Un
muchacho tímido, criado en el campo, poco acostumbrado a ver mujeres.
Menos a una mujer como doña Clarita: una mujer refinada, culta, algo
castigada por los años y las desventuras de la vida, es verdad, pero aun
así una mujer de una belleza impactante: mirada soñadora, carnes
generosas, una cabeza más alta que él...
Acompañarás a doña Clarita hasta la estancia La Leona, dijo el Patrón, ¿Recuerdas dónde es?
S-sí do-don Bernardo, respondió Inocencio, e-es la estancia de su amigo, en Lago Posadas...
Estaban en el salón, un lugar de la casa que Inocencio rara vez pisaba. Con la boina en la mano, el paisanito miraba intimidado los lujosos muebles de madera lustrada, las cortinas de damasco, las esculturas, la araña de mil cristales. En el otro extremo de la mesa, la Viuda bebía en silencio su tacita de café.
Capítulo 114 - EL AMANTE DESPECHADO
Elige un caballo mansito para la Señora.
Sí, don Bernardo.
Pasarás la noche allá...
¡U-ju!, exclamó Abelarda, que se había quedado de pie en un rincón, luego de servir el desayuno.
...en la estancia de los Neumann, siguió con sus instrucciones Bernardo, y volverás al día siguiente, con las monturas....
¡Si ej que puédej!, estornudó a Abelarda, y se limpió la nariz con su pañuelo, ignorando las miradas que le dirigieron los demás. Doña Clarita meneó la cabeza, resignada: las mucamas en casa de Bernardo eran una calamidad, a cual más soliviantada e irrespetuosa.
Bernardo se puso de pie, tomó del brazo a Inocencio y lo condujo hasta el vestíbulo.
Escucha, Inocencio, le dijo, el peligro no ha pasado todavía. Irás armado, y con los ojos bien abiertos.
Sí, don Bernardo.
Protegerás a la Señora con tu vida, ¿me entiendes?
El muchacho miró de soslayo a la pulposa Viuda, que al ver que la estaba mirando, le sonrío.
¿Inocencio? ¿Me has escuchado?
S-sí, don Bernardo, tartamudeó el paisanito.
Bien. Empieza con los preparativos.
***
La mañana estaba ya bien entrada, para ese entonces. Una brisa soplaba del lado del valle.
¿Adónde es que van? ¿A la Leona?, preguntó don Segundo. ¡Eso está como a diez leguas!
No creo que lleguen hoy día, dijo Antonio. Tendrían que haber salido más temprano.
En el galpón, los peones estaban todos de acuerdo: no se podía llegar ese mismo día a La Leona, menos si llevaba a una mujer que no sabía montar.
¿Y entonces?, preguntó Inocencio.
Y... tendrás que pasar la noche con ella en el camino, ja, ja, ja…
Los demás rieron e Inocencio rio también, por compromiso. No podía tomar el mate que don Segundo le había ofrecido, la bombilla se le había tapado.
Miren, miren el miedo que tiene, dijo Antonio. ¡Vamos, muchacho! ¡Es tu oportunidad!
Los ánimos no estaban para bromas, de todos modos. Los peones más jóvenes, acaudillados por Martiniano, también hacían sus preparativos, para una excursión muy diferente. Habían sacado a relucir toda la artillería, los revólveres y fusiles que había en el galpón chico. Sólo esperaban el permiso de don Bernardo para lanzarse a la caza de los bandidos croatas, los que emboscaron a Eleuterio y Ramón.
¿Cómo? ¿No vendrás con nosotros?, preguntó Martiniano.
Es que... se defendió Inocencio. El patrón me mandó a otro lado…
Martiniano no lo podía entender.
¿No puede acompañarla alguien más?
No lo sé. Pregúntale tú.
¿Acaso tienes miedo?
¡Claro que no!
La verdad sea dicha, Inocencio tenía más miedo a quedarse solo con la Viuda que a enfrentarse a tiros con los malvivientes.
Es don Bernardo el que manda, no yo.
¿No piensas vengar a tus compañeros? ¿Qué clase de hombre eres?
Mansito y todo como era, Inocencio le pegó un empujón.
¿Qué dijiste?
Los demás se apresuraron a separarlos.
No se peleen, pos cabros..., dijo don Segundo, el antiguo puestero, quien, dada su avanzada edad, hoy vivía en el casco de la Estancia, dedicado a tareas menores.
