Una buena chica, pero tonta como una piedra. No se la podía dejar sola un minuto.
¡Toñita! ¿Qué haces?
Amelia metió la mano dentro de la hornalla y le pegó el tirón al periódico, que ya comenzaba a arder.
Lo que Uzté me oddenó, Zeñora Media. ¿No me dijo que pendiera el fuego?
¡Pero no con el periódico nuevo!
Toñita se encogió de hombros. Un periódico era un periódico, ¿qué importaba cuál usara? De rodillas en el piso, Amelia se chamuscó la manga del vestido al apagar los últimos restos.
Mira, mira nomás…
El recibidor se había llenado de humo. Buena parte del último número de El Imparcial, donde había salido la noticia de la Viuda y el Chofer asesino, no era más que un montón de cenizas.
¿Qué dirá don Valeriano cuando despierte? No lo ha leído todavía.
Toñita suspiró. Nunca había visto una casa con tantos papeles. De comer, poco y nada; pero papeles…
Era casi mediodía. Un carro tirado por bueyes pasó por el frente de la casa, en dirección al aserradero. Unos chiquillos hacían rodar un neumático de camión, dentro del cual uno de ellos giraba hecho un ovillo.
¡Fueda! ¡Fueda de aquí!, Toñita golpeó con los nudillos el cristal, para espantar a una paloma que se había posado sobre el alféizar. La paloma no le hizo caso. Pronto se sumó otra, y luego una tercera.
Ez cuppa de don Valediano, que les tida laz migaz del pan. ¡Como si aquí sobraddan lo zalimento!
Lo único que te faltaba, le respondió Amelia, ponerte a criticar a don Valeriano...
Yo dezía, nomá…
Mejor no digas nada. Ve a gallinero y fíjate si las gallinas han puesto algún huevo.
Zí, Zeñoda Media.
Procura no romperlos, esta vez…
Todos los días tenían el mismo problema a la hora del almuerzo: no había nada que almorzar. Un par de papas secas, un poco de harina en el fondo del saco, unas cebollas…
Trin, trin, tríiiiin, se escuchó un retintín metálico en la calle. Era el timbre de una bicicleta, conducida por un joven vestido con un traje a cuadros y una gorra calada hasta las cejas. Amelia se lo quedó mirando, hasta que desapareció del cuadro de la ventana. La puerta de atrás se abrió.
No hay ni un güevo, Zeñoda Media. ¿Pod qué no le retogcemo’l cogote, a ezaz gallina? Zi total eztán pa vizio…
Sí, tal vez tengas razón, dijo Amelia.
No se decidía a hacerlo, sin embargo. No era culpa de ellas si no ponían huevos, con el frío que hacía. Además, casi no comían.
Ve al almacén y pídele a don Cosme que te fíe una hogaza de pan y unas rodajas de cecina, de la más corriente…
¿Donde Cozme? No cdeo que noz fíe nada, eze viejo agaddado…
Ve. Dile que esta tarde nos pagan los trabajos de costura. Procura mostrarte convincente. Si no, hoy no comemos.
Toñita salió, no del todo convencida. Amelia tomó asiento, se calzó el dedal y cogió la aguja que ya había dejado enhebrada. Tomó una camisa de la pila, buscó un botón… A medio centavo el botón, si lograba coser los diez botones de cada camisa, antes de las cinco de la tarde…
Toc, toc, toc, sonaron tres golpes en la puerta.
Tuvo que dejar lo que estaba haciendo para ir a atender. Dios mío, que no sea un cobrador, pensó. Para su sorpresa, se trataba del joven que había pasado un rato antes en bicicleta.
Buenos días tenga Usted, señora. ¿Es aquí donde vive el Señor Valeriano Aranda, el detective?
***
Los chiquillos dejaron la rueda de camión y se acercaron a admirar la bicicleta, que estaba pintada de rojo, con neumáticos blancos.
Sí, dijo Amelia, es mi suegro. No se siente muy bien hoy día. Se ha quedado guardando cama.
Ah…, dijo el joven, que se había quitado la gorra, poniendo al descubierto una prematura calvicie. Su piel era pálida como la de una muchacha, sus ojos pequeños y oscuros.
Mi nombre es Claudio Alcántara, soy redactor del Faro de Punta Arenas…
¡Ah, un periodista!, dijo Amelia.
Ahora se explicaba la razón del maletín de cuero en banderola, y los dedos manchados de tinta.
Oiga, Señor, ¿me presta la bicicleta?, le dijo uno de los chiquillos, el más osado del grupo.
¿Qué? Pues…
¡Por favor! Más ratito se la traigo.
Sí, sí, rogaban sus compañeros. ¡Por favor!
Dejen tranquilo al caballero, dijo Amelia. ¡Vamos, a su casa! Pase por aquí, Señor… Disculpe, he olvidado su nombre, dijo Amelia, al tiempo que quitaba de la mesa las camisas y el cofrecillo con los implementos de costura. Delataban su necesidad, su pobreza.
Claudio. Claudio Alcántara.
Tome asiento. Iré a ver si don Valeriano se ha despertado. Tal vez pueda recibirlo.
Amelia…, llegó la voz, débil, desde el fondo del pasillo. ¿Quién es?
Veo que ya está despierto. Póngase cómodo. Enseguida regreso.
Muchas gracias.
El joven periodista tomó asiento, poniendo su maletín encima de las rodillas. De reojo miraba su bicicleta, a través de la ventana, no fuera que esos gamberros se la fueran a birlar. Se escuchó un cuchicheo al fondo del pasillo. Sí, sí, decía con voz casi inaudible don Valeriano. Ya me siento mejor. Que me espere.
Claudio aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. La vivienda era humilde pero digna. Un par de malvones ponían una nota de color en su maceta. La luz de la mañana brillaba en los lomos de los libros del anaquel. En la pared opuesta había tres dibujos enmarcados. Uno mostraba el puerto de Punta Arenas, visto desde el Sur; otro a un gaucho sobre un potro; y el tercero… Claudio no llegaba a verlo bien. Se puso de pie y se acercó a curiosear: se trataba del retrato de un hombre con uniforme de marino. La mirada orgullosa, el bigote delgado como anchoa.
