¿Embarazada?
Por la cara que puso, doña Clarita se dio cuenta de
que se lo había tragado.
¿Estás segura?
Sí, Bernardo.
Pudorosa, doña Clarita bajó la cabeza y agregó:
No me sucedió eso que le sucede a las mujeres todos
los meses… Tú me entiendes.
Bernardo se quedó de piedra. La noticia lo había fulminado.
¡Clarita!
Doña Clarita había esperado que él se lo negara
rotundamente; que se riera de ella; o que le dijera algo así como: ¿Me tomas
por idiota? ¡No pensarás hacerme creer que soy el padre! Doña Clarita había
planeado incluso qué responderle, en cada caso; había pensado en hacerse la
ofendida, o en ponerse a llorar.
No hizo falta. Bernardo mordió el anzuelo al primer
intento.
¡Clarita!, exclamó. ¡Qué felicidad!
De rodillas, frente a la cabecera de su cama, Bernardo
extendió la mano hasta su vientre, pero no llegó a tocarla, como si temiera hacerle
daño.
¿Te sientes bien?
Doña Clarita le devolvió una sonrisa desmayada.
Sí, Bernardo. No te preocupes…
No vayas a fatigarte. Haré que te suban la cena. O
mejor, yo mismo te la traeré.
¡Bernardo! No es necesario…
Sí, sí. Quédate aquí tranquila. Descansa.
Doña Clarita se quedó en la cama, como una enferma. Qué
remedio. Debía jugar esa comedia hasta el final.
***
Ni ella esperaba que la jugada le saliera tan bien,
aunque era algo que le salía de forma natural. Había aprendido a obtener lo que
quería de los hombres, ya desde muy joven.
Oh, Señogguita Clagga… pogg favogg…
Tuvo que hacerlo. Tuvo que aprender a valerse por sí
misma, sin nadie que la ayudara. Su papá era un soñador, un artista que sólo
vivía para su obra. Y su mamá… Bueno, para qué hablar de su mamá.
Clarita, tengo algo que decirte. Debes ser fuerte.
Para eso la había mandado a llamar, la Madre Superiora.
Su papá estaba hecho una ruina. Con el cuello de la camisa vuelto, sin afeitar…
Mamá… Mamá está…
No pudo terminar de hablar, se largó a llorar como
un chico. Clarita se abrazó a él. Le dijo: Está bien, papá. No llores…
Ella, por su parte, no derramó una lágrima. Su madre
había sido una mujer fría y distante, que jamás se interesó por ella, y que se la sacó de encima ni bien la trajo al mundo, confiándola al cuidado de
ayas y nodrizas. Cumplidos los seis años, la metió en un internado. Su padre iba a visitarla cada
vez que podía. Ella no iba jamás.
Debes disculparla, Clarita. Está muy ocupada. Con
todos los eventos sociales que hay en esta época…
Clarita sólo la veía una vez al año, cuando volvía a
casa para las fiestas. Vivían en una verdadera mansión, a orillas del Río de la
Plata. Los ventanales estaban cubiertos por un grueso cortinado, porque a la
Señora le hacía mal la luz. A Clarita le gustaba esconderse entre las cortinas,
cada vez que iba allí, a escuchar las conversaciones de los mayores, y a mirarlos
sin ser vista. Era menester quedarse quietecita, eso sí, y no decir una palabra. Sólo
una vez se le escapó un:
¡Oh…!
Cuando vio a su madre dar un beso a un caballero que
había venido a visitarla, mientras se refregaba contra él.
¡Qué hacés ahí! ¿Me estabas espiando?
No, madre.
¡Maldita mocosa! ¡Ya te enseñaré!
El trato entre madre e hija, que era distante cuando Clarita era pequeña, se fue volviendo, a medida que la niña crecía, en francamente hostil. La
admiración que Clarita provocaba en los hombres que venían a la casa ponía a su
madre verde de los celos.
¿Esta es Clarita? ¡Qué grande está! Ven aquí, dale
un beso a tu tío Bartolo…
Su madre no podía soportarlo. Mandaba a Clarita a
encerrarse en su cuarto cada vez que aparecía alguno de sus “tíos”. Hasta con su
padre llegaba a celarla. En una ocasión, pasada de copas, tomó un cuchillo y le
dijo:
¡Es mi marido, no el tuyo! ¡Es mío!
Pero… madre… ¿Cómo puede pensar algo así?
¡Te mataré si tratas de robarme a mi hombre! ¡Perdida!
¡Ramera!
Entre un par de sirvientes tuvieron que contenerla.
Su padre llevó Clarita de vuelta al internado, ese mismo día, aún cuando el receso
no había terminado. Pasó la Navidad en el convento, como una huérfana.
Debes disculpar, a tu madre, Clarita, le decía su papá,
mientras iban en el carruaje. No hagas caso de lo que dice. Son los nervios…
Era un hombre apocado, que vivía sometido a los
caprichos de su mujer. Clarita lo quería, aunque no tuviera el coraje de
defenderla.
Clara, tienes visitas, interrumpió la clase de bordado
una de las hermanitas.
No era día de visitas. Clarita se alarmó.
¿Qué pasó, hermanita?
Ya lo sabrás.
El pasillo le pareció eterno, mientras lo recorría
de la mano de la joven monja. Clarita temió lo peor. Era una sus pesadillas
recurrentes, que alguien viniera a decirle que había muerto su papá.
¡Clarita!
