Capítulo 108 - La intrusa


Doña Clarita odiaba a esa mocosa: era vulgar, maleducada, soberbia… ¡Y además fea! ¿Qué ventaja podía tener sobre ella? Ninguna. Que era más joven, nada más.
Con su permiso, don Bernardo…
Doña Clarita rabiaba cuando veía al hombre que amaba perder la compostura, cada vez que esa mocosa aparecía. ¡Una vulgar sirvienta, una sucia campesina a la que le habían puesto un traje de mucama!
Buenos días, Lola…
Una pequeña ramera que se hacía la ingenua, sólo para embaucar a los hombres maduros. Doña Clarita conocía exactamente a ese tipo de jovenzuelas, porque había sido una de ellas.
¡Por la izquierda!, perdió la paciencia la Viuda de González, cuando Lola depositó sobre la mesa su huevo pasado por agua. ¡La comida se sirve por la izquierda, y la bebida por la derecha! ¿Cuántas veces te lo debo repetir?
Pero Clarita…, dijo Bernardo, esas cosas no tienen importancia.
¡Y además la apañas! Así nunca tendrás un servicio doméstico competente, Bernardo.
Lola dio vuelta a la mesa y sirvió el huevo de don Bernardo, también desde el lado derecho, sólo para hacerla rabiar.
¡Puf! Si es que es tan burra…
No es que a Lola le afectaran las críticas de la Viuda. Sabía qué clase de mujer era. Sabía que se robaba una botella de vino de la despensa, cada madrugada. Sabía que se besaba con su chofer, cuando creía que nadie la veía. Y sabía, además, que doña Clarita no dormía ya no dormía con el Patrón, desde hacía tres noches por lo menos.
Muchas gracias, Lola. Eres muy amable, sonrió don Bernardo.
¿Dónde está la otra mucama, la larguirucha?, preguntó doña Clarita. Es una maleducada también, pero al menos sabe cómo se sirve un desayuno.
Como si la hubieran invocado, la puerta se abrió y entró Abelarda, trayendo la bandeja con el café.
Güenos días, on Be-náro, saludó, solamente al Patrón, como si la Viuda no estuviera allí. Abelarda también la tenía atragantada. No podía soportar a esa mujer frívola y pretenciosa, a esa intrusa que se comportaba como si fuera la dueña de casa. No veía la hora que don Bernardo le diera salida, como hace rato ya debía haber hecho. Ese era su problema. Era manso y lo tomaban por idiota.
Espero que no hayas quemado el café, dijo doña Clarita. El de ayer estaba horrible, parecía pis de gato…
Pero qué dices, Clarita, si estaba muy bien, se atrevió a contradecirla don Bernardo.
Abelarda no le respondió con ninguna ironía, como acostumbraba a hacer. No protestó, no abrió la boca para nada. Sólo intercambió una mirada con Lola, que estaba parada al otro lado de la mesa. Las dos pensaban lo mismo. Pensaban que esa señora, a pesar de sus finos vestidos, su meñique levantado y sus pretensiones de gran dama, no era más que una mujer vulgar.
Bon appetit…
Don Bernardo partió su huevo con un golpecito de cuchara, quitó la cascara de la parte de arriba, lo espolvoreó con sal.
Estoy impaciente por recibir el correo, dijo. Y los periódicos. Además, espero carta de mi ahijado, de Italia…
Puaj… dijo doña Clarita. ¡Este café sabe aún peor que el de ayer!
Tal vez, dijo Bernardo, si le agregas un poco de leche…
 
