un costado, pegándole en la pierna al Chofer.
¡Ey!
El Pierce Arrow derrapó sobre el camino de tierra, a unos metros donde estaban los gauchos.
¡Cuidado!
El Cabo Agapito cerró los ojos, el Comisario Chamorro se agarró de donde pudo. Sólo gracias a su pericia pudo el Pelirrojo enderezar el vehículo, cuando estaba por impactar a los caballos.  
¡Maldita sea, Agapito! ¿Qué bicho te picó?, gritó el Teniente.   
De todos los que estaban en el auto, únicamente el Agente Chino mantuvo la calma.  
¿Qué diablos hace?, gritó el Pelirrojo. ¡Siéntese!
¡No!, se obstinó el Cabo Agapito.
Venga, mi Cabo, trató de atraerlo otra vez hacia sí el Agente Chino. Venga, que se va a caer...
 
*** 
 
BRRRRRRRMMMM... pasó de largo el automóvil, después de estar casi a punto de embestirlos. Los jinetes tuvieron que apretar los párpados y contener el aliento, para que el polvo no se les metiera en los ojos y la boca.
Dios mío…, exclamó doña Clarita.
El corazón le golpeaba enloquecido. Sintió que se iba a desmayar. Se hubiera caído de su montura, si una mano flaca pero fuerte no se hubiera estirado hacia ella, sosteniéndola de la ropa.
Dios mío…   
Inocencio siguió con la vista al automóvil, que se perdía camino arriba. En cuestión de minutos iban a llegar a la Estancia y descubrir la verdad. Tenían que salir del Camino Principal cuanto antes.
Suba a mi caballo, Ñora.
Inocencio arrimó su zaino malacara al tobiano que llevaba a doña Clarita. 
¿Qué? ¿Cómo?
Pase la pierna por arriba, Ñora.  
No era algo fácil de hacer, para alguien que ni sabía cabalgar.
No… No puedo…
No había tiempo para nada. El Paisanito bajó de su caballo y ayudó a doña Clarita en la tarea.
Ay… me voy caer…
Un pie se le había enganchado en el estribo. Fue necesario que Inocencio la sostuviera de la pantorrilla, algo que a doña Clarita no le molestó en absoluto, pero que a él lo hizo sonrojar.
Me caigo, Inocencio…
No… Yo la tengo…
Cuando el traspaso terminó de realizarse, Inocencio ató el cabresto del tobiano al recado de su pingo y se subió de un salto.
Agárrese bien, ña Clarita.
Lucero, el caballo con el que Inocencio había ganado más de una cuadrera, no esperaba más que una señal para salir disparado como flecha, a pesar del peso extra.
¡Ay!
El poncho de doña Clarita se infló por efecto del viento. Su sombrero voló por el aire, y su cabellera de largos bucles negros se desplegó como una bandera.
Inocencioooo…
Llegado al sector del pantano, Inocencio no cruzó por encima de los troncos, sino que cabalgó cuesta arriba, hasta donde el arroyo se angostaba. Lo cruzó limpio de un salto, aterrizando con la suavidad de una pluma del otro lado.
¡Inocencio!, exclamó doña Clarita, aferrada al Paisanito, que ya no le parecía un débil mental, sino un auténtico centauro.
 
