Capítulo 109 - Un beso robado

 

El amor es una bendición cuando llega y, a veces, también es una bendición cuando se va. En eso pensaba Bernardo, aquella mañana, en la que doña Clarita debía finalmente partir.
Toc, toc, toc…
Hacía un mes que la Viuda de González se había instalado en la Estancia. Más de un mes: cinco semanas, y tomándose cada vez más atribuciones: maltrataba al servicio doméstico, se bebía a escondidas las mejores botellas de su bodega… La hospitalidad tiene sus límites, y doña Clarita ya los había rebasado con creces.
Toc, toc, toc, volvió a golpear Bernardo la puerta del cuarto de huéspedes. ¿Clarita?
Ya era hora de que se largara. Bernardo no tenía auto, pero había arreglado que uno de sus camiones la llevara hasta la ciudad. A ella con todos sus bártulos: la multitud de maletas, baúles, cofres y cofrecillos que se había hecho traer, mientras duró su estadía, como si pensara quedarse para siempre. ¿Es que él se lo había dado a entender, de alguna manera? Si así fue, ya era hora de aclarar los tantos.
Toc, toc, toc…
Algo andaba mal. Eran pasadas las nueve y doña Clarita no había bajado a desayunar. Tampoco había contestado a la puerta, cuando una de las mucamas llegó más temprano, para asistirla en su toilette.
Bernardo hizo girar muy despacio el picaporte.
¿Clarita? ¿Puedo pasar?
No hubo respuesta. La luz entraba oblicua por la ventana, copiando el dibujo de las cortinas en el piso de parquet. El voluptuoso cuerpo de doña Clarita se adivinaba bajo el edredón.
¿Clarita? ¿Estás despierta?
Algo andaba mal. Bernardo recordó sus palabras, la noche anterior.
¡No me dejes sola, Bernardo! ¡Soy capaz de cualquier cosa!
No se lo tomó en serio, las mujeres dicen todo el tiempo ese tipo de cosas.
¿Clarita?
Un gallo cantó, allá afuera. Bernardo tuvo un mal presentimiento.
¿Cla…?
¿Será que había tomado una decisión irrevocable? ¿Que había bebido veneno, o se había clavado un puñal? ¡Dios santo, que no le haya pasado nada!
¿Clarita?
Doña Clarita yacía, completamente inmóvil, en la enorme cama de estilo veneciano. La cama a la que Bernardo había venido a visitarla, más de una noche, durante las primeras semanas de su estadía, con los zapatos en la mano, para no escandalizar a la servidumbre.
¿Te…? ¿Te sientes bien?
La Viuda de González estaba inmóvil en el lecho, los ojos abiertos y fijos en el cielorraso. Su pelo caía como una catarata negra, a ambos lados de la almohada. Bernardo sintió que se le detenía el corazón, cuando vio su rostro blanco como el mármol, con esas pecas casi imperceptibles, que él había besado con tanta pasión, y su boca de bien contorneados labios, que parecía haber exhalado su último suspiro…
Bernardo sintió el piso cedía bajo sus pies. ¡Estaba muerta! ¡Estaba muerta, y era su culpa! ¡No quiso escuchar sus ruegos! ¡La dejó sola, en su hora más difícil!
Cayó de rodillas, junto a la cabecera de su cama.
¡Clarita!
Las pestañas de doña Clarita se agitaron, una, dos veces, como las alas de dos mariposas sorprendidas. Tras vagar un momento en las alturas, sus pupilas se fijaron en él.
¿Bernardo?, musitó, con un hilo de voz.
A Bernardo le volvió el alma al cuerpo. ¡Estaba viva!
¡Clarita!, repitió.
Tomó una de sus manos, la beso.
¡Clarita! ¡Estás bien!
Bueno, tampoco podía decirse que estuviera bien. Apenas si podía hablar. Sonreía, a pesar de todo, pobre santa. Bernardo le apoyó la mano sobre la frente. No, no tenía fiebre. Aun así, no se veía en muy buen estado.
Mandaré a buscar al Médico, dijo.
No, respondió ella, en un susurro casi inaudible. No lo hagas, Bernardo… Estaré bien…
 