***
 
El cartero no llegaba hasta donde ellos estaban. Las cartas y publicaciones eran dirigidas a la casa de Bernardo, en Punta Arenas, y luego traídas a la Estancia por alguna persona de confianza, por Martiniano, cuando volvía con el camión de hacer sus entregas en la ciudad, o por alguien que tenía que venir para acá.
Toc, toc, toc…
Eran algo más de las diez de la mañana en Punta Arenas. El sol se reflejaba en los cristales de la puerta y en el llamador de bronce, que tenía la forma de una cabeza de león. Una casa enorme, opulenta, que don Bernardo usaba sólo un par de semanas al año, cuando venía a pasar unos días a la ciudad.
Malditos ricos, murmuró Emilio, y volvió a golpear.
Se escuchó un ladrido, y luego una voz que decía.
¡Cállate! ¡Cállate, caramba!
La puerta se abrió. Hizo su aparición un viejecillo encorvado, de abundante cabellera blanca, vestido con un traje de etiqueta anticuado.  
¿Qué quiere?
¿Es Usted don Artemio? Vengo de parte del Sr. Caledonia, a retirar su correo.
¿Qué dice?
Vengo de parte de…
Debe hablar más fuerte. Soy sordo.
¡El Correo! ¡Las cartas y los periódicos! ¡Para el Señor Caledonia!
El mayordomo miró el uniforme gris del visitante, su gorra con antiparras y el reluciente auto aparcado en el frente.
¿Eres cartero?
¿Qué dice? No soy un maldito cartero. Soy el chofer de la Señora González.
¿El qué?
Emilio le entregó la nota de Bernardo, autorizándolo a retirar su correspondencia.
No puedo leerla, dijo el viejecillo. No traigo los lentes.
¡Vaya a buscarlos!
¿Cómo dice?
¡Pero…!, perdió la paciencia Emilio. ¡Sólo entrégueme el correo del Sr. Caledonia! ¡Para eso he venido! ¡He viajado tres horas hasta aquí!
Los ladridos se renovaron en el interior de la casa. Debía ser un perro de los grandes.
Espera, dijo el viejo, y cerró la puerta.
Era una mañana soleada pero fría, una típica mañana de primavera en Punta Arenas. La gente pasaba apurada, envuelta en chales o bufandas. Los cascos de los caballos chocaban contra el empedrado. Un camión Mack cargado de troncos bajó en dirección al puerto, haciendo sonar en cada cruce su chicharra.
¿Qué pasa que no vuelve? Viejo de porra…
La puerta se volvió a abrir.
Aquí tienes los periódicos, dijo don Artemio. Las cartas no te las daré.
Es que… la nota dice…
¿Cómo dices?
¡Las cartas! ¡Maldito viejo! ¡Debes darme las cartas también!
No te daré nada. ¡Lárgate, o te echaré al perro!, dijo el Mayordomo, y volvió a cerrarle la puerta en las narices.
 
***
 
Era como una hermana mayor para ella. Lola le festejaba todas sus diabluras, pero esto ya le parecía demasiado.
No lo hagas, Abelarda. Nos meteremos en problemas.
Tampoco a Lola le caía simpática la Viuda. Tenía más motivos que ella para detestarla. Sin embargo…
Tú fíjate que no venga nadie, le respondió Abelarda, al tiempo que se metía a la despensa, con una palangana y el embudo que usaban para el querosén.
¡Aberlarda! ¡Si nos llegan a pillar!
Por la ventana que daba al jardín se veía don Bernardo y a la Viuda, paseando entre los rosales. Ya no iban tomados del brazo, como en los días en que doña Clarita recién había llegado a la Estancia. Más bien parecía que estuvieran discutiendo. O que doña Clarita lo regañara, y don Bernardo, de puro educado que era, le respondiese: Sí, Clarita… Sí, Clarita…Tienes razón...
Si igual en cualquier momento, on Be-náro le da una patáa nel traste a la chirusa esa.
¿Tú crees?
¿Quién le limpia su cuarto, tóas laj mañana? En esa cama ha dormío ella, náa máj. ¡Y laj botellas vacías que deja, tiráas por toas partej! Una borracha, eso ej lo que ej.
¡Abelarda! ¡Alguien viene!, dijo Lola.
Listo. Ya está, dijo Abelarda, al tiempo que doña Dorotea entraba a la cocina.
¿Qué es lo que está?, preguntó el Ama de Llaves, maliciando algo raro.
Náa, ña Orotea, que ya terminé ‘e lavar la vajilla ‘el desayuno.
No era eso. La vajilla ya estaba limpia y seca en el escurridor.
Cuidado con lo que hacen, dijo la anciana señora. No quiero tonterías aquí.
No, ña Orotea.
No, tía.
 
