Lola odiaba a
esa mujer: era mala, mentirosa, egoísta... Y, lo peor de todo, era que siempre
se salía con la suya.
¡Ay! ¡Qué día
tan hermoso!
Desde su
llegada a la Estancia, la Despampanante Viuda tenía a todo el mundo bailando
alrededor de su dedo meñique.
Lindo día para
un pic-nic, ¿verdad?
¿Un qué?,
chilló Abelarda, la otra mucama, que no la podía tragar, menos aún que Lola.
¡Si serás
bruta!, le respondió doña Clarita. Un picnic es una excursión a la naturaleza:
dar un paseo, llevar una cesta con comida, almorzar en el campo…
¡En el campo!
¿Y acá, ónde se cree qu’estamos, Ñora?
Pero...
¿Qué se piensa
que son esaj ovejas ahí ajuera? ¿Damas de sociedá?
Doña Dorotea y
Lola se admiraban de cómo Abelarda le respondía a esa mujer que (todos ya lo
sabían) era la amante del patrón, y podía hacerlas despedir cuando se le
antojara.
¡Grandísima
ignorante! El día que me interese tu opinión, te la preguntaré, dijo doña
Clarita, que ahí nomás se puso a dar las instrucciones:
Prepararán algo
de pan, carne en fiambre, una botella de vino…
¿Una sola?
La Viuda dio la
vuelta a la mesa y se encaró con Abelarda.
¿Qué estás
insinuando?
Náa, pues ñora,
reculó la mucama principal, cuando doña Clarita clavó en ella su mirada de
hielo. Como somoj hartas personas…
Tras un momento
que pareció eterno, la Viuda dijo:
Odio cuando la
servidumbre se toma confianzas. Hablaré con don Bernardo al respecto.
No se preocupe,
doña Clarita, acudió al rescate doña Dorotea, el Ama de llaves. Haremos todo lo
que Usted encargó. ¿A qué hora quiere que salgamos?
Doña Clarita no
le respondió de inmediato. Caminó hacia la puerta que daba al pasillo, muy
digna y peripuesta, con su negro vestido de encaje, algo más escotado que el
que había usado el día anterior.
Yo les avisaré,
dijo, antes de abandonar la cocina.
Su taconeo se
escuchó mientras se alejaba por el pasillo. No fue hasta que se hubo apagado
por completo que Abelarda se atrevió a decir:
Pucha con la
Viudita…
***
Eres un
imbécil, dijo el Loco Cebolla. Ni sé para qué me molesto contigo.
Ya lo sé, dijo
Bernardo.
Aparece esa
zorra y pierdes hasta los calzones. ¿No te das cuenta de que ha venido a espiar
tus movimientos? Luego le irá con el cuento al canalla de Moisés…
Bueno, eso no
lo sabemos todavía.
Ya estaban
hechos los preparativos para el pic-nic. La Viuda había rebatido las objeciones
que Bernardo con tan sólo unos pestañeos y una sonrisa.
Es que… hay
mucho trabajo aquí en la estancia, Clarita. Hay que hacer los preparativos para
la esquila, y además…
Ay, Bernardo.
Qué te cuesta… ¡La pasaremos tan bien!
Bernardo
suspiró. Al fin dijo:
¿Adónde quieres
ir?
Le resultó
sospechoso el lugar elegido por su invitada: el valle de Pampa del Toro, donde
estaba la estancia que Bernardo acababa de comprar.
¿Recuerdas que
no pudimos llegar, el otro día, cuando nos quedamos sin gasolina?
Sí, lo
recuerdo. No te gustará ese lugar, Clarita. Es un peladero.
Oh, vamos,
Bernardo… ¡Di que sí!, sonría y daba saltitos la Viuda, como si fuera una
chiquilla.
El Loco Cebolla
meneaba la cabeza, desde atrás.
