Capítulo 106 - Un asunto algo turbio


Doña Clarita ya no tenía deseos ocultarse, quería que todo el mundo supiera de su amor.
¡Ay, Bernardo!, se tomaba de su brazo la Viuda, y recostaba la cabeza sobre su hombro, sin importar que los estuvieran mirando las mucamas, o los peones de la estancia, cuando salían a dar una vuelta.
¡Soy tan feliz!
Durante el almuerzo se sentaba junto a él y lo cubría de atenciones.
¡Uf!, resoplaba Abelarda, a quién hacía quedarse de pie detrás de ellos, durante toda la comida, como hacían los sirvientes en las casas de la gente importante.
Te ha quedado un poco de salsa en el bigote, querido. Permíteme…
Don Bernardo sonreía, algo cohibido, cuando la Viuda usaba su propia servilleta para limpiarle la comisura de la boca…
¡Confianzuda, máj encima!
¿Has dicho algo?, se dio vuelta doña Clarita.
¿Quién, yo?
Degustaban un pollo a la francesa, un plato que había llevado varias horas de preparación.
Es mi receta de coq au vin, dijo la Viuda. He hecho lo que pude, con los ingredientes que tenía…
¿Lo cocinaste tú?
¡Por supuesto!
¡U-jú…!, se escuchó desde atrás.
La Viuda clavó una gélida mirada sobre Abelarda, quien, con la vista al frente, parpadeó repetidas veces, sin darse por aludida.
Retira la vajilla, ¿quieres?
Sí, Ñora.
Un estruendo más que mediano se dejó oír mientras Abelarda quitaba los platos y cubiertos. Parecía que lo hiciera adrede.
Con su permiso…, dijo, casi con desprecio, antes de salir del salón.
El servicio doméstico de esta casa deja mucho que desear, Bernardo.
¿Sí? ¿Por qué lo dices?
Esta mujer se toma excesivas confianzas.
Oh, bueno… Abelarda es así. No lo hace con mala intención.
Por la ventana que daba al jardín se veían los rosales, ya empezando a florecer. Era un espléndido día de primavera. El cielo era azul. El sol relucía sobre los cromados del auto doña Clarita, un Renault Retrô de dos plazas, al que el chofer lustraba con una franela.
Y la otra es peor todavía, la indiecita de las trenzas, siguió la Viuda de González.
Bernardo tragó saliva.
¿Te refieres a Lola?
No sé su nombre, ni me interesa. ¿De dónde la sacaste?
Es la sobrina de Doña Dorotea, el ama de llaves.
Qué mocosa desagradable, y además sucia…
Bueno, pues a mí no me parece que…, trató de defenderla Bernardo.
¿Por qué tarda tanto el postre?
Pero si acaban de retirar el…
Doña Clarita hizo sonar la campanilla otra vez.
 