***
 
No sé qué pasa que no llega, repetía la Viuda. Salvo que haya pinchado un neumático… Eran casi las cinco de la tarde y su chofer no regresaba, con el correo y los encargos que le habían hecho.
Dudo que Artemio le haya entregado mi correspondencia, de todos modos, dijo Bernardo.
¿No le has escrito una nota?
Sí, pero él no hace mucho caso de las notas. Además, no sabe leer.
Entonces, todo ha sido una pérdida de tiempo.
Doña Clarita iba y venía por el jardín.
Dame un cigarrillo, ¿quieres?
Bernardo ya no conseguía los Dunhill extrafinos que acostumbraba a fumar; con la escasez de los tiempos de guerra debía contentarse con unos cigarrillos americanos de confección industrial.
Aquí tienes.
Le ofreció fuego también.
Cálmate, Clarita. Ya debe estar por llegar.
¡No me pidas que me calme! ¡No sabes lo que…!
Bernardo no entendía por qué estaba tan alterada. A fin de cuentas, qué más daba si llegaba un rato antes o después.
Todo esto es culpa tuya, Bernardo.
¿Mía?, no pudo evitar sonreír él.
¿Por qué no vienes conmigo a Punta Arenas? ¿Qué tanto debes hacer aquí?
Pero Clarita… Eso no es posible, y lo sabes… Tengo responsabilidades…
¿Recuerdas cuando soñábamos con estar siempre juntos, Bernardo? ¿Cuando planeábamos con escapar de nuestros matrimonios, y empezar una nueva vida, los dos?
Pues…
Bernardo hizo memoria. Lo cierto es que a él jamás se le había pasado por la cabeza algo así. En ningún momento le dijo que iba a dejar a Irena, ni le pidió que ella dejara al gorreado de su esposo. Tal vez Clarita se lo había propuesto, en uno de sus encuentros clandestinos, y él, en un momento de pasión, le había dicho que sí. ¡Si uno fuera a tomar en serio lo que dice en situaciones como esas!
Ya no me quieres, Bernardo…
No digas eso, Clarita.
¡Es la verdad!
 
***
 
El camión Mack llegó al puerto y entró en la zona concesionada por la Compañía Mendieta Braunstein. El propio Sr. Moisés, desde el ventanal de su oficina, veía cómo los estibadores descargaban los troncos. A pulso nomás, ya que el puerto de Punta Arenas no contaba con grúa. Ni falta que hacía, con lo barata que estaba la mano de obra en estos tiempos de miseria...
Señor Moisés, lo buscan.
A través de la ventana de su despacho don Moisés vio de quién se trataba. Dijo:
Que espere.
Simuló estar ocupado con unos papeles, recibió a otros solicitantes que habían llegado después. Emilio lo miraba, a través de los vidrios, resoplando fastidiado. El día había comenzado mal. Su intento de apoderarse de la correspondencia de Bernardo había fracasado, y ahora este monigote lo ponía a amansar. A punto estaba de irse, cuando el secretario abrió la puerta y le dijo:
Por aquí.
Emilio entró, con su gorra de chofer en la mano.
Oye, lo paró en seco don Moisés, tengo unos asuntos que atender, te ruego que seas breve.
Emilio se esperaba otro recibimiento, dado el delicado asunto que él mismo le había encargado.
Qué tienes para mí, tomó asiento al otro lado del escritorio el pequeño hebreo, sin invitarlo a sentarse.
Primero, esto le manda doña Clarita, dijo Emilio, entregándole el sobre que su patrona le había enviado. Me lleva el diablo, pensó Emilio. Sí soy un maldito cartero.
Don Moisés simuló no darse cuenta de que el sobre estaba abierto y vuelto a pegar. Le echó un somero vistazo a la carta, repitiendo:
Ajá… Ajá…
Y la dejó sobre el escritorio.
No hay nada interesante aquí, dijo.
¿Cómo que no?, se extrañó Emilio.
Me cuenta que Bernardo se dedica al contrabando… Eso ya lo sabe media ciudad, incluido el Comisario y el Gobernador.
¿Eso es todo lo que dice?
Don Moisés sacó un cigarrillo de su pitillera. Un Dunhill extrafino, que su agente en Inglaterra le conseguía, a pesar de la escasez. Encendió uno.
Mira, muchacho, tú sabes perfectamente lo que dice esta carta, así que, si no tienes nada más que agregar…
El chofer de doña Clarita tomó asiento, aún sin que lo hubieran invitado, dejó su gorra sobre el escritorio.
Escuche, don Moisés, sí tengo algo que le puede interesar. Algo que vi en la Estancia de don Bernardo. En la parte nueva, la que le compró al pelado Zamorano.
Te escucho, dijo don Moisés.
Emilio lo miró de manera significativa, tamborileó los dedos sobre la mesa.
No se lo diré, si no me paga antes.
¿Qué?, se rio francamente don Moisés. ¿Me tomas por idiota? Dime primero de qué se trata, y te diré si la información vale o no.
 