***
 
¡Ej mentira!, dijo Abelarda, mientras pelaba las zanahorias en la cocina. ¡Se está haciendo el perro rengo, pa que on Benáro no la raje de una patáa!
¿Tu crées?
¿Y él? ¿Cómo puée ser tan tonto pa creerle, digo yo? ¡Si esa mujer ej capaz de inventar cualquier cosa!
Aberlarda, no seas irrespetuosa, la llamó al orden doña Dorotea. Lo que el Patrón haga o deje de hacer con sus invitados, es asunto suyo.
Lola no decía esta boca es mía. Una duda la había asaltado, desde el momento en que se enteró de la repentina enfermedad de doña Clarita. A lo mejor, esa broma que le hicieron se les fue de las manos.
Oye, Abelarda…
Aprovechando que el Ama de Llaves estaba lejos, le dijo:
No debimos ponerle eso en la botella… ¿No será que la envenenamos?
Bah, desestimó sus temores con un gesto Abelarda. Nadie se muere por tomarse un traguito ‘e meáa…
Una multitud de pequeñas chispas se levantaron de las brasas, cuando Lola las removió con el atizador. Agachada frente a la hornalla, esperó a que el fuego se aplacara y echó un par de astillas más.
No lo sé, creo que estuvimos mal…
Ramón y Eleuterio bajaban el equipaje de Doña Clarita de la caja del camión. La Viuda no iría con ellos a Punta Arenas. No ese día. Bernardo le llevó él mismo el desayuno en una bandeja. Su invitada había sido terminante: no quería a ninguna de las dos mucamas en su habitación: ni a la alta ni a la pequeña. Ese par de sucias campesinas…
Me odian, Bernardo. ¡Han tratado de matarme!
¿Qué dices? No puede ser…
Doña Clarita asentía, compungida.
¿Cómo? ¿De qué manera?
Doña Clarita no se lo quería decir.
Fue horrible, Bernardo. Fue algo que jamás pensé que…
Don Bernardo suspiró. Nomás eso le faltaba, con todo el trabajo que tenía ese día.
¡No me dejes sola, Bernardo! ¡Por favor!
Debo irme, Clarita. Si no quieres ver a las mucamas, le diré a doña Dorotea que venga a atenderte.
¿A quién?
Es el Ama de llaves.
Uf, esa vieja, suspiró doña Clarita. Bueno, es mejor que nada…
 
***
 
La primavera estaba allí, y ese día empezaba una de las tareas que más trabajo llevaban en la estancia: el baño de las ovejas. Era el baño que les hacían todos los años para eliminar las garrapatas, los piojos y otros parásitos que las atormentaban y deterioraban la calidad de la lana.
Don Bernardo, lo buscan…
Ya iban llegando las primeras majadas, las del puesto más cercano. Cinco mil cabezas que eran conducidas por unos cuantos jinetes y una docena de perros que las rodeaban, las cercaban, las traían de vuelta cuando se querían apartar. La loma que daba hacia el Norte iba cambiando de color. De su verde habitual pasó a un color gris sucio, una mancha que se extendía hasta cubrirla por completo.
¡Mira! ¡Cuántas son!, exclamó Lola, que salió de la cocina y dio la vuelta hasta el frente de la casa. Se puso la mano en la frente, a modo de visera, para poder verlas mejor.
Los animales levantaban una tremenda polvareda, a medida que ingresaban en una especie de calle formada por dos líneas de alambrados.
Era la hora en que las mucamas se tomaban un descanso, a mitad de la mañana. Abelarda salió a hacerle compañía, con la pava y el mate.
Esos son laj primera, nomáj. Van a seguir llegando por hartos días toavía…
Vaya… se quedó con la boca abierta la muchacha. ¿Todas esas ovejas son nuestras?
¿Nuestraj?, se rio francamente Abelarda. ¡Qué dices, cabra lesa! Son de on Benáro…
Allá se lo veía, frente a uno de los camiones, hablando con Ramón y Eleuterio.
Tomen el Camino Principal, muchachos. Por más que les lleve más tiempo.
Sí, Patrón.
Y estén atentos, que el asunto no se ha calmado todavía.
Sí, don Bernardo.
¿Llevan suficientes municiones?
Ah…, suspiró Lola, que no podía escuchar lo que decía, pero lo veía hablar con tanta autoridad, moviendo las manos, haciendo gestos. El pelo le caía tan abundante como el de un muchacho sobre la frente. Y ese bigote, y esa sonrisa…
Pilla como era, Abelarda pescó al vuelo su mirada. Le dijo:
Toma, ve a cebarle un mate al Patrón.
¿Tú dices?
Y, cuando te lo degüelva, tú agárrale la mano.
¡Abelarda! ¿Te has vuelto loca?
Agárralo e la mano, así, y míralo a lo sojo…
Lola se puso roja como pimiento.
¡Si vaj a esperar que lo haga él, te vaj a morir e vieja!
¡No! ¡No lo haré!, dijo Lola.
Sí, lo haráj, le dio un empujón su compañera. Antes que tener ‘e patrona a esa mujer endiabláa, prefiero tenerte a ti...
 