Hagan caso a don Bernardo. Él sabe lo que hace…
***
Sí, Bernardo sabía lo que hacía, o creía saberlo. Mandar por caminos separados a Inocencio y Martiniano fue su primer movimiento. Le pareció lo más sensato, dado lo caldeados que estaban los ánimos. Más que empleados, los muchachos eran como hijos para él; los tenía de gurises, ahí en la Estancia. No quería que, por su efervescencia juvenil, fueran a hacerse matar por los secuaces de Kociancich, hombres curtidos y sin piedad.
¿De verdad es tan peligroso ese camino?
Pero no, Clarita... En las montañas del Sur está el problema. Hacia el Norte no hay peligro. Sólo se lo dije a Inocencio, para hacerlo sentir importante.
Deberías acompañarme tú, Bernardo, no ese paisanito retardado.
Sabes que no puedo, Clarita. Si no, con todo el gusto del mundo...
Estaban en el cuarto de invitados, el cuarto que había sido de ella, en el mes y moneda que llevaba allí. A doña Clarita se le iba el alma al piso, de sólo pensar que debía abandonar la seguridad de ese refugio para afrontar un viaje lleno de incomodidades, por tierras desconocidas e infestadas de bandidos. Y dejar para siempre a Bernardo, un hombre rico y buen mozo, que la había amado alguna vez. Que tal vez la volviera amar…
Este vestido me queda horrible, dijo doña Clarita, de pie frente al espejo. Me lo cambiaré.
Clarita, por favor. El tiempo apremia.
Ya estaba lista hace una hora, ¿sabes? No tengo la culpa de que la imbécil de tu mucama me haya volcado el arroz con leche encima. Sin contar que lo hizo adrede.
Pero… qué más da qué vestido tengas, si vas a…
Date la vuelta, ¿quieres? Ya no somos más que amigos. No puedes mirarme mientras me cambio.
Resoplando, Bernardo se dio vuelta hacia la ventana. Echó un vistazo hacia el camino de entrada de la Estancia, esperando no ver aparecer otra patrulla policial. Algo le decía que, si no se apuraba, Clarita ya no podría salir de allí.
***
Su intuición no lo engañaba. A esa misma hora, minutos más o menos, en la ciudad de Punta Arenas, no se hablaba de otra cosa que no fuera de su invitada, la Señora Clara Schiaffini de González, o, como la llamaban en la prensa, “La despiadada Sra. C.”.
El artículo ocupaba la portada de El Faro de Punta Arenas, con su ilustración correspondiente (que representaba una dama de notable belleza, tocada de un coqueto sombrero, que sonreía de forma diabólica mientras sostenía un revólver). En las tabernas del puerto, los pocos que sabían leer les leían a sus compañeros los detalles de la historia. Las pupilas de los prostíbulos, que esa hora tomaban el desayuno o remendaban con hilo y aguja sus prendas, hacían comentarios sobre la implacable asesina.
¡Yo la conozco! ¡Es la Porteña! ¡La mujer del gordito, el de la Tienda González!
Del finado gordito, querrás decir.
La noticia había penetrado incluso en el exclusivo reducto del Club Británico. Hecho excepcional para un artículo escrito en un periódico en castellano.
Traduce, traduce lo que dice, le ordenaba a su secretario Míster Driffield, representante de una firma ganadera inglesa, que vivía desde hacía más de veinte años en Punta Arenas, y se enorgullecía de no hablar una palabra del idioma de esos salvajes sudamericanos.
Lo que aquí dice, Mr. Driffield, es que, tras matar de un tiro en la nuca a su marido, la malvada Señora C. ahora mató de una puñalada a su amante, quien se desempeñaba hasta hacía poco como su chofer...
¿Señora C.? ¿Qué diablos significa eso?
Se escucharon unos pasos en el recibidor. Míster Driffield levantó una ceja, de modo desaprobatorio, al ver aparecer en el umbral al pequeño Moisés Braunstein, director de la Sociedad Mendieta Braunstein, quien lo más suelto de cuerpo entró en el salón y tomó asiento en la mesa más cercana a la biblioteca.
Esto es un ultraje, murmuró Míster Driffield. No sé cómo tiene el tupé...
Fundado veinte años atrás, como enclave de la colectividad británica en la región, el Club había sido desde sus inicios refugio de los más acaudalados súbditos del Reino Unido, ingleses, escoceses e irlandeses, que habían llegado para explotar de manera racional y productiva estas tierras que los hijos del país, de natural poco avispados y holgazanes, se habían mostrado incapaces de aprovechar. A Míster Driffield le indignaba comprobar cómo, con el paso de los años, las estrictas normas que permitían el acceso a ese sagrado recinto se habían ido relajando, al punto que ahora se permitía entrar a este diminuto mercachifle judío, que ni siquiera hablaba inglés.