***
 
Un grupo de cinco o seis perros de distinto pelaje hizo su aparición. Se perseguían unos a otros, retozando sobre el césped. En medio de ellos venía el Loco Cebolla, con su paso algo ladeado, con una rama a modo de bastón, como un profeta bíblico venido a menos.
Apa, apa, apa…
Lo que faltaba, este viejo mugriento otra vez, dio una nerviosa pitada doña Clarita.
Hacía varios días que no lo veían. El Cebolla había vuelto a instalarse en su tapera, en los lindes de la finca, acompañado de sus libros y sus perros. Por qué insistía en quedarse allí, expuesto al frío y las incomodidades, pudiendo vivir regaladamente en el casco de la Estancia, era algo que nadie podía entender.
¡Oh, quién está aquí! La Viuda Alegre...
Recuperado de las secuelas de su última paliza, el Loco buscaba que le dieran otra.
Sucio mendigo, no trates de pasarte de listo.
No se enfade conmigo, Sra. González, sólo estaba bromeando…
Guarda tus bromas para quien las encuentre graciosas.
¿Quieres un cigarrillo, Cebolla?, preguntó Bernardo, para cortar el ida y vuelta de comentarios agresivos.
¡Fuera!, apartó con la punta de su sombrilla doña Clarita a uno de los perros, que se había arrimado a olfatearla, y ahora trataba de prenderse de su pierna. ¡Fuera, bicho asqueroso!
Sólo me preguntaba si seguía Usted por aquí, Señora, dijo el Loco Cebolla. Como vi pasar su auto rumbo a Punta Arenas, hoy temprano…
¡Lo que es tener tiempo para meterse en la vida de los demás, exclamó la Viuda. 
 