No, no había muerto. Era él el que estaba en el patio
de la fuente. Costaba reconocerlo. En pocos meses parecía haber envejecido
varios años. Se abrazó a ella, le dijo:
Debes ser fuerte, Clarita. Tu mamá…
***
Parecía una princesa, una reina, ahí en su féretro. Le
pusieron un vestido con brocados, y sus mejores alhajas.
Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores…
La velaron en la casa, en el salón principal. Los
deudos fueron llegando, durante toda la tarde. Presentaban sus respetos al
padre de Clarita, que estaba como ido. Recibía apretones de mano y condolencias
con la vista perdida.
¿Crees que está borracho?
Tal vez. De esta gente puede esperarse cualquier cosa.
Clarita no había perdido la costumbre de escuchar a
escondidas, detrás de las cortinas del salón. Casi al lado de ella, varios
caballeros encendieron cigarrillos y cigarros. Entre ellos reconoció a un par
de sus “tíos”.
Pobre Agustina. Tan joven todavía…
¡Tan joven y dispuesta!
Risas. Clarita los veía, de uno por vez, por la hendidura
vertical. El más bajito del grupo se puso a recitar, haciendo gestos ampulosos:
Envidia tengo a la tierra,
y también a los gusanos,
porque se habrán de comer
un cuerpito tan gitano…
Más risas. Una de las beatas les dijo: Señores, un
poco de respeto.
Volvieron los cuchicheos. Clarita no pudo más que
pescar frases al voleo, que sólo cobraron sentido más tarde.
¿Es que acaso estaba enferma?
Cianuro. Un frasco entero.
Untaron al médico, para poder darle cristiana sepultura.
¿Andresito? ¿El hijo de Andrés? ¡Si es un nene!
El aroma del tabaco se coló entre los pliegues del
cortinado. Clarita debió contenerse para no estornudar. Desde donde estaba no
podía ver a su padre. No sabía si aún seguía allí. Uno de sus “tíos” dijo:
Pobre imbécil. Ni sabía en lo que andaba su mujer.
Sí sabía, pero no le importaba.
¿Y qué me cuentan de la hija? Esa niña se las trae…
¿Clarita? No la he visto todavía. ¿Ya volvió del internado?
Andaba por aquí, hace un rato.
¿Es tan linda como la finada?
¡Son dos gotas de agua!
Será cuestión de darse una vuelta, entonces, en un
par de años.
¿Años? ¡En unos días! Si estas comienzan temprano…
El entierro se llevó a cabo en el Cementerio de la Recoleta,
en el panteón familiar, que en la entrada tenía un ángel en posición orante. Sonaron
las campanas.
Domine
Iesu Christe, Rex gloriae,
libera animas omnium fidelium defunctorum
libera animas omnium fidelium defunctorum
Unas gotas de agua bendita alcanzaron el rostro a
Clarita. Alguien podía pensarse que había llorado.
De poenis inferni, et de profundo lacu…
Volvieron en el anticuado carruaje de la familia, su
padre y ella, junto a dos tías solteronas que todo lo veían, todo lo juzgaban. La
casa aún apestaba a tabaco y a restos de café. Unas sirvientas (las únicas que
quedaban, de las docenas que habían tenido en otras épocas) corrieron las cortinas
y abrieron de par en par las ventanas.
Su padre la abrazó. Le dijo:
Eres todo lo que me queda en el mundo, Clarita.
Miró la fotografía que le había hecho hacer a su
esposa, poco tiempo atrás, cuando nada presagiaba aquel final.
¡Eres tan parecida a ella!
Sus tías la miraban, sin decir palabra. Tras un
momento de silencio, Clarita le respondió:
Nunca seré como ella, papá.
***
Fue un cambio para bien, pasar de la rígida disciplina
del colegio de monjas a la dulce ociosidad de su hogar. Por primera vez en su
vida Clarita supo lo que era la libertad. Ya no debía recitar interminables
oraciones, ni pincharse los dedos con la maldita aguja de bordar. Ahora podía corretear
por el jardín, montar a caballo, ir a pescar al río con el nieto de Felipa, una
antigua esclava, que hoy era parte de la familia.
Llévame a dar un paseo con el bote, Jacinto.
No puéo, niña Clarita. ¡Sus tía se vana enojá!
Te daré un beso si me llevas…
Su padre la dejaba que hiciera lo que se le daba la
gana, ocupado como estaba con sus esculturas. Toda la tarde se escuchaba como
golpeaba los bloques de piedra con el mazo y el cincel.
Tac, tac, tac… Tac, tac, tac…
Hay que presentar en sociedad a esa niña, Celestino,
decía una de las tías.
¡Y conseguirle un marido cuanto antes!
Un buen partido, se entiende…
Los trocitos de mármol saltaban, a izquierda y
derecha, cubriendo el piso del taller.
Tac, tac, tac… Tac, tac, tac…
Con su belleza, podría conseguir a quien quisiera.
Sólo que…
¡Es una salvaje! ¡Una burra!
Las tías se completaban las frases, como si fueran
una sola persona.
Debe aprender el francés, Celestino.
Y unos rudimentos de piano, al menos.
Yo mismo he tratado de enseñarle piano, pero no
muestra el menor interés, dijo el padre de Clarita. En cuanto al francés, no le
entra ni a cañonazos.
Pero Celestino…
Además, no tengo con qué pagarlo…
Las tías se miraron. Qué remedio.
Nosotras pagaremos por las clases, Celestino.
Sí. Correrá por nuestra cuenta.