Good morning, Mr. Braunstein.
Ah, Roberts, qué tal. Un café, por favor, dijo el Señor Moisés, al tiempo que desplegaba la última edición de El Faro de Punta Arenas, el mismo diario que leía Mr. Driffiel. Mr. Driffiel hervía de furor.
¿Quién le permitió entrar aquí? ¿La comisión directiva está al tanto?
No lo sé, Mr. Driffield.
Very good, Sir, I’ll be right back, hizo una inclinación de cabeza y se retiró Roberts, el camarero principal, que contenía algo mejor que Míster Driffield su indignación, dadas las propinas que el pequeño sujeto habitualmente le dejaba, mucho más generosas que podía dejarle cualquier súbdito del Imperio Británico, sea este inglés o irlandés -y ni hablar de un escocés.
¿Se piensa que está en una cantina? It’s outrageous!
Una sirena sonó, anunciando la entrada de un buque en la bahía. Don Moisés terminó de leer el artículo de la Viuda Asesina y luego pasó a la sección internacional. La guerra en Europa recrudecía. Los hombres caían como moscas en los campos de Francia, en Gorizia y en la Prusia Oriental. Los Estados Unidos se aprestaban a tomar parte en la contienda, luego de que submarinos alemanes hundieran otro de sus barcos mercantes. En Rusia, el gobierno que había depuesto al Zar sufría una derrota tras otra, y los bolcheviques amenazaban con tomar el poder.
Qué tal, Buen día...
Blimey!, murmuró Míster Driffield, al ver entrar a otro sujeto no-británico en aquel templo de la Rubia Albión.
Buenos días tenga Usted, repartía saludos y sonrisas el rechoncho sujeto, de tez oscura como un moro e hispánicos bigotes.
Buen día, qué tal…
¿Quién podía a impedirle la entrada, si se trataba ni más ni menos que del Coronel Torres Almada, Gobernador Militar de la Región?
Buenos días, don Moisés. Perdón por la demora, no sabe el día que tengo.
¿Algún problema, Coronel?, plegó su diario y lo dejó sobre la mesa el Señor Moisés.
Sí, dijo el Gobernador, y señaló la ilustración que representaba a la Viuda Asesina. Ese es mi problema.
***
Desde luego, los periódicos no llegaban a la Estancia. No si alguien no los traía, y ese día ninguno de los peones había bajado a la ciudad. Doña Clarita no tenía manera de saber que era la comidilla de toda Punta Arenas. Si alguien le hubiera dicho que su fama había crecido hasta límites impensados, en el último par de horas, y que ahora la llamaban La Viuda Asesina, o La Despiadada Señora C., se hubiera quedado anonadada, estupefacta, patidifusa.
Toc, toc, toc...
De hecho, lo que pensaba en ese momento, mientras se probaba aún otro vestido, era que su temor de esa mañana había sido injustificado. Es decir, ya había pasado un mes desde la muerte de Gerardo, más de un mes, y el asunto parecía del todo olvidado. En todo caso, el que lo había matado había sido el criminal de Emilio, no ella. ¿Qué objeto tenía preocuparse?
Los golpes en la puerta se repitieron.
¿Clarita? ¿Se puede?
Parada frente a la ventana, doña Clarita veía el valle extenderse hasta las verdes colinas, y las montañas nevadas de la Cordillera. Me arrepentiré toda la vida si dejo este lugar, se dijo. No puedo hacerlo, no voy a hacerlo, no lo haré.
La puerta se abrió.
Ah, veo que ya estás lista, dijo Bernardo.
Ella no pareció haberlo escuchado.
¿Clarita?
Bernardo caminó hasta donde ella estaba, miró por la ventana también, a ver qué tanto miraba.
No he sido siempre del todo sincera contigo, Bernardo, pero jamás te traicioné.
¿De qué hablás?
¡Ahí vamoj!, murmuró Abelarda, que en puntillas se había acercado por el pasillo, y ahora pegaba la oreja a la puerta. ¡Ejta ya no sabe qué bolazo inventar!
***
¿Leyó el artículo completo?
Moisés Braunstein dejó caer la ceniza de su cigarrillo, antes de contestar.
Me temo que sí, Coronel.
El Gobernador resopló.
Me hace quedar como un idiota. Mire, mire...
Él mismo tomó el diario y leyó:
“...y la inacción de las autoridades, demasiado ocupadas en perseguir a imaginarios enemigos políticos, mientras esta notoria criminal...”
El camarero se acercó con el pedido del Señor Moisés.
