Capítulo 111 - UNA DAMA EN APUROS

Dos sujetos de aspecto temible, daba miedo tan solo verlos: si así es la policía, cómo serán los delincuentes, debió de pensar doña Clarita, cuando los dos jinetes se acercaron. Doña Clarita no pensó nada, en realidad, sólo estuvo tentada a levantarse y salir corriendo, tal era el pavor que sentía. 
Güenas y santas, don Bernardo, voceó el que iba más adelante, y luego, mirándola a doña Clarita, se llevó la mano a la visera y agregó: Güen día, Ñora…
El de más atrás no dijo nada. Los miraba, solamente, a ella y a Bernardo, como con odio. ¡Mira nomás cómo viven estos ricos!, parecía decirse. ¡Tomando el cafecito, lo más cómodos en el jardín, en mitad de la mañana!
Comisario Chamorro, agente Chino…, se puso de pie y caminó hacia ellos Bernardo, con una sonrisa de oreja a oreja, como recibir una visita inesperada de la policía si le diera el mayor placer del mundo.
¡Qué gusto tenerlos por aquí!
Si algo había que reconocerle a Bernardo era su capacidad de hacerse el idiota, en situaciones como esa. De poner buena cara, como si nada sucediera.
Llegaron justo para el mate… ¡Inocencio!
Doña Clarita aún seguía en su asiento, tratando de sonreír ella también.
¡Me descubrieron!, pensaba, ¡Vienen por mí!
Bernardo intercambió algunas frases de cortesía con los policías, que miraban de reojo a la Viuda. ¿Eran miradas de deseo, de las que le dirigían los hombres todo el tiempo, o se trataba de…?
Inocencio llegó, con el mate caliente y la pava de latón.
Aquí tiene, don Bernardo.
El resto de los peones los observaban, desde el frente del galpón, haciendo comentarios por lo bajo. Los perros ladraban todavía, desde una distancia prudencial, como si temieran también ellos caer en las garras de la autoridad.
Don Bernardo, tenemos un asunto delicáu que tratar con Usté, dijo el Comisario, tras tomarse el primer amargo. Usté desculpe, Señora, dijo mirando otra vez a doña Clarita.
Este… Yo los dejo hablar tranquilos, entonces… intentó sonreír la Viuda.
Se puso de pie y caminó otra vez hacia la casa. No quería mirar atrás. Estaba lista para salir corriendo, en caso de que le dieran la voz de alto. El ruedo de su larga falda se mojaba al rozar con el pasto. Poco le faltó para tropezarse, al llegar al escalón de entrada. Lo último que escuchó, antes de cruzar el umbral, fue la voz de Bernardo, que decía:
Dígame, Comisario, en qué lo puedo ayudar.

***

¡Juá! ¡Cayeron loj milico!, exclamó Abelarda, desde la cocina, mientras se anudaba el delantal. ¡Yo sabía! Tarde o temprano…
¿De qué hablas?
Lola se asomó a la ventana ella también. Vio a los dos policías, ya desmontados, hablando con el Patrón.
¡Mira! ¡La vinieron a buscar!
¿A quién?
¿A quién va a ser?
No podían escuchar lo que decían, pero lo veían a don Bernardo quedarse con la boca abierta, mientras el Comisario hablaba. El otro policía asentía, consternado, e Inocencio se quitaba la boina, en un gesto reverente.
¿Qué paso?, preguntó doña Dorotea, que recién entraba a la cocina.
La vinieron a bujcar, a la Maldita…
¡No inventes!, dijo Lola. Ni sabemos para qué…
¿Ah, no? ¿Y por qué rajó como rata por tirante, apenita loj vio?
Doña Dorotea no llegaba a distinguir nada, aún con sus gruesas gafas.
¿Quién vino?
¡La polecía!
Otros peones se acercaron al grupo. Los perros dejaron de ladrar.
¿Y dices que han venido a buscar a doña Clarita?
¡Ya era hora, puej! A cada chancho le llega su San Martín.
Pobre, no es tan mala, dijo Lola.
¡No ej tan mala!, se escandalizó su compañera. ¡Ahura la defiendes!
Es que…
¿Quién le limpia la pieza, tóos los días? ¿Quién le hace la cama?
Sólo digo que…
Tú no la conocej como yo. ¡Sé por qué lo digo!
Abelarda, Lola, las llamó al orden el Ama de llaves. Terminen con el parloteo y vuelvan a sus tareas.