Si esa niña no se encamina pronto…
¡Terminará como su madre!
Está bien, suspiró el buen hombre, que sólo deseaba
que lo dejaran trabajar en paz. Se hará como ustedes dicen.
***
No fue fácil volver a atar al yugo del estudio, a
esa potranca que se había habituado a retozar.
Ay… Esto es muy tedioso…
Dos profesoras de piano se dieron por vencidas, ante
la poca aptitud y las nulas ganas de aprender de la muchacha. Sus tías
terminaron por contratar a Monsieur Vautrin, el mejor profesor de piano de
Buenos Aires. Cobraba una fortuna, pero lo valía.
¡Además es francés! Matamos dos pájaros de un tiro.
Un hombre muy estricto, que le pegaba con una vara
en los dedos a sus pupilos, cuando apretaban la tecla equivocada.
Faites attention, Mademoiselle Claggá…
No tuvo mucha suerte con Clarita, que pronto lo puso
a hacer a él los ejercicios, mientras ella se sentaba en sus rodillas.
Desde la habitación de al lado, sus tías escuchaban las
escalas y decían:
¡Qué rápido progresa!
¡Pac!, le pegaba con la vara en los dedos Clarita a
su profesor, cuando éste trataba de acariciarla más arriba de las rodillas.
Pogg favogg, Clagguitá… Sólo un poco mássss…
Está bien, pero sólo una vez… ¡Si me da el dinero
que mis tiítas le pagaron por las lecciones!
¡Eso no!, suspiraba el carcamán, cuya avaricia no iba
a la zaga de su lujuria.
Entonces, quite las manos de ahí.
¡Pac!, otro varazo.
¡Oh là là! Está bien…
El dinero de Monsieur Vautrin le sirvió a Clarita para
mantener a raya por un tiempo a los cobradores, que no dejaban de venir a
importunarlos. Su padre no prestaba atención a los asuntos materiales, demasiado
tenía con su arte.
Tac-tac-tac… Tac-tac-tac…
Había sido discípulo de Rodin, en París, y aunque
luego sus obras fueron muy valoradas, y hoy figuran en los catálogos de museos
y colecciones privadas, en aquellos tiempos eran muy poco apreciadas. Demasiado
vanguardistas, para su época.
¿Y, Clarita? ¿Qué te parece esta?
¡Es hermosa, papá!
***
La presentación en sociedad de Clarita fue un éxito.
De todas las jóvenes debutantes, fue por lejos la que más se lució. Hasta los
sirvientes que pasaban con sus bandejas se detuvieron, cuando frente al piano ejecutó
(con sólo dos dedos) la canción más sencilla de todo el reportorio, la única que
pudo hacerle aprender Monsieur Vautrin.
Sur le pont, d’Avignon,
On y danse, on y danse…
Erraba dos de cada tres notas, y cantaba con un acento
deplorable.
Sur le pont d’Avignon,
On y danse, tous en rond…
Aún así, la aplaudieron a rabiar, al menos los
caballeros. Las mujeres permanecieron frías, sobre todo las madres de las demás
muchachas.
¡Qué pedazo de ignorante!
¡No se le cae la cara de vergüenza!
Ya había aprendido Clarita, para ese entonces, que
tenía a un aliado incondicional en el género masculino. Podía hacer lo que
quisiera con los hombres, siempre y cuando pudiera mantener su propio corazón a
raya, como hacía con las manos de Monsieur Vautrin.
¡Es más bruta que un arado!
¡Y lo mal que canta!
Las mujeres, por el contrario, eran sus mortales
enemigas. Eran malas, crueles, vengativas… Así habían sido todas las que se
topó en su vida: las monjas del internado, sus tías, su mamá…
¿Me permite esta pieza, por favor?
Sí. Quiero decir, güí…
Bailó con todos y cada uno de sus festejantes. Casi
al final, lo hizo con el que más le había gustado: un joven moreno, de finos bigotes
y encantadora sonrisa de truhán.
No trates de hablar más en francés, Clarita. ¡Mis
oídos sangran, con cada cosa que dices!
¡Qué descarado!, se ofendió ella. Y además me tutea...
¡Qué descarado!, se ofendió ella. Y además me tutea...
¿Por qué no? Somos parientes.
¡Oh, no!, exclamó la muchacha.
Ja, ja, ja… No te preocupes. Somos primos en segundo
grado.
¿Y eso que quiere decir? ¿Más primos o menos primos?
No era una lumbrera, se notaba a la legua. Ni
pretendía serlo. Tampoco era ambiciosa, como otras que estaban allí, que sólo pretendían
llevarse al más rico del lote.
¿No te acuerdas de mí?
Mmm… No…
Soy Carlos. Nos vimos un par de veces, para Navidad.
¿Ya usabas bigote?
Carlos era tres años mayor que ella, y estaba por
terminar la carrera de ingeniería. Tenía grandes proyectos. Quería construir
puentes, acueductos, edificios…
Este un país tan atrasado, por culpa de su clase dirigente.
Pero eso pronto va a cambiar.
Clarita no fue capaz de tener su corazón a raya esta
vez. No con Carlos. Rechazó a pretendientes de familias más ilustres, más adinerados.
Te quiero, Clarita... El día que nos casemos, seré
el hombre más feliz del mundo.
¡También yo, mi amor!
Se comportó como una joven pura e inocente con él, sin
faltar ni una vez a sus deberes de castidad. No por hipocresía, sino por
convicción. Quería merecer a Carlos. Ser digna de él.