Está bien, dijo
Bernardo. Ya que insistes…
La Viuda se
echó en sus brazos, le atusó la punta del bigote. No le importaba que los demás
la vieran, actuaba como si ya fuera su mujer.
El Loco Cebolla
se alejó del lugar sin decir más nada. Emilio, el Chofer de doña Clarita,
endureció las mandíbulas y miró para otro lado.
***
Qué sentido
tenía ocultárselo, pensaba Bernardo, si de todos modos la Viuda ya había
averiguado lo que se cocía allí. Sabía que los camiones de Bernardo cruzaban la
frontera, cargados a tope de alimentos y bebidas, sin pasar por los controles
de aduanas.
¡No lo puedo
creer! ¿Eres un contrabandista?
Es algo
temporal. En cuanto termine de pagar las deudas, y logre
enderezar mis finanzas…
Todo empezó
como un mal entendido. El Chueco Otero, un antiguo conocido de Bernardo, se
apareció una mañana por la estancia, y le pidió a Bernardo prestado su camión.
Había tenido problemas con el suyo, le dijo, y necesitaba transportar urgente
unas mercancías, desde la Bahía San Gregorio a Punta Arenas.
Es pa llevar un
par de cajas, nomás. A la noche ya se lo traigo de güelta.
Bernardo justo
tenía que ir a Punta Arenas, a ver al contador. Se le vencían dos letras de
pago y sus acreedores no se mostraban muy dispuestos a renovarlas. El asunto
venía mal. Los desmanejos su administrador, mientras él cuidaba a su esposa
enferma, habían llevado la estancia al borde de la quiebra.
Podría ir
contigo, ya que vas a la ciudad, luego me traes de vuelta.
¡Sí, don
Bernardo!, dijo el Chueco Otero, que se quedó a dormir allí esa noche. Salieron
temprano, la mañana siguiente, para aprovechar lo más posible el día. La Bahía
de San Gregorio estaba a un paso de allí. El asunto le olió mal a Bernardo ya
de entrada. La mercancía había sido descargada a las apuradas de una gabarra,
por sujetos de mirada esquiva. El camión se puso en marcha. Sólo que, en vez de
tomar por la ruta principal, el Chueco dobló por una huella en mitad del monte.
Así no nos
topamos con ninguna patrulla, don Bernardo.
Pero… Bernardo
se dio vuelta a mirar los bultos que llevaban en la caja.
¡Esto es
contrabando!
Solamente si
nos pescan, dijo el Chueco.
Bernardo se
sintió un idiota, por no haberse dado cuenta antes.
No se haga
problema, don Bernardo. Los guardias del puente ya están arreglados.
Era Otero el
que manejaba, Bernardo jamás había aprendido. Ni él sabía para qué había
comprado ese camión, si con las chatas alcanzaba y sobraba para llevar la lana
al puerto.
Es un muy buen
camión, dijo el Chueco Otero, al tiempo que pasaban por un cañadón de acceso
bastante complicado. ¿Acaso lo tiene en venta? ¿Cuánto pide por él?
No pensaba
venderlo, a decir verdad… ¿Qué pasó con tu camión? Pensé que estaba en
reparación.
Oh, no, me lo
prendieron fuego, dijo el Chueco, que no era Chueco de las piernas, sino de los
ojos: dos bolitas verdes que se movían cada una por su cuenta; uno nunca sabía
a cuál mirarlo.
¿Te lo
prendieron fuego? ¿Quiénes?
Esos croatos
desgraciados, los que trabajan para el gringo Kovacich... No quieren que nadie
más se dedique a este negocio, solamente ellos. ¡Esos son los peligrosos, no la
policía! ¿Trajo su revólver?
¿Qué? Sí, dijo
Bernardo, que sí lo había traído, sólo por costumbre. Vivían en una zona de
frontera, jamás salían desarmados.
Tengaló
preparado, dijo el Chueco, que a su vez había sacado el suyo. Con un ojo miraba
el camino y con el otro las rocas que bordeaban el camino.