***

¡Dios mío!, exclamó doña Clarita, cuando escuchó los pasos en la escalera. Sus temores parecieron confirmarse. No era la sirvienta la que subía, esa narigona con pinta de espantapájaros, ni la indiecita de trenzas.
TUM-TUM-TUM…
No cabía duda, eran pasos pesados, pasos de un hombre. ¿De uno o de dos?
Doña Clarita corrió al otro extremo de la habitación, se pegó a la ventana. Ya no se veía a los policías, y tampoco a Bernardo. El eco de los pasos en la escalera se multiplicó dentro de su cabeza.
Ay, no…
Su cuerpo estaba atrapado entre esas cuatro paredes, como el de un animal que se prepara para el sacrificio, pero su mente corría a la velocidad de un rayo. Tendría que haber salido del país, pensó, tendría que haber hecho como el canalla de Emilio. Haberme puesto a salvo mientras pude...
¿Qué se lo había impedido? ¿La simple comodidad? ¿La esperanza de conquistar a Bernardo? Todo fue inútil. Había perdido su amor, si es que alguna vez lo tuvo, y ahora iba a perder su libertad.
Se escucharon tres discretos golpes en la puerta.
¿Clarita? ¿Estás aquí?
No me llevarán viva, se dijo doña Clarita.
La sola idea de que uno de esos sujetos le pusiera la mano encima le revolvía las tripas. Y, peor aún, el temor de ir luego a prisión, con toda esa gente horrible…
Doña Clarita abrió su cofre con cosméticos y entre la multitud de frascos, pinceles, cepillos, potes, esponjillas y botella y botellitas, estiró la mano hacia el rincón, buscando una botella en particular.
Toc, toc, toc...
¿Clarita? ¿Puedo pasar?
¡No puede ser, la había dejado allí! Era su seguro, su último recurso. Clarita comenzó a revolver entre sus cosméticos y afeites. Una lata cayó al suelo y se abrió, desparramando su contenido; una botella de Narcisse Noir rodó hasta el borde de la mesa…
Desde el pasillo, Bernardo escuchó el estruendo. Abrió la puerta, al tiempo que el cofre caía completo, y caía también doña Clarita, presa de un ataque de nervios.
¡No! ¡No! ¡No!
¡Clarita! ¿Qué sucede?

***

Emilio despertó, con el cuerpo entumecido, dentro del Renault AX de cuatro cilindros y 1600 centímetros cúbicos, color verde esmeralda, que le había birlado su patrona unos días atrás.
Ay…
Un automóvil rápido y confiable, aunque no muy cómodo para dormir dentro de él. Menos en un sitio como ese, a merced de los pumas o de los salvajes que aún merodeaban por la zona.
Emilio llevaba más de veinticuatro horas perdido en medio del desierto. Ni un solo vehículo se había cruzado, en todo ese tiempo, ni una carreta, ni un jinete. El viento azotaba de continuo, silbando al pasar entre las matas. Todo era gris, adonde quiera que mirara: el cielo, la tierra, los pastos, las piedras. Sólo el automóvil de doña Clarita ponía en aquel paraje un toque de color.
Maldita sea…
Se había tomado aquel percance como una aventura, al principio. Al menos, eso se decía a sí mismo. Había logrado cruzar la frontera, antes de que se emitiera la orden de captura. Eso era lo importante. ¿Qué importaba si había errado el camino? Estaba cerca de un lugar habitado, eso era seguro. Había huellas de neumáticos en la tierra. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí.
Emilio bajó del coche, aún envuelto en la manta que se había echado sobre los hombros. Encendió un cigarrillo, su desayuno de aquel día. ¿Qué podía hacer? Debía llegar a Río Gallegos y tomar uno de los buques que hacían la carrera del Atlántico. Daba igual adonde: a Buenos Aires, a Montevideo, a Brasil… Debía irse de esa zona cuanto antes. Aunque estaba en otro país, el peligro no había terminado. La Patagonia era como un pueblo chico. Las autoridades de la Región Magallanes y del Territorio de Santa Cruz tenían por costumbre devolverse a los prófugos, de manera expeditiva, sin esperar los trámites de extradición.
¿Qué podía decir Emilio, si llegaban a echarle el guante? Podía decir que todo había sido idea de doña Clarita; que fue ella la que le ordenó dispararle a su marido, para cobrar el dinero del seguro. O podía, ¿por qué no?, decir que ella misma le disparó. No había testigos del hecho, era su palabra contra la de la Viuda.
Emilio dejó salir el humo de cigarrillo, que por efecto del viento se disipó al instante. No, se dijo. Su palabra no valía nada. Era la de un simple criado, contra la de una dama de Alta Sociedad, todavía atractiva, con facilidad para las lágrimas…
Una nube de tierra se levantó en el horizonte. Una polvareda mayor de la que podía dejar un auto.
Indios, dijo en voz alta Emilio. Sacó de la guantera el revólver, y contó cuantas balas le quedaban.