Por favor, mi amor… No sigas… No sigas…
Está bien, Clarita. Será como tú digas.
¿Te has enfadado conmigo, Carlos?
¡No! ¿Qué cosas dices? Me gusta que seas así.
Ay, Carlos…
Total, cuando llegara la noche de bodas, ya se inventaría
algo. Los hombres se creen cualquier cosa.
Sólo te pido una cosa, Carlos.
Sí, Clarita. Lo que quieras.
Deja de meterte en política. Tengo miedo que te pase
algo.
¿Qué me puede pasar?
***
Clarita no sabía nada de política. Ni siquiera leía
los diarios. Sin embargo, sabía que había un peligro allí. Más ahora, que se
acercaban las elecciones. El líder del Partido Opositor, un caballero de larga
barba negra, amenazó con una respuesta armada, en caso de que el Gobierno volviera
a robarle los votos.
No vayas, Carlos. Te lo ruego. Sé que piensas que soy
tonta, pero…
No pienso que seas tonta, Clarita. Jamás he dicho
eso.
Ay, Carlos… Tengo miedo.
No te preocupes, querida. Todo saldrá bien.
¿Por qué no le hizo caso? ¿Por qué no le alcanzó con
su amor para ser feliz?
Como sucedía en cada elección presidencial, el
recuento de votos terminó a los tiros. El Caballero de Larga Barba Negra denunció
el fraude. Esa misma noche comenzó la insurrección. Parte del ejército se plegó
a la revuelta. Un grupo de rebeldes, de los que Carlos formaba parte, robó armas
y municiones del arsenal.
¿Y eso que fue? ¿Un trueno?
Clarita y su padre vivían en el barrio de Palermo.
Desde donde estaban sólo se escuchaba el retumbar de los cañones, en las
cercanías del Palacio del Congreso. Se luchaba en las calles, en las plazas, en
las puertas de las iglesias. Varios vecinos abandonaron su hogar, por temor a
quedar atrapados entre dos fuegos. Cada uno contaba lo que había visto, antes
de partir:
¡Están levantando los adoquines y haciendo barricadas!
¡Se meten en las casas! ¡Disparan desde los
balcones!
Las tropas leales al Gobierno fueron empujadas hasta
las afueras de la ciudad. Luego, recuperaron terreno. No se tomaban prisioneros.
Los rebeldes capturados eran ejecutados en el acto.
¡Papá, iré a ver!
¡No, Clarita! Tú te quedas aquí.
Debió ser la primera vez en su vida que le daba una
orden. Clarita obedeció. Trató de recordar las oraciones que había aprendido con
las hermanitas del convento.
Santa María, madre de Dios...
Santa María, madre de Dios...
No pudo dormir. Una hermana de Carlos llegó, cerca
del mediodía, con la noticia más temida. Los rebeldes habían perdido. Las calles
estaban regadas de cadáveres, entre ellos el de Carlos.
Ese mismo día, el Presidente de la Nación decretó
una amnistía. Los sobrevivientes fueron perdonados, a condición de que entregaran
las armas. El líder del Partido Opositor, con la barba un poco chamuscada, regresó requeando a su casa, justo a tiempo para el té. La paz volvió a reinar en
la Ciudad.
***
Los duelos con pan son menos. Y, sin pan, son más. ¿Cómo
puede una llorar tranquila a sus muertos, cuando a cada rato cae un acreedor? Cuando
llegan citaciones judiciales, cuando se vencen las letras de pago… Clarita
rechazó a sus nuevos pretendientes. No quería saber de ningún otro hombre, no
quería ver nadie.
Hija, por favor. Tienes que comer.
Las tías fueron terminantes: si no se casaba, no tendría
un centavo.
La casa de su familia estaba a punto de ir a remate.
Clarita se armó de coraje y fue a ver al Caballero de Larga Barba Negra, a su
casa de la calle Venezuela. El lugar funcionaba como sede del Partido Opositor.
Aguardó su turno en la sala de espera, entre otros solicitantes,
mientras el secretario la miraba de reojo y sonreía.
La puerta del despacho se abrió. Un tipo salió haciendo
reverencias, con el sombrero en la mano.
¡Gracias, don Gregorio! ¡Muchas gracias!
Era otro de los pedigüeños que iban a solicitar una
ayuda al Gran Personaje, un puesto de bedel en el Congreso, un cargo de maestra
para su cuñada.
El Honorable Senador la recibirá ahora, Señorita.
Al fin lo conoció en persona. Era menos impresionante
que en las fotografías que salían en la prensa. De no estar detrás de ese lujoso
escritorio, con ese magnífico traje, uno lo hubiera tomado por un buhonero, o por
un vendedor de pescado. Su barba parecía teñida.
Lo lamento Señorita, pero no sé en qué puedo serle
útil, dijo el Gran Personaje, luego de escuchar su petición. Esta no es una casa
de beneficencia…
¡Carlos está muerto! ¡Está muerto, por su culpa!
Estimada Señorita, su prometido murió como un
hombre, luchando por por la Libertad…
¡Por la libertad!
Clarita ya no pudo contenerse.
¡Murió por defenderlo a Usted! ¡Porque Usted lo usó,
como carne de cañón!
Rabiaba de impotencia. Se inclinó sobre el escritorio
y lo escupió. El gargajo no llegó a alcanzar de lleno en la cara a don Gregorio.
Quedó cerca de su hombro, como una escarapela.