***
 
¿Qué? ¿Petróleo?, se rio don Moisés. No digas tonterías. En esta zona no hay petróleo. Si no, ya lo hubieran encontrado…
¡Lo vi yo mismo, con mis propios ojos!, dijo Emilio.
¿Cuándo? ¿Dónde?
Emilio le contó del picnic que hicieron, y cómo él se apartó del resto del grupo, para ir a curiosear donde estaba la torre de perforación.
¿Un picnic? ¿Bernardo los llevó a hacer un picnic, justo donde estaba la torre? Él mismo los condujo hasta allí, para montar ese teatro.
¡Que no!, exclamó Emilio. ¡Si él no quería ir a ese lugar! ¡Fue doña Clarita la que insistió! Es un pobre idiota, hace todo lo que ella le pide…
Moisés Braunstein meneó la cabeza.
Conozco a Bernardo desde hace treinta años, y sé que no es ningún idiota: sólo aparenta serlo. Los ha engañado, a ti y a ella.
¡Lo vi! ¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Un pozo lleno de petróleo, al lado de la torre!
¿Has traído una muestra?
¿Dónde quiere que la traiga? ¿En el bolsillo? Le acerqué un fósforo y se prendió fuego al tiro.
Don Moisés se puso de pie, caminó hasta la ventana.
¿Por qué no dice nada de eso tu patrona en la carta?
Emilio reflexionó un instante, dijo:
Porque está enamorada de ese viejo, don Moisés. Piensa que va a casarse con él.
Moisés Braunstein acusó el impacto. Pese a ser un hombre de carácter frío y cerebral, tenía sus sentimientos. Los encantos de la Viuda también habían hecho mella en él. Podía soportar que doña Clarita se los estuviera entregando a su rival, por puro interés. Pero que hubiera tomado partido por Bernardo… Eso le dolía.
No lo sé, dijo al fin. Este asunto huele a trampa. No he llegado hasta donde llegué creyéndome cualquier cuento, sabes.
Emilio se puso de pie y caminó hacia él.
Escucha, enano, le dijo Emilio, apuntándole con el dedo a la cara. Esa información vale, y me vas a dar lo que me corresponde.
Don Moisés sonrió, sin darse por ofendido. Podía, con tan sólo levantar la voz, hacer entrar a uno de sus empleados, y ordenar que lo sacaran a patadas. No lo hizo. Miró por la ventana, hacia donde ya habían terminado de descargar los troncos. El Mack salió, y otro camión ocupó su lugar. Como si hablara para sí mismo, Moisés Braunstein dijo:
¿Sabes cuál es el problema de nuestros tiempos? ¿Cuál es el engaño de la democracia, muchacho? Hacer creer que los hombres somos iguales. Y no lo somos.
Emilio miró con sorna a aquel hombrecillo, que se refugiaba tras el poder de su dinero. De haberlo querido, podía haberlo dejado tirado por el piso de dos sopapos.
Tiene razón, don Moisés, le respondió. No somos iguales.
 
***
 
Mi rancho está a la vera del camino principal, dijo el Loco Cebolla, por eso puedo ver a todos los que pasan por allí. Es mi pasatiempo. ¡Hay tan poco que hacer en estos pagos!
¡Ja!, dijo la Viuda. En eso estoy de acuerdo.
Por eso vi su auto, y a ese bufón que tiene de chofer. Dígale que conduzca más despacio, doña Clarita. Casi pisa a uno de mis perros.
Pierde cuidado, dejó salir humo como una vampiresa la Viuda de González. Será lo primero que le diga al llegar.
El perro casi atropellado se acercó al Cebolla y se largó a lloriquear. El Loco se agachó y acercó el oído a su hocico.
Pero… ¿qué es lo que dices? ¡Tienes razón!
¿Ahora hablas con los perros?, dio una última pitada y tiró su cigarrillo la Viuda. ¡Estás cada vez peor!
Apa, apa, apa…, se quitó el sombrero el Cebolla, y se rascó la pelambrera grasienta. ¡Qué memoria la mía!, exclamó. Eso no fue hoy a la mañana.
¿Has visto? Si es que deliras…
Hoy a la mañana pasó, sí, aunque iba lo más tranquilo y sonriente, rumbo a la ciudad. Hasta me tocó bocina, cuando me vio frente mi rancho…
Doña Clarita y Bernardo miraron al Loco, preguntándose adónde pensaba llegar.
Cuando pasó como una saeta fue esta tarde, hará como una hora…
¿Qué dices?
¡Palabra de honor, pensé que venía para acá! Sólo qué, al llegar al cruce de la laguna, dobló a la derecha. Tomó el camino que va a la Frontera...
¡Estarías borracho!, dijo doña Clarita, tratando de mostrarse jocosa, aunque una inquietud había ensombrecido su rostro.
¡Seguro se trataba de otro auto!
Puede ser, puede ser…, se rascó la barba de chivo el Loco Cebolla. Otro Renault color verde esmeralda, de dos asientos, con número de placa 7260… Puede ser…Puede ser...
 
