¿Cómo podía volver con esa mujer, después de todo lo que le había hecho? ¿Cómo podía perdonarla? Era un hombre débil, sin carácter...
¿Por qué lloraj, Lola?
¡No estoy llorando!
Las dos mucamas cuchicheaban en un rincón de la cocina, mientras el Ama de Llave no las escuchaba.
¿Es por on Bénaro?
Lola no le respondió. Ni falta que hacía. Las lágrimas le habían trazados dos surcos brillantes en los cachetes.
Ay, chiquilla...
Abelarda la abrazó, le pidió que ya no llorara. Lola era como una hermanita para ella, le dolía verla sufrir.
Ella se lo había buscado, también. Podía haberse conformado uno de los peones de ahí de la estancia, con alguno de sus admiradores, que también los tenía: jóvenes honestos y trabajadores, de orígenes humildes, al igual que ella. Pero no, a Lola se le había ocurrido enamorarse justamente de don Bernardo, que además de su patrón era el viudo más codiciado de toda la provincia.
Cuando pasé frente su pieza lo oí que estaba ahí, con esa mujer...
¡No! ¿Haciendo qué?
¿Tú qué crees?
Un caldero hervía sobre la salamandra, sin que nadie se cuidara de él. El vapor empañaba vidrios y azulejos.
Buena piedra pa la honda, esa Viudita, murmuró Abelarda. Y tú encima la defendíaj...
¡Eh, ustedes dos!, entró en la cocina el Ama de Llaves. Menos charla y más trabajo.
Sí, oña Orotea, dijo Abelarda.
Lola se secó las lágrimas con la manga del delantal.
***
La vida seguía su curso. ¿Qué importancia podía tener, en un momento como ese, el corazón roto de una sirvientita? Cosas más graves sucedían. El ataque a uno de los camiones, a manos de unos salteadores de camino, había caído como una bomba en la Estancia. Los peones estaban como locos. Ya habían salido a relucir revólveres y fusiles. Los más jóvenes querían ponerse en camino ahí mismo, para vengar las muertes de Eleuterio y Ramón.
¿Y el Patrón? ¿Ónde se metió?
Martiano dio manija al camión, un MAN-Saurer de tres toneladas, igual al que habían prendido fuego los bandidos. Pof-pof-pof rezongó el motor de dos tiempos, ruidoso a más no poder. Ya estaban listos para empezar la cacería.
Pérense un poco, muchachos…, trataba de echar paños fríos don Segundo, con la experiencia que le daba su más de medio siglo en aquel territorio de frontera. Peren que güelva el Patrón…
La puerta que daba al jardín se abrió. Inocencio entró en la cocina.
¿Y don Bernardo?, preguntó.
Sólo esperaban su permiso para salir. Y, si no se los daba, pensaban salir igual. Martiniano era el más decidido. Se salía de la vaina por ajustarle las cuentas a la banda del croata Konciancich.
Ejtaba por acá, hace un rato, mintió Abelarda.
Prefirió preservarlo del escarnio. No podía decirle que, mientras ellos se revolvían de rabia, don Bernardo estaba en el piso de arriba, refocilándose con la Viuda. Debía ser culpa de ella, seguro. Esa mujer era insaciable.
***
Era la última vez que hacían el amor. Lo supieron del momento en que sus cuerpos se separaron, y quedaron boca arriba los dos, tratando de recuperar el aliento.
Ay, Bernardo... Ay...
Fue un arrebato de pasión incontenible, que no les dio tiempo a quitarse la ropa siquiera: sólo se apartaron algunas telas, y se desprendieron algunos botones.
Ay, mi amor...
Una fiesta de los sentidos, un torbellino que los hizo olvidarse de todo. Ya había pasado. Sus problemas seguían donde los habían dejado. Sus preocupaciones ocupaban otra vez el lugar de donde habían sido temporalmente desalojadas. Bernardo se echó a toser, como le sucedía a veces, después de un encuentro de esa clase, sobre todo si había sido de los buenos. Ella le pasó una mano por el pecho.
¿Estás bien, querido?
Sí. No es nada...
Se escucharon pasos en el piso de abajo. Desde afuera llegaban voces y ladridos. No debían ser más de las nueve de la mañana. La tos de Bernardo al fin remitió.
Clarita, dijo, cuando fue capaz de hablar.
Ella lo miró. Casi adivinaba lo que estaba por decir. La llegada de la policía, esa mañana, había sido un aviso. La próxima vez, podían venir por ella.
Debo irme, Bernardo, le dijo doña Clarita, aún antes de escuchar lo que él le estaba por decir. Debo irme de aquí. Hoy mismo.
