Capítulo 107 - Una mujer fatal

Lola odiaba a esa mujer: era mala, mentirosa, egoísta... Y, lo peor de todo, era que siempre se salía con la suya.
¡Ay! ¡Qué día tan hermoso!
Desde su llegada a la Estancia, la Despampanante Viuda tenía a todo el mundo bailando alrededor de su dedo meñique.
Lindo día para un pic-nic, ¿verdad?
¿Un qué?, chilló Abelarda, la otra mucama, que no la podía tragar, menos aún que Lola.
¡Si serás bruta!, le respondió doña Clarita. Un picnic es una excursión a la naturaleza: dar un paseo, llevar una cesta con comida, almorzar en el campo…
¡En el campo! ¿Y acá, ónde se cree qu’estamos, Ñora?
Pero...
¿Qué se piensa que son esaj ovejas ahí ajuera? ¿Damas de sociedá?
Doña Dorotea y Lola se admiraban de cómo Abelarda le respondía a esa mujer que (todos ya lo sabían) era la amante del patrón, y podía hacerlas despedir cuando se le antojara.
¡Grandísima ignorante! El día que me interese tu opinión, te la preguntaré, dijo doña Clarita, que ahí nomás se puso a dar las instrucciones:
Prepararán algo de pan, carne en fiambre, una botella de vino…
¿Una sola?
La Viuda dio la vuelta a la mesa y se encaró con Abelarda.
¿Qué estás insinuando?
Náa, pues ñora, reculó la mucama principal, cuando doña Clarita clavó en ella su mirada de hielo. Como somoj hartas personas…
Tras un momento que pareció eterno, la Viuda dijo:
Odio cuando la servidumbre se toma confianzas. Hablaré con don Bernardo al respecto.
No se preocupe, doña Clarita, acudió al rescate doña Dorotea, el Ama de llaves. Haremos todo lo que Usted encargó. ¿A qué hora quiere que salgamos?
Doña Clarita no le respondió de inmediato. Caminó hacia la puerta que daba al pasillo, muy digna y peripuesta, con su negro vestido de encaje, algo más escotado que el que había usado el día anterior.
Yo les avisaré, dijo, antes de abandonar la cocina.
Su taconeo se escuchó mientras se alejaba por el pasillo. No fue hasta que se hubo apagado por completo que Abelarda se atrevió a decir:
Pucha con la Viudita…
 
***
 
Eres un imbécil, dijo el Loco Cebolla. Ni sé para qué me molesto contigo.
Ya lo sé, dijo Bernardo.
Aparece esa zorra y pierdes hasta los calzones. ¿No te das cuenta de que ha venido a espiar tus movimientos? Luego le irá con el cuento al canalla de Moisés…
Bueno, eso no lo sabemos todavía.
Ya estaban hechos los preparativos para el pic-nic. La Viuda había rebatido las objeciones que Bernardo con tan sólo unos pestañeos y una sonrisa.
Es que… hay mucho trabajo aquí en la estancia, Clarita. Hay que hacer los preparativos para la esquila, y además…
Ay, Bernardo. Qué te cuesta… ¡La pasaremos tan bien!
Bernardo suspiró. Al fin dijo:
¿Adónde quieres ir?
Le resultó sospechoso el lugar elegido por su invitada: el valle de Pampa del Toro, donde estaba la estancia que Bernardo acababa de comprar.
¿Recuerdas que no pudimos llegar, el otro día, cuando nos quedamos sin gasolina?
Sí, lo recuerdo. No te gustará ese lugar, Clarita. Es un peladero.
Oh, vamos, Bernardo… ¡Di que sí!, sonría y daba saltitos la Viuda, como si fuera una chiquilla.
El Loco Cebolla meneaba la cabeza, desde atrás.
Está bien, dijo Bernardo. Ya que insistes…
La Viuda se echó en sus brazos, le atusó la punta del bigote. No le importaba que los demás la vieran, actuaba como si ya fuera su mujer.
El Loco Cebolla se alejó del lugar sin decir más nada. Emilio, el Chofer de doña Clarita, endureció las mandíbulas y miró para otro lado.
 