¡Vayase a… ¡
El Caballero se pasó una mano por el rostro, para
retirar unas gotitas de la barba y la mejilla. Antes de que Clarita llegara a
la puerta, le dijo:
Señorita, por favor… Regrese.
Aún roja de furia, Clarita se quedó. Su situación
era desesperada. No sólo ella, también su padre iba a quedar en la calle, si
les quitaban la casa. Y la pobre Felipa, y el negrito Jacinto…
Tome asiento, por favor.
El Honorable Caballero le ofreció su pañuelo para
secarse las lágrimas.
Le pido disculpas, si me expresé con brusquedad… Usted
está enojada, y créame que la comprendo.
Clarita tomó el pañuelo, pero no lo usó para secarse.
Olía raro.
Si necesita una ayuda, por su supuesto que se la daré,
y sin demora.
El Honorable don Gregorio se puso de pie y dio la vuelta
al escritorio. Clarita escuchó sus pasos sobre las baldosas, mientras se
colocaba detrás de ella, y le apoyaba una mano en el hombro.
Venga a verme esta noche, a las diez en punto. Sólo
golpee la puerta, y mi criado le abrirá.
***
Con el tiempo se enteró de que el Caballero de Larga
Barba Negra, el Padre de la Democracia, llevaba una vida de Sultán Oriental.
Tenía todo un harem, compuesto por mujeres como ella: viudas jóvenes y sin
recursos, mujeres casadas, esposas de sus seguidores, o solteras de buen ver
pero sin perspectivas. Todas recibían algo a cambio de entregarse a él: un
puesto en una dependencia oficial, alguna ayuda o estipendio a cuenta de los
contribuyentes. No demasiado: lo justo y necesario para que siguieran
dependiendo de él. Algo para que pudieran mojar el pico, pero no levantar vuelo.
A su edad y con sus problemas de salud, el Padre de la Democracia seguía
teniendo un apetito carnal desmesurado. Siempre había lugar para una nueva
protegida, sin perder a las anteriores. Ni él sabía cuantos hijos tenía.
¿Un aborto? No es necesario, Señorita. Soy un
criollo de ley, y sabré apadrinar a ese muchacho…
No me entendió, le respondió Clarita. No lo quiero. ¡No
lo quiero!
Sentía reptar a esa criatura maligna dentro de su
vientre, con sus garras y colmillos. A ese engendro del Infierno, que ocupaba el
lugar que debió ocupar el bebé de Carlos.
¡No quiero nada suyo! ¡Criminal! ¡Asesino! ¡Me da asco!
Don Gregorio le tiró unos pesos para evitar el
escándalo. Sin embargo, algo salió mal en lo de la comadrona. Clarita perdió en
sentido. Cuando volvió en sí se dio cuenta de que la llevaban a la rastra,
y la dejaban tirada en la entrada del hospital.
¡Clarita!
Fue a su padre al primero que vio, cuando abrió los
ojos. A él y a Felipa, que al quedar sola con ella le dijo: ¿Por qué no me dijo
a mí, niña Clarita? Si yo sé de esas cosas…
El médico le habló, una vez que se fueron las visitas.
Tuvo suerte de salir con vida, Señorita. Solo que… jamás
podrá ser madre.
¿Qué fue de su vida, desde aquel momento? Un delirio
de alcohol, un pasamanos de un hombre al siguiente. Clarita ya
no veía en el género masculino a un aliado, sino a un instrumento de su
degradación.
No, querido. Primero el dinero. Si no te largas…
Quería terminar de perderse en ese pozo sin fondo, beber
esa amarga copa hasta el final.
¿Y esto? ¿Cómo se usa?
Clorhidrato de cocaína, decía el frasco. Su amante de
turno le enseñó el procedimiento.
Con cuidado. No seás golosa...
El mismo hospital. El mismo médico.
Clarita, ya no quiero verte por aquí, ¿me entiendes?
Clarita asintió. La voz no le salía, por más que lo
intentara.
Eres joven aún, eres bella, eres una buena persona…
Esta vez Clarita dijo que no con la cabeza. Una
lágrima se deslizó por su mejilla.
Sí, lo eres. Procura dejar esas malas compañías. Consíguete
un buen hombre, alguien te valore.
Era fácil decirlo. ¿Dónde iba a encontrarlo? Todas
las puertas se habían cerrado. Su situación financiera era acuciante. Había
logrado rescatar la casa de manos de los usureros, pero nuevas deudas aparecían.
Sus adustas tías murieron, casi al mismo tiempo, y en el testamento no le dejaron
ni una bombacha. Clarita jugaba con la idea de beberse un frasco de veneno,
como su madre. Si no lo hacía, era sólo por la pena que podía causarle a su
papá.
Buenas tardes… ¿Esta es la casa Celestino Schiaffini,
el escultor?
El visitante era un hombre de mediana edad, emperifollado,
regordete, con un acento cantarín.
Sí. Por ahora… sonrió Clarita, o lo que quedaba de ella.
Estaba en los huesos. No tenía fuerzas para nada.
Mi nombre es Gerardo González de Almeyra. Soy un
gran admirador de la obra del Sr. Schiaffini. ¿Es su marido?
No, sonrió Clarita. Es mi papá.
El padre de Clarita estuvo encantado de recibirlo. En
el final de su vida, por fin comenzaban a aparecer personas que apreciaban su
trabajo. Y, más aún, que estaban dispuestas a pagar por él.
Sí, sí, me parece excelente, me llevaré esta también,
decía el visitante, que ni siquiera preguntaba el precio de cada escultura, y pagaba
cada pieza sin regatear.