Bernardo volteó la cabeza para mirarla. La Viuda ya se había subido las bragas y bajado el vestido, como si le diera pudor mostrar su desnudez. Y le daba. Algo le decía que, a partir de ese momento, sólo podían seguir siendo amigos. Qui-quiri-quíiiii, cantó el gallo allá fuera, aunque ya hacía mucho que había amanecido. Bernardo se sentó en el borde de la cama.
Haré lo que pueda para ayudarte, Clarita, dijo, pero hay algo que debo saber.
Doña Clarita ya se había levantado. Se arrimó a la ventana, corrió la cortina apenas.
¿Acaso tú…?
No, Bernardo, lo cortó ella. No lo hice. No he matado a mi esposo.
Él no respondió.
¿Por qué iba a hacer algo así? Quería a Gerardo. Es decir…, le tenía cariño. Y él me quería también, a su manera. Más como un hermano que como un marido…
Bernardo se puso de pie, asuntos más urgentes lo requerían.
Debo irme, Clarita. Luego hablaremos.
Doña Clarita no quería dejarlo ir así. Caminó hacia él y lo tomó del brazo.
Debes creerme, Bernardo. Jamás le di la orden a Emilio de que lo matara. A él solo se le ocurrió, cuando supo lo del seguro de vida. Mírame a los ojos, Bernardo. Dime que me crees, por favor.
Bernardo suspiró. Quería creerle.
Seré lo que quieran, una mujer frívola, una adúltera, pero no una asesina. Jamás le he hecho daño a nadie, en toda mi vida. Sólo a mí misma…
Bernardo sintió como ponían el camión en marcha, allá afuera. Debía ir a ver a sus muchachos, antes de que cometieran una insensatez.
Te ayudaré a cruzar la frontera, si eso es lo que quieres.
Sí, dijo ella. Es lo que quiero.
***
Lola maneó las patas de Bella Dama, la vaca más mansita del establo, la única que por ahora se atrevía a ordeñar. Una santa, ni siquiera tenía que ir a buscarla. Solita venía, cuando la llamaba por su nombre.
Lola le arrimó al ternero para que le templara las ubres, y luego le ató la cabeza a una de las manos de su mamá. Le hizo un nudo sueltito, que no le apretara mucho el cogote, como le habían enseñado.
Quédate allí, Monedita, que pronto termino, le dijo al ternero, y le tocó la mancha redonda que tenía en la frente, razón por la cual lo habían llamado Monedita.
Juic, juic, juic, salían los chorros, cuando la muchacha deslizaba los dedos por las ubres. El nivel de la leche iba subiendo dentro del balde. Se formaban burbujas, más pequeñas o más grandes, que se pegaban unas a otras y terminaban por romperse. Sentada en el banco de una pata, Lola no cantaba, como otras mañanas, la cancioncilla que a veces cantaba para tranquilizarla:
Bella Dama, Bella Dama,
allí viene un nubarrón,
por favor dame la leche,
para llevarle a mi amor…
Por el contrario, tiraba con bronca de las ubres, mascullando:
Maldita... Desgraciada... ¡Ya verás!
¡Muuuu!, rezongó Bella Dama, y movió la cabeza para un lado y para el otro.
¡Perdón!, le pasó una mano por el lomo la muchacha. No te lo dije a ti. Perdóname... Soy una tonta...
Lola le apoyó la cabeza en el hueco bajo las costillas, para hacerle cosquillitas, y se quedó un rato así, acariciándole el pelaje, hasta que se calmara. El becerro la miraba, con inocultable ansiedad.
Ya te suelto, Monedita. Espera un ratito…
***
Bernardo bajó los escalones de la ancha escalera de cedro, ligero como una pluma. Su encuentro con la fogosa Viuda -además de provocarle el breve acceso de tos- había servido para aclararle las ideas. ¡Cómo no lo pensó antes! Bernardo cruzó el salón, apagados sus pasos por la gruesa alfombra turca, salió al jardín por la puerta principal.
¡Ahí está don Bernardo!
El camión seguía en marcha, en la entrada del galpón. Sus hombres estaban en total efervescencia, esperando tan solo su permiso para salir. Los perros corrieron hacía Bernardo, lo olisquearon moviendo el rabo.
Iremos a buscarlos, don Bernardo, dijo Martiniano. Sé donde tienen su guarida. ¡Pagarán por lo que hicieron!
Los demás peones lo aprobaron, con mayor o menor énfasis.
Sí, tienes razón, le siguió la corriente Bernardo, que se daba cuenta de lo inútil que era ponerse a discutir con ellos, en el estado en que se encontraban. Tratar imponer su criterio, apelando a su autoridad, sólo iba a servir para hacer aún más tensa la situación.