***
 
Qué sentido tenía ocultárselo, pensaba Bernardo, si de todos modos la Viuda ya había averiguado lo que se cocía allí. Sabía que los camiones de Bernardo cruzaban la frontera, cargados a tope de alimentos y bebidas, sin pasar por los controles de aduanas.
¡No lo puedo creer! ¿Eres un contrabandista?
Es algo temporal. En cuanto termine de pagar las deudas, y logre enderezar mis finanzas…
Todo empezó como un mal entendido. El Chueco Otero, un antiguo conocido de Bernardo, se apareció una mañana por la estancia, y le pidió a Bernardo prestado su camión. Había tenido problemas con el suyo, le dijo, y necesitaba transportar urgente unas mercancías, desde la Bahía San Gregorio a Punta Arenas.
Es pa llevar un par de cajas, nomás. A la noche ya se lo traigo de güelta.
Bernardo justo tenía que ir a Punta Arenas, a ver al contador. Se le vencían dos letras de pago y sus acreedores no se mostraban muy dispuestos a renovarlas. El asunto venía mal. Los desmanejos su administrador, mientras él cuidaba a su esposa enferma, habían llevado la estancia al borde de la quiebra.
Podría ir contigo, ya que vas a la ciudad, luego me traes de vuelta.
¡Sí, don Bernardo!, dijo el Chueco Otero, que se quedó a dormir allí esa noche. Salieron temprano, la mañana siguiente, para aprovechar lo más posible el día. La Bahía de San Gregorio estaba a un paso de allí. El asunto le olió mal a Bernardo ya de entrada. La mercancía había sido descargada a las apuradas de una gabarra, por sujetos de mirada esquiva. El camión se puso en marcha. Sólo que, en vez de tomar por la ruta principal, el Chueco dobló por una huella en mitad del monte.
Así no nos topamos con ninguna patrulla, don Bernardo.
Pero… Bernardo se dio vuelta a mirar los bultos que llevaban en la caja.
¡Esto es contrabando!
Solamente si nos pescan, dijo el Chueco.
Bernardo se sintió un idiota, por no haberse dado cuenta antes.
No se haga problema, don Bernardo. Los guardias del puente ya están arreglados.
Era Otero el que manejaba, Bernardo jamás había aprendido. Ni él sabía para qué había comprado ese camión, si con las chatas alcanzaba y sobraba para llevar la lana al puerto.
Es un muy buen camión, dijo el Chueco Otero, al tiempo que pasaban por un cañadón de acceso bastante complicado. ¿Acaso lo tiene en venta? ¿Cuánto pide por él?
No pensaba venderlo, a decir verdad… ¿Qué pasó con tu camión? Pensé que estaba en reparación.
Oh, no, me lo prendieron fuego, dijo el Chueco, que no era Chueco de las piernas, sino de los ojos: dos bolitas verdes que se movían cada una por su cuenta; uno nunca sabía a cuál mirarlo.
¿Te lo prendieron fuego? ¿Quiénes?
Esos croatos desgraciados, los que trabajan para el gringo Kovacich... No quieren que nadie más se dedique a este negocio, solamente ellos. ¡Esos son los peligrosos, no la policía! ¿Trajo su revólver?
¿Qué? Sí, dijo Bernardo, que sí lo había traído, sólo por costumbre. Vivían en una zona de frontera, jamás salían desarmados.
Tengaló preparado, dijo el Chueco, que a su vez había sacado el suyo. Con un ojo miraba el camino y con el otro las rocas que bordeaban el camino.
Saben estar acovachados por esta zona. Si ve algo raro, dispare nomás.
Escucha, Chueco, yo no quiero…
Usté tire, don Bernardo. Ya me mataron a un chofer, la semana pasada. Un muchacho más bueno que el pan…
Terminaron de cruzar la parte peligrosa sin incidentes, llegaron a la ciudad pasado el mediodía. El Chueco puso de culata el camión en el depósito de un almacén. El dueño llegó con el dinero.
¡Don Bernardo! Tanto tiempo sin verlo por aquí…
El Chueco Otero le dio una parte de la paga. Bernardo no esperaba que fuera tanto.
Si tuviera un par de camiones como este, dijo el Chueco, podría estar levantando mil, mil doscientos pesos por semana…
¿Qué dices? ¿Tanto?
Por cargamentos de tabaco y licor, más todavía.
Esa misma semana, Bernardo se apareció en la principal relojería de Río Gallegos, llevando el cofrecillo con las joyas de Irena: los anillos, los pendientes, la tiara que usó cuando posó para el cuadro que le pintaron en París...
¡Carállu!, tiene un lote interesante aquí… ¿Lu quiere empeñar u vender?
Irena aprobaría lo que estaba haciendo, estaba seguro que sí. La supervivencia de la estancia y el trabajo de sus empleados dependía de ello.
Sólo quiero empeñarlas. Vendré por ellas antes de que se venza el plazo.
¡Ja!, sonrió con sorna el gallego. Tudus dicen lu mismu…
Por las dudas, Bernardo quitó del montón la única pieza que no quería arriesgarse a perder, la alianza que había sido de su esposa. Se la colocó en el dedo meñique. Calzaba a la perfección.
 