Ese es mi esposo, Alfonso, dijo la dueña de casa, que había vuelto a entrar sin que él la escuchara.
Ah, dijo el joven periodista, que se sentía pescado en falta. Es un dibujo muy bien logrado.
¿Lo cree?
Sí, todos lo son…
Amelia sonrió.
¿Los hizo Usted?
Estudié dibujo con un profesor en el internado.
Pues, la felicito. Es toda una artista.
Por favor…, se ruborizó la mujer. Es Usted muy amable.
Amelia volvió a sus labores. Le daba vergüenza hacerlo delante de las visitas, pero qué remedio. Cosía a toda velocidad, y al terminar cada botón cortaba el hilo con los dientes. Medio centavo era medio centavo. A doscientos botones, sumaba exactamente un peso.
Como verá, debo dedicarme a otras cosas. No se puede vivir del arte. Yo no, al menos…
Claudio no sabía si volver a sentarse o quedarse de pie. Se sentía cohibido, en presencia de aquella mujer que debía tener más o menos su edad, pero parecía tanto más madura y resuelta. Las palomas seguían montando guardia en el alféizar. Una se había subido al manubrio de su bicicleta.
Esa, dijo el joven periodista, señalando la medalla que brillaba en la repisa. ¿Es una...?
Amelia levantó por un instante la vista de su costura.
Sí, dijo. Es la Orden al Mérito.
La estrella de cinco puntas brillaba dentro de su pequeña caja de madera, sobre una cinta con los colores de la bandera nacional.
El presidente de la Nación en persona se la otorgó a mi suegro hace algunos unos años, cuando vino a Punta Arenas.
¡Vaya! Es un verdadero honor.
Sí, dijo Amelia. Don Valeriano está muy orgulloso de ella.
La puerta del frente se abrió, con tal brusquedad que por poco los hace saltar por el aire.
¡Zeñoda Media! ¡Zeñoda Media!
A Amelia le volvió el alma al cuerpo, al ver que traía provisiones dentro de la bolsa de malla. Ese día, al menos, tendrían para comer.
¡Mide lo que conzeguí!
Muy bien, Toñita, le dijo Amelia. Estuviste muy bien.
Recién entonces vio Toñita al recién llegado. Claudio sonrió, algo incómodo, cuando la chica se lo quedó mirando, con un gesto inexpresivo.
Pon la cacerola sobre el fuego, así preparamos el almuerzo, dijo Amelia.
Toñita seguía ahí, escrutando el rostro del joven periodista, que procuraba sonreír.
¡Toñita! ¿No me has oído?
¿Qué? Ah, zí...
***
A don Valeriano Aranda, Sargento Retirado del Regimiento de Artilleros, héroe de guerra y Orden al Mérito del Congreso, le costó no poco levantarse de la cama, esa fría mañana de primavera. Su pieza estaba helada. Una de las medias se le había salido mientras dormía y no la podía encontrar.
La pucha..., exclamó, cuando su pie descalzo tocó el gélido entablado.
A sus casi ochenta años, se le hacía cada vez más pesado cargar con sus huesos. La vista le fallaba, le dolían las coyunturas.
Ya debería morirme, pensó. ¿Para qué seguir con esta pantomima?
No podía hacerlo, sin embargo. ¿Qué iba a pasar con Amelia, si él ya no estaba? Vivía de la pensión que él cobraba, y, por la situación en la que se encontraba, tal vez ni la dejaran quedarse en la casa, luego de su muerte. Y a la buena de Toñita, quién iba a darle trabajo, con lo pavota que era...
¿Dónde diantres se habrá metido?, buscó a tientas don Valeriano la media fugitiva entre los pliegues de las cobijas. Tenía que estar por ahí, la muy maldita.
Sí, don Valeriano había cumplido su deber, y se había retirado del servicio activo cubierto de honores. Pero el honor no le daba de comer. Su pensión de suboficial alcanzaba para menos cada mes. Y los trabajos esporádicos que conseguía como detective le servían para obtener elogios en los periódicos, aunque dinero, muy poco. El adelanto que le había dado el representante de la compañía de seguros, para descubrir el asesinato del Señor González (a manos de su esposa y su chofer), ya había sido gastado por completo.
Dónde estás, bandida…
En momentos como este, en que las necesidades lo golpeaban con toda su crudeza, don Valeriano pensaba que debía haber vivido de otra manera. Tendría que haber aceptado sobornos, como otros hacían. Tendría que haber mirado para otro lado, cuando era necesario. Tendría que haber pensado un poco en sí mismo y no tanto en su deber.
¡Ah…!
Sus reflexiones sombrías se desvanecieron cuando al fin encontró su calcetín, debajo del ladrillo que usaba para calentarse los pies. ¡Acá estabas!
Se lo calzó lo mejor que pudo, se colocó las alpargatas a modo de pantuflas y se echó encima el poncho. Amalaya, qué frío...
A través de las paredes escuchaba a su nuera, charlando con el visitante. No podía escuchar lo que decía, pero se la notaba animada, casi alegre.
Don Valeriano comenzó a ponerse de pie, sosteniéndose de donde podía.
Ay, caracho… Ay...
Cada centímetro le costaba un triunfo.
Ay… Ay…
***
Pero... ¿por qué da por sentado que fue el chofer quien lo mató, y no su esposa? Una mujer puede manejar un revólver tan bien como un hombre, más si se trata de un calibre pequeño.
Amelia cortaba en trozos el coliflor, mientras hablaba con él.
Veo que conoce los detalles del caso, dijo Claudio.
Cómo no los voy a conocer, si yo misma acompañé a mi suegro a hacer las pesquisas.
¡No me diga!
No anda muy bien de la vista, así que yo me encargo de leerle los expedientes y las noticias que salen en los diarios.
Se escuchaba un zumbido, de manera intermitente. Era la sierra mecánica del aserradero, que reducía los troncos a tablas y tablones.
Fijezé zi eztá bien azí, o zi le guzta máz caliente.
Claudio le dio un sorbo al mate que le ofrecía Toñita. ¡Puaj! Era el peor mate que había probado en su vida.
Está muy bien, gracias.