Es verdad, Martiniano, es lo que hay que hacer: matarlos como ratas.
¡Eso! ¡Eso mismo!, lo aprobaron los demás.
Iré con ustedes, muchachos.
¡Bien, don Bernardo!
Solo qué, antes de salir, dijo Bernardo, en voz lo más firme posible, para hacerse oír por sobre el ruido del camión, debemos pensar bien cómo atacar…
Sí, dijeron sus hombres, algo menos convencidos. Pensar fríamente no era lo que más deseaban, en ese momento, sino actuar.
Debemos buscar a alguien con experiencia, que nos ayude a planificar una estrategia, dijo Bernardo, y antes de que sus hombres pudieran expresar cualquier tipo de objeción, agregó:
Llamen al Cebolla.
***
La leche hervía a fuego lento sobre la hornalla más chica. Lola la revolvía con la cuchara de madera, muy despacio, con la vista fija en el interior de la olla esmaltada. Se ensimismaba por completo en la preparación del arroz con leche, como en cualquier otra tarea que realizaba. Nada parecía distraerla.
La puerta que daba al pasillo se abrió, Abelarda entró como una tromba.
¡Lola! ¡No sabej lo que ejcuché! ¡La víbora se va!
Lola sí se distrajo, esta vez, sólo por un instante. Volvió la vista a la olla.
¿No oíjte lo que te ije? ¡Por fin se raja la Maldita! On Benáro le va a pedir al Inocencio que la lleve a Río Gallegoj...
¿A Inocencio?, terció doña Dorotea. ¿Y por qué justo a él?
¿Y yo qué sé? Lindo favor que le hace, pobre cabro. Se lo va a comer crudo...
Dios mío, se hizo cruces el Ama de Llaves. Qué bueno que pronto voy a dejar esta cueva de pecado. Este antro de inmoralidad...
Pero qué dice, puej Ñora..., juntó las manos Abelarda.
Lola no dijo nada. No podía. Seguía cumpliendo con sus obligaciones, porque era lo que se esperaba de ella, porque era lo que correspondía, pero sin entusiasmo. Algo dentro suyo había muerto, esa mañana, cuando pasó frente al cuarto de invitados, y escuchó el rechinar de la cama de fierro, y los suspiros de doña Clarita. Y, sobre todo, cuando escuchó a don Bernardo decirle a esa mujer horrible que la amaba. Era algo que jamás le iba a perdonar.
¿Y? ¿No te alegra lo que te ije?
Lola seguía con la vista fija en su olla, y la cuchara dando vueltas y vueltas. Su rostro no expresaba la menor emoción. Lo que pensaba, se lo guardó para ella.
Tú sí que erej rara, le dijo Abelarda.
***
Bernardo sólo podía lidiar con un asunto por vez. La partida de Antonio, en busca del Loco Cebolla, le daba a Bernardo al menos media hora para resolver la partida de doña Clarita. Y, si el Loco se rehusaba a montar a caballo, como era su costumbre, y se venía a pie, aún le daba media hora más. Era lo mejor, para enfriar los ánimos.
¿Qué importa lo que diga ese viejo loco?, protestaba Martiniano. ¿Por qué don Bernardo lo escucha?
Tranquilo, muchacho, le decía don Segundo. Ven aquí, tómate un mate.
Las ovejas seguían llegando al lavandero, pasando una a una por la manga hasta el piletón. Sólo los ovejeros se ocupaban de ellas, hoy, lo que hacía que el trabajo mucho más trabado. Todo estaba patas para arriba ese día en la Estancia.
¡Inocencio!
Abelarda había salido de la casa. De lejos lo llamaba.
¡Inocencio! ¡Ven aquí!
Tu novia te busca, Inocencio, bromeó Antonio, y los demás sonrieron. Era la primera que lo hacían, en toda la mañana, después de la terrible noticia.
¿A mí?
¡On Benáro te llama!
***
Desayunaron tarde, con apetito.
Mmm… Estas tostadas están excelentes…
Sus caminos se separaban ese día. Bernardo debía ir hacia el Sur, a Punta Arenas, a reconocer los cadáveres de esos pobres muchachos. Ella debía partir para el Norte, a caballo.
Acompañarás a doña Clarita a La Primavera, Inocencio. ¿Recuerdas donde es?
Con la boina en la mano, el joven miraba alternativamente a don Bernardo y a su invitada. Mejor dicho, lo miraba a él solamente: a ella no se atrevía a sostenerle la mirada. Le intimidaba estar ahí, en el salón principal, una parte de la casa que rara vez pisaba.