***
 
Doña Clarita cumplió su deseo de volver a la Naturaleza, pero en auto. Ella misma conducía se Renault Retrô, llevando a Bernardo como copiloto.
Ve un poco más lento, Clarita… ¡Nos vamos a matar!
Detrás de ellos venía la carreta con las tres mucamas, conducida por uno de los peones, y un poco más atrás Emilio, el chofer de doña Clarita, tratando de no caerse del petiso que le habían ensillado.
Tenga mano, compañero… se burlaban amistosamente de él Martiniano y Eleuterio. No lo tironee tanto, que lo va a desbocar…
¡Ay!, se quejaba doña Dorotea, cada vez que la carreta daba un bandazo. Algo nada infrecuente, en ese camino que era más bien una huella trazada en mitad de los pastos. ¡Quién me habrá mandado a venir!
Lola y Abelarda, por otra parte, disfrutaban del paseo. Con todo lo que detestaban a doña Clarita, debían reconocer que lo del picnic había sido una buena idea.
¡Mira! ¡Mira aquellos pájaros! ¿Son pájaros, verdad?
¿Esos? Abelarda miró hacia la laguna. Son flamencoj, pué.
¡Qué bonitos! ¿Pueden volar?
Era bueno salir por una vez de la casa, de la rutina diaria de la cocina, del fregado, del pulido y todo lo demás.
Lola se pasó al pescante.
¿Me dejas llevar las riendas, Inocencio?
¿Lo ha hecho alguna vez, Patroncita?
No, pero tú me enseñarás.
El Renault se detenía, cada tanto, a esperar que el resto de la comitiva los alcanzara.
Oye, tus hombres van armados hasta los dientes, observó doña Clarita.
¿Qué? Ah, sí… Aprovechan para ir de cacería, cada vez que pueden…
La verdad es que habían tenido un par de encontronazos, con la gente de Kovacich, en las últimas semanas. Uno de los convoyes fue atacado, al cruzar el cañadón del Arroyo Azul. Martiniano baleó a uno de los croatas, que al parecer murió al día siguiente. Esa gente no iba a la policía, cuando tenía un problema como ese, trataban de solucionarlo por su cuenta. Bernardo no lo podía entender. Había tratado de llegar a un acuerdo con ellos, de proponerles trabajar en conjunto, tal y como lo hacía con el Chueco Otero y con otros contrabandistas menores. Había lugar para todos, si cada uno cedía un poco.
Sí, ya me imagino lo que van a cazar, dijo la Viuda. ¿Por qué no te sinceras conmigo? ¿Piensas que te voy a delatar?
Bernardo no le respondió. El asunto se le había ido de las manos, esa es la verdad. Era víctima de su propio éxito. Su capacidad organizativa y su don para trabajar con la gente lo habían hecho pasar, en tan sólo unos meses, de dirigir un par de operaciones aisladas a armar una red bien aceitada y eficiente. Con los primeros beneficios hizo armar un pequeño muelle en la Bahía San Gregorio, donde clippers llegados de Ushuaia o Río Gallegos (dos poblados que aún tenían puerto franco) podían descargar los envíos en cuestión de minutos. De la seguridad del lugar se ocupaban sus amigos, los tehuelches de la tribu de Luisito, que ya no estaban armados de lanzas o boleadoras, sino de los fusiles que Bernardo les habías conseguido, unos Lee-Enfield a cerrojo, los mismos que usaban los soldados ingleses en las trincheras del Frente Occidental.
Bien, ya está todo listo. ¡Adelante!
El traslado hasta la ciudad se hacía en los camiones MAN-Saurer de tres toneladas que Bernardo compró, gracias a las joyas de Irena. A diferencia de otros aventureros, que se movían de noche, por caminos difíciles, sus camiones marchaban en pleno día, por la ruta principal. Todos recibían una tajada, incluidos el Jefe de Policía y el Gobernador.
¡Vaya!, se rio la Viuda, cuando él se lo confesó. ¡Jamás lo hubiera esperado de ti, Bernardo! 
Tampoco yo, Clarita, suspiró Bernardo. Tampoco yo...
 