***

¿Veneno? ¿Cómo lo sabes?
¡Porque el frajco decía VENENO!, respondió Abelarda, que había aprendido a leer a poco de llegar a la Estancia. Era algo en lo que don Bernardo insistía: que todas sus empleadas supieran las letras. Sólo doña Dorotea había sido exceptuada de esa exigencia, a causa de su edad.
¡Y tenía el esqueleto de un muerto en la etiqueta, a más!
Las dos aprovechaban para parlotear, ahora que el Ama de llaves había salido al patio, a tirar las cáscaras a las gallinas.
¿Para qué fuiste a husmear entre sus cosas?
¿Cómo pa qué? Pa privenirme. Tenía miedo que quisiera desquitarse, dejpué del chiste que le hicimo con la botella e moscato…
¡Que tú le hiciste!
Como sea… ¿Pa qué iba a tené ese veneno, eh? Pa dárnolo a losotra, o pa envenenálo a on Benáro…
Lola dejó de picar las zanahorias, y se la quedó mirando. No le entraba en la cabeza semejante maldad.
No, no lo creo, dijo al fin.
¿Ahura te has puejto e su láo?
No. Sólo digo que...
¡No me ejtrañaría que al marido no lo haiga envenenáo tamién!
Bah, se rio Lola, acostumbrada a las salidas extravagantes de su amiga.
¿Y qué hiciste con el frasco de veneno?
¿Que qué hice? Lo ejcondí.
El Ama de llaves entró otra vez a la cocina, con el rostro desencajado. Dejó el balde en un rincón, se largó a llorar.
¡Oña Orotea! ¿Qué le pasó?
Ay, cabritas, qué cosa tan terrible…
No fue capaz de seguir hablando. Detrás de ella entró Inocencio, que aún no salía de su asombro. Le tocó a él anunciar la infausta noticia.
El Ramón... y el Eleuterio…
Eran los choferes del camión que había salido el día anterior, rumbo a Punta Arenas, y aún no regresaban.
Los atacaron… Unos bandidos…
¡Ay, no!, dijo Lola.
¿Loj lajtimaron?, preguntó Abelarda.
No, dijo Inocencio, e hizo una pausa, como si él mismo no creyera lo estaba por contar. Los mataron a los dos…