Tras tragar con dificultad el primer sorbo, Claudio Alcántara preguntó:
Y... ¿alcanzó a leer las noticias de hoy, Señora Amelia?
No mucho. Hubo un pequeño accidente doméstico...
Amelia echo una mirada a los restos del periódico quemado, al que había acomodado como pudo sobre el escritorio de su suegro.
Sólo alcancé a leer que los supuestos asesinos, la esposa y el chofer, cruzaron la frontera por un paso clandestino. Eso es lo que las autoridades suponen, al menos.
Ah, pero esas son noticias viejas, dijo Claudio, al tiempo que le devolvía el mate a Toñita. ¿Eran imaginaciones suyas? Le pareció que la mucama le había acariciado la mano, al momento de recibirle la calabacita. Sí, lo había hecho. Algo confundido, Claudio sacó de su portafolios el último ejemplar del Faro de Punta Arenas.
Amelia se secó las manos con el delantal, antes de tomarlo. Nomás en la portada se podía leer:
EL QUE LAS HACE LAS PAGA
“Un nuevo giro ha tomado el caso del homicidio de Gerardo González de Almeyra, conocido comerciante de nuestra ciudad. Su presunto asesino, Emilio Guzmán Estuardo, quien hasta el día del homicidio se desempeñaba como chofer de don Gerardo, ha aparecido muerto, de una puñalada en el corazón, al volante del Renault AX que le había robado a su patrón…”
No lo entiendo. ¿Al asesino lo mataron?, preguntó Amelia.
Tal parece, dijo Claudio.
“El hallazgo del cadáver se produjo en el vecino Territorio de Santa Cruz, en un camino secundario. Unos peones rurales dieron aviso en el puesto policial…”
¿Y qué pasó con la esposa de don Gerardo? ¿Cómo es que se llamaba?
Doña Clarita.
Ah, sí, acá está: “Hasta el momento, se desconoce el paradero de la viuda de don Gerardo, la misteriosa y atractiva Señora C.”
No podemos publicar su nombre completo, por cuestiones legales, explicó Claudio. En el caso del chofer no hay problemas, porque ya está muerto.
¿Otdo matezito, Zeñod Pediodizta?
Eh... por ahora no, gracias.
Toñita se quedó con el mate en la mano, parada junto a él, como si no lo hubiera escuchado. Su expresión bobalicona hacía imposible saber en qué pensaba.
“Recordemos que el deceso de don Gerardo, un querido comerciante de nuestra ciudad, fue catalogada en un principio como muerte por causas naturales.”
A Claudio no le quedó ninguna duda, esta vez: la mucama no sólo lo había acariciado, sino que le había clavado las uñas, luego de pasarle el mate. ¿Es que acaso estaba loca?
“No fue sino hasta un mes después”, siguió leyendo Amelia, sin darse cuenta de nada, “luego de que el cadáver del Sr. González fuera exhumado del cementerio local, por iniciativa del Sargento (R) Valeriano Aranda, conocido detective de nuestra ciudad, que se descubrió que en realidad don Gerardo había sido cobardemente asesinado, de un disparo en la nuca…”
Buenas y santas...
Por el pasillo apareció el propio don Valeriano, bajito, achacoso, sonriente.
Don Valeriano… se puso de pie el joven periodista, qué gusto verlo. ¿Se acuerda de mí?
Sí, sí, le hizo un gesto de que se sentara otra vez el dueño de casa. Cómo estás, muchacho, qué gusto verte.
Trín, trín, tríiiiin… se escuchó el timbre allá afuera.
¡Eh!, gritó Claudio, cuando vio pasar a uno de los pillos de la cuadra, montado en su bicicleta. Corrió hacia la puerta, estuvo a punto de salir en su persecución.
No se preocupe, dijo Amelia. Ya se la van a devolver.
***
El aire le pareció más limpio, esa tarde, al joven periodista, cuando pedaleó otra vez hacia la redacción del Faro de Punta Arenas. El sol más brillante, el pasto más verde. El viento que soplaba furioso desde el Sur se le antojó tan suave como una brisa.
Amelia...
Era la primera vez, en los meses que llevaba allí, que no se arrepentía de haberse venido a vivir a este rincón perdido del mundo. Una estadía que había comenzado con el pie izquierdo, aún lo recordaba.
Buenas tardes, ¿el Señor Director se encuentra?
El portero se lo señaló.
Vaya con cuidado, le advirtió. Hoy no está de buen humor.
Así era. Don Mariano Arizmendi lo dejó con la mano en el aire, cuando Claudio se fue a presentar.
¿Y tú, qué es lo que quieres? Estoy harto de los pedigüeños.
Yo... Usted...
¿Acaso estás borracho?
Claudio sacó la carta del bolsillo.
So-soy Claudio Alcántara. Usted me contrató, para escribir en su diario.
¿Qué? Eso fue hace como un mes.
Fu-fue hace quince días, don Mariano, se atrevió a corregirlo el muchacho. Tomé el buque apenas recibí su carta... Acabo de desembarcar...
Bueno, tardaste demasiado, ya le di el puesto a otro redactor. Esfúmate.
Claudio caminó hacia la salida, más muerto que vivo. Había gastado sus ahorros en aquel pasaje, había renunciado a su anterior empleo. En la calle lo atajó el portero.
¿Y, cómo le fue? ¿Mal, no es cierto? No le haga caso. Dese una vuelta por la tarde, tendrá mejor suerte.
Claudio siguió su consejo. Don Mariano terminó por darle un puesto, de manera condicional, con la mitad de la paga que le había ofrecido en su carta.
Tendrás que hacerte desde abajo, muchacho, si quieres escribir en este periódico. Aquí no hay privilegios para nadie.
Claudio empezó como ordenanza, barrendero, cadete. Cada día le tocaba una tarea diferente. Todo, menos escribir.
¿Y ahora qué pasó?
Se rompió la impresora. El mecánico no da pie con bola.
Fue su día de suerte. En Valparaíso había trabajado con un equipo similar, una prensa rotoplana de tres rodillos. Claudio se tiró bajo la máquina, y tras dos horas de luchar con poleas y cadenas, la puso otra vez a funcionar.