Es maravillosa, Sr. Schiaffini.
Tiene su mérito, ¿verdad?, sonrió el viejo escultor.
A su esposa le agradará.
Oh, no, dijo el visitante, si yo soy soltero.
¿Ah, sí?
Es mi primera visita a Buenos Aires, una ciudad que
siempre quise conocer.
¿Y cuánto tiempo se quedará entre nosotros?
Sólo dos días, don Celestino. Mis negocios me
reclaman.
¡Dos días! Eso no es nada.
Sí, por desgracia…
¿Tiene algún amigo aquí?
¿Amigos? No, don Celestino, sonrió tristemente el
hombrecillo. Sólo un par de relaciones comerciales.
Entonces, mi hija tendrá el gusto en llevarlo a
conocer los mejores paseos de la Ciudad. ¿No es verdad, Clarita?
Por supuesto, papá, sonrió Clarita. Será un placer.
***
Dieron un paseo por la calle Florida y por Lavalle, fueron
a tomar un chocolate con churros al Café Tortoni.
¿Cómo me dijo que se llamaba ese lugar donde vive,
Sr. González?
Por favor, llámeme Gerardo…
No era muy atractivo, y parecía algo latoso. Se reía
él mismo de sus propios chistes, y cuando se ponía serio hablaba casi
exclusivamente de su mamá, Dios la tenga en la Gloria.
Vengo de Punta Arenas, Señorita Clara.
¿Y eso dónde queda?
Es en el Sur, Señorita Clara.
Clarita. Llámeme Clarita.
¿Clarita? Con todo gusto. Punta Arenas queda en el Sur,
dijo el Sr. González de Almeyra, al tiempo que el mozo dejaba las tazas de
chocolate sobre la mesa. Pero en el Sur-Sur, ¿eh? ¡Donde se termina el mapa!
¿Lejos de aquí, entonces?
Síiiiiiiiiii, dijo el hombrecillo, y se largó a reír
otra vez, con una risa aguda, casi femenina: Ji, ji, ji… ¡Harto lejos!
Qué interesante, dijo Clarita, que se quedó con la
vista fija, en dirección a la calle, sin mirar nada en especial. Sólo por decir
algo, agregó:
Me gustaría conocer ese lugar, alguna vez…
Si quiere la llevo ahora mismo. ¡Junto con las
esculturas! Ji, ji, ji…
Los mozos pasaban, cargados de bandejas. Un
violinista se acercó a su mesa y comenzó a tocar una melodía sentimental.
¡Flores! ¡Flores!, pregonaba una gitanilla que iba de
aquí para allá con su canasta. ¿Flores para su esposa, señor?
¿Para mi esposa? Ji, ji, ji…, rio estruendosamente Gerardo,
al punto que, desde las otras mesas, se dieron vuelta mirarlo. ¡Dios te oiga,
pos chiquilla! ¡Dame todo el ramo! ¡Y también la canasta! Ji, ji, ji…
***
A Clarita se le fue el alma al piso, cuando el Doncella
de Orleans hizo sonar su bocina, anunciando su entrada al puerto de Punta
Arenas. Parada en la cubierta, mientras las gaviotas sobrevolaban su cabeza,
exclamó:
¡Por Dios! ¡Esto es horrible!
Y el frío que hacía, además. Se había echado encima
todos los abrigos que tenía, y aún así tiritaba.
El viento soplaba con una furia inusitada, haciendo que
el casco del buque se meciera de costado. El cielo estaba gris, de a ratos llovía.
En el horizonte se veía una ciudad más bien chica, de casas de una planta, rodeadas
por una multitud de chozas de madera, diseminadas por las colinas.
¿Aquí es? ¿Estás seguro?
Ji, ji, ji, se reía Gerardo. ¡Ya te acostumbrarás!
Eran épocas buenas para el comercio en aquella
región. Todos los buques que navegaban entre el Atlántico y el Pacífico pasaban
por allí. Ochenta, noventa, más de cien trasatlánticos al mes. Todos traían
pasajeros, marineros, e incluso turistas, con los bolsillos redondos de dinero.
Las mercancías llegaban a precios tan bajos como los de Europa.
¿Cuántos clavos? ¿Dos cajas? Si lleva tres, puedo
hacerle un veinte por ciento de descuento.
A pesar de su carácter tranquilo y jovial, su marido
era una fiera detrás del mostrador. Su tienda de ultramarinos no daba abasto,
con los empleados que tenía.
¡Querido Bernardo! Qué gusto tenerte por aquí.
¡Gerardo! ¿Es cierto lo que me han dicho?
¡Lo es! Permíteme presentarte a mi esposa. Clarita,
este es mi cliente y amigo, el Sr. Caledonia…
Si algo tenía de bueno Gerardo es que era el hombre
menos celoso del mundo. Ya en el Doncella de Orleans, durante el viaje, se había
puesto a bromear con los pasajeros que venían a cortejarla, sin importarle que
la sacaran a bailar, o la llevaran a dar un paseo por la cubierta, en lo que técnicamente
era su Luna de miel. Clarita podía desaparecer un buen par de horas, sin dar
explicaciones, que él no le reclamaba nada.
Señora González, se inclinó a besarle la mano
Bernardo. Enchanté de faire votre connaissance…
¡Ay…!, se derritió la flamante esposa del Sr. González.