¿Desea Usted también un café, Coronel?
¿Acaso bromeas? El café de aquí es espantoso. Mejor tráeme una grappa.
Roberts trató de mantener su flema anglosajona, al escuchar el nombre de aquel brebaje meridional. Miró el retrato del Rey Jorge Quinto colgado en la pared, deseando que no hubiese escuchado semejante atrocidad.
Me temo que no tenemos grappa, Coronel.
Bueno, lo que sea, dijo el atribulado Gobernador. Lárgate de una vez, déjame hablar con el Señor.
Roberts hizo una inclinación de cabeza y se retiró. El Gobernador no tardó en dar rienda suelta a sus cuitas. Sentía que los ciudadanos de Punta Arenas lo miraban de otra manera desde esa mañana. Todo por culpa de ese artículo.
Es un ataque de Arizmendi, el director de ese miserable pasquín. Con todos los problemas que tengo... La huelga de los estibadores, la carestía de los precios, los malditos anarquistas tratando de pegarle fuego a la ciudad...
Roberts se acercó con una copa de brandy.
Ah, bien, dijo el Gobernador, que ahí nomás le pegó el primer sorbo. Vaya, no está tan mal...
El Gobernador señaló la ilustración del periódico que, debía reconocerlo, le hacía justicia a la belleza de la fugitiva.
Todo por una loca que le pegó un balazo al marido. ¡Como si fuera el fin del mundo!
Moisés Braunstein asintió, comprensivo.
Si ya cruzó la frontera, ¿qué diablos puedo hacer yo, Señor Moisés? ¿Ir y traerla de los pelos? Ya debe estar en Gallegos, a esta hora, si es que no se embarcó.
El reloj de péndulo marcó las once. Don Moisés dio una última pitada a su fino cigarrillo turco, antes de aplastarlo en el cenicero.
¿Y qué me diría, Coronel, si yo le contara que esta dama que le causa tantos dolores de cabeza está más cerca de lo que Usted cree? ¿Que ni siquiera ha cruzado la frontera?
¿De qué habla?
***
Estaba aterrada, Bernardo, quería salir de Punta Arenas cuanto antes, por eso fui a verlo. Necesitaba dinero para la bencina y todo lo demás.
¿Y Moisés te lo dio?
Doña Clarita se demoró antes de responder.
Sí, pero me puso una condición...
¡U-ju!, murmuró Abelarda, al otro lado de la puerta. No veía la hora de contarle a Lola, a doña Dorotea y al resto de la Estancia la conversación que estaba escuchando.
Moisés me pidió que, antes de cruzar la frontera, te pasara a visitar a ti...
Bernardo la escuchaba en silencio. Al final, las sospechas del Loco Cebolla habían sido acertadas.
Quería que le contara lo que tú hacías aquí, por qué habías comprado esa nueva parcela de tierra, y qué te proponías...
Este Moisés... dijo Bernardo. Sabía que me tenía entre ceja y ceja, pero no hasta ese punto.
Doña Clarita caminó hasta la cama. Se sentó.
Se suponía que debía mandarle un informe, por medio de mi chofer, cada vez que bajaba a Punta Arenas…
¿Y lo hiciste?
Le escribí un par de veces, pero no le conté nada importante, nada que ya no supiera.
Bernardo se quedó en el mismo lugar donde estaba, de pie junto a la ventana. No quería acercarse otra vez a esa cama, ya conocía a su invitada.
No le conté lo de... tú sabes…
Clarita sonrió, como pidiendo disculpas por lo que estaba por decir.
…lo del pozo de petróleo que tienes en tu propiedad...
Bernardo abrió los ojos sorprendido. No era muy buen actor.
¿Cómo es que sabes eso?
Mi chofer lo descubrió, el día que fuimos de picnic.
¿Y tú no le contaste nada de eso a Moisés?
No, Bernardo.
¿Estás segura?
¿Piensas que voy a mentir en algo así? Claro que Emilio se lo puede haber dicho, cuando fue a la ciudad.
¿Pitróleo?, se preguntó si había escuchado bien Abelarda. Eso debía valer un dineral.
Y… dime… preguntó Bernardo. No es que el asunto me interese, pero… ¿Acaso tú y Moisés…?
Doña Clarita se llevó una mano al pecho, horrorizada.
¿Qué estás insinuando? ¿Yo y él enano ese? ¡Jamás!
¡Juá!, murmuró Abelarda. ¡Seguro que jamáj! Mira que te conozco...
***
¿En la estancia de don Bernardo Caledonia? ¡No puede ser!