***
 
La Viuda se incorporó como un resorte, apenas Bernardo hubo salido de la habitación. Bebió con ansias el café, al que agregó la totalidad de la leche que había en la jarrita, y varias cucharadas de azúcar. Atacó con avidez el pan recién horneado, al que untó con una generosa dosis de mantequilla…
Oh… Esto está delicioso…
No había cenado, la noche anterior, y estaba con un hambre de lobo. La yema del huevo pasado por agua se le chorreó por los dedos, cuando rompió el cascarón. Qué más daba, se lo comió igual.
Pero… ¿Y eso?
A ella no le hizo tanta gracia ver a tal cantidad de ovejas, acercándose al casco de la estancia.
Diablos, este lugar pronto apestará a esos animales…
¿Qué remedio le quedaba? No podía volver a Punta Arenas, donde era perseguida por los acreedores (y tal vez por la policía), ni cruzar la frontera, pues el canalla de su chofer le había robado el automóvil. ¿Alguien podía culparla por querer aferrarse a la última oportunidad que le quedaba? ¿Por apelar a la bondad de Bernardo, el único que podía sacarla de esa penosa situación?
El camión había partido rumbo a la ciudad, sin ella. Doña Clarita había vuelto a salirse con la suya, al menos de momento. ¡En un camión, pensaba mandarla, como a una vaca!
Desgraciado, murmuró la Viuda, cuyo amor por Bernardo íbase trocando poco a poco en rencor. Desde la ventana lo podía ver, en las cercanías del galpón, hablando con los peones, a medida que las ovejas se acercaban. En el fondo era igual a todos los hombres: rápido para descartarla, apenas se hubo servido de ella.
Canalla… Ya verás lo que es bueno…
Algo le llamó la atención. En el jardín, no lejos de su ventana, hicieron su aparición dos figuras tan conocidas como detestadas: esas dos sucias sirvientas, las que le habían jugado esa mala pasada con la botella de vino moscatel, al que esas dos canallas habían reemplazado con su propio orín. Doña Clarita rechinó los dientes cuando vio a la más bajita, a esa pequeña golfa, caminar con la pava y el mate, hacia donde estaba su patrón.
 