***

Clarita cayó al suelo, presa de un ataque de nervios.
¡No dejes que me lleven! ¡No los dejes!
¿Que te lleven? ¿De qué hablas?
Era impresionante verla así. Con ojos desencajados miraba hacia la puerta, como si esperara ver aparecer a alguien más. Se aferró a sus rodillas, levantó la cabeza hacia él.
¡Bernardo! ¡Te lo ruego!
Parecía una escena de vaudeville, una de esas funciones que mezclaban teatro con circo, a las que Bernardo asistía de muchacho en su ciudad natal. Sólo faltaba que apareciera un payaso tocando la flauta o un monito saltarín.
Clarita... Cálmate por favor.
Debía prestar atención donde pisaba. Sobre el piso había quedado una multitud de envases volcados o abiertos, pomadas, cepillos, pequeños charcos, una nube de polvo que no se terminaba de disipar. El aire estaba impregnado con el perfume del frasco roto. Bernardo sintió un escozor en la nariz.
Clarita... Clarita...
Le costaba distinguir a esa dama de tan buen juicio, tan segura de sí misma que había estado platicando con él en el jardín hacía sólo un rato.
Nadie viene por ti, Clarita.
Conmocionado como estaba por la muerte de sus hombres, Bernardo tardó un momento en comprender lo que pasaba. Se arrodilló junto a ella, le acarició el pelo.
Tranquilízate, Clarita, le dijo. Esto no tiene nada que ver contigo.

***

No se trataba de indios, sino de un automóvil. Emilio se quedó de una pieza, cuando lo vio detenerse junto a él. Más que un automóvil, parecía un aeroplano: sólo le faltaban las alas. Un auto impactante, de color gris brillante, más bien plateado. El motor ronroneaba con una cadencia a la vez suave y poderosa.
Buenos días, amigo...
El que conducía era un muchacho, un niño casi. Llevaba el pelo largo, por debajo de su casco de cuero con antiparras. ¿Se quedó sin nafta? Así es dijo Emilio. Además, estoy perdido.
El muchacho detuvo la marcha de su máquina y saltó por encima de la puerta, con una agilidad envidiable.
Eso se puede solucionar, dijo. ¿Adónde quiere ir?
A Gallegos. Debía estar allí ayer por la mañana, y aquí me tiene.
¿Viene de Punta Arenas, verdad? Se nota por su acento.
Así es, dijo Emilio. Y estoy seguro de haber seguido el camino que indicaba la flecha...
No me extrañaría que algún bromista la haya dado vuelta, sólo para divertirse.
El joven le indicó el camino a seguir, mientras quitaba el seguro a un bidón con gasolina que llevaba en la cajuela.
Sólo tiene que seguir hacia el sur y doblar a la izquierda, en el primer cruce. No tiene cómo perderse.
Vaya coche tiene aquí, dijo Emilio, pasando la mano sobre el capot. Jamás vi uno como este.
No está mal, ¿verdad? Es un Cadillac T51, recién llegado de Detroit. 8 cilindros en V, válvulas laterales, setenta caballos de potencia...
¡Setenta caballos! Debe correr lindo.
¿Le gustaría probarlo?

***

La noticia tuvo el impacto de una bala de cañón. Abelarda lloraba a moco tendido, y también doña Dorotea. Lola no podía. Estaba demasiado impactada. Los había visto a los dos, el día anterior, poco antes de que salieran con el camión. A Ramón no lo conocía tan bien, pero Eleuterio era su amigo. Siempre estaba haciendo bromas. Unos días atrás había montado una oveja, como si fuera un potro, delante de ella y de Abelarda, para hacerlas reír. Y a Lola le enseñó a disparar con el fusil, cuando nadie más quería hacerlo, sólo porque era una chica.
La cacerola hervía sobre la hornalla, dejando salir bocanadas de vapor. La preparación de almuerzo se había interrumpido. Era una mañana de luto. Inocencio tomaba mate, silencioso, en la cabecera de la mesa.
¿Y ahúra qué van a hacer?, le preguntó Abelarda.
No sé. Toy esperando que güelva el Patrón.
Doña Dorotea se secó las lágrimas, dijo: Presentaré mi renuncia esta misma semana.
¿Cómo?, preguntó Abelarda.
Lo que oyeron.
Pero tía..., se extrañó Lola. ¿Por qué?
Ya no puedo seguir en esta casa. No en estas condiciones.
Por la ventana se veía a Martiniano, discutiendo con otro de los peones. También el baño de las ovejas se había interrumpido. Todo estaba de cabeza en la Estancia ese día.
Este lugar ya no es el mismo desde la muerte de la Señora Irenita, dijo doña Dorotea. Primero, la relación irregular de don Bernardo con esa mujer, y ahora esto...
Bueno, oña, no lo eje plantáo a on Bernarito justo ahora qu’está con este bolonque...
He tomado un decisión, dijo el Ama de llaves, mirando por la ventana. Me marcharé de aquí, luego de notificar a don Bernardo mi decisión. Y tú, Lola, te vendrás conmigo.