Sí puede ser, Coronel. La Sra. González estuvo todo el tiempo a unas pocas millas de aquí, dijo Moisés Braustein. Burlándose de Usted, añadió, cizañero.
¿Cómo lo sabe?
Don Moisés declinó de contestar. ¿Qué sentido tenía? El Gobernador se bajó de un trago lo quedaba en su vaso. Dijo:
Don Bernardo no debe saber que se trata de una asesina, con pedido de captura. De ser así, no le hubiera dado refugio en su casa.
Tal vez lo sabe, tal vez no, dijo el pequeño hebreo.
Me lleva el diablo, dijo el Coronel Torres Almada. A su alrededor se escuchaba, como música de fondo, las charlas en las otras mesas, todas en inglés.
¿Usted entiende lo que hablan?
No, ni me interesa, dijo don Moisés, que sí hablaba inglés, y de manera fluida, aunque jamás lo hizo saber en el club.
Nos deben estar sacando el cuero de lo lindo, dijo el robusto militar.
Que lo hagan, no me importa, dijo don Moisés. Sé que me detestan aquí, por eso vengo.
El Coronel miró el fondo vacío de su vaso, tentado estuvo a pedir otro. No lo hizo. Aún era temprano.
¿Seguirá allá todavía?, preguntó el Coronel. La tal doña Clarita, quiero decir.
Hasta ayer a la tarde estaba, dijo don Moisés. Puede mandar a sus hombres a fijarse.
Son como cincuenta kilómetros, dijo el Gobernador. A un par de jinetes le llevaría un día llegar hasta la estancia de don Bernardo, y otro más para volver.
Como si hablara con sí mismo, añadió:
No puedo perder a dos agentes tanto tiempo, con todos los revoltosos que hay aquí.
En mi automóvil pueden estar allá en una hora, hora y media como mucho, Coronel.
¿Usted cree?
Por supuesto.
¡Camarero!, gritó el Gobernador, para escándalo de los gringos que charlaban en civilizada voz baja en las otras mesas. ¡Tráeme otro! ¡Sí, uno igual! ¿Lo haría, don Moisés?
Con todo gusto. Y pagaré la bencina también.
Roberts llegó con el siguiente vaso. El Coronel se puso de pie y, como el hombre hecho y derecho que era, se bebió el licor de un viaje.
Buscaré a dos milicos de confianza. ¿Para cuándo puede tener listo el coche?
Ya está listo.
¡Excelente!
Saldré con Usted, Coronel. Cuanto antes nos saquemos de encima este asunto...
El Director de la todopoderosa Sociedad Anónima Industrial y Comercial Mendieta-Braunstein dejó un par de billetes sobre la mesa, para cubrir su café y los tragos de su invitado, más una cantidad extra para el camarero.
Thank you very much, Míster Braunstein!, se emocionó hasta las lágrimas, como todo un latino, el británico Roberts.
***
Se las da de gran personaje, decía Clarita. Cree que, sólo porque tiene dinero, todos deben hacer lo que a él se le antoja. ¡Y el dinero ni siquiera es de él! No es más que el administrador de la Sociedad, y bien que les roba.
Todos los administradores meten la uña, dijo Bernardo. Si lo sabré yo.
Sí, pero este no se contenta con migajas, siguió con su diatriba doña Clarita. Él lo quiere todo. Aprovechando que su hermana y el viejo Mendieta viven en Buenos Aires, piensa dejarlos en cueros.
¿Cómo lo sabes?
Porque él me lo contó. Ya compró dos estancias en Santa Cruz, a nombre testaferros, y está por armar un chanchullo con las acciones de la Sociedad. No sé los detalles, no entiendo de esas cosas, pero es lo que va a hacer.
Por la ventana Bernardo vio acercarse a Inocencio, ya preparado, con los caballos y el equipaje. Tenía puesto un grueso poncho tehuelche y un sombrero de ala ancha que, por efecto de la sombra, le tapaba la cara por completo.
¿Moisés te dijo eso?
Sí.
¿Y por qué te lo diría?
¿Por qué? Porque está loco por mí, Bernardo. Hace años me persigue. Me pidió que dejara a Gerardo, y me prometió que él dejaría a su familia... Dijo que viviríamos como reyes, en Buenos Aires, cuando se hiciera con el control de la Sociedad... Tal vez te parezca ridículo, pero algunos hombres que me encuentran irresistible.
Bernardo encendió un cigarrillo, no tan fino como los que fumaba el Sr. Moisés. Con la escasez de la guerra, le era imposible conseguir su marca preferida.