***
 
Lola, qué sorpresa, dijo don Bernardo.
Lola se moría de vergüenza. Le había costado no poco llegar hasta allí, con el mate y la pava caliente.
A… a… a lo mejor Usted que-quería un…
¿Un mate? Pues sí, muchas gracias…
Las ovejas ya estaban allí, peludas y sucias, después de la larga travesía, con abrojos prendidos en el pelo. Se resistían a entran en la manga. Era necesario que los peones las empujaran y las obligaran a marchar.
Beeee… Beeee…
¿Te sientes bien, Lola?
Sí, don Bernardo. Yo…
Martiniano e Inocencio intercambiaron una mirada de inteligencia.
Con su permiso, Patrón, dijeron, y se marcharon rumbo al piletón de lavado.
Sí, vayan nomás…
Lola miraba la mano de don Bernardo, que sostenía la calabacita humeante. Los dedos largos y finos, apenas cubiertos de vello, y las dos alianzas de oro: una en el dedo anular, y otra más pequeña en el meñique. Lola miró hacia la casa, y vio que Abelarda le hacía un gesto imperioso, alentándola a actuar.
¿Habías visto tantas ovejas, alguna vez?
S-sí, don Bernardo. Quiero decir, no…
Don Bernardo dio una última chupada a la bombilla. La hora de la verdad se acercaba. Lola tragó saliva. Le pareció que su vida entera se jugaba en ese momento.
Está muy bueno, dijo don Bernardo, devolviéndole la calabacita. Lola estiró la mano para recibirla, temblando de pies a cabeza…
¡Ay!
El mate cayó al piso. La bombilla voló a un costado, parte de la yerba quedó desparramada sobre la tierra.
¡Perdón, don Bernardo! Yo…
Ja, ja, ja… No es nada…
Se agachó antes que ella, para ayudarla a levantarlo.
Iré a traerle otro, si quiere…
Está bien, déjalo.
¡Don Bernardo! ¡Por aquí!, lo llamó con un grito uno de los peones.
¡Ya voy!, gritó el Patrón, y luego se dirigió a ella. ¿Te gustaría ir a ver cómo bañan a las ovejas, Lola?
¡Sí, don Bernardo!, sonrió Lola, y dos hoyuelos se le formaron en las mejillas.
 