***
 
Mira, muchacho, me haces perder el tiempo y aquí hay mucho que hacer. Si me dices en dónde encontraste ese pozo exactamente, y me traes una muestra del supuesto petróleo, tal vez podamos llegar a un acuerdo.
Emilio dio un puñetazo sobre el escritorio.
¿Sabes qué? Ya me cansé de ti.
¿Ah, sí?, sonrió don Moisés.
¡Ni siquiera eres el jefe aquí! La dueña de la compañía es tu hermana, doña Judith. Ella es la que lleva las riendas…
La mirada de don Moisés se endureció, detrás de sus gafas de lentes redondos.
Pareces muy bien informado…
Así es. Ella es la que manda, no tú. De ahora en más, trataré con la dueña del circo, no con el mono. Le escribiré un telegrama a la casa central, en Buenos Aires.
Emilio tomó su gorra y caminó hacia la puerta.
¡Vete al diablo!, exclamó, a modo de despedida.
Emilio, espera…, le dijo Moisés Braunstein, llamándolo por su nombre por primera vez.
Emilio se detuvo. Se dio vuelta, con un gesto de suficiencia. Su pequeña bravata había dado resultado.
En algo tienes razón, no soy aquí más que un empleado, tal como lo eres tú.
Moisés Braunstein sacó otro Dunhill de la cigarrera, y esta vez le ofreció uno.
Puedes escribirle a mi hermana si quieres, a su dirección particular. Yo mismo te la daré.
Para demostrar que no hablaba por hablar, Moisés tomó asiento y anotó las señas de doña Judith Braustein en un trozo de papel. Se lo pasó.
Y, desde luego, te daré algún dinero, a manera de adelanto. No te irás de aquí con las manos vacías.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó un par de billetes de banco.
Bien, dijo Emilio. Veo que nos vamos entendiendo.
Emilio se guardó el dinero en el bolsillo interior del uniforme.
Antes de que te vayas, sin embargo, dijo don Moisés, hay algo que debes saber…
 
***
 
Sí, ese es mi auto. Pero no puede haber doblado para el lado equivocado. Mi chofer ya hizo varias veces el viaje, conoce el camino a la perfección…
Mi vista no es tan buena, dijo el Loco, pero podría jurar que era él. Un joven delgado y moreno, bien parecido. ¿Cómo es que se llama? ¿Esteban? ¿Ernesto? Solo que no tenía puesto ese uniforme de maletero de hotel que Usted le hace usar, sino un traje de tres piezas. Iba muy elegante, a decir verdad.
Sólo habla insensateces, dijo doña Clarita, mirando a Bernardo. ¿para qué escucharlo?,
Guau, guau, guáaaaaa… se puso a ladrar uno de los perros del Cebolla, y los demás lo imitaron.
Ya estoy viejo, se me confunden las cosas, admitió el Cebolla. 
¿Por qué no vamos adentro, Bernardo?, dijo la Viuda. Se está poniendo frío.
Bernardo le ofreció su brazo.
Si me disculpas, Cebolla, yo también debo entrar.
¡Ahora lo recuerdo!, estrelló un puño contra la palma de su mano el Loco Cebolla: ¡Emilio! ¡Así se llamaba!
Guau, guau, guaaaaauuuuu…
Lo recuerdo porque Usted se encontraba con él en el jardín, doña Clarita, debajo del roble, y le decía: ¡Ay, Emilio! ¡Ay, Emilio!
El Loco puso la voz finita, imitando de manera burda la voz de la Viuda. ¡Aquí no, Emilio, que nos pueden ver!
Doña Clarita, ya de natural pálida, se puso blanca como la tiza.
Qué… qué estás diciendo…
Ni siquiera tuvo fuerzas para negar esas infames acusaciones. Se desmayó.
 