*** 
 
Subida en lo alto de su árbol, en el jardín trasero de la casa, Lola fue la primera en ver aparecer el auto con los cuatro policías, con sus armas y sus chaquetas en distintos tonos de azul. Sentada desde temprano
en una de las ramas más altas, de la que se negaba a bajar (en protesta por la reprimenda que le había dado don Bernardo), la joven mucama vio la máquina detenerse frente a la tranquera. Uno de los uniformados se bajó a abrirla.
¿A qué vendrán estos ahora?
El Pierce Arrow rojo bermellón recorrió el camino entre la doble hilera de abetos que conducía hacia el casco de la Estancia. Lola dejó de verlo cuando quedó tapado por la casa.
BRRRRRRRMMMM...
Alarmados por el ruido, los perros se pusieron a ladrar. El Cabo Agapito, el policía que había abierto la tranquera, ya no volvió a subirse, sino que hizo el resto del trayecto parado en el estribo, evitando el menor contacto con el Agente Chino, que inútilmente le hacía señas de que volviera a la comodidad de su regazo.
Maldito explotador, murmuró entre dientes el Teniente Rojas, cuando vio el tamaño de la casa, y el jardín con sus hileras de rosales, y la glorieta rodeada de pequeños sauces. A tiro de piedra se encontraba el galpón. Unos peones se pasaban un mate, alrededor de un pequeño fogón. Ninguno de ellos pronunció una palabra cuando el automóvil describió un semicírculo y se detuvo frente a la puerta de la casa.
El motor se apagó, no así los ladridos. Los cuatro policías salieron de la máquina, lentos y poco decididos los de la patrulla rural, mucho más movedizos los que venían de la ciudad. 
Qué tal, Señores, buenos días tengan Ustedes, salió a recibirlos el Patrón, un hombre de unos cincuenta años, de cabellera entrecana y abundantes bigotes. 
¿Dónde está?, le espetó sin responder a su saludo el joven Teniente.
Bernardo se quedó con la mano en el aire y la sonrisa a medio camino.
No se haga el distraído. ¡Sabemos que esa mujer está aquí!
Bernardo se lo tomó con calma. El hecho de que los milicos estuviesen allí quería que no se habían cruzado con Clarita e Inocencio por el camino. O, si los habían cruzado, no los habían reconocido.
Estimado muchacho… ¿Cuál es su nombre?
¡No soy ningún muchacho! ¡Soy el Teniente Isidoro Tadeo Rojas!
Dos de los peones, Martiniano y el Pollo, se acercaron al lugar, para brindar apoyo a su jefe. No era un apoyo meramente moral, los dos llevaban las culatas de sus revólveres a la vista, por encima del  cinturón.
Se lo repito, Teniente, esa señora ya no se encuentra aquí, decía don Bernardo. Partió hoy temprano, rumbo a Río Gallegos. A estas alturas…  
¡A mí no me engaña! Buscaremos dentro de la casa. ¡Tengo una orden firmada por el Gobernador!
Los peones se miraron entre ellos. En todos los años que llevaban allí, nunca habían escuchado a nadie gritarle de ese modo al Patrón. Nomás a la finada Patroncita.  
Pase, Teniente, dijo sonriendo Bernardo, no tenemos nada que ocultar.
¡Eso ya lo veremos! Tú, Agapito, ve por aquel lado. Ustedes dos, revisen el galpón…
¿Ónde se cree que va?, protestó Abelarda, cuando el enérgico Teniente trepó los escalones de la entrada principal.
¡Hágase a un lado! ¡Soy un oficial de la República!  
¡Qué oficial ni ocho cuartoj! ¡Límpiese laj pata, primero! ¡Mire cómo deja la alfombra!
El Teniente entró de todos modos, sin importarle dónde pisaba y la tierra que traía. Fui abriendo puertas, a medida que las encontraba. El Comisario Chamorro parecía avergonzado. Tan sólo una mirada le bastó a Bernardo para comprender que el Viejo Policía sabía algo que no podía decirle, allí delante de todos.
Qué bueno verlo otra vez por aquí, Comisario.
Sí, don Bernardo. Usté disculpe…
¿Llegaron ya al final de la Laguna, Comisario?, agregó, casi en un murmullo.
No, don Bernardo, le respondió el Comisario Chamorro, en el mismo tono. A gatas si iban por la mitá.
Bernardo reflexionó. Era menester retener allí a la milicada, al menos por un rato. No le quedó más remedio que dejar que el entrometido oficial a cargo diera vueltas por las habitaciones, mientras el Cabo Agapito caminaba hacia el ala izquierda de la casa, con el Agente Chino pisándole los talones.
¿Que no escuchó al Teniente?, protestó el Cabo. ¡Vaya a fijarse en el galpón!
A lo que el Agente respondió, con voz melosa:
Mejor voy conusté, mi Cabo…
 