¿Y tú con él, Clarita...?, dijo al fin. ¿Me vas a decir que nunca...?
Clarita resopló. No tenía sentido negar lo evidente. Dijo:
Sí, una o dos veces, hace un par de años...
¡Juá!
Pensé que así me dejaría de fastidiar, pero fue peor.
Bernardo caminó hasta la puerta de la habitación, la abrió.
¡Ay!, exclamó la mucama, al verse sorprendida. On Benarito... yo... venía a ver si Ujté...
Dile a Inocencio que ahora bajamos, Abelarda.
Sí, on Benáro, hizo una apurada reverencia Aberlarda. Al tiro pó.
Aún sentada en el borde de la cama, la Viuda dijo:
Que se lo cuente a todo el mundo, no me importa. De todos modos, mi reputación ya está en el fango...
***
Tras retirar sus abrigos en el guardarropas, bajaron juntos los dos tramos de escaleras. De natural movedizo, don Moisés tuvo que aminorar el paso, para acompañar al robusto y poco ágil Coronel. Eso le dio la oportunidad de prolongar la conversación, llevándola a terreno que le interesaba.
Tengo entendido, Coronel, que nuestro amigo Bernardo tramitó un permiso de explotación minera en su propiedad. ¿No es verdad?
Así es, dijo el Gobernador, que se agarraba con cuidado de la barandilla, no fuera a errarle a un escalón. Su abogado presentó una solicitud esta semana.
Tuvieron que quedarse a un lado, para dejar pasar a un par de gringos que subían. Intercambiaron leves inclinaciones de cabeza y rápidos saludo en cristiano y en inglés.
¿Usted cree que sea cierto, don Moisés? ¿Que don Bernardo haya encontrado petróleo en ese lugar?
Muchos creyeron encontrar petróleo, en estos últimos años, Coronel, y no se trató más que de pozos de agua sucia.
Sin embargo, parece que esta vez va en serio, dijo el Gobernador. Ya escuché rumores por otra fuente.
¿Ah, sí?
Y don Bernardo pagó una buena suma por esa parcela de tierra, así que... Algo debe haber.
Salieron a la calle, al ruido de los carros y jinetes, a las voces de los vendedores. Don Moisés casi tuvo que gritar para hacerse oír.
¿Y ya aprobó Usted el permiso de don Bernardo para explotar ese terreno?
De eso se encarga una comisión, dijo el Coronel, que no necesitaba gritar, dado su natural vozarrón. Seguro lo aprobarán. Todos los requisitos están en regla, y ya está pagado el canon correspondiente.
Y a ti, gordito pícaro, ya te ha dado un buen soborno, pensó don Moisés, que simplemente contestó.
Ah, mire qué bien...
Como por casualidad, su Pierce-Arrow rojo bermellón estaba aparcado justo en la acera de enfrente. El chofer se cuadró a un lado de la máquina, al ver aparecer a su patrón.
¡Pero qué maravilla!, exclamó admirado el Coronel. Nada que ver con el cascajo que tenemos en la gobernación, que se rompe a cada rato...
Se lo dejo a su disposición, dijo don Moisés, y también al chofer.
Muchas gracias, don Moisés.
Moisés tomó del codo a su interlocutor y le dijo:
¿No podría Usted, mi querido Coronel, demorar la entrega del permiso al Sr. Caledonia? ¿Un par de semanas, o un mes como mucho? Lo tomaría como un favor personal.
Vaya con el judío, pensó el Gobernador, ya sabía que este favor no iba a salirme gratis.
***
Te lo he confesado todo, Bernardo, sin omitir nada. Ni siquiera lo que me hace quedar como una…
Bernardo parecía no escucharla. Quién sabe lo que estaba pensando.
Clarita se puso de pie, lo tomó de las manos. Era un recurso desesperado, ella misma se daba cuenta, pero tenía intentarlo.
¿Por qué no me dejas quedarme aquí, contigo, Bernardo? Sé que puedo hacerte feliz. Si sólo me dieras otra oportunidad...
Él asintió, en silencio. Clarita llegó a ilusionarse.
¿Sí? ¿Lo crees?, sonrió ella, en medio de las lágrimas que ya empezaban a asomar.
Sí, dijo Bernardo, que evidentemente hablaba de otra cosa. Lo que acabas de contarme de Moisés lo cambia todo, Clarita. Se me ha ocurrido una idea que... Espérame aquí.
Pero, Bernardo, no es eso lo que te estaba…
Bernardo salió de la habitación, dejándola con la palabra en la boca. Enseguida regresó, con una muda de ropa colgándole del brazo. La dejó caer sobre la cama.