***
 
¿Alguna vez oíste hablar del Sargento Aranda?
¿De quién?, dijo Emilio.
El Sargento Valeriano Aranda, dijo don Moisés. Es un viejo que vive por aquí, un militar retirado. Todo el mundo lo conoce en Punta Arenas.
Emilio dejó salir el humo de su Dunhill extrafino. ¡Vaya que sabía bien!
Don Valeriano es una especie de detective, como los de las novelas. Resolvió varios asesinatos, cuando aún estaba en el servicio activo, y luego comenzó a hacerlo sólo por placer. Cosas de viejo…
No, dio otra pitada Emilio. No sé quién es.
Moisés Braunstein se tomó su tiempo antes de seguir.
El caso es que, a sus casi ochenta años, don Valeriano fue contratado por una compañía de seguros de Buenos Aires, para que investigara la muerte del Sr. González, tu finado patrón…
Ni un músculo del rostro de Emilio se movió. Sólo el humo de su cigarrillo seguía subiendo en volutas y desparramándose en el aire.
¿Tú sabías que el Sr. González había sacado un seguro de vida, dos meses antes de morir, y que la única beneficiaria de la póliza era nuestra querida doña Clarita?
Emilio sintió la boca seca cuando quiso responder.
No. No lo sabía, mintió.
Un viejito de lo más vivaracho, don Valeriano. En un par de días entrevistó a una antigua criada de tu patrona, que no era nada tímida de lengua, y luego al médico que expidió el certificado de defunción. Fue el que declaró que don Gerardo había muerto de un ataque al corazón, aunque hoy ya no está tan seguro…
A Emilio el cigarrillo le supo de pronto muy amargo.
Yo no hice nada, dijo. ¡Yo no hice nada, me oyó!
Pero querido muchacho, sonrió don Moisés. ¿Quién está diciendo lo contrario? Sólo te pongo sobre aviso, porque don Valeriano ya consiguió el permiso para desenterrar el cadáver de nuestro querido Gerardo. No pasó tanto tiempo de su muerte, poco más de un mes…
 
***
 
Bernardo, por favor… Tienes que entenderme, dijo doña Clarita. Bernardo, te lo ruego…
Bernardo se lo tomó con mucha parsimonia. No le hizo una escena de celos, cuando se enteró que se veía con su chofer. No le pidió que se marchara de inmediato de su casa, como bien hubiera podido hacer.
Está bien, Clarita, le dijo. Eres una mujer libre, no tienes por qué darme explicaciones.
Pero, entonces… ¿No te importa?
Bernardo miró para otro lado. Doña Clarita dijo:
Ya lo sabías, ¿verdad? Por eso estuviste tan frío conmigo estos últimos días. Por eso ya no quieres que pasemos la noche juntos…
Clarita… No tiene sentido seguir con esto…
En el fondo estás feliz, ¿no es cierto? Estás feliz, porque esto te da una excusa para deshacerte de mí. ¡Para quedarte con esa sucia mucama! ¡Esa ramera!
Bernardo suspiró, a punto de perder la paciencia.
No tienes derecho a llamar así a Lola, Clarita. No después de lo que…
¿Después de qué? ¿De qué? ¿Qué diablos sabes de mí?
La Viuda comenzó a tirarle puñetazos al pecho, a la cara.
¡Te odio! ¡Te odio!
Luego se echó en sus brazos, hecha un mar de lágrimas.
Déjame hacerte feliz, Bernardo. Por favor…
Ve a tu cuarto. Mañana hablaremos…
No me dejes sola esta noche, Bernardo. Soy capaz de cualquier cosa…
Clarita… te lo ruego… se soltó de su abrazo Bernardo, de la forma más delicada posible. Es tarde y estamos cansados. Mañana podremos ver las cosas con más claridad.
Bernardo, por favor…
Buenas noches, dijo él, y se marchó a su habitación. Doña Clarita vio como cerraba la puerta y escuchó como daba una vuelta a la llave.
 