Bien, parece que no eres tan inútil, después de todo, dijo don Mariano, cuando lo vio aparecer desde abajo del artefacto, cubierto hasta los párpados de grasa. Ve a darte un baño, ¿quieres? Das asco.
Su próximo golpe de suerte fue cuando tuvo que reemplazar al anterior editor, a quien don Mariano había echado sin miramientos, tras una discusión baladí.
¡Eh, Pelado! ¿Cuál era tu nombre? Qué más da, durarás poco aquí.
El Faro era un periódico de ocho páginas, de las cuales dos eran anuncios publicitarios. Otras dos o tres se dedicaban a la guerra en Europa, y otra a las noticias nacionales y locales.
Te encargaras de la contraportada, con las noticias curiosas. Escribe algo interesante. Los cajistas deben armar la plancha dentro de una hora a más tardar.
El problema es que ese día los corresponsales no habían enviado ninguna noticia de esa clase.
¿Una hora? ¿Qué quiere que escriba?
No lo sé, inventa. ¿No dices que eres escritor?
Claudio tuvo que recurrir a toda su creatividad para llenar las seis columnas, en un tiempo tan limitado; pero lo hizo: una mujer que había dado luz a septillizos, en Sicilia, y los había bautizado a cada uno como un día de la semana; dos hermanos que combatían en ejércitos enemigos, en el Frente Occidental, se habían disparado uno a otro, hiriéndose de muerte; en La Habana, un empleado había ganado el premio mayor de la lotería, pero había usado el boleto para limpiarse en el retrete...
¿Y? ¿Terminaste?
Era sin dudas el redactor más rápido que había tenido el diario. Un par de semanas después ya estaba a cargo de casi todas las secciones. El crimen de don Gerardo había hecho aumentar la circulación de El Faro en más del veinte por ciento. Era el periódico que mejor cubría el incidente. Tal era el éxito que sus notas se enviaban por telégrafo a distintas ciudades del país, incluso a la Capital.
¡Don Mariano!
Claudio dejó la bicicleta en el vestíbulo y subió de a tres los escalones.
¡Tengo novedades del caso! Hablé con don Valeriano Aranda, y me pasó el nombre de un contacto suyo en Río Gallegos. Acabo de enviarle un telegrama...
¿Quieres un telegrama?, le respondió secamente el Director. Aquí tienes un telegrama.
Y arrojó sobre el escritorio un trozo de papel recién desplegado. Claudio tuvo que leerlo dos veces. No daba crédito a sus ojos.
¡No puede ser!, dijo.
Pues parece que sí, le respondió don Mariano. Recoge tus porquerías y lárgate de aquí. Estás despedido.
***
Don Valeriano se quedó levantado, una vez el periodista se hubo ido. Estaba de mucho mejor humor. Tras el almuerzo, Toñita levantó los platos y se puso a lavarlos en el fuentón. Amelia volvió sus botones.
Un muchacho muy agradable, dijo don Valeriano, mientras se hurgaba entre las pocas muelas que le quedaban con un escarbadientes. Espero que vuelva por aquí.
Va a volved, profetizó Toñita desde su fuentón. El buddo no ze olvida onde come.
Toñita, haz el favor de no meterte en las conversaciones ajenas, dijo Amelia.
Yo dezía...
Don Valeriano dejó el escarbadientes y buscó a tientas su pipa. Casi no veía. Amelia dejó su costura y lo ayudó a encenderla. En un costado de la mesa había quedado, plegado a la mitad, el ejemplar de El Faro de Punta Arenas que Claudio les había traído de obsequio.
Sus observaciones fueron muy atinadas, dijo don Valeriano. Es notable su perspicacia, siendo aún tan joven.
No me lo recuerde, papá, lo reprendió cariñosamente Amelia. Todo el tiempo tomó partido por él.
¡Yo no tomé partido!, se defendió Valeriano. Sólo dije que...
Habían estado discutiendo el caso del asesinato del Sr. González, durante el almuerzo. Para Amelia estaba todo muy claro. La asesina había sido ella. Utilizó a su amante como cómplice y luego lo mató también a él.
Que no... le llevaba la contra Claudio Alcántara. No puedo siquiera imaginarme a una mujer como ella...
Creo que Usted idealiza a las mujeres, Sr. Alcántara. No imagina de lo que somos capaces.
Don Valeriano se reía, como si viera discutir a dos niños pequeños. Cuando fue su turno de hablar, preguntó:
¿De qué manera fue asesinado el chofer? ¿Cómo era su nombre?
Emilio. Emilio Guzmán Estuardo, dijo el joven periodista. Murió de una puñalada en el corazón.
¿Una puñalada?¿Una sola?
Así dice el informe. Estaba aún al volante de su automóvil, es decir, del automóvil de doña Clarita. Un Renault AX, color verde esmeralda...
Don Valeriano escarbó con su mondadientes, tras reflexionar un momento, dijo:
Los dos crímenes se parecen bastante. Don Gerardo murió de un disparo en la cabeza. Uno solo: discreto, preciso... Y este otro sujeto, de una sola puñalada...
Más razón para mí, porfió Amelia. El Chofer no pudo haberse asesinado a sí mismo. Por ende, debió ser ella...
La sierra volvió a sonar, en el vecino aserradero. Por momentos el ruido era tal que era menester esperar a que terminara para seguir hablando.
Sí, puede que tengas razón, concedió don Valeriano. Sin embargo, hay algo en este asunto que no me convence. Aún no sé qué puede ser...
Se escuchó un estruendo a cristales rotos.
¡Toñita!
El último plato de loza que tenían había quedado hecho añicos en el piso.
Con las manos aún llenas de espuma Toñita se los quedó mirando, con su típico rostro inexpresivo.
Ahora tendremos que comer en platos de latón, como los presos, se lamentó Amelia.
Don Valeriano dio otra calada a su pipa, abstraído. No parecía ver lo que sucedía a su alrededor.
Fue zin queded, Zeñoda Media...
Está bien, Toñita, no te inquietes, dijo Amelia. Deja que yo junte los vidrios, a ver si te lastimas.
***
Debe... debe tratarse de una casualidad, don Mariano, trató de defenderse Claudio. Alguien con el mismo nombre...