¿Y esto?
Póntelo, Clarita. Lo más rápido posible. Te espero abajo.
***
El Pierce-Arrow viajaba a toda velocidad -o, mejor dicho, a toda la velocidad que aquel sendero de tierra se lo permitía.
¡Caracho!, exclamaban los dos policías a quienes el Coronel Torres Abdala había comisionado en aquella delicada misión.
Cuidado, amigo, le decía el de mayor graduación al chofer del Sr. Moisés, que había recibido instrucciones de su jefe de llevarlos volando a la estancia de Bernardo. ¡Cuidado, nos vamos a matar!
Pa-pa-pá... hizo sonar la bocina el conductor, al pasar junto a un humilde carro a tirado por bueyes, al que cubrió de una nube de polvo. Los bueyes estuvieron a punto de salir arrancando.
¡Hijo de una gran...!, agitó el puño el encolerizado carrero, antes de que el polvo lo tapara por completo.
La primera mitad del camino pasó como un suspiro. Luego comenzó la subida, por un sendero de ripio suelto, que hacía que el auto se deslizara de costado en las curvas. El chofer disfrutaba, viendo con el rabillo del ojo la cara de espanto del agente que iba al lado suyo. El paisaje se hacía más montañoso, en cada nuevo tramo. Dejaron atrás una encrucijada, comenzaron a bordear una laguna.
¿Seguro que es por aquí?
¿Qué?
¡Si está seguro que es por aquí!
Es por aquí, dijo el chofer.
Alguien se acercaba, en sentido contrario, un par de jinetes.
Espera. ¡Espera, caracho!, gritó el Teniente Rojas, y, como el chofer no le obedecía, le terminó dando un mamporro que le voló la gorra. ¡Espera, te digo!
Eran otros dos policías, los que venían a caballo. Dos milicos de campaña, el Comisario Chamorro y el Agente Chino.
Pucha que andan bien montáos, sonrió Chamorro, al ver el flamante auto en el que venían.
El Teniente Rojas no estaba para charlas inconsecuentes.
¿De dónde vienen?
¿De ónde? De la estancia de don Bernardo Caledonia.
Eso les confirmaba que el camino era el correcto, al menos.
Juimos a informarle de unos peones suyos que los mataron a tiros, en el Cañadón del…
Eso no le importaba al Teniente Rojas, que lo interrumpió para preguntarle si por casualidad no habían visto una mujer en la Estancia.
Vimos a varias, sonrió el Comisario. Una más güena moza que la otra. Si fuera por mí…
Una mujer de unos cuarenta años, contextura mediana, tez blanca, pelo negro…
Los dos milicos de a caballo se miraron. Sí. Era ella.
¡Súbanse! ¡Se vienen con nosotros!
¿Y qué hacemos con los pingos?
¡Suban! ¡Es una orden!
***
¡Juá!, se carcajeó Abelarda, cuando la vio aparecer en el salón. ¡De qué se ha disfrazáo, pues Ñora!
Doña Clarita no le respondió. Ella misma encontraba ridículo ese atuendo, el poncho, el sombrero y las bombachas de gaucho que Bernardo le había obligado a ponerse.
¡Nomáj le falta el facón, ja, ja, ja…!
Abelarda, haz el favor de callarte.
Sí, on Benáro.
No hubo una despedida formal, por parte de los peones y el servicio doméstico, como ocurría cuando se marchaba una visita importante.
Como una intrusa vino, y como una ladrona se va, dijo doña Dorotea, que la veía desde la ventana de la cocina.
Ya verás que este atuendo te ayudará a pasar desapercibida, Clarita.
Inocencio no decía nada, sólo la esperaba, en silencio, listo para cumplir con la tarea de conducirla en aquella odisea. Doña Clarita no se hacía ilusiones. La sola idea de depender de ese pequeño campesino idiota le daba escalofríos.
Sigo pensando que es una locura, Bernardo. ¿Por qué no puedo irme mañana, en el otro camión? O quedarme unos días más aquí contigo...
Ponte en marcha, Clarita, por lo que más quieras.
¿No ves la hora de deshacerte de mí, verdad?
Pucha con ejta vieja, murmuró Abelarda. ¡Tá máj prendía que garrapata!
Bernardo comprendió que no iba a convencerla sólo con argumentos.
Aquí tienes para los gastos del viaje, Clarita, para el pasaje en barco y todo lo demás…
Gracias por la limosna, suspiró doña Clarita, que, ofendida y todo, se guardó el rollo de billetes en el interior del sostén.