Llámeme Clarita, por favor…
Sí, intervino Gerardo. Mi esposa prefiere que la
llamen así. ¡No le gusta mi apellido, ji, ji, ji…!
Clarita y Bernardo intercambiaron aún un par de
frases corteses, mirándose de forma significativa. ¡Serás mía!, parecía decirle
él, y ella parecía responderle: ¡Ven, si te atreves!
Los demás clientes de la tienda, y hasta los
empleados, se dieron cuenta de lo que pasaba entre aquel par de pájaros. Todo
se arruinó cuando hizo su aparición una vieja estirada y peripuesta, flaca como
un palo, con una elaborada melena rubia (sin duda peluca) y unos ojos celestes
tan duros como el hielo.
¿Aún estás aquí, Bernardo? ¡El chofer nos espera!
Sí, querida. Ya voy…
Casi nadie tenía automóvil en Punta Arenas, por
aquellos tiempos. ¡Debían estar forrados!
Hasta pronto, Señora González. Quiero decir, Clarita…
Esa noche, mientras se colocaba el camisón de
dormir, Clarita preguntó, como al pasar…
¿De dónde conoces a ese sujeto…? ¿Cómo es que se
llamaba?
¿A Bernardo? Fue maestro mío, por un tiempo, en la
escuela de párvulos.
¿Cómo? ¿Es mayor que tú?
Unos cuatro o cinco años. Mi santa madre le tenía
mucho afecto, charlaba con él en su idioma natal.
¿Y cómo es que está con esa vieja bruja? Se casó con
ella por su dinero, ¿verdad?
Oh, no… Hicieron fortuna juntos. En sus tiempos,
Irena era la mujer más bella y celebrada de la ciudad.
En tiempos de Colón, sería, respondió Clarita.
Terminó de acomodarse la cofia de dormir antes de
acostarse en su cama, sola. Dormían en camas separadas, por cuestiones prácticas.
A Gerardo le gustaba dormir destapado, y ella era muy friolenta. Era un arreglo
conveniente para los dos.
Podrías invitarlos a cenar, alguna vez…
¡Por supuesto! ¡Es una excelente idea!
Buenas noches, querido, dijo Clarita, antes de
apagar la luz.
Qué descanses, mi amor…
***
No fue su único amante, en los cinco años que
llevaba en Punta Arenas, pero fue a quien más quiso. Como amante, y también
como amigo.
Escucha, Clarita, le dijo él, la primera vez que se
encontraron, aún antes de darle siquiera un beso. Me gustas con locura, pero nunca
dejaré a mi mujer.
¡Ay, Bernardo!, dijo ella, que ansiaba tanto aquel encuentro
que no puso ninguna objeción.
¿Estás de acuerdo con eso, Clarita?
¡Sí, mi amor!
Por supuesto, esperaba que él en algún momento se
arrepintiera, y le propusiera que escaparán juntos. Al fin del mundo, si era
preciso.
No, Clarita. Ya quedamos que no.
¿Cómo puedes querer a esa vieja, Bernardo? ¡No lo
entiendo!
Te ruego que no llames así a Irena, si
quieres seguir conservando mi afecto…
Está bien, está bien…
Un affaire. Un romance clandestino, que se
interrumpió cuando esa vieja loca cayó enferma, y él tuvo que quedarse en la Estancia
a cuidarla. Sólo bajó un par de veces a Punta Arenas, en todo ese tiempo. No
tenían encuentros íntimos entonces. O sí, los tenían, pero sólo para hablar.
En la nueva casa que Clarita había hecho construir, sin escatimar gastos.
¡Además, compramos un auto! Un Renault del más
moderno. En unos días nos llega.
No lo tomes a mal, Clarita, pero creo que deberían
ser más cuidadosos con los gastos, Gerardo y tú.
¿De qué hablas? La tienda marcha muy bien.
Sí, pero la situación no deja de empeorar. Es
posible que estalle una guerra en Europa.
¿Y qué? Europa está muy lejos, qué importa lo que
pase allí.
Importa, y mucho. Los negocios se resentirán. El
precio de la lana bajará… Sin contar que, en poco tiempo, quedará inaugurado
el Canal de Panamá. Muchos de los buques que hoy pasan por este puerto cortarán
camino por allí.
Ay, Bernardo… ¡Eres tan aburrido cuando hablas de negocios!
Con la llegada del auto, también debieron tomar un
chofer. Clarita desestimó al viejo chofer que le recomendó una familia amiga, y
terminó por contratar a un joven que no tenía más recomendación que sus bellos
ojos negros.
¿Cómo es tu nombre, muchacho?
Emilio Guzmán Estuardo, doña Clarita. A sus órdenes.
***
Debió haberle hecho caso a Bernardo, ahora se daba
cuenta. En cuestión de meses la situación económica de la Región se deterioró a
ojos vistas. La guerra al otro lado del mundo había reducido a la mitad el
tráfico de barcos que pasaban por el Estrecho de Magallanes; otros comenzaron a
circular por ese lugar que doña Clarita ni sabía que existía. ¿Cómo es que se
llamaba? Panamá. Algunos comerciantes pudieron aguantar el cimbrón, otros no. La
tienda de ultramarinos González de Almeyra estaba hasta el cuello de deudas, y
era inminente su venta a su principal acreedor: la Compañía Mendieta-Braunstein.
¡Ay, Gerardo! ¡No quiero ser pobre otra vez!
Descuida, querida.
Viajaron a Buenos, a conseguir un nuevo crédito, a
tasas más razonables que las que podían obtener en Punta Arenas. Y a visitar la
tumba del papá de Clarita.