¿Ah, sí? ¿Con el mismo nombre?
El Director agitó el telegrama ante sus ojos.
¿Con el mismo nombre? ¿Acaso me estás tomando el pelo?
Claudio no supo qué contestar. Era cierto, no podía ser tanta casualidad. No podía haber otro sujeto llamado Emilio Guzmán Estuardo, que además hubiera nacido en la ciudad de Rancagua...
“...por lo que procederemos a iniciar una demanda por calumnias e injurias contra El Faro de Punta Arenas, por mancillar el nombre de nuestro amado hijo Emilio, muerto en trágicas circunstancias, hace ya tres años...”
¿Cuántas veces te dije que no publicaras los nombres completos, hasta que saliera una sentencia firme? ¡Gandul! ¡Bueno para nada!
Claudio dijo que era el nombre que le habían dado en juzgado. Y era el nombre que figuraba en los documentos que encontró la policía, en el Renault AX que manejaba el tal Emilio, cerca de Río Gallegos.
¿Crees que estamos en condiciones de pagar una demanda? ¡Iremos a la quiebra, maldita sea!
Don Mariano, le juro que...
¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí ahora mismo!
Sus gritos se escuchaban por encima de las máquinas del taller de impresión. Los operarios se miraban.
No lo entiendo...
¡No hay nada que entender! ¡Mándate a cambiar ahora mismo! ¡Si llego a verte de nuevo por aquí, te parto el alma!
***
Tras tomarse unos mates, don Valeriano se había vuelto a acostar. Las dos mujeres charlaban en la sala de estar. Mejor dicho, era Toñita la que hablaba, y Amelia la que soportaba su cháchara.
¿Zabe qué sedía bueno poned aquí, Señoda Media? Unaz coddtinaz de fdodes.
¿Una cortina de flores?
De ezaz que ze uzan ahodda, con dozaz.
¿Con qué?
Con dojaz, madgaditaz, pajaditoz picaflod...
Sí, las vi. Son un poco recargadas, para mi gusto, dijo Amelia, mientras seguía con los botones. Se estaba quedando chicata de tanto aguzar la vista, pero ya casi los tenía. Sólo le faltaban dos camisas.
Zon laz que eztán de moda, defendió su postura Toñita. En la caza de mi otda patona laz tenían.
Pues aquí no las tendremos, dijo Amelia. ¡Como si sobrara el dinero para cortinas!
No era la primera vez que Toñita hablaba de cambiar la decoración. Cuando no eran las cortinas, era el empapelado, o esas lámparas que parecían farolitos chinos. Amelia soportaba lo mejor podía a aquella cotorra que no se callaba un minuto, por dos razones: una, porque Toñita casi no cobraba, estaba allí por cama y comida; y dos, porque no era decoroso que Amelia viviera sola con su suegro. Por más que don Valeriano fuera el hombre más decente del mundo, y ella fuera como una hija para él, a las apariencias había que cuidarlas. No sólo ser bueno, también parecerlo.
Y dime, Toñita, ¿cómo convenciste a don Cosme para que te vuelva a dar fiado? Ahí sí que te luciste...
Zeñoda Media, yo...
Toñita bajó la voz.
Lo dejé que me zobada laz tetaz.
¡Toñita!, se escandalizó la joven mujer. ¡Eso no se hace! ¡Es una inmoralidad!
¡Nadie noz vio!
Ay, Toñita...
Amelia se agarraba la cabeza.
Por favor, Toñita. Prométeme que, de ahora en más...
***
Sabes bien lo que pienso de los periodistas, son todos unos embusteros y unos borrachos, dijo el viejo Pablo. Si fuera por mí, los colgaría a todos de un poste.
Acodado en la barra, Claudio Alcántara dio otro sorbo a su vaso de leche y no respondió.
Cuando yo era muchacho no había diarios, y la gente era más feliz, siguió con su perorata el tabernero.
¡Eso es verdad!, intervino en la conversación un tipo que bebía su vasito de ginebra, dos taburetes más allá.
Claudio no intentó defenderse. Ni siquiera señaló que el viejo Pablo, en su boliche, tenía disponibles todos los periódicos de la ciudad, para atraer a la clientela.
Ahora no. Ahora todos quieren saber las últimas novedades, cómo va la guerra en Francia y la mar en coche. ¡No saben ni con quién los gorrea la mujer, y quieren saber qué pasa en Europa!
Tiene razón, opinó otro parroquiano, sentado junto a la ventana, mientras se mojaba el dedo para pasar las páginas de The Magellan Times.
Claudio no sabía qué hacer. Si buscar trabajo en otro de los pasquines que había en la ciudad (por una paga mínima, empezando de abajo otra vez) o subirse a un barco y largarse de ese maldito lugar. Esa perspectiva no le hubiera resultado odiosa, hasta esa misma mañana. Ahora pensaba diferente. Como si le leyera el pensamiento, el viejo Pablo dijo:
Me enteré que anduviste por lo del Sargento Aranda, hoy temprano...
¿Qué? ¿Cómo?
Habían visto su bicicleta, de seguro.
¿Crees que yo necesito los periódicos, para saber lo que pasa?, le guiñó un ojo el Tabernero, mientras secaba un vaso con un trapo más sucio que el cuello de su camisa.
¿Te ha quedado gustando la muchacha, eh?
¿Qué muchacha?
No sólo el rostro, la cabeza entera de Claudio se puso del color de un ají. Los demás se largaron a reír.
No tendrás suerte con ella. Es mujer virtuosa, pese a su pobreza. No es como las golfas que acostumbras a tratar.
Pero... ¿está casada, no es cierto?, preguntó el joven periodista.
Está y no está, dijo el Tabernero, haciéndose el misterioso.
¿Eso que quiere decir?
Ah, ¿te interesa saberlo, señor sabelotodo? Si te interesa saberlo, lo sabrás.
El viejo Pablo volvió a llenarle el vaso con leche, antes de seguir.
El hijo de don Valeriano era uno de los milicos que iba en el Estrella Polar, el barco que se hundió en el Cabo de Hornos...
¡El Estrella Polar!, exclamó Claudio, que recordaba la noticia. ¿Fue hace como cinco años, no es verdad?