***
 
Bandeja en mano, Abelarda recorrió el largo pasillo que unía el ala principal de la casa con la cocina. Las pisadas de sus botas claveteadas retumbaban como mazazos sobre el piso de madera. Era una manía suya, usar ese calzado, en vez de los zapatos que correspondían a su atuendo de mucama.
¡Ya me tiene patilluda, esa fulana!, exclamó, al tiempo que abría con un empujón de cadera la puerta vaivén de la cocina. ¿Quién caracho se cree que es?
La llegada de esa mujer había trastornado la vida de la casa, de habitual tan apacible. La amiga de don Bernardo (por llamarla de alguna forma) había llegado a la Estancia como una simple visita, y se había quedado como dueña. Desde temprano venía a husmear en la cocina, se ponía a dar órdenes al personal, decidía lo que se debía comer.
¡Aquí se haraganea demasiado!, decía. Cada vez que entro las encuentro de pura charla. ¡Ya hablaremos de eso con el Sr. Caledonia!
Cómo se atreve, decían las mucamas, apenas se iba. ¿Es que se piensa que es la patrona, ahora?
¡Encima anda diciendo que lo cocinó ella, al gallo ese! No se le cae la jeta de vergüenza…
Habrá que ver, decía resignada doña Dorotea, mientras terminaba de preparar el postre. Lola no decía nada.
El postre que doña Clarita había ordenado preparar ese día era peras al cognac. Nada del otro mundo, para doña Dorotea. Sólo que, al abrir la alacena…
Pero… Había una botella casi llena aquí. ¿Esto es todo lo que quedó?
Me parece que anda un fantasma por aquí, por laj noche, dijo con sorna Abelarda.
¿Un fantasma? se alarmó Lola, que dejó por un momento de fregar la cacerola grande, en la que la grasa del gallo se había pegado de forma pertinaz.
¡Un fantasma vestío de negro, que se prende como ternero a loj gollete!
Lola se persignó. En su isla eran muy comunes los fantasmas, ella había visto a más de uno. No se hacía bromas con esas cosas.
¿Así que además es dada a la bebida?, se horrorizó doña Dorotea. Qué mujer más vulgar. No sé cómo don Bernardo la soporta...
¡La soporta bajtante bien, digo yo!
Estaban sobre ascuas, las tres. Sabían que, de convertirse esa mujer en la nueva señora de la casa, sus puestos allí tendrían los días contados.
¿Cómo va a poner a la perdida esa en el lugar de ña Irenita? Eso no puée ser…
Que yo recuerde, la finada patrona no te caía muy bien tampoco.
¡No ej lo mesmo! Ña Irenita, por lo menoj, era una dama…
Bueno, esto ya casi está, dijo doña Dorotea, que a falta de cognac tuvo que preparar las peras con brandy.
¡Clín, clín, clín!, llegó otra vez el retintín desde el salón.
¡Ahí está de güelta! Qué ganaj de meterle la campanita esa en la…
¡Abelarda! No te rebajes a su nivel, dijo el Ama de llaves, y agregó: Lola, ve a llevarles el postre.
Y Lola, que habitualmente obedecía sin rechistar, le respondió:
No.
¿Cómo dices?
No era floja. No tenía problemas en levantarse la primera, para encender las estufas, o en irse a dormir bien tarde, cuando ya estaba todo limpio y repasado. Solo que, cuando se emperraba, era difícil hacerla cambiar de parecer.
No, tía. No iré.
No puso un justificativo, no dio ninguna excusa. Doña Dorotea tardó en reponerse de su sorpresa. Abrió la boca, a punto de decirle, tal vez, que ahí mandaba ella, y la debía obedecer, cuando Abelarda intervino.
Tá bien, ña Orotea. Voy yo.
Lola se lo agradeció con una media sonrisa, y Abelarda le respondió con un guiño. Cargó las copas con el postre en la bandeja. Estaba por salir otra vez, cuando la puerta que daba al patio trasero se abrió. Escucharon a alguien silbar una cancioncilla, sin verlo ya sabían de quién se trataba. Era Emilio, el chofer de doña Clarita, que entró como de costumbre, soberbio, altivo, sin saludar, como si les hiciera un favor con su sola presencia.
¡Éramoj pocos y parió la agüela! ¿Se limpió loj piese ante de entrar?
 
***
 
Tras el postre y el café, la Viuda bostezó, y expresó su deseo de ir a echarse una siestita.
¿Me acompañas, Bernardo?
Pues…
Alegando unas tareas pendientes, Bernardo se escabulló. No le pareció correcto. Una cosa es que se vieran con Clarita de noche, guardando las formas (aunque las pisadas se escucharan en el pasillo, y todos en la casa supiesen lo que pasaba) y otra muy distinta era que compartieran el lecho a plena luz del día, sin ocultarse.
¡Qué malo eres! ¿Acaso te has cansado de mí?
Pero no, Clarita. Cómo se te ocurre…
La verdad era que sí. Después de casi dos semanas de tenerla allí, Bernardo ya estaba un tan tanto hastiado de su presencia. Las zalamerías de la Viuda comenzaban a irritarlo. Sus besos y caricias, que tanto lo habían inflamado al principio, ya no surtían el mismo efecto. Uno se harta hasta de la miel.
Ve tú a descansar. Yo mientras iré a atender unas cuestiones…
No tenía nada que hacer, sólo quería estar solo. Se dio una vuelta por el jardín, pasó entre las hileras de rosales, los rosales que había plantado Irena, a poco de llegar allí. Eran su orgullo. Unos rosales que cada otoño podaba Inocencio, y que ahora mostraban sus primeros capullos: blancos, rojos, amarillos… Bernardo suspiró. ¿Por qué recordaba eso ahora? Fueron muchos años los que Irena y él pasaron juntos. Se conocían de memoria. Se perdonaron mucho, tanto uno como otra. Bernardo a veces se sorprendía conversando con ella, como si Irena estuviera con él todavía. Le hacía algún chiste que sólo ella podía entender, hasta adivinaba las respuestas que su difunta esposa le iba a dar. ¿Difunta? No lo parecía, en esos momentos. Bernardo era capaz de contarle todo. Hasta le había hablado de Lola, alguna vez, de esa muchacha sencilla que había hecho latir otra vez su corazón. ¿La amas, Bernardo? No lo sé, Irena… Es muy joven todavía. Tiene la misma edad que tenía yo, cuando conocí al canalla de Branko. Confío en que tú no serás como él…
Sólo que, tras la llegada de doña Clarita -la despampanante Viuda- Irena ya no había vuelto a aparecer. Ya no dialogaba con él en sus momentos de incertidumbre. Era inútil que Bernardo tratara de invocarla.
Eres más imbécil de lo que pensé…
La voz llegó desde atrás suyo, aunque no lo sorprendió. Bernardo se dio vuelta.
¿Cómo? ¿Ya te has levantado?
Apa, apa, apa… meneó la cabeza el Loco Cebolla. ¿Pensaste que ya te habías librado de mí? No lo harás, hasta que no escuches lo que tengo que decirte.
 