No es una limosna, es un adelanto.
¿Un adelanto? ¿De qué?
Bernardo había dudado hasta el último momento en dar ese paso. Se arriesgaba demasiado, con esa mujer en la que no estaba seguro de poder confiar. No vio otra alternativa. Sacó del bolsillo el sobre con la última carta que había escrito, que sólo tenía un nombre en el frente: Sra. Judith Braunstein.
Pero… ¡Es la hermana de Moisés!
Y una de las mujeres más ricas de América, dijo Bernardo. Estoy seguro que te entenderás muy bien con ella.
La perspectiva de volver a codearse con la flora y nata de la sociedad le devolvió la presencia de ánimo a doña Clarita. Dejó que Inocencio la ayudara a montar.
La entregarás en mano esta carta a Judith, cuando llegues a Buenos Aires. Tú en persona, no aceptes intermediarios.
Bien.
Y le dirás, sin que nadie más te escuche, algo que no he podido escribir de mi puño y letra, porque iría preso.
¿Qué es?
Bernardo le hizo señas de que se inclinara sobre su montura. Casi al oído le dijo:
Que lo del petróleo es un fraude, Clarita. No hay petróleo, no hay nada. Es sólo un truco para embaucar a don Moisés.
¡Oh!
El resto de la carta lo explica todo, Judith sabrá que hacer.
Clarita no sabía que pensar.
¿Tanto confías en ella?
Mucho más que en ti, estuvo tentado a responderle Bernardo, que simplemente agregó:
Si este negocio sale bien, recibirás tu parte, Clarita.
¿Mi parte?
Los bellos ojos de la Viuda brillaron con un destello particular.
Sólo puedo asegurarte, dijo Bernardo, que ya no tendrás que preocuparte por el dinero por el resto de tu vida, aunque vivas cien años.
¿De verdad?
Ahora… ¡en marcha!, le dio Bernardo una palmada en la grupa al caballo de doña Clarita. Inocencio, no olvides lo que te indiqué.
No se preocupe, patrón.
Una lágrima negra rodó por la mejilla de doña Clarita, cuando por fin cruzó la tranquera de la estancia, y se dio vuelta por última vez, a saludar a Bernardo.
Lola vio a los dos jinetes alejarse, desde arriba de su árbol. Le hubiera gustado despedirse de Inocencio ya que, por algún motivo, sospechaba que no volvería a verlo en mucho, mucho tiempo; pero había prometido no bajarse del árbol, y no se bajó.
Por mí, que la metan presa y tiren la llave, dijo desde la cocina doña Dorotea. ¡Grandísima casquivana! ¡No vino más que a traer disgustos!
¡Que se vaya con viento frejco!, exclamó Abelarda.
***
Entre pitos y flautas, ya era bien pasado el mediodía cuando al fin se pusieron en marcha. Iban al paso, y más lento todavía, ya que doña Clarita no sabía montar, y cualquier posición le resultaba incómoda.
¡Ay! ¡Me caigo!
Inocencio le había elegido el caballo más mansito, y aun así le costaba mantenerse en posición vertical.
¿Podemos parar un ratito? Tengo un doblez aquí abajo que…
Todavía no, Señora, dijo su tímido guía. Espere que pasemos la laguna.
Esa había sido la primera indicación de don Bernardo: que salieran lo antes posible del camino principal. No podían hacerlo todavía. No hasta rodear la Laguna de los Flamencos, y subir por la picada del Norte.
No hay ningún flamenco a la vista, ni siquiera un pato, observó doña Clarita. Aquel asunto parecía una broma de mal gusto.
¿Falta mucho, muchacho? Esta montura me está matando…
Aguante un poquito, Señora.
Ay, ay, hacía aspavientos la Viuda, pensando en cómo iban a quedar sus posaderas, tras unas horas de aquel traqueteo.
¿Y eso?
Otras preocupaciones la asaltaron, cuando vio la nube de polvo, allá adelante en el camino. Una pluma de tierra que el viento peinaba a un costado, y que se iba haciendo cada vez más grande.
Es un auto, Señora, dijo Inocencio.
Ya veo que es un auto, imbécil…
Una bandada de pájaros levantó vuelo espantada cuando el bólido se acercó, metiendo un ruido de mil demonios. Más espantada quedó doña Clarita, cuando reconoció el auto color rojo bermellón de su anterior amante.
Ay, no…
Su cuerpo entero se quedó de piedra al ver que, detrás del chofer, no venía el vengativo y despechado don Moisés, sino cuatro policías con sus azules uniformes y sus armas.
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