Hubo sólo tres sobrevivientes, que fueron rescatados por un ballenero yanqui. Por esos tres sujetos, el gobierno aún no declaró como fallecidos a los demás tripulantes.
Mire usted...
Por eso la muchacha no puede cobrar su pensión de viuda, dijo el parroquiano que pasaba las páginas de The Magellan Times. Y tampoco puede volver a casarse.
¡Vaya!
Claudio dio otro sorbo a su vaso. La puerta del boliche se abrió, como azotada por el viento.
Ah, pelado, estás aquí, dijo el chico que hacía de recadero en El Faro de Punta Arenas. Ven ahora mismo. Don Mariano te llama.
Pero... si me acaba de despedir...
¡Apúrate! Mataron a dos camioneros en la Quebrada del Toro, y quieres que escribas una nota.
Claudio se bebió de un trago lo que le quedaba de leche y dejó un par de monedas sobre la barra. Se calzó la gorra y caminó hacia la salida. Notó que el tipo de la ventana había cambiado de diario. Ahora hojeaba el periódico de la colectividad alemana, Das Kreuz des Südens.
Veo que lees en varios idiomas, le dijo Claudio.
¿Qué? Se rio el parroquiano de la mesa de al lado. Este no lee en ningún idioma, ni en cristiano.
Es verdad, reconoció el aludido. Pero miro los dibujos, y me entero más o menos lo que pasa.
Los dibujos... murmuró Claudio.
***
Echado sobre su catre, don Valeriano escuchaba cuchichear a las mujeres, en la sala de estar. No podía dormir. Algo que dijo el periodista, poco antes de irse, lo había impresionado particularmente.
Cuando ya estaba montado en su bicicleta, casi a punto de partir, Claudio Alcántara volvió a referirse al caso que los preocupaba.
¿Sabe que doña Clarita y el chofer estuvieron casi un mes por aquí cerca, antes de cruzar la frontera?
¿Ah, sí?, se hizo el tonto don Valeriano, que lo había acompañado hasta la puerta.
He hecho averiguaciones, y descubrí que doña Clarita estuvo parando en la estancia de uno de sus antiguos amantes, el Sr. Bernardo Caledonia.
Amelia escuchaba todo. Vio a su suegro ponerse incómodo, rascarse la cabeza.
¿Ah, sí? ¿En lo de don Bernardo?
¿Lo conoce?
No. Sí. Quiero decir, lo he visto alguna vez. Sé de quien se trata.
Escuché que es un verdadero pillo, dijo Claudio. Que ahora, más que a la cría de ganado, se dedica al contrabando.
Pues, yo no sé nada de eso, respondió el veterano Detective. Tengo al Sr. Caledonia por un hombre honorable.
Pues, por lo que yo escuché...
Cerciórate bien, muchacho, antes de publicar algo sobre él. No te dejes guiar por los rumores.
Si Usted lo dice, don Valeriano...
La sirena del aserradero sonó, anunciando el cambio de turno, justo cuando don Valeriano se estaba por dormir. El viejo soldado cambió de posición en el catre. Sin proponérselo, sus pensamientos volvieron a don Bernardo Caledonia. Lamentó no haberlo defendido con más vehemencia, esa mañana, frente al entrometido cagatintas. La verdad era que sí, conocía a Bernardo, e incluso lo tenía en gran estima.
Un par de años atrás, poco después de la trágica desaparición de su hijo, don Valeriano se encontraba tapado de deudas, y tomó la decisión de desprenderse de la única posesión valiosa que aún conservaba: no de sus novelas policiales, ni de su revolver reglamentario, sino su medalla de la Orden al Mérito. Le dolía hacerlo, pero no veía otra alternativa.
¡Precio de base, cinco pesos! ¡Cinco pesos, señores, por esta magnífica pieza! Quién da más, quién da más...
Don Valeriano no asistió al remate. Mandó a Amelia en su lugar.
¡Papá, papá! ¡No sabe lo que pasó!
¿Hubo algún interesado?
Hubo varios.
Don Valeriano se quedó atónito, cuando se enteró del precio en que se había vendido su medalla de latón. Mucho más de lo que esperaba.
¿Quién fue capaz de pagar tanto?
Nadie lo sabe. Fue un comprador anónimo.
El dinero le vino como maná del cielo. Pudo salir de las deudas que lo agobiaban, y comprarle un vestido nuevo a Amelia, y un nuevo par de zapatos. Se los merecía. Había sufrido mucho.
Además, tomaremos una mucama.
¿Usted cree?
Sí, sí. Trabajas demasiado, Amelia.
El asunto no hubiera tenido nada de extraordinario, si un par de días después un mensajero no hubiese golpeado a su puerta.
Tengo una encomienda para el Sargento Valeriano Aranda.
Es mi suegro, ahora lo llamo.
El paquete no tenía remitente. No estaba acompañado por ninguna carta. Don Valeriano adivinó lo que era, antes de romper el papel de estraza. Se trataba de una caja madera, que en su interior tenía su querida medalla.
¡Papá! ¡Es un milagro!, dijo Amelia.
Don Valeriano no creía en milagros. Rastreó al abogado que había comprado su condecoración en el remate y descubrió que sólo tenía un cliente de nota: don Bernardo Caledonia.
¡Sargento Aranda! ¡Qué placer verlo!
Bernardo era un hombre maduro, para entonces, ya estaría pisando los cincuenta, pero tenía el mismo brillo en los ojos que treinta años atrás, cuando era un simple mozo de taberna, un flacuchento recién bajado del barco, que apenas hablaba el idioma.
¿Fue Usted, verdad?, le soltó sin ambages el viejo soldado.
¿Yo qué?
Don Valeriano se acercó y le dijo:
Escucha, muchacho. No pudiste engañarme hace treinta años, y no podrás engañarme ahora. ¡Sé que fuiste tú quien pagó ese dineral por mi medalla!
Había atajado a Bernardo a la salida de su club. El chofer esperaba, con la puerta del automóvil abierta.
Con una mano en el corazón, don Valeriano, no sé de qué me habla, dijo Bernardo. Su mirada de truhán, sin embargo, parecía indicar lo contrario.