***
 
Ninguna oveja que alguna vez hubiera pasado por el piletón de baño se mostraba deseosa de repetir la experiencia. Una piscina en forma de pasillo, de unos seis metros de largo, en la que las ovejas caían una por una, después de resbalar por una rampa de chapa.
Be-heeeee… Be-heeeee…
El metro y medio de altura las obligaba a nadar, de una punta a la otra, en el agua con creosota, dejando tan sólo la cabeza afuera. Un par de peones se las hundían, con un palo en forma de horqueta.
¡Pobres! ¡No les gusta!, exclamó Lola.
Es necesario. Así el líquido mata a los bichos que tienen en la cabeza y las orejas.
Por fin podían salir, al llegar a la otra punta, y se sacudían como perros.
¡Ja, ja, ja!, se carcajearon Martiniano e Inocencio, cuando una salpicó a Lola, empapándole la cara y el vestido.
¡Venga, Patroncita! ¡Échenos una mano!
Había que ayudarlas a subir la rampa por el otro lado, sobre todo a las más jóvenes y a los corderos.
¡Venga, niña Lola! ¡Total, ya se hizo sopa!
Qué más daba. Lola se levantó la falda del vestido y cruzó al otro lado de la valla.
¡Tire! ¡Tire con juerza, pués!
Salían con el pelaje mucho más limpio que cuando habían entrado; y, a pesar de su resistencia inicial, ahora se iban a retozar lo más contentas a la pampita que estaba atrás del galpón.
Be-heee…
A Lola le agradó sentir en sus dedos el roce áspero de la lana mojada, suave y pinchudo al mismo tiempo; la capa esponjosa de pelo que tomaba otra vez su forma, una vez que el agua se escurría.
Ay… ¡Son pesadas!
No era un trabajo fácil pegarles el tirón, a todas y cada una. Eran demasiadas.
¿Tan rápido se cansó, Patroncita?
Inocencio y Martiniano le gastaban bromas, amistosamente, competían entre ellos para decir algo que la hiciera reír.
¡Qué será cuando llegue la esquila, entonces!
Bernardo los miraba sin entrometerse. Varios romances se habían iniciado en su estancia, en todos los años que llevaba allí. Irena y él habían sido padrinos de varios de los chiquillos que tuvieron los matrimonios que formaron sus peones y mucamas.
¡Son muy pesadas!
Sin embargo, la idea de que alguien se quedara con Lola le producía una puntada en el lado izquierdo del pecho.
Apa, apa, apa…
Sin anunciarse había aparecido el Loco Cebolla. Ya por el olor lo podría haber reconocido.
Tú sí que eres un imbécil, muchacho, le dijo el Loco, mirando a Lola. Tienes alas y no te atreves a volar…
¿De qué hablas? Es una niña…
Es joven, sí, pero tiene carácter y decisión. Dos virtudes de las cuales tú careces por completo.
No me digas.
Te dejas llevar de las narices por esa víbora, a la que le permitiste meterse en tu casa. Eso no terminará bien…
Pues tú sí que apestas, le respondió Bernardo. ¿Cuánto hace que no te das un baño?
Tengo limpia la conciencia, y con eso me alcanza, dijo el Loco, que no vio el gesto que Bernardo le había hecho a sus empleados. Sólo quiero decirte una cosa, y escúchame bien…
Se interrumpió, cuando sintió que lo cogían de las piernas y los brazos,
¡Eh, qué hacen!
Martiniano e Inocencio lo condujeron al otro lado de la valla, mientras el loco y gritaba y se retorcía.
¡Suéltenme! ¡Suéltenme, maldita sea!
Llegados al piletón, lo tiraron como un fardo dentro del agua grisácea.
¡Nooooo!
El lance provocó risas en el Patrón y los peones, que veían cómo el Loco pataleaba y se debatía, sin lograr incorporarse. Cuando al fin lo hizo, un carnero que pasaba lo volvió a tumbar.
¡Basta! ¡No sean malos!, dijo Lola, que se agachó junto al piletón y le tendió una mano.
Por aquí, Cebolla. Ven…
¡Los mataré!, gritaba el Loco, mientras salía otra vez a la superficie, conducido por la piadosa muchacha. ¡Lo haré, se los juro! repetía, escupiendo parte del agua sucia que había tragado, los ojos rojos por efecto del desinfectante.
¡Aunque sea lo último que haga!
Ja, ja, ja…
Cálmate, Cebolla, trataba de apaciguarlo Lola. Tranquilo, ya pasó…
 
***
 
No fue hasta bien pasado el mediodía que Bernardo volvió a la casa.
¿Y doña Clarita?
La vi hace un momento, dijo el Ama de llaves. Dice que se siente mejor, pero aún no puede levantarse.
¡Pa’star enferma tiene harto apetito!, informó Abelarda, que pasaba un plumero sobre un jarrón. ¡Come como lima nueva, pues!
¡Abelarda!, la llamó al orden doña Dorotea.
Iré a verla, dijo Bernardo, que subió de a dos los escalones hasta el piso superior. Ya no le importaba si la enfermedad de Clarita era real o fingida. Se propuso seguirle la corriente, en cuanto le fuera posible, y explicarle de la mejor manera que su presencia en la casa debía llegar a su fin. Si no era hoy, tal vez mañana, pero pronto, en todo caso. Estaba dispuesto a darle algún dinero, si le hacía falta para salir de apuros, o a comprarle un nuevo automóvil, para compensar el que le había robado el bribón de su chofer.
Toc, toc, toc…
No quería que se fuera enemistada con él, después de todo lo que habían pasado juntos.
¿Clarita?
Una voz apagada, desde dentro, le respondió:
Adelante…
Bernardo la halló recostada sobre unos almohadones.
Doña Dorotea dice que ya estás algo mejor.
Doña Clarita sonrió.
Sí, dijo. Es verdad.
Era una hermosa mujer, eso había que reconocerlo. Bernardo sintió deseos de tomarla en sus brazos, de hacerla suya otra vez. Se contuvo. Aquel asunto debía terminar.
Tengo un malestar en el estómago, muy leve, nada más.
Bernardo arrimó una silla. Se sentó junto a ella, le tomó la mano.
Aún estamos a tiempo de mandar a buscar al doctor.
No me hace falta un doctor, Bernardo. Ya sé lo que tengo.
¿Ah, sí?
Sí, sonrió otra vez doña Clarita. No es nada grave, ¿sabes?
¿Ah, no?
No, Bernardo. Todo lo contrario. Es lo más maravilloso que le pueda pasar a una mujer…
 