Saben estar
acovachados por esta zona. Si ve algo raro, dispare nomás.
Escucha,
Chueco, yo no quiero…
Usté tire, don Bernardo. Ya me mataron a un chofer, la semana pasada. Un
muchacho más bueno que el pan…
Terminaron de
cruzar la parte peligrosa sin incidentes, llegaron a la ciudad pasado el
mediodía. El Chueco puso de culata el camión en el depósito de un almacén. El
dueño llegó con el dinero.
¡Don Bernardo!
Tanto tiempo sin verlo por aquí…
El Chueco Otero
le dio una parte de la paga. Bernardo no esperaba que fuera tanto.
Si tuviera un
par de camiones como este, dijo el Chueco, podría estar levantando mil, mil
doscientos pesos por semana…
¿Qué dices?
¿Tanto?
Por cargamentos
de tabaco y licor, más todavía.
Esa misma
semana, Bernardo se apareció en la principal relojería de Río Gallegos,
llevando el cofrecillo con las joyas de Irena: los anillos, los pendientes, la
tiara que usó cuando posó para el cuadro que le pintaron en París...
¡Carállu!,
tiene un lote interesante aquí… ¿Lu quiere empeñar u vender?
Irena aprobaría
lo que estaba haciendo, estaba seguro que sí. La supervivencia de la estancia y
el trabajo de sus empleados dependía de ello.
Sólo quiero
empeñarlas. Vendré por ellas antes de que se venza el plazo.
¡Ja!, sonrió
con sorna el gallego. Tudus dicen lu mismu…
Por las dudas,
Bernardo quitó del montón la única pieza que no quería arriesgarse a perder, la
alianza que había sido de su esposa. Se la colocó en el dedo meñique. Calzaba a
la perfección.
***
Doña Clarita
cumplió su deseo de volver a la Naturaleza, pero en auto. Ella misma conducía
se Renault Retrô, llevando a Bernardo como copiloto.
Ve un poco más
lento, Clarita… ¡Nos vamos a matar!
Detrás de ellos
venía la carreta con las tres mucamas, conducida por uno de los peones, y un
poco más atrás Emilio, el chofer de doña Clarita, tratando de no caerse del
petiso que le habían ensillado.
Tenga mano,
compañero… se burlaban amistosamente de él Martiniano y Eleuterio. No lo
tironee tanto, que lo va a desbocar…
¡Ay!, se
quejaba doña Dorotea, cada vez que la carreta daba un bandazo. Algo nada
infrecuente, en ese camino que era más bien una huella trazada en mitad de los
pastos. ¡Quién me habrá mandado a venir!
Lola y
Abelarda, por otra parte, disfrutaban del paseo. Con todo lo que detestaban a
doña Clarita, debían reconocer que lo del picnic había sido una buena idea.
¡Mira! ¡Mira
aquellos pájaros! ¿Son pájaros, verdad?
¿Esos? Abelarda
miró hacia la laguna. Son flamencoj, pué.
¡Qué bonitos!
¿Pueden volar?
Era bueno salir
por una vez de la casa, de la rutina diaria de la cocina, del fregado, del
pulido y todo lo demás.
Lola se pasó al
pescante.
¿Me dejas
llevar las riendas, Inocencio?
¿Lo ha hecho
alguna vez, Patroncita?
No, pero tú me
enseñarás.
El Renault se
detenía, cada tanto, a esperar que el resto de la comitiva los alcanzara.
Oye, tus
hombres van armados hasta los dientes, observó doña Clarita.
¿Qué? Ah, sí…
Aprovechan para ir de cacería, cada vez que pueden…
La verdad es
que habían tenido un par de encontronazos, con la gente de Kovacich, en las
últimas semanas. Uno de los convoyes fue atacado, al cruzar el cañadón del
Arroyo Azul. Martiniano baleó a uno de los croatas, que al parecer murió al día
siguiente. Esa gente no iba a la policía, cuando tenía un problema como ese,
trataban de solucionarlo por su cuenta. Bernardo no lo podía entender. Había
tratado de llegar a un acuerdo con ellos, de proponerles trabajar en conjunto,
tal y como lo hacía con el Chueco Otero y con otros contrabandistas menores.