***
 
Sí, se trataba del auto de doña Clarita, nomás. Y era Emilio el que lo conducía.
Uno de los hombres de Bernardo contó que también lo había visto, cruzando por el paso fronterizo. A esta hora, si no había tenido ningún inconveniente mecánico, ya debía estar llegando a Río Gallegos.
Se había largado nomás. El muy maldito había salido del país, y no sólo eso, le había robado a Doña Clarita su lujoso automóvil. Doña Clarita veía el mundo cerrarse como una trampa sobre ella. Se hubiera quitado la vida, de tener el valor para hacerlo. Se hubiera pegado un tiro, con el mismo revólver que Emilio había usado para matar a su marido.
Por aquí, doctor…
Un tiro en la nuca, a quemarropa, mientras Gerardo leía el diario en el salón. Un disparo certero, inapelable.
¿Qué sucede, doña Clarita?, dijo el médico, a quien habían sacado de la cama en mitad de la noche.
Emilio había usado una bala de calibre pequeño, que hizo un diminuto orificio, y se alojó dentro del cráneo del pobre Gerardo. 
¡Por Dios! ¡Gerardo! ¡Gerardo!
Doña Clarita vio como su esposo se sacudía, como alcanzado por una descarga eléctrica, y pronto se dejaba de mover.
¡Emilio! ¿Qué has hecho?
Casi no había salido sangre. Apenas unas gotas.
¡Lo mataste! ¡Lo...!
El canalla de su chofer sabía lo que hacía. No debía de ser su primera vez.
¿No era lo que quería, doña Clarita?
Él mismo tapó el agujero con un trozo de masilla para madera, y luego peinó el cadáver de Gerardo con una buena dosis de gomina Brancato. Por suerte aún le quedaban unos pelos, en aquella parte de la cabeza.
¡Estábamos los dos durmiendo, doctor!, lloraba como una Magdalena doña Clarita, que no había tenido tiempo ni de vestirse. Sus enaguas dejaban al descubierto lo mejor de su voluptuosa figura.
¿U-usted estaba con él?
Sí… Estábamos… Usted sabe…
El viejo médico no se atrevió a preguntar más.
¡Fue terrible! ¡Terrible, doctor!, lo tomó de las manos y se echó en sus brazos la flamante Viuda.
El certificado de defunción estuvo listo en un santiamén: causas naturales.
¿Vio? Fue todo muy fácil, sonreía Emilio. ¡Ahora, sólo hay que cobrar la poliza!
No, no había sido fácil, no había sido nada fácil para ella. Doña Clarita se moría de angustia. Le daba miedo quedarse sola en esa casa con el asesino de Emilio, que ya empezaba a comportarse como si tuviera derechos sobre ella.
¡Fuiste tú el que lo hiciste!
¡Fuimos los dos!
Debía salir de la ciudad, y rápido. Clarita corrió a buscar refugio con uno de sus antiguos amantes, el más tierno y considerado de todos, que la recibió con los brazos abiertos.
Ay, Bernardo…
Con él llegó a creer que todo había sido un mal sueño, que el amor era posible otra vez. Hasta hoy…
Bernardo, por favor…
¿Qué más le quedaba por hacer, sino buscar consuelo en el alcohol? Cuando ya todos se habían ido a dormir, doña Clarita salió de su habitación, del cuarto de invitados que esta noche ocupaba quizá por última vez. Caminó por el corredor. En la Estancia aún no tenían luz eléctrica. Doña Clarita se sirvió del sol de noche que tenía en su habitación.
¡Ay!, chilló al entrar en la cocina, al llevarse por delante un taburete. ¡Maldita sea!
Necesitaba beber. Necesitaba aturdirse hasta perder el sentido. Sólo que…
No… ¡No puede ser!
El gabinete de los licores tenía puesto un candado, lo mismo que la puerta que daba a la despensa.
¡No! ¡No!
Les dio de puñetazos, trató de forzarlos con un cuchillo. No sirvió de nada.
¡Maldita sea!
Al fin la vio, en el aparador de la esquina: una botella de vino blanco, ya abierta, llena hasta un poco más de la mitad.
MOSCATO DOLCE AROMATICO, decía la etiqueta.
En fin, era mejor que nada. Doña Clarita no podía esperar a llegar a su habitación para darle el primer trago. Le quitó el corcho. El líquido emitió un reflejo ambarino, a la luz del farol. No había vasos a la vista. Doña Clarita se prendió del gollete nomás.
¡Puaj!
Aquel moscato no tenía nada de aromático, ni de dolce. Era agrio y picante a más no poder. Doña Clarita lo notó cuando ya había tragado una buena cantidad.
¡Uaaaaa!
No alcanzó a escupir más que una parte, que salpicó su camisón de dormir.
¿Qué diablos es esto?
Tuvo un funesto presentimiento. Le sintió el olor. Ya no le quedaron dudas.
¡Dios mío, qué asco! ¡Es...! ¡Es...! 
Sí, era exactamente lo que parecía. 
¡Malditas fregonas! ¡Me las pagarán!
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.