***
 
Llegaron al lugar destinado para el picnic, la meseta conocida como Pampa del Toro.
¡Pucha, que este lugar ej bien feo!, observó Abelarda. Pa eso noj hubiéramo quedáo onde ejtábamo…
En efecto, aquel sitio tenía mucho de páramo. En vez de árboles, había malezas. La tierra era arenosa y gris. Soplaba el viento, se había vuelto a nublar.
¡Nomáj falta que noj agarre la lluvia!
Pararon allí, de todos modos. Armaron la mesa y las sillas plegables, donde se ubicaron don Bernardo y la Viuda de González. Se sirvieron unos entremeses, se descorchó una botella.
Aún no entiendo para qué has gastado tu dinero en un lugar como este, Bernardo. Ni siquiera hay buen pasto para las ovejas aquí.
Bueno, pienso que, con algunas mejoras…
¿Qué es aquella torre de madera que se ve allá?, lo interrumpió la Viuda, señalando una especie de mangrullo que se asomaba entre los matorrales, a cierta distancia.
¿Eso? Es una perforación para encontrar agua. No hallaron nada, todavía. Están haciendo una nueva a un par de millas de aquí.
Los peones habían prendido un fuego, cerca de donde dejaron amarrados los caballos. Sobre un par de fierros en cruz se cocía lentamente un chivito a las brasas.
Qué bien huele eso, dijo doña Dorotea.
Prepare el diente, Ñora, que ya falta poco…
Emilio daba vueltas por los alrededores, solo. No comprendía que estaba haciendo allí. Sin el auto se sentía despojado, inútil. El viaje a caballo había resultado una tortura para él. No podía sentarse, ni estar parado. Las piernas le quedaron arqueadas por un largo rato.
Bájese del caballo, mi amigo, que ya hemos llegado, le dijo en broma Eleuterio.
Malditos guachos… murmuró Emilio. Así revienten.
Mire la cara que trae el granuja este, dijo Abelarda. Algo se trama.
¿Por qué lo llamas así?, dijo doña Dorotea. A mí me parece un joven muy correcto.
¡Eh, tú!, gritó desde la mesa doña Clarita, señalando la botella vacía. ¡Trae otra!
¿Qué le dije?, meneó la cabeza Abelarda. ¡Esta tira más al pecho que a la cincha!
El tinto de La Rioja había puesto locuaz a la Viuda, que al cabo de un rato preguntó:
Dime una cosa, querido Bernardo, ¿por qué estaba tan enojado ese viejo mugriento del Cebolla, esta mañana?
¿Por qué lo dices?
Te estuvo hablando de mí, ¿verdad? ¿Qué fue lo que te dijo?
Bernardo sabía que pisaba terreno resbaladizo, cuando estaba con esa mujer. Dio un breve sorbo a su copa.
Pues… él piensa que…
No tenía sentido engañarla. Era demasiado astuta.
…piensa que has venido aquí a espiarnos. A averiguar lo que estoy haciendo, para luego ir a contarle a Moisés Braunstein…
¡Qué!, sonrió y se indignó al mismo tiempo la Viuda. ¿No irás a creer eso tú también?
Lola los observaba, desde lejos, y rechinaba los dientes al ver a esa diabólica mujer. Esa malvada que le había robado el afecto de don Bernardo. La veía inclinarse hacia él, tomarlo de la mano…
Maldita, murmuró, y agregó en el dialecto de su isla una palabra que nadie más podía entender. Nadie más que doña Dorotea, que no creyó haber oído esa palabra en más de cincuenta años.
¿Qué has dicho?
Nada, tía. Nada.
 
***
 
Te aseguro que esto es algo temporal, Clarita. Tengo en vista otro negocio, mucho más lucrativo que este, y cien por ciento legal.
¿Ah, sí? ¿Cuál es?
No puedo decírtelo todavía, pero prometo que lo haré, llegado el momento.
Ja, ja, ja…
¿De qué te ríes?
A  mí no me importa si eres un criminal, Bernardo.
Doña Clarita extendió un mano y le acarició la mejilla, le dijo: Estoy dispuesta a jugarme entera por ti, a seguirte hasta el fin del mundo si es necesario…
Clarita, qué cosas dices, se ruborizó como un muchacho Bernardo. Era evidente que su amiga ya había bebido más de la cuenta. Bernardo estuvo a punto de correrle la botella, la próxima vez que quiso servirse. No se atrevió.
Bernardo… se inclinó hacia él la Viuda y le tendió los labios. Te amo…
Por favor, aquí no…, le hizo el quite a último momento Bernardo. Pueden vernos…
¿Y qué?, se incorporó como un resorte doña Clarita, dolida en lo más profundo de su ser, al verse rechazada. No son más que sirvientes, da igual lo que piensen.
No lo tomes a mal, Clarita. Más tarde, cuando estemos solos…
A no ser que temas que te vea esa indiecita de trenzas.
¿Qué dices?
¿Me tomas por idiota? Ya he visto como la miras. Cómo te brillan los ojos, cada vez que le hablas…
Bernardo no supo qué responder.
Soy una mujer de ideas modernas, ¿sabes? No me importa si quieres refocilarte con la servidumbre. Sólo te pido que lo hagas con discreción.
No es lo que tu piensas, Clarita…
No te costará nada, por lo demás. ¡Mírala! ¡Mira como coquetea con los peones! Seguro que ya se revuelca con ellos. Putita descarada…
¡Clarita! No te permito que…
¡Un día quedará preñada y ni ella sabrá de quién!
 