Había lugar para todos, si cada uno cedía un poco.
Sí, ya me
imagino lo que van a cazar, dijo la Viuda. ¿Por qué no te sinceras conmigo?
¿Piensas que te voy a delatar?
Bernardo no le
respondió. El asunto se le había ido de las manos, esa es la verdad. Era
víctima de su propio éxito. Su capacidad organizativa y su don para trabajar
con la gente lo habían hecho pasar, en tan sólo unos meses, de dirigir un par
de operaciones aisladas a armar una red bien aceitada y eficiente. Con los
primeros beneficios hizo armar un pequeño muelle en la Bahía San Gregorio,
donde clippers llegados de Ushuaia o Río Gallegos (dos poblados que aún tenían
puerto franco) podían descargar los envíos en cuestión de minutos. De la
seguridad del lugar se ocupaban sus amigos, los tehuelches de la tribu de
Luisito, que ya no estaban armados de lanzas o boleadoras, sino de los fusiles
que Bernardo les habías conseguido, unos Lee-Enfield a cerrojo, los mismos que
usaban los soldados ingleses en las trincheras del Frente Occidental.
Bien, ya está
todo listo. ¡Adelante!
El traslado
hasta la ciudad se hacía en los camiones MAN-Saurer de tres toneladas que
Bernardo compró, gracias a las joyas de Irena. A diferencia de otros
aventureros, que se movían de noche, por caminos difíciles, sus camiones
marchaban en pleno día, por la ruta principal. Todos recibían una tajada,
incluidos el Jefe de Policía y el Gobernador.
¡Vaya!, se rio
la Viuda, cuando él se lo confesó. ¡Jamás lo hubiera esperado de ti, Bernardo!
Tampoco yo, Clarita, suspiró Bernardo. Tampoco yo...
***
Llegaron al
lugar destinado para el picnic, la meseta conocida como Pampa del Toro.
¡Pucha, que
este lugar ej bien feo!, observó Abelarda. Pa eso noj hubiéramo quedáo onde
ejtábamo…
En efecto,
aquel sitio tenía mucho de páramo. En vez de árboles, había malezas. La tierra
era arenosa y gris. Soplaba el viento, se había vuelto a nublar.
¡Nomáj falta
que noj agarre la lluvia!
Pararon allí,
de todos modos. Armaron la mesa y las sillas plegables, donde se ubicaron don
Bernardo y la Viuda de González. Se sirvieron unos entremeses, se descorchó una
botella.
Aún no entiendo
para qué has gastado tu dinero en un lugar como este, Bernardo. Ni siquiera hay
buen pasto para las ovejas aquí.
Bueno, pienso
que, con algunas mejoras…
¿Qué es aquella
torre de madera que se ve allá?, lo interrumpió la Viuda, señalando una especie de mangrullo que se asomaba entre los matorrales, a cierta distancia.
¿Eso? Es una
perforación para encontrar agua. No hallaron nada, todavía. Están haciendo una
nueva a un par de millas de aquí.
Los peones
habían prendido un fuego, cerca de donde dejaron amarrados los caballos. Sobre
un par de fierros en cruz se cocía lentamente un chivito a las brasas.
Qué bien huele
eso, dijo doña Dorotea.
Prepare el
diente, Ñora, que ya falta poco…
Emilio daba
vueltas por los alrededores, solo. No comprendía que estaba haciendo allí. Sin
el auto se sentía despojado, inútil. El viaje a caballo había resultado una
tortura para él. No podía sentarse, ni estar parado. Las piernas le quedaron
arqueadas por un largo rato.
Bájese del
caballo, mi amigo, que ya hemos llegado, le dijo en broma Eleuterio.