***
 
Lola no pudo dominar su nerviosismo, desde el momento en que lo vio entrar. Algo que pasó por alto doña Dorotea, pero no de Abelarda, que la llevó del brazo hasta el pasillo y le dijo:
¿Qué pasa contigo? ¿Qué fue lo que te hizo ese tipo?
Nada.
¿Se propasó contigo? ¿Trató de tocarte?
No.
Soy mayor que tú, a mí también me pasaron cosas. Puedo entenderlo, Lola…
No, pensó Lola, la verdad es que no podía entenderlo. No sabía lo que había pasado. No sabía que ella los había pescado, a doña Clarita y a Emilio, besándose en el jardín, burlándose los dos de don Bernardo. Lola lo vio todo, desde el árbol al que se trepaba cada vez que quería esconderse.
Ay, Emilio…
Doña Clarita…
Fue un momento de triunfo para Lola, que ahora veía que clase de lagarta era esa mujer.
Un triunfo que duró poco, ya que, al abrir los ojos, la Viuda lanzó un grito.
¿Qué pasa?, preguntó el apasionado Chofer.
Esa sucia mocosa, nos está espiando.
¿Adónde?
Pronto la vio él también, a pesar de la poca luz. Era alto, con sólo estirarse llegó a la primera rama. Trató de treparse, pero Lola le pisó el pie.
¡Ay!
Escucha, niñita, baja de ahí, dijo de pronto conciliadora doña Clarita. En aquella oscuridad, su rostro parecía más blanco que nunca, como el de la bruja malvada de los cuentos. ¿No dirás nada de esto a nadie, verdad?
¡Sí! ¡Le contaré todo a don Bernardo! ¡Le diré que Usted es mala, y que él…!
No, dijo, Emilio, que había sacado del bolsillo algo que hizo:
¡CLIC!
No dirás nada, cabrita.
La hoja de la navaja brilló, con la luz que llegaba desde la casa.
¡No le tengo miedo!, dijo Lola, protegida por la altura de su árbol, al que ya se conocía de memoria. Podía treparlo, aún al oscuro. Jamás la iba a alcanzar.
¡No le tengo miedo! ¡Gritaré!
Emilio sonrió. Le dijo:
Esa vieja de gafas, la que está en la cocina… ¿Es tu tía, verdad?
Lola no respondió.
Ya no le harán falta gafas, ¿sabes? Si llegas a decir algo, le pincharé los ojos, dijo el Chofer, sonriendo de manera siniestra. ¡Pop! ¡Pop! Primero uno, y luego el otro… ¡Será divertido, además!
 