***  
 
A falta de algo mejor que hacer, el pelirrojo Evaristo quitó el polvo de la carrocería con una franela y luego pasó un trapo con creolina por el tapizado de cuero, donde habían estado sentados los polis. Manga de animales, murmuró. Patanes sin educación. De sólo pensar que aún tenía que soportarlos en el camino de vuelta…
Apa, apa, apa…
Del lado del galpón apareció, con su galera aplastada y su palo de escoba a guisa de bastón, un tipejo al que Evaristo no había visto en algún tiempo: el Loco Cebolla.
¡Miren quién está aquí, el Bicho Colorado!
El Chofer no disimuló el poco entusiasmo que aquel encuentro le causaba. Sin echar más que un vistazo a aquella inesperada aparición, le dijo:
Todavía estás vivo, viejo sucio. Pensé que ya te había tragado el hoyo...
Pues tú sí que te ves estupendo, Bicho Colorado. ¡Pareces un príncipe, con ese uniforme!
Evaristo midió la cantidad de bencina que quedaba en el tanque, mientras el Loco Cebolla no dejaba de mariposear alrededor suyo.
Debes estarle muy agradecido a don Moisés, y no dejar de rezar por él cada noche, antes de que te guarde otra vez en el canil. 
Lárgate, maldito loco, le dijo Evaristo, al tiempo que abría la cajuela y extraía el bidón con el combustible que llevaba de repuesto. Vete de aquí, si sabes lo que te conviene.
Glu-glu-glu-glú, hacía la gasolina al salir del bidón.   
Si así lo deseas, me iré, dijo el Cebolla. Pero primero…
Aprovechando que Evaristo tenía las manos ocupadas, el Loco le arrancó la gorra y salió a la carrera, lo más rápido que se lo permitían sus huesos.
¡Qué haces! ¡Vuelve aquí!
El Pelirrojo tuvo que dejar el bidón sobre el estribo, con cuidado de no volcarlo, antes de salir a perseguirlo. 
Trae esa gorra para acá.
¡Ja, ja, ja! ¡Alcánzame si puedes, Bicho Colorado!
¡Dámela!
Cuando al fin le dio alcance, el Loco arrojó la gorra, que giró como un disco y cayó sobre el pasto, unos pasos más allá.
¡Cebolla! ¡Deja ya de molestar al señor!, lo reprendió Antonio, uno de los peones.
Llegó justo a tiempo, antes de que el Pelirrojo le diera al Loco un puñetazo en la cara.
Discúlpelo, Señor. No sabe lo que hace. Está loco.
Apa, apa, apa…
Otro de los peones, el Pollo, apareció desde atrás, y le alcanzó al Chofer su gorra, sosteniéndola respetuosamente desde la visera.
Evaristo se la calzó otra vez, sin dejar de lanzar miradas amenazantes al Cebolla. Volvió a donde estaba el auto, cogió el bidón y siguió con su tarea.  
 
***  
 
¿Y don Bernardo, cómo los dejó entrar?, preguntó Lola, desde arriba de su árbol.
¿Cómo no loj va a dejar? ¡Son la polecía!, le respondió Abelarda, que había ido a llevarle unos pastelitos de membrillo. ¡Tóo por esa mujer endiabláa! ¡Hajta el último día tuvo que traer cuejtione!
Es verdad, dijo Lola, que mordió ávidamente el primer pastelito, crocante y aún tibio. Se lamió el pulgar, por el que se le había chorreado parte del dulce.
¿Y cómo ej que no loj vieron, a ella y al Inojencio? Tienen que haberloj cruzáo…
Sí, dijo Lola, que no la escuchaba en realidad. Toda su atención estaba puesta en la comida, no había probado bocado en todo el día.
¿Te gujta?
¡Sí!
Abelarda ya no le insistió con que se bajara del árbol. No había manera de convencerla, era terca como ella sola.
Yo me güelvo pa la casa, dijo Abelarda.
Bueno, le respondió Lola.
En algo estaban de acuerdo, las dos, y era en que, por mucho que detestaran a doña Clarita, no la iban a delatar. Menos si eso podía traerle problemas a don Bernardo.
Gracias por la comida, Abelarda…  
Otro cantar era con doña Dorotea, el Ama de Llaves, que seguía los detalles del operativo desde la ventana de la cocina. De ser por ella, podían agarrar a esa mujer y encerrarla bajo siete candados. Y sin don Bernardo quedaba pegado como cómplice, peor para él. Se lo tenía bien empleado, por dejarse seducir por esa inmoral.
¡Ay!, chilló el Ama de llaves, cuando uno de los policías abrió la puerta que daba al jardín: un joven muy pálido, de cabello crespo, que entró sin pedir permiso. Se trataba del Cabo Agapito, quien, más que preocuparse por buscar a la fugitiva, se apuró a poner la traba, para impedir la entrada de su compañero.
Tun, tun, tun…, se sintió que alguien forcejeaba desde afuera, sin poder abrir la puerta. A través de los cristales se pudo ver el telúrico rostro del Agento Chino, ensombrecido por la decepción. Poco le faltó para raspar el vidrio, como hacen los perros cuando no los dejan entrar.
Mi Cabito… Abramé…
El Comisario Chamorro, por su parte, fue a darse una vuelta por el galpón, sólo por cumplir con las formalidades.
¿Un mate, Comesario?, ofreció el viejo don Segundo.
No le puedo decir que no, sonrió el Viejo milico, aún inquieto por la suerte que podría haber corrido su caballo, atado a las apuradas a un costado del camino. ¿Qué iba a ser de su potro, si llegaba a encontrarlo algún matrero? Verdad es que sólo habían pasado unos minutos…
 