Malditos
guachos… murmuró Emilio. Así revienten.
Mire la cara
que trae el granuja este, dijo Abelarda. Algo se trama.
¿Por qué lo
llamas así?, dijo doña Dorotea. A mí me parece un joven muy correcto.
¡Eh, tú!, gritó
desde la mesa doña Clarita, señalando la botella vacía. ¡Trae otra!
¿Qué le dije?,
meneó la cabeza Abelarda. ¡Esta tira más al pecho que a la cincha!
El tinto de La
Rioja había puesto locuaz a la Viuda, que al cabo de un rato preguntó:
Dime una cosa,
querido Bernardo, ¿por qué estaba tan enojado ese viejo mugriento del Cebolla,
esta mañana?
¿Por qué lo
dices?
Te estuvo
hablando de mí, ¿verdad? ¿Qué fue lo que te dijo?
Bernardo sabía
que pisaba terreno resbaladizo, cuando estaba con esa mujer. Dio un breve sorbo
a su copa.
Pues… él piensa
que…
No tenía
sentido engañarla. Era demasiado astuta.
…piensa que has
venido aquí a espiarnos. A averiguar lo que estoy haciendo, para luego ir a
contarle a Moisés Braunstein…
¡Qué!, sonrió y
se indignó al mismo tiempo la Viuda. ¿No irás a creer eso tú también?
Lola los
observaba, desde lejos, y rechinaba los dientes al ver a esa diabólica mujer.
Esa malvada que le había robado el afecto de don Bernardo. La veía inclinarse
hacia él, tomarlo de la mano…
Maldita,
murmuró, y agregó en el dialecto de su isla una palabra que nadie más podía
entender. Nadie más que doña Dorotea, que no creyó haber oído esa palabra en
más de cincuenta años.
¿Qué has dicho?
Nada, tía.
Nada.
***
Te aseguro que
esto es algo temporal, Clarita. Tengo en vista otro negocio, mucho más
lucrativo que este, y cien por ciento legal.
¿Ah, sí? ¿Cuál
es?
No puedo
decírtelo todavía, pero prometo que lo haré, llegado el momento.
Ja, ja, ja…
¿De qué te
ríes?
A mí no me importa si eres un criminal,
Bernardo.
Doña Clarita
extendió un mano y le acarició la mejilla, le dijo: Estoy dispuesta a jugarme
entera por ti, a seguirte hasta el fin del mundo si es necesario…
Clarita, qué
cosas dices, se ruborizó como un muchacho Bernardo. Era evidente que su amiga
ya había bebido más de la cuenta. Bernardo estuvo a punto de correrle la
botella, la próxima vez que quiso servirse. No se atrevió.
Bernardo… se
inclinó hacia él la Viuda y le tendió los labios. Te amo…
Por favor, aquí
no…, le hizo el quite a último momento Bernardo. Pueden vernos…
¿Y qué?, se
incorporó como un resorte doña Clarita, dolida en lo más profundo de su ser, al
verse rechazada. No son más que sirvientes, da igual lo que piensen.
No lo tomes a
mal, Clarita. Más tarde, cuando estemos solos…
A no ser que
temas que te vea esa indiecita de trenzas.
¿Qué dices?
¿Me tomas por
idiota? Ya he visto como la miras. Cómo te brillan los ojos, cada vez que le
hablas…
Bernardo no
supo qué responder.
Soy una mujer
de ideas modernas, ¿sabes? No me importa si quieres refocilarte con la
servidumbre. Sólo te pido que lo hagas con discreción.
No es lo que tu
piensas, Clarita…
No te costará
nada, por lo demás. ¡Mírala! ¡Mira como coquetea con los peones! Seguro que ya
se revuelca con ellos. Putita descarada…
¡Clarita! No te
permito que…
¡Un día quedará
preñada y ni ella sabrá de quién!
***
¡Emilio!
¡Emilio!, gritó doña Dorotea. ¡Ya está listo el chivito, Emilio! ¡Venga!