S-sí, don Be-Bernardo. Es la estancia de su amigo, en Lago Posadas.
Son varias horas de cabalgata. Elige un caballo mansito para la Señora.
Sí, don Bernardo.
Tú pasarás la noche allí...
¡U-jú!, exclamó Abelarda, que se había quedado de pie, al costado de la mesa. Su rostro permaneció tan inescrutable como de costumbre, cuando los demás se dieron vuelta a mirarla.
Y volverás mañana, con los caballos.
Sí, Patrón.
¡Si ej que puedej!
Bernardo se puso de pie, acompañó al muchacho hasta el vestíbulo. Lo tomó del brazo, en voz baja le dijo:
Escucha, Inocencio, el peligro no ha pasado todavía. Irás armado, y con los ojos bien abiertos.
Sí, don Bernardo.
Protegerás a la Señora con tu vida.
Inocencio miró hacia donde estaba la pulposa Viuda, que al ver que el muchacho la estaba mirando, le sonrió.
S-sí, do-don Bernardo, tartamudeó el joven peón.
***
Abelarda entró otra vez en la cocina, dejó la bandeja con los platos vacíos sobre la mesa grande.
Pobre Inojencio. ¡No le arriendo la ganancia!
¿De qué hablas?, preguntó doña Dorotea.
Pa mí que ya no güelve...
¿Qué le puede hacer? Aparte de... ya sabemos qué.
¡Esa mujer es capáj de tóo!
Lola seguía frente a la cocina. El arroz con leche había quedado bien cremoso, con la ramita de canela y las peladuras de naranja. Lola retiró la olla, usando un trapo para no quemarse, y la vertió en la cazuela de cerámica.
Ya puedes llevar el arroz con leche al salón.
¿Qué? Yo ya juí y vine como maleta ‘e loco, tóa la mañana. Llévalo tú.
Por favor, Abelarda...
Abelarda se acercó y le dijo, en tono confidencial, para que su tía no la escuchara:
Aprovecha ahora, que on Benaro está solo...
¿Qué dices? ¿Y la...?
Subió p’arriba, dejpué del café, a prepará suj cuatro porquerías pal viaje. Su valija e cojméticos, primero y principal.
¿Tú crées?
¡Tú no l’has vijto cuando se levanta, a esa viejuja! Si no se mete suj potingue, parece una pasa ‘e uva...
***
Sí, doña Clarita preparaba su equipaje, en ese preciso instante. Lo poco que se podía llevar en las alforjas de dos caballos, sin entorpecer la marcha: un par de vestidos, unas mudas de ropa interior –y, tal y como había vaticinado Abelarda-, su cofre de cosméticos. Los que habían sobrevivido, al menos, a su ataque de nervios de esa mañana.
¿De verdad es peligroso el camino hasta allá?
Pero no... Fue lo que le dije a Inocencio, para hacerlo sentir importante.
¡Menudo protector! Pensé que tú mismo me acompañarías, Bernardo, no ese paisanito medio retrasado.
Sabes que no puedo, Clarita. Si no, con todo gusto del mundo...
Ya estaba todo calculado. Ni bien cruzaran la frontera, debían rumbear hacia el Norte, a la estancia que administraba un matrimonio austríaco.
Llevarás esta carta para los Neumann. Ellos te alojarán, y te enviarán en su automóvil hasta Puerto Deseado.
Era más seguro que ir a tomar el barco en Río Gallegos, donde tal vez el criminal de Emilio aún anduviera deambulando.
En un par de semanas estarás en Buenos Aires, Clarita, lejos de cualquier peligro.
Sí, dijo ella, y hasta se sintió feliz, en ese momento, de poder asegurarse su libertad. Aunque ahora, mientras empacaba sus cosas, sentía que su entusiasmo menguaba. ¿Qué iba a hacer, cuando llegara a su ciudad natal, siete años después de haber partido? Sin un centavo, sin prospectos de ningún tipo, sin oficio ni talento para ganarse la vida... ¿Acaso puede haber libertad en la pobreza? Su finado marido solía bromear al respecto, cuando la ruina financiera se cernía sobre ellos. Contigo pan y cebolla, le decía. Mientras estemos juntos, Clarita... No sabes lo que dices, Gerardo, le respondía ella. Tú nunca has sido pobre, yo sí.
Era verdad. Sólo que, en otros tiempos, su pobreza estuvo mitigada por la esperanza de conseguir un marido con recursos. Ahora, eso era mucho más difícil. Doña Clarita volvió a mirarse en el espejo, que no le devolvía su mejor reflejo, a esa hora de la mañana. Las patas de gallo se le marcaban con exceso. Y esas ojeras...