***
 
¡Emilio! ¡Emilio!, gritó doña Dorotea. ¡Ya está listo el chivito, Emilio! ¡Venga!
Emilio no la escuchaba. Caminaba por los alrededores, con las manos en los bolsillos.
Dejeló, dijo Abelarda. Habrá ido a hacer suj cosa, en medio de loj pasto. Ya va a venir.
Pero no, el moreno y espigado chofer se había alejado un par de cientos de metros, en dirección al socavón, y luego, tras cerciorarse de que nadie lo veía, dio pequeño rondín hasta donde estaba la torre de madera. Le había llamado la atención desde que llegaron. Algo no cuadraba en aquel lugar, no sabría decir qué.
No, estas cosas no son para que jueguen las niñas, dijo Martiniano.
¡No soy una niña!, dijo Lola. Oh, vamos, Martiniano, sólo muéstrame cómo funciona…
No, si no da su permiso don Bernardo.
Ten, toma el mío, dijo Eleuterio, y le pasó su fusil, no sin antes sacarle el cargador con los dos peines.
Oigan, cabaiéros, que laj arma laj carga el diablo, intervino Abelarda.
Lola sintió una emoción inesperada cuando lo tuvo entre sus brazos. Lo levantó, como vio que los hombres hacían cuando iban a disparar. Sintió el roce sensual de la culata de madera en su mejilla, y el frío del metal, que de a poco tomaba la temperatura de sus manos.
Sólo tienes que correr el cerrojo, mirar por esta ranura, y apuntar adonde quieres tirar…
¡Cuidáo! ¡No apuntej onde está la gente! ¡Inocencio! ¡Dile algo, tú que eres máj sensato!
Déjala, sólo están jugando.
Aún cuando estaba descargado, Lola tuvo la precaución de apuntar hacia el descampado, hacia donde no había nadie.
Oh…
Sólo que, a través de la mira, vio algo moverse. Vio a alguien. Vio nada menos que el uniforme gris de Emilio, y su gorra con las antiparras, que brillaron por un segundo entre los matorrales.
¡CLICK!, se activó el mecanismo, cuando Lola apretó el gatillo.
Bien, ya has jugado bastante, dijo Eleuterio, quitándoselo de las manos. Algún día, si el Patrón te da permiso, lo usarás con munición.
 
***
 
No, no había gran cosa, donde estaba la torre de madera. Tan solo unos fierros desparramados, alrededor de un hoyo de un palmo de diámetro. Se notaban pisadas más o menos frescas, y colillas de cigarrillos. Emilio levantó una, la olió… No identificaba ese tabaco, no habría podido decir de qué marca era. No hasta que vio una cajetilla vacía, tirada al costado, que tenía la fotografía coloreada de una mujer en uniforme militar. Fräulein Feldgrau…
Alemanes, dijo Emilio, que se guardó la cajetilla en el bolsillo.
En fin, no parecía una gran información, como para que don Moisés lo recompensara por ello. Pero era mejor que nada. El lugar olía raro, como a zorrillo muerto. Pero no, no era eso, era otra cosa. Emilio estuvo a punto de emprender el regreso, cuando notó que sus botas se habían hundido en la tierra. No mucho, tal vez una pulgada. Los tacos se le pegotearon, cuando quiso salir, temió haberse metido en una ciénaga.
Qué carajo…
No era una ciénaga, era una especie de charca, apenas tapada por una capa de polvo y unas briznas de pasto. Una charca de brea, o algo negro como la brea, sólo que más blando. Emilio apartó un poco de ese pegote a un costado, valiéndose de una rama. Prendió un fósforo, lo acercó…
Oh…
Una llamarada se levantó de aquel pequeño montículo, una flama que iluminó su rostro y los pastos de los alrededores. Emilio se apuró a extinguirla, pisándola con el pie. Sí, sonrió el curioso chofer, era eso, exactamente lo que parecía: ¡Petróleo! 
 

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.
  
 
 

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