***
 
Podría decirse que, de los tres milicos que habían llegado a la Estancia, sólo uno estaba obsesionado por encontrar a la fugitiva, y ese no era otro que el Teniente Rojas, que revisaba una habitación tras otra: el salón, el estudio y demás dependencias del piso inferior; luego los dormitorios en la planta alta.
Miren esto nomás, murmuraba para sí. Qué despilfarro…
Hijo natural de una costurera, criado entre todo tipo de privaciones, el Teniente Rojas sentía bullir la sangre en sus venas, a la vista del lujo desproporcionado que veía en aquella casa. Más que casa, un palacio. ¡Con tanta gente que pasaba hambre, y no tenía siquiera un trapo con que cubrirse! De nada valió que el Comisario Chamorro le hubiese dicho que don Bernardo no era como otros estancieros; que trataba de forma justa a sus empleados, que les pagaba puntualmente y tenía para ellos lugares limpios y cómodos para dormir.
¿Un buen patrón? Eso es una incongruencia, un absurdo…
Será como Usté dice, concedió el Comisario, que ignoraba lo que esas palabras querían decir.
La propiedad es un robo, citó el Teniente Rojas a Prudhon, padre del anarquismo, de cuya obra sólo conocía esa frase.
El Comisario curvó sus labios, en un gesto de sorpresa. Hacía tiempo que no bajaba a la ciudad, pero estaba seguro de que aquellas no debían ser las últimas directivas que había impartido el Gobierno. Recordó el rumor de que algunos policías le pasaban información a los terroristas. ¿No sería este uno de ellos?  
Venían en el auto, al momento de ese diálogo, fue justo antes de llegar. El Teniente comprendió que se estaba yendo de la lengua, y decidió no seguir con aquella línea discursiva; aunque ahora que caminaba por ese largo pasillo alfombrado, abriendo puertas a izquierda y derecha, reafirmó su convicción: la propiedad es un robo; por lo tanto ese tal don Bernardo, que poseía semejante fortuna, tenía por fuerza que ser un grandísimo ladrón. Podía disfrazar su tiranía con dádivas, podía engañar a los demás, pero a él…
El Teniente Rojas abría los armarios y revolvía entre la ropa, se tiraba al piso, para fijarse debajo de las camas. Nada. Era como buscar una aguja en un pajar. La fugitiva podía haberse escondido en los alrededores, en un corral, o en otra parte. Ese lugar era endiabladamente grande…  
Ya estaba por darse por vencido cuando vio, por una de las ventanas, algo que le llamó la atención.
 
***  
 
Bernardo estaba en el salón, prendiendo su pipa, cuando vio al joven oficial bajar por la escalera.
Bien, Teniente. Espero que…
El Teniente Rojas ni lo miró. En su primera recorrida había visto una puerta que daba hacia la parte de atrás de la casa. La encontró sin dificultad.
Teniente… ¿adónde va?
Lo vio bajar por la suave pendiente, hasta donde estaba el Árbol de Lola.
Esto ya se está pasando de castaño oscuro, se dijo Bernardo, que dejó su pipa a medio prender y salió por esa puerta él también. Vio al milico detenerse bajo del roble y mirar hacia el follaje, tratando de detectar algo. En su rostro de rasgos mezquinos se dibujó una sonrisa de triunfo.
¡Sé que está ahí, Señora González! ¡Acabo de verla!
Quién sabe lo que vio: un faldón del negro vestido de mucama de Lola, o el contorno de su pelo.
Oiga, mequetrefe, salga de ahí, le dijo Bernardo, mientras caminaba hacia el árbol él también.  
El Teniente no lo escuchó, o fingió no escucharlo.
¡Martiniano! ¡Antonio!, pegó el grito Abelarda. ¡Vengan!
La habitual tolerancia de Bernardo hacia las debilidades de la naturaleza humana, su inclinación a resolver los problemas por la vía pacífica, se iban desvaneciendo con cada paso que daba.
Vendrá con nosotros, señora. Por las buenas o por lo malas, dijo el milico, y sacó de su cartuchera el revólver.
¡Oh!, exclamó Lola, que saltó a otra rama más alta, buscando dejar su cuerpo detrás del tronco.  
¿Qué diablos hace?, le gritó Bernardo. Ella no es…  
Lárgate, viejo, dijo el Teniente, que extendió el brazo hacia el follaje y apuntó.
¿Es que de veras pensaba disparar, o sólo usaba su arma como una amenaza?
Nunca se supo, porque Bernardo tomó carrera y le estampó un puñetazo que lo levantó por el aire. Ni él creyó ser capaz de asestar un golpe como ese. El Teniente dio un par de tumbos por la pendiente y quedó dejó tendido cuan largo era sobre el pasto.
¡Don Bernardo!
Rompiendo su promesa, Lola bajó del árbol. Se descolgó de la rama más baja y cayó directo en sus brazos.
¡Lola!
La muchacha se prendió a su pecho y se largó a llorar.
Ya, ya…, le pasó Bernardo una mano por el pelo, que ella se había vuelto a soltar.
Unos metros más abajo, aún aturdido, el Teniente Rojas buscaba su Webbley 455, que había quedado tirado a un paso de distancia. No hizo por recuperarlo: al lugar ya habían llegado los peones, con sus armas a la vista.
El Teniente tomó el silbato que colgaba de su cuello y sopló, convocando a sus camaradas.
¡Príiiii…! ¡Príiiii…!
Antes que apareció una vieja de anteojos, que a destiempo chillaba:
¡No tire, señor! ¡No tire!
Abelarda trató de detenerla, pero ya era tarde.
¡Esa mujer ya se fue! ¡Salió por el Camino Principal, disfrazada de gaucho!
 