***

Bernardo la levantó de las axilas, con toda la delicadeza posible, la depositó muy despacio sobre la cama. Ella no lograba reponerse. Comprendía lo que Bernardo le decía, que los policías no habían venido por ella, y aun así seguía temblando. Había estado a punto de quitarse la vida. Le daba vértigo de sólo pensarlo. Si tan sólo la botella de estrignina hubiera estado ahí... La llevaba en su cofrecito desde hacía años, desde antes de casarse con Gerardo. Estaba segura de haberla visto allí, la última vez que se fijó.
Te has lastimado, dijo Bernardo, que sacó su pañuelo del bolsillo y le envolvió la mano ensangrentada. Debió de haberla apoyado sobre uno de los vidrios rotos. Ella lo dejó hacer. Ni siquiera había notado que estaba herida. Trató de decir algo. Se le había hecho un nudo en la garganta.
E-eres muy... eres muy bueno, Bernardo...
Él la miró, mientras terminaba el vendaje. No hacía falta ser muy pillo para atar cabos, y adivinar más o menos lo que había pasado. Ahora comprendía mejor algunas cosas: la aparición intempestiva de Clarita, apenas muerto su marido; la fuga de su chofer; y su inopinada reacción, cuando cayó la policía...
Clarita... Debo irme, dijo al fin.
¡No!
Ella se aferró a su mano, lo atrajo hacia sí.
¡Por favor, Bernardo! ¡No me dejes sola!
Es que...
Trató de soltarse. Debía ir a identificar los cadáveres de sus muchachos, y contener a los otros, que se salían de la vaina por ir a cobrarse venganza. Nada bueno podía salir, de un arrebato de rabia como ese.
¡Abrázame, Bernardo!
Clarita, yo...
¡Tengo miedo, Bernardo! ¡Abrázame!

***

El Cadillac plateado volaba como el viento. Emilio no lo podía creer. Jamás había manejado un auto tan veloz. La aguja del reloj marcaba 50, 55, 60 millas... ¡Eso eran casi cien kilómetros por hora!
Maneja Usted muy bien, dijo Sebastián.
¿Qué?
Era difícil escucharlo, a causa del rugido del motor. Unos pájaros levantaron vuelo al paso del bólido. En una parte donde el camino se hacía más ancho, Emilio apretó los frenos y dio un volantazo que los hizo deslizarse de lado.
¡Ahhhhh!, gritó Sebastián. Pareció que iban a volcar, pero Emilio logró estabilizar el vehículo, apretando el acelerador otra vez.
¡Ja, ja, ja!, reía el joven de largos cabellos castaños, que no sabía de dónde agarrarse para no salir despedido.
Se detuvieron al llegar donde estaba el Renault. Una nube de polvo los envolvió.
No está nada mal, dijo Emilio, luego de apagar el motor.
¿Dónde aprendió a hacer esa pirueta? ¡Casi nos matamos!
Oh, no... Tenía todo bajo control. ¿Tiene un cigarrillo?
El muchacho le ofreció su pitillera, y sacó uno para él. Los encendieron con el mismo fósforo.
Si puede andar así en un camino como este, seguro que Buenos Aires...
Emilio dejó salir la primera bocanada de humo.
¿Ah, sí? ¿A qué velocidad cree que podría llegar, en la Avenida Rivadavia?
¡Ah, conoce la Capital!
Estuve allí, hace un par de años.
Haciendo qué, si no es indiscreción.
Pues... esto y aquello, sonrió Emilio. Disfrutando de la ciudad, más que nada. Daba paseos por la Avenida de Mayo, iba a bailar el baile que está de moda, el tango.
¡No me diga!, preguntó Sebastián, que no tenía ningún apuro en seguir su camino. ¿A qué milonga iba?
Emilio terminó de dejar salir el humo, antes de responder.
A un piringundín del Bajo, donde está la recoba.
Y agregó, jugándose una carta arriesgada: al boliche del Turco Bazán...
Sebastián abrió los ojos, sorprendido.
¡Iba a lo del Turco Bazán!
Sí, sonrió Emilio. ¿Lo conoce?, preguntó.
No, dijo el joven. Quiero decir, escuché hablar de ese lugar...
Bajaron del Cadillac, estiraron las piernas. Sebastián ahora lo miraba de otra manera, como si una nueva intimidad hubiera surgido entre ellos.
Iba casi todas las noches allí, dijo Emilio. Me hice famoso entre los milongueros. Me decían El Chileno.
Según escuché, dijo Sebastián, y se aclaró la garganta antes de seguir, el tango se baila entre hombres allí. Casi no van mujeres al boliche de Bazán.
Tanto mejor, dijo Emilio. ¿Quién las necesita?