***
 
El camión MAN-Saurer avanzaba a los tumbos, por aquel camino de montaña.
¡Solo falta que rompamos un eje!, protestó Ramón, que era el que iba al volante. ¡Todo por tu culpa!
Eleuterio le había ordenado que doblara a la derecha, al llegar al paraje La Estacada.
Pero… don Bernardo dijo que tomemos el Camino Principal…
Salimos con dos horas de retraso, le respondió Eleuterio. ¡Quiero llegar de una vez a la ciudad!
No llevaban demasiado peso, sólo un cargamento de cigarrillos. Valiosos pero livianos. Aún así, el camino estaba difícil, a causa de las últimas lluvias.
¡Todo por esa mujer!, protestó Ramón. Que suban los baúles, que bajen los baúles…
¿Qué dices? Ya me hubiera gustado traerla, a la Viudita!
¿Ah, sí? ¿Y dónde pensabas ponerla?
¡Aquí!, se palmeó el muslo Eleuterio. ¡Aquí iba a llevarla, todo el camino!
Era un guasón. Tomó entre sus brazos la carabina y dijo:
Venga aquí, doña Clarita. ¡Béseme!
Apoyó sus labios contra el cañón, y le dio un beso, y otro más.
¡Ja, ja, ja!, le festejó sus payasadas Ramón. Piensas comerte las sobras que dejó el Patrón, ¿eh?
¡Unas sobras como esas, las como gustoso!
Habían pasado ya la parte más sinuosa del camino, y ahora se adentraban por el medio del bosque de cóihues. Pof-pof-pof-pof, rezongaba el motor de cuatro cilindros, a medida que encaraban un nuevo repecho.
Despacio, despacio… cuidado allí, que aún hay barro… ¡Diablos! ¿Y eso?
Una carreta bloqueaba la parte más angosta del camino. No había por dónde pasar. Soltados de su yugo, dos bueyes pastaban a un costado.
Ramón hizo sonar la bocina.
¡Eh, tú!, le gritó al carrero, que estaba sentado lo más tranquilo sobre una roca. ¡Corre esa maldita carreta! ¡Llevamos prisa!
¡No puedo! ¡Está rota!, respondió el viejo, con un acento extranjero por demás pronunciado.
Pero… ¿Ese no es?
Sólo cuando se quitó el sombrero pudieron ver sus ojos, inusualmente claros, y la cicatriz que le recorría la frente.
¡Cuidado!
Eleuterio levantó su fusil, pero ya era tarde. Otros cuatro cañones habían aparecido, por detrás de los troncos y las rocas. Cuatro bocas de metal que desataron una tormenta en mitad de la tarde.
 
***
 
En… ¿Encinta? ¿Estás segura?
Doña Clarita rio, rebosante de felicidad.
¡Sí, Bernardo!
Bernardo se quedó sin palabras. No podía creer lo que acababa de escuchar.
¡Era eso, nada más!, dijo ella.
Pero… ¿Cómo…?
Doña Clarita se echó en sus brazos.
¡Es el día más feliz de mi vida, Bernardo!
Bernardo no salía de su asombro.
Yo… Yo… no lo puedo creer…
¡Tampoco yo!, dijo ella. Ya había perdido las esperanzas, ¿sabes? Mi finado Gerardo había tenido esa enfermedad, de pequeño, que luego no deja que…
Bernardo bajó las escaleras otra vez, tomándose de la baranda para no caer. Eso si no se lo esperaba. ¡Un hijo!
Ni se le pasó por la cabeza que doña Clarita le pudiera estar mintiendo, que sólo dijera eso para quedarse a su lado. Ni que el supuesto hijo, en caso que existiera, no fuera de Emilio, el chofer fugitivo, o del judío Moisés, o de cualquier otro de sus amantes.
¡Un hijo!
Eso lo cambiaba todo. Bernardo se sentó a la mesa del salón y se quedó allí, como mareado.
¿On Bena-ro? ¿On Bena-ro…?
¿Qué?
¿Quiere que le traiga el almuerzo, o…?
No. No, Abelarda. Gracias. Sírveme una copa. Algo fuerte… Un whisky.
Pucha, si se va a poné a chupetear en pleno día, este también, murmuró la mucama. ¡Ya se contagió ‘e la otra borracha!
 