¡Listo! Nuestros problemas están resueltos, Clarita.
¿Conseguiste el dinero?
No sólo eso. He sacado un seguro de vida, por diez
mil libras, para que no quedes desprotegida, en caso de que algo me suceda…
¿Y eso qué significa? ¿Vas morirte?
¡No! Dos médicos me hicieron un examen, y dicen que
estoy en excelentes condiciones. ¡Me queda mucho hilo en el carretel, ji, ji,
ji…!
No fue eso lo que entendió Emilio, el chófer.
Entonces… si él se muere… ¿tú cobrarás diez mil
libras?
Así es.
¡Es una fortuna!
Estaban desnudos, en la cama matrimonial. Emilio
había llevado una botella del whisky preferido de Gerardo, y ahora, después de las
fatigas del amor, lo bebía directo del pico, como si fuera agua.
Ya te dije que no me tutearas. ¿Olvidas que eres un
criado?
Clarita le sacó la botella de las manos, dio un trago
ella también. Luego extrajo del cajón de la mesa de luz uno de los frascos que había
comprado en una farmacia de Buenos Aires. El mismo que usaba en otros tiempos,
sólo que ahora en la etiqueta decía: Utilizar con precaución.
¿Sabes lo que es esto?
¿Cómo no voy a saber?
Sus cuerpos se trenzaron otra vez, con más ímpetu
que antes.
¡Sucio criado! ¡Maldito esclavo!, le decía doña
Clarita. ¡Carroña!
¡Deme la orden, doña Clarita!, le decía Emilio. Deme
la orden y lo haré. ¡Todo el dinero será para usted!
***
¿Será que le dio la orden, en esa tarde de drogas y
de alcohol? Ni ella lo sabía. Jamás hubiera lastimado a Gerardo. Era un pesado,
pero no lo merecía. Además, la policía podía descubrirlos. Tal vez ya estaban
tras su pista y ella no lo sabía. ¿Por qué, si no, se había escapado a Río
Gallegos el pillo redomado de su chofer?
Amanecía, en la Estancia de Bernardo. Doña Clarita no
pudo pegar un ojo en toda la noche. Bajó a la cocina, quería prepararse un café.
Sólo que, tras varios años de ser rica, ya no podía hacer nada por su cuenta.
Ni moler el café, ni prender la salamandra.
¡Me he convertido en una inútil!
La puerta se abrió. Sin saberlo, alguien llegaba en
su ayuda.
¡Oh!, exclamó la sirvienta más joven de la casa, la
indiecita de trenzas.
Buen día, niña.
Bu-buenos días, Señora.
Vio el saco de café abierto, y los granos tirados
sobre el mármol.
¿Quiere un café?
Sí, si eres tan amable, dijo doña Clarita, y se
sorprendió ella misma, al escucharse tratar con amabilidad a una criada. La luz
en la cocina se iba haciendo más nítida. El sol ya estaba por salir.
Doña Clarita miró maniobrar a la muchacha con el
molinillo, con el cazo de cobre y el infiernillo de alcohol.
Quiero pedirte disculpas por lo que te dije aquella
vez, niña. ¿Lola es tu nombre, verdad?
Lola no dijo nada. La miraba de reojo, mientras
revolvía el café, como si temiera darle del todo la espalda.
No hablaba en serio, ¿sabés? Jamás le haría daño a
tu tía, ni a nadie…
Ya está listo su café, Señora, dijo la indiecita, ¿Lo
beberá en el salón?
La puerta del pasillo se abrió. Era Bernardo.
¡Clarita! ¡Lola!, exclamó.
Las miraba alternativamente, sin entender la situación.
No, lo tomaré en el jardín, dijo doña Clarita.
Muchas gracias, Lola…
Desconcertada por tanta cortesía, por parte de esa
mujer siempre tan altanera, Lola respondió:
No hay de qué, Señora.
A Clarita no se le escapaba un detalle. Veía como
Lola miraba a Bernardo, y como Bernardo la miraba a ella. Algo había pasado,
entre ellos.
¿Gusta Usted también un café, don Bernardo?
No, Lola, muchas gracias. Tal vez más tarde. ¿Vamos,
Clarita?
Sí, dijo la Viuda, que al pasar junto a Lola, la
tomó del brazo y le dijo al oído:
No inquietes, pequeña. Pronto me marcharé, y él será
todo para ti…
***
Tomaron asiento en la mesa de fierro, junto a los rosales.
¿Te sientes bien, Clarita?
Clarita sonrió. Miró su rostro de expresión cansada,
las ojeras de quien no ha pasado una buena noche. A pesar de sus defectos, Bernardo
era un hombre bueno, de esos que no abundan en el mundo. Como su papá, como
Carlos…
Sí, Bernardo. Muy bien.
Quiero decir… ¿Y tu…?
No sabía cómo expresarse. Miró su vientre.
Nuestro…
Clarita terminó de revolver el azúcar y dio el
primer sorbo a su café. Estaba excelente. Dijo:
No estoy encinta, Bernardo.
Pero… Cómo…
Se podía leer la decepción en su rostro, y también
el alivio.
No, Bernardo. Pensé que lo estaba, pero me equivoqué.
El sol ya salía por sobre las colinas que daban al
Este. Los perros ladraron, alguien se acercaba. Dos jinetes bien montados, de
chaqueta azul y birretes.
Vaya, es la policía, dijo Bernardo. Me pregunto qué
querrán…