¡Tengo que saberlo!, dijo don Valeriano. ¡Tengo que saber la verdad!
¿De qué habla?
¡Fuiste tú el que te quedaste con el dinero robado en la Gobernación, treinta años atrás! ¡Tú y la gringa Irena!
¿Cómo dice?
¡Y fuiste tú ahora el que me ha devuelto mi medalla! ¡Confiésalo!
Don Valeriano no podía soportar que quedara alguna duda. Todo misterio debía resolverse, de manera concluyente, como en las novelas de Sherlock Holmes.
Camilo, el joven chofer de Bernardo, seguía con la vista al frente, firme como un granadero, simulando no escuchar lo que el anciano vociferaba.
Querido Sargento Aranda, sonrió Bernardo, antes de subir al automóvil, ha sido un placer charlar con Usted.
¿Has sido tú, verdad?, preguntó don Valeriano, casi como un ruego. Bernardo le guiñó un ojo y sonrió nuevamente.
Si llega a necesitar algo, Sargento, lo que sea, no dude en hacérmelo saber, le dijo, antes de que el automóvil arrancara.
Al viejo soldado se le hizo un nudo en la garganta. Sólo cuando el coche estuvo lejos pudo al fin murmurar:
Gracias, querido muchacho. Muchas gracias.
***
EL MISTERIO DE LA VIUDA ASESINA,
anunciaba, con títulos de catástrofe, la portada de El Faro de Punta Arenas.
Se trataba tan solo de una prueba de galera. El periódico aún no estaba impreso.
“Acusada de matar de sangre fría a su marido, la despiadada Doña C. ahora también se deshizo de su amante, el pérfido Chofer”
Pero... Usted no cree que eso es lo que realmente sucedió, le dijo Amelia.
No, pero esto ayudará a vender más periódicos, dijo Claudio. Y se venderán aún más, Señora Amelia, con la ilustración que Usted hará para esta nota.
¿Yo?
Aún no contamos con una máquina para imprimir fotografías de calidad, y nuestro ilustrador es un desastre. Cuando dibuja un caballo debe poner debajo la palabra CABALLO, para que el lector no lo confunda con un perro o cualquier otro cuadrúpedo.
¿Usted quiere que dibuje un caballo?
No, quiero que haga un retrato de doña Clarita González, la Viuda Asesina, con un revólver en la mano y...
Ay, no sé si podré...
Puedo convencer al director de que le pague tres pesos, si el dibujo sale en la portada.
¡Tres pesos!
Eso era lo mismo que le daban por pegar 600 botones.
¿Para cuándo lo necesita?
Para hoy mismo. ¿Alguna vez hizo una litografía?
No... Pero vi cómo se hacen. ¿Es con los lápices de cera, verdad?
Venga conmigo a la redacción. Allí tenemos todos los materiales.
Es que... Mi suegro no está del todo bien de salud...Y...
Vaya, Zeñoda Media, la alentó Toñita. Tdes pezos son tdes pezos...
Sí, tienes razón... ¿Podrás cuidar a don Valeriano, por un par de horas?
Zí, zí... Vaya tanquila.
Bajaron la cuesta en la bicicleta de Claudio. Amelia debió abrazarse a él, en algunos tramos, por miedo a caer.
¡Más despacio!
Llegaron. Amelia temblaba de emoción. Jamás había visto por dentro la redacción de un periódico. Los escritorios bien iluminados, las máquinas....
Bien, aquí tiene un lugar para dibujar tranquila. Aquí está la piedra litográfica. Una vez que termine, el técnico le hará un proceso químico, antes de ponerla a entintar.
Amelia hizo unos bosquejos con carbonilla, en un papel corriente, para calentar la mano. No conocía a doña Clarita, no se movía en su círculo social. Sólo sabía que era una mujer muy bella, de piel muy blanca y pelo bien negro, con gruesos y sensuales labios...
¿Le parece bien así?
Sí, está muy bien. Puede ponerle una nubecita de humo, saliendo del cañón del revólver...
¿Algo así?
Sí, eso está bien. Si puede, hágala con un poco más de...
Claudio graficó con las manos lo que pretendía: que le dibujara un busto algo más generoso.
¿Es la clase de mujer que le gusta a Usted, verdad?, sonrío Amelia.
No, Amelia. La clase de mujer que me gusta es Usted, pensó en decirle Claudio, pero no se atrevió. Tartamudeó, se pasó la mano por la cabeza, como acomodando un mechón de pelo que ya no existía.
Haremos una prueba, para ver cómo sale. No se preocupe si no queda igual al bosquejo, ya le irá agarrando la mano.
Ay, estoy tan emocionada...
***
Fue una rutina que tomaron, a partir de aquella tarde. Ella hacía las ilustraciones, mientras él escribía. Uno, dos o tres dibujos en los artículos principales.
Tenían su lugar de trabajo una junto al otro. Cada uno opinaba sobre lo que el otro hacía, no siempre de manera elogiosa. Discutían.
¡Vaya! Un par de días aquí y ya cree saberlo todo, señora Amelia...
Todo no, pero distingo si algo tiene buen gusto o no lo tiene.
¡Eh, Ustedes! ¡Ya parecen perro y gato!
¡Extra, extra! ¡El Faro diario! ¡Lea la historia de Viuda asesina! ¡Extra! ¡El Faro diario! ¡Tiroteo entre contrabandistas! ¡Cuatro muertos!
Las historias de Claudio, enriquecidas con los dibujos de Amelia, fueron todo un éxito. Las ventas se multiplicaron. La gente sencilla del pueblo, los estibadores, los obreros, las mucamas, compraban El Faro para enterarse de las últimas novedades. Comentaban los dibujos, que venían cada vez mejor logrados.
Amelia ya no volvió a coser botones. Además de las ilustraciones, comenzó a hacer otros trabajos en el diario, a escribir sus propias notas, con diferentes pseudónimos.
¿No me querrá quitar el puesto, Señora Amelia?
¿Acaso me tiene miedo, Sr. Alcántara?
Fue la primera mujer redactora de la ciudad. Pronto pudo comprarse una bicicleta de segunda mano, tan buena como una nueva. Daban paseos por los alrededores.