***
 
Los demás milicos aparecieron. El Teniente Rojas logró ponerse de pie. De su ceja manaba sangre en abundancia. El anillo que Bernardo llevaba en la mano derecha, con el Águila Bicéfala del Imperio Austrohúngaro, debió de hacerle un corte más que mediano, al momento del impacto.  
¡Usted…! ¡Usted…! ¡Está bajo arresto!
A Bernardo poco le faltó para sonreír. Ya no era el de otros tiempos, aquel muchacho de veinte años al que por dos veces los milicos habían echado como un perro en un calabozo.
Lárguese de mi propiedad, le dijo.
¿Su propiedad? ¡Ya verá por cuánto tiempo!, respondió el maltrecho Teniente.
Una amenaza extraña, viniendo de un policía.
¡Volveré por aquí! ¡Se lo juro!
Vamos yendo, mi Teniente, dijo el Comisario Chamorro.
Sí, vamos, dijo el Teniente Rojas. ¡Al auto! ¡Aún podemos alcanzarla!
Pero no, no podían. De- los cuatro neumáticos Goodyear XZ que tenía el automóvil, dos estaban completamente planos.
¡Fue el Loco Cebolla, junto con aquellos dos!, dijo el Chofer. Lo pincharon cuando yo…
El Loco había desaparecido de escena, y Antonio y el Pollo juraban que ellos no habían tenido nada que ver.
¡Les clavaron con una navaja! ¡Aquí está la marca!
¿Tiene neumáticos de repuesto?
Sí, pero de acá a que los cambie…
Bernardo ordenó a sus peones a asistir al pelirrojo en su tarea, y volvió a meterse en la casa.  
La partida de los milicos debió aplazarse por un largo rato. Martiniano devolvió su revólver reglamentario al Teniente, luego de abrir el tambor y sacarle las balas, algo que hizo en su propia cara. El Comisario le pidió con un gesto que no protestara. Aquí en el campo las cosas eran diferentes, ya se lo había advertido. Que se diera por contento de no haber recibido un balazo. Rojo no sólo de sangre, más aún de vergüenza, el Teniente aguardó a que cambiaran los neumáticos, apartado del resto. La piel alrededor de su ojo se iba inflamando y poniendo negra. Jamás había sufrido una humillación semejante.
¡Ay!
Tampoco Bernardo se la había llevado de arriba. La mano le dolía malamente. Uno de los nudillos se le había puesto del tamaño de un huevo, llegó a pensar que se había quebrado. La falta de costumbre. Desde que estaba en el Liceo que no se liaba a los golpes.
Ay, se quejó, cuando Lola le apoyó en la mano un trozo de carne fría, que había ido a buscar a la despensa.
Está bien, pequeña. No hace falta.
Lola sonrió, y dos hoyuelos se le formaron en las mejillas.
Sí hace falta, don Bernardo. Usted me ha cuidado a mí, y yo ahora lo cuidaré a Usted. 
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.  

 

 

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