***
 
Todas las ovejas del piño habían quedado bañadas, al caer la tarde. Los corderitos balaban, buscando a su madre. En otro corral, el ovejero había soltado a los carneros entre las hembras elegidas para la cruza.
Be-heee… Be-heee…
Uno de los camiones regresó, pasadas las siete de la tarde. El otro no llegaba.
¿No se los cruzaron por el camino, a Eleuterio y Ramón?
No, don Bernardo.
Qué raro…
Los peones asaban un chivito delante del galpón. Circulaba el mate y, a escondidas, un porrón de ginebra.
Doña Clarita se quedó en su habitación. Dijo que estaba cansada. Bernardo cenó solo, en el salón.
¿Algo máj, on Bena-rito?
No, Abelarda. Ya estoy satisfecho.
¿Una compotita ‘e pera, pal postre?
No, te agradezco.
No se fue a dormir todavía, sabía que no iba a poder pegar un ojo. Apagó todos los candiles del salón, menos el que estaba junto al sillón grande. Encendió su pipa y se acomodó con una novela que le acababa de llegar por correo. Servidumbre humana, de W. Somerset Maugham. Una novela muy bien escrita, pero a Bernardo le costaba concentrase. Sus ojos vagaban de un renglón a otro, sin que las palabras llegaran a formar algún sentido. Su mente estaba en otra parte. La puerta que daba al pasillo se abrió.
Don Bernardo…
No identificó la voz, ni la figura femenina que se acercaba. No hasta que no estuvo al alcance de la luz de su candil.
¿Lola?
No tenía puesto su habitual atuendo negro de mucama, con el delantal y la cofia, ni llevaba el pelo peinado en dos trenzas. Tenía un vestido celeste, entallado a su figura, y el pelo suelto y aún un poco húmedo. Ya no parecía una chiquilla, sino toda una mujer. Bernardo se puso de pie. El libro que leía cayó a un costado.
¡Lola! ¡Qué sorpresa! Yo…
No sabía qué más decir. Quién sabe, tal vez el Loco tuviera razón.
Estás… Estás hermosa…
Lola sonrió.
Y hueles muy bien…
Sólo me acabo de bañar.
¿En el piletón, como el Loco Cebolla?
¡No!
Lola rio y le dio un leve empujón, por decir tal tontería. ¡En la tina, don Bernardo! Casi me quedo dormida…
Afuera, todo estaba en la más absoluta calma. El silencio era total, fuera de sus voces, y sus respiraciones, y del reloj de péndulo, que hacía tic-tac, tic-tac…
Sólo vine a darle las gracias, don Bernardo.
¿Las gracias? ¿Por qué?
Por todo. Por ser tan bueno conmigo, y por…
Lola lo tomó de las solapas y, poniéndose en puntas de pies, le estampó un beso en los labios. Un beso breve, húmedo, un verdadero beso de mujer.
¡Lola!
Cuando quiso darse cuenta ya había terminado. Bernardo trató de retenerla, pero ella se escapó como un pececillo de entre sus manos. Corrió hasta la puerta. Antes de cerrarla le dedicó una última sonrisa, con todo y hoyuelos.
¡Lola!
Sus pasos se escucharon por el pasillo mientras se alejaba.
Bernardo se rascó la cabeza. Murmuró: 
Pero... ¿y esto? ¡Me lleva el diablo!
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.