Por Dios, estoy horrible, exclamó. ¡Qué va a ser de mí!
***
Lola se apuró a recorrer el largo pasillo que unía la cocina al resto de la casa, para que el arroz con leche no se enfriara. Había llegado a detestar a don Bernardo, tan sólo un rato antes, pero ya lo había perdonado. Como bien decía Abelarda, poco podía importarle esa mujer, si la dejaba partir así.
Pero... él le dijo que la amaba... Yo lo escuché.
¡Bah! Si uno va a hacer caso a lo j’hombre, cuando dicen esaj cosa...
Las ventanas del pasillo se sucedían unas a otras. El sol dibujaba líneas inclinadas sobre el empapelado a rayas verticales.
Lola empujó con la cadera la puerta del salón. Su corazón dio un salto, cuando vio a don Bernardo solo, en la mesa grande, escribiendo en un papel, con su pluma estilográfica. Estaba tan concentrado en lo que hacía que ni la escuchó entrar. Era tan guapo, tan listo... Lola no pudo contenerse.
¡Don Bernardo!, exclamó.
Él levantó la vista.
¡Lola!
Dejó la pluma sobre la mesa, la miró con una sonrisa. ¿Es que hoy es viernes? Lo había olvidado...
Eran los viernes los días del arroz con leche. Ella se lo había preparado por primera vez un viernes, cuando recién entró a servir allí, y la costumbre quedó.
¿No va querer su arroz con leche hoy día?, preguntó con voz desmayada.
Bernardo no pudo evitar reírse.
Sí, cómo no, la tranquilizó.
Ah, suspiró aliviada Lola, que dejó la bandeja sobre mesa, con el cucharón y los dos cuencos. No un cuenco, sino dos. Algunos viernes, antes de que llegara esa maldita, don Bernardo la había invitado a comer el arroz con leche con él. Como si ella no fuera una simple sirvienta. Como si él...
Tal vez ese viernes la hubiera invitado, también, si justo no se hubiera escuchado la voz más aborrecida:
Ah, qué bien huele eso... ¿Es arroz con leche?
***
La puerta de atrás de la casa se abrió. Alguien salió corriendo como alma que lleva el diablo.
¡Lola!
Lola no hizo caso. La falda de su vestido negro de mucama la siguió como una estela, su blanco delantal flameaba en el viento.
¡Lola! ¡Vuelve aquí!
Lola llegó hasta su árbol, el roble que estaba en el jardín trasero, y se trepó como una ardilla por el tronco.
¡Lola!
Don Bernardo corrió tras ella, no tan rápido como hubiera querido.
¡Lola! ¡Vuelve aquí!
Desde la entrada del galpón, los peones se interrumpieron en su charla. No podían escuchar muy bien lo que se decía, pero sospecharon que algo inusual pasaba.
¡Bájate de ahí! ¡Pídele perdón a doña Clarita!
¡No lo haré!
¿Qué pasa? ¿Por qué tanto grito?, preguntó don Segundo, que no veía gran cosa, a esa distancia.
Es la Patroncita, dijo Inocencio.
¡Ja, ja, ja! ¿Qué es lo que ha hecho ahora, esa cabra loca?
¿Acaso has perdido la razón?, dijo don Bernardo. ¡Quemaste a doña Clarita!
Eso no era verdad. Si el arroz con leche estaba casi tibio, cuando se lo arrojó.
¡Ah!, gritó espantada la Viuda, que saltó como un resorte de su asiento. ¿Qué hiciste, maldita sea?
Puros aspavientos. Ni siquiera se lo había tirado en la cara. Su costoso vestido de seda había quedado hecho un estropicio, eso sí, un pegote irreparable.
¡Lola!, exclamó don Bernardo, que no daba crédito a sus ojos.
Lola no pidió disculpas, no fingió que había sido un accidente. Sólo miraba de manera desafiante a la Viuda, como invitándola a pelear. No le daba miedo que fuera más alta y más fuerte que ella. Allá en la isla se liaba a los golpes con los muchachos, y jamás podían vencerla.
¡Bájate ya mismo de ese árbol, Lola!, le gritó don Bernardo. ¡Es una orden!
Por toda respuesta, Lola le arrojó un zapato.
Ja, ja, ja... se carcajeó don Segundo.
Se escuchó un coro de perros.
Don Bernardo, se atrevió a interrumpirlo en su rabieta uno de los peones. Era Antonio.
¿Qué quieres?
Ahí viene el Loco Cebolla...
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2025.
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