***

Es en casa de una familia de Santiago, los Pérez Artola, dijo doña Dorotea. Fue mi anterior posición, antes de entrar a trabajar aquí. Ahora que la hija más pequeña, Matildita, formó su propia familia...
Pero no, oña Orotea, decía Abelarda. Por qué no lo piensa mejor.
Ya está decidido. No seguiré trabajando para una persona envuelta en actividades criminales.
¿Quién? ¿On Benáro, un criminal? Pero qué dice, seóra...
Daré mis dos semanas de aviso al Sr. Caledonia, para que encuentre otra ama de llaves. A partir de entonces...
Lola ya no podía seguir escuchando. No podía creer lo que pasaba. Ese día había empezado tan bien, con tantas ilusiones, y ahora...
No tienes de qué preocuparte, Lola. La Sra. Matildita tiene un puesto para ti. Verás que si te esfuerzas, y trabajas a conciencia, pronto llegarás a...
¡No!, le respondió Lola.
¿No qué?
Era la primera que le levantaba la voz a su tía, en todo el tiempo que llevaba allí.
¡No iré con Usted, Tía! ¡No iré a ninguna parte! ¡Me quedaré aquí!
¡Cómo te atreves!
Lola dejó lo estaba haciendo y caminó hacia la puerta, la que daba al ala principal de la casa. Caminó por el largo pasillo repleto de ventanas. No podía obligarla a irse. No podía. Ya no era una niña, y además... Amaba a don Bernardo. ¡Amaba a don Bernardo, y don Bernardo la amaba a ella! Estaba segura de eso, aunque él nunca se hubiera atrevido a decírselo. Su mirada bastaba. Y su voz. Y lo dulce que era con ella...
Los pasos de la muchacha resonaban en el corredor. Detrás suyo, la puerta de la cocina se abrió.
¡Vuelve aquí, Lola!, le gritó desde el otro extremo de pasillo su tía. ¡Lola! ¡Te lo ordeno!
Lola se quitó se quitó su cofia de mucama y la tiró a un lado. Comenzó a deshacerse las trenzas. Ya no las soportaba.
 