Emilio no la
escuchaba. Caminaba por los alrededores, con las manos en los bolsillos.
Dejeló, dijo
Abelarda. Habrá ido a hacer suj cosa, en medio de loj pasto. Ya va a venir.
Pero no, el
moreno y espigado chofer se había alejado un par de cientos de metros, en
dirección al socavón, y luego, tras cerciorarse de que nadie lo veía, dio
pequeño rondín hasta donde estaba la torre de madera. Le había llamado la
atención desde que llegaron. Algo no cuadraba en aquel lugar, no sabría decir
qué.
No, estas cosas
no son para que jueguen las niñas, dijo Martiniano.
¡No soy una
niña!, dijo Lola. Oh, vamos, Martiniano, sólo muéstrame cómo funciona…
No, si no da su
permiso don Bernardo.
Ten, toma el
mío, dijo Eleuterio, y le pasó su fusil, no sin antes sacarle el cargador con
los dos peines.
Oigan,
cabaiéros, que laj arma laj carga el diablo, intervino Abelarda.
Lola sintió una
emoción inesperada cuando lo tuvo entre sus brazos. Lo levantó, como vio que
los hombres hacían cuando iban a disparar. Sintió el roce sensual de la culata
de madera en su mejilla, y el frío del metal, que de a poco tomaba la
temperatura de sus manos.
Sólo tienes que
correr el cerrojo, mirar por esta ranura, y apuntar adonde quieres tirar…
¡Cuidáo! ¡No
apuntej onde está la gente! ¡Inocencio! ¡Dile algo, tú que eres máj sensato!
Déjala, sólo
están jugando.
Aún cuando
estaba descargado, Lola tuvo la precaución de apuntar hacia el descampado,
hacia donde no había nadie.
Oh…
Sólo que, a
través de la mira, vio algo moverse. Vio a alguien. Vio nada menos que el
uniforme gris de Emilio, y su gorra con las antiparras, que brillaron por un
segundo entre los matorrales.
¡CLICK!, se
activó el mecanismo, cuando Lola apretó el gatillo.
Bien, ya has
jugado bastante, dijo Eleuterio, quitándoselo de las manos. Algún día, si el
Patrón te da permiso, lo usarás con munición.
***
No, no había
gran cosa, donde estaba la torre de madera. Tan solo unos fierros
desparramados, alrededor de un hoyo de un palmo de diámetro. Se notaban pisadas
más o menos frescas, y colillas de cigarrillos. Emilio levantó una, la olió… No
identificaba ese tabaco, no habría podido decir de qué marca era. No hasta que
vio una cajetilla vacía, tirada al costado, que tenía la fotografía coloreada
de una mujer en uniforme militar. Fräulein Feldgrau…
Alemanes, dijo
Emilio, que se guardó la cajetilla en el bolsillo.
En fin, no
parecía una gran información, como para que don Moisés lo recompensara por
ello. Pero era mejor que nada. El lugar olía raro, como a zorrillo muerto. Pero
no, no era eso, era otra cosa. Emilio estuvo a punto de emprender el regreso,
cuando notó que sus botas se habían hundido en la tierra. No mucho, tal vez una pulgada. Los tacos se le pegotearon, cuando quiso salir, temió
haberse metido en una ciénaga.
Qué carajo…
No era una
ciénaga, era una especie de charca, apenas tapada por una capa de polvo y unas
briznas de pasto. Una charca de brea, o algo negro como la brea, sólo
que más blando. Emilio apartó un poco de ese pegote a un costado, valiéndose de
una rama. Prendió un fósforo, lo acercó…
Oh…
Una llamarada
se levantó de aquel pequeño montículo, una flama que iluminó su rostro y los
pastos de los alrededores. Emilio se apuró a extinguirla, pisándola con el pie.
Sí, sonrió el curioso chofer, era eso, exactamente lo que parecía: ¡Petróleo!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.
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