Por favor, Claudio. Ya te dije que no puedo. No hasta que llegue el certificado de defunción de Alfonso. No puedo hacerle esto a don Valeriano. No se lo merece.
Te esperaré, Amelia. Esperaré lo que haga falta.
¡Ay, Claudio!
Estaban enamorados. Eran felices, y con eso bastaba.
Sólo me da remordimiento dejar tanto tiempo solo a mi suegro. Ya está muy mayor.
¿No está la mucama para cuidarlo?
¿Toñita? Es demasiado estúpida. Le preparo el almuerzo antes de salir, para que sólo lo caliente, y aun así lo quema. No sólo es una imbécil, también una holgazana. Además, creo que me roba...
¿Estás segura?
Ahora que gano dinero podré conseguir a una mucama más competente, alguien en quien pueda confiar.
***
Algo despertó a don Valeriano. No era el zumbido de la sierra en el aserradero, ni la gritería de los cabros en la calle.
Buuuu...
Era una especie de lamento. Un llanto.
¿Toñita?
Don Valeriano pasaba buena parte del día acostado, por puro aburrimiento. Ahora que Amelia estaba fuera por las tardes, ya no hallaba qué hacer. No tenía con quién comentar los libros que leía, no tenía con quién charlar.
¿Uzted me llamó, don Vadediano?
¿Qué sucede, Toñita?
Nada.
¿Nada?
Buuuu... se largó a lloriquear de nuevo la muchacha. Las lágrimas le corrían a raudales por los cachetes.
¿Qué pasó? ¿Por qué lloras?
La Zeñoda Media... ¡Buuuu!...
¿Qué sucede? ¿Te ha reprendido?
La Zeñoda Media… dijo que yo… que yo... me tengo que idd de ezta caza, don Vaddediano. Me dijo que me conziga otda pega en otda padte...
Pero... ¿por qué?
Toñita se sentó en el borde de la cama. Se secó los mocos con la manga.
La Zeñoda Media dize que yo... dize que yo zoy mala...
¿Que tú eres mala? No puede ser.
¡Buuu...!
Por favor, Toñita, ya no llores.
¡Buuu...!
Toñita, por favor... Hablaré con Amelia, todo se arreglará.
Toñita dejó de pronto de llorar.
¿De veddad?
Sí, Toñita.
¿No tenddé que madchadme, don Vaddediano?
No, Toñita. No te marcharás.
¡Ay, don Vaddediano!
Toñita se le echó encima y lo abrazó.
¡Gazia, don Vaddediano!
Don Valeriano tragó saliva. Eso no era algo correcto. Una muchacha en la cama, junto a él...
Está bien, Toñita. Ve para la cocina, ¿quieres? Más ratito me levanto.
Toñita no se movió. Se abrazaba más a él, pegaba su boca a la oreja del viejo guerrero, le calentaba el cuello con su aliento.
Gdazia, don Vaddediano...
Don Valeriano sintió que le faltaba el aire.
Está bien, Toñita. Ve a la cocina. Prepara unos mates...
¿Zoy buena, don Vaddediano?
¿Qué? Sí, Toñita. Eres buena.
¿Zoy buena?
Sí, Toñita, tú... ¡Ay!, exclamó el Sargento Aranda, cuando sintió la mano de la muchacha colarse entre las cobijas.
¡To…! ¡Toñita!
Una mano cálida y regordeta, que acariciaba su noble pecho de guerrero, y hacía lentos círculos sobre su abdomen, y se deslizaba un poco más abajo...
¿Zoy buena, don Vaddediano? ¿Zoy buena?
Sí, Toñita. Sí...
¿Zoy buena?
Sí, Toñita, eres bue... ¡Ah...! ¡Ah...! ¡Ave María Purísima!
Y él, que no creía en milagros, fue testigo de un milagro, en ese mismo instante: ¡Había recuperado su ardor viril!
¿Zoy buena, don Vaddediano? ¿Zoy buena?
Sí, Toñita... Eres… eres buena...
Cuando ya lo tuvo listo, la muchacha se montó a horcajadas sobre él.
¿Zoy buena, don Vaddediano?
Sí, Toñita, eres buena. Eres... Eres muy... Muy buena...
El corazón le galopaba como en sus mejores tiempos, al anciano militar. Podía morir, no le importaba.
Ay, Toñita... Ay...
Recién cuando hubo terminado con su faena Toñita se quitó la ropa, toda la ropa, hasta las medias, y se acostó junto a él. Don Valeriano recuperaba el aliento, poco a poco. Se escuchaba el paso de un caballo, allá afuera. Unas voces.
¿Por qué no te levantas, Toñita? Podría venir Amelia y...
Abrazada a él, Toñita comenzó a roncar. Así de simple. Es un animal, pensó don Valeriano Aranda. Una joven y espléndida potranca... Don Valeriano le acarició las clinas, sintió su delicado aroma a hembra...
Cuando Toñita abrió los ojos, el que dormía era él. Toñita se acurrucó, remolona, contra el cuerpo calentito de su amo. No tenía ganas de levantarse, no todavía. Estaba tan bien así... La luz que entraba por la ventana le molestaba un poco, eso sí. A esa ventana, pensó Toñita, lo que le hacía falta era una cortina. Una cortina con rosas rojas, con margaritas, con pajaritos picaflor...
El pecho de don Valeriano subía y bajaba, plácido, tranquilo, luego del goce carnal. Sus labios se movían con cada respiro. Si se casaba con él, Toñita iba a poner las cortinas que ella quisiera en las ventanas, no las cortinas que quisiera la Señora Amelia. Ella iba a mandar en esa casa, no la Señora Amelia. Ella, Toñita, iba a poner cortinas con pajaritos picaflor, y farolitos chinos, y un nuevo empapelado en las paredes... Iba a ser ella la señora de la casa, no la Señora Amelia. La Señora Amelia iba a tenerse que ir, y ella iba a quedarse.
Zeñoda Antoña Anguztia Zaranda..., murmuró Toñita, sonriendo satisfecha, y de puro pachorrienta que era se volvió a dormir.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2025.
No hay comentarios:
Publicar un comentario