***

Emilio dio una última pitada a su cigarrillo, antes de arrojarlo entre los pastos.
Debo seguir viaje, Sebastián. Muchas gracias por todo.
Es una lástima que tengas que irte tan pronto, dijo Sebastián. Podríamos pasar un rato más juntos...
Se tuteaban, ahora.
Por desgracia, mis asuntos apremian, dijo Emilio.
Oh, vamos, dijo Sebastián. Vení conmigo a la estancia de mi tío. Serás mi invitado de honor.
No lo sé...
Vamos, no está lejos de aquí. ¡La pasaremos muy bien!
¿Tú crees?
¡Pero sí!, dijo entusiasmado Sebastián.
Emilio no le respondió, buscaba algo en sus bolsillos. Al fin lo encontró.
¡Clic!
¿Qué me decís, Emilio? Vamos, animate...
Sebastián no había terminado su cigarrillo todavía. ¡Ay!, exclamó, al sentir una puntada en el pecho. No podía entender lo que sucedía. No daba crédito a sus ojos. Ese hombre tan amable y bien parecido, a quien el destino había puesto en su camino, le había hundido su navaja en el pecho, justo donde estaba el corazón.
Pero... Emil...
Sus manos se aflojaron. La colilla del cigarrillo cayó por tierra. Emilio retorció el cuchillo, como si escarbara, y luego lo retiró. Sostenía a Sebastián con el otro brazo, para que no rodara por el suelo, como si lo consolara. El apuesto y delicado joven boqueó una, dos, tres veces, y ya no se movió. Los ojos le quedaron fijos, pero ya no veían. Emilio lo arrastró hasta el asiento del Renault y lo acomodó al volante. Le sacó los documentos, el dinero y la cigarrera casi llena. Se quedó con gorro de cuero de Sebastián, con sus antiparras y (luego de un par de maniobras bastante incómodas) también con su impermeable color caqui, que por suerte no se había manchado. Se lo puso, antes de subirse a su nuevo auto. Le quedaba perfecto.
No había que darle manija al Cadillac, para que arrancara, tan sólo girar la llave y apretar el botón que decía START. ¡Qué comodidad!
BRRRRMMMM... sonó el motor de ocho cilindros en V, con válvulas laterales.
Emilio le echó un último vistazo a Sebastián, antes de partir. Lamentaba no haberse podido quedar charlando un rato más con él, hablando de motores y de tantas otras intereses que tenían en común. Un muchacho de lo más agradable.

***
Don Bernardo...
Lola lo buscó por el salón, y en el vestíbulo. Abrió la puerta de su estudio sin golpear.
Don Bernardo...
Ni ella sabía para qué quería verlo. Para que intercediera ante su tía. Para que la consolara, en ese momento de dolor.
Don Bernardo...
Tampoco estaba en su estudio, fumando su pipa en su sillón, ni sentado al escritorio. Lola miró los innumerables libros de la biblioteca, con sus letras doradas, el globo terráqueo, el retrato del abuelito de patillas blancas...
Se le iba el alma al suelo, de sólo pensar que ya no iba a estar allí, que ya no iba a volver a verlo.
Volvió sobre sus pasos. Miró por las ventanas que daban al patio. Sólo se veía a Martiniano y a los otros peones, cada uno con su fusil, discutiendo y esperando.
No me importa lo que haya pasado, don Bernardo, le iba a decir, no me importa que mi tía diga que Usted es un criminal. Yo sé que Usted es bueno. Yo sé que...
Lola se arrimó a la escalera, atraída por una súbita intuición. Subió un par de peldaños. Algo se escuchaba, cada vez con más claridad, con cada escalón que subía.
Cuiqui-cuiqui-cuiqui...
Un crujido de resortes, un rechinar de tablas...
No. No podía ser eso.
Cuiqui-cuiqui-cuiqui...
Sí. Era eso.
Y la voz de esa maldita, de esa falsa, de esa traidora...
Ay, Bernardo... Ay...
Esos maullidos de gata en celo, subida al tejado. ¡Sí que la engañó!
Bernardo... Ay, Bernardo... Ay…
Lola tuvo que agarrarse de la baranda para no caer. Se le retorcía el estómago de asco.
Cuiqui-cuiqui-cuiqui...
Dime que me amas, Bernardo... Dímelo...
Te amo, Clarita... Te amo...
Lola caminó otra vez por el pasillo, en sentido inverso. Levantó la cofia del piso y se la volvió a poner. Se arregló el pelo lo mejor que pudo. Empujó la puerta y entró otra vez a la cocina. Al lugar al que pertenecía. Un silencio hostil la recibió, junto con el vapor de la olla y el aroma a coliflor recién cortado. Abelarda se secaba las lágrimas, mientras seguía con sus labores. Doña Dorotea la miraba entrecerrando los ojos, detrás de sus lentes cuadrados. Antes de que pudiera soltarle un sermón, Lola bajó la cabeza y le dijo, con una voz que no parecía la suya.
Lo haré, tía.
¿Qué?
Haré lo que Usted dice. Me iré con Usted.
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2025.