***
 
Te digo que sí, es este mismo auto, dijo el Loco Cebolla. Sólo hay uno como este en Punta Arenas, y estaba siempre estacionado frente a lo de Moisés.
Bueno, eso no quiere decir nada, dijo Bernardo. El finado marido de Clara era amigo de Móishele…
¡No de su casa, idiota! Del bulín que el judío tiene junto a los almacenes…
¿Ah, sí?
Es una espía. Sólo ha venido aquí a husmear en tus asuntos, para luego ir con el cuento a tus enemigos.
Estaban entre dos filas de rosales, que les llegaban a la altura del pecho. Como si fuera lo más natural del mundo, el Loco peló la chaucha y se puso a mear.
Ah… dejó salir un suspiró de alivio, cuando el chorro al fin salió de su vejiga.
Tú sí que no tienes problemas en mostrar a tu amiguito, dijo Bernardo, que encendió un cigarrillo, mirando para otro lado.
El problema lo tendrás tú, si esta víbora llega en enterarse de lo que…
Fue un meo de viejo: cortito, incompleto, salpicado. El Loco sacudió su asunto, antes de guardarlo otra vez dentro de sus pantalones bombachos.
Oye, no habrás sido tan estúpido de…
Por el gesto que Bernardo hizo, el Loco vio que su consejo llegaba demasiado tarde.
¡Pedazo de… ! ¿Cómo pudiste?
Se dio cuenta sola, Cebolla. Ella misma vio el camión cargado con mercancías, conducido por dos de mis hombres, cerca de la frontera…
¡Si serás! ¡Ahora te tiene agarrado de los güevos!
Bernardo dejó salir el humo, resignado.
¿Crees que no lo sé?
Esa era la razón por la que no podía pedirle que se fuera de su casa. La única que vez que él, casi al pasar, le sugirió que tal vez le convendría volverse a la ciudad, ella le dijo:
¿Es que quieres sacarme de encima?
¡No, Clarita!
Piensas que, luego de aprovecharte de mí…
Se puso a llorar. Bernardo corrió a consolarla, se deshizo en disculpas.
Por favor, Clarita…
¡Me usaste, y ahora pretendes botarme como a un trasto viejo!
No, Clarita. No digas eso.
¡Me iré si es lo que quieres! ¡Me iré!
No, Clarita. Quédate, por favor… Me has interpretado mal…
¿Y ahora qué?, dijo el Loco Cebolla. No pensarás casarte con esa arpía.
Bernardo había llegado al final de su cigarrillo. Tiró la colilla sobre el pasto.
De todos modos, esto del contrabando era algo que no podía durar…
 
***
 
A pesar de su uniforme reluciente y su apariencia cuidada, Emilio engulló su plato como el sujeto ordinario que era: apoyando los codos en la mesa, haciendo ruido a más no poder.
¿Y? ¿Le gusta?, preguntó doña Dorotea, que había supervisado la preparación del estofado.
Pues… La verdad…
Esperaban que hiciera una crítica, como era su costumbre, que dijera que estaba muy salado, o muy grasoso, sólo que esta vez Emilio, entre dos sonoras cucharadas, dijo:
La verdad es que está muy bien…
Abelarda lo miraba con un odio incontenible, al punto que el Chofer llegó a preguntarse si la tonta de la sirvientita de las trenzas había abierto la boca.
Pues sí, está muy sabroso…
Cuánto me alegro, dijo inocentemente doña Dorotea, que ya comenzaba a tomarle simpatía al muchacho.
Emilio limpió el fondo del plato con un trozo de pan y luego se lo comió.
Eh, niña… dijo, mirando a Lola, pásame una manzana, ¿quieres?
¿Por qué no la buscaj tú?, le preguntó Abelarda. ¿Piensas que ejtamos aquí pa servirte?
Lola, sin embargo, dejó lo que estaba haciendo y se la llevó. Con tan sólo mirarla, el Chofer se sintió tranquilo. No había abierto la boca. No todavía.
CLIC, hizo su navaja al abrirse, tras apretar un botón. Un sonido que se escuchó nítido en toda la cocina, y que a Lola le produjo un escalofrío.
Cuando vamos a Punta Arenas, para las fiestas, dijo doña Dorotea, que al parecer se había quedado con ganas de charlar, sé hacer este mismo estofado, pero con pescado. Allá se consigue más fresco.
¿Ah, sí?, dijo el Chofer, mientras pelaba la manzana.
¡Pues claro, si está ahí al lado del mar! Acá, en cambio, lo hago con puro cordero, o con res…
Emilio le guiño un ojo a Lola y, señalando con un movimiento de cabeza a su tía, levantó la punta de la navaja, e hizo un ademán de pincharse un ojo, y luego el otro.
Miré Usté, doña Dorotea. Qué interesante…
 
***
 
Doña Clarita se levantó de su siesta, no del mejor humor. No había podido dormir, en realidad. Que Bernardo no hubiera venido a hacerle compañía le pareció una ofensa difícil de perdonar.
Se levantó, miró por la ventana. Lo vio allá lejos, en el jardín, hablando con ese viejo sucio del Cebolla. Veía como el Loco agitaba los brazos, como si lo reprendiera, y Bernardo lo escuchaba con la cabeza gacha.
Maldito pordiosero…
Doña Clarita sabía que estaban hablando de ella. Lo sabía, aún sin escucharlos.
Se sentó frente al espejo, abrió el cofrecillo con afeites y cosméticos que se había traído de Punta Arenas y comenzó a acicalarse. No era bueno dejarse ver, recién levantada, con esas ojeras que se le formaban ya en mitad del día, y las patas de gallo que, sin una buena capa de estuco, eran imposibles de disimular.
En fin…
Ya no era una niña, y tal vez esta fuera su última oportunidad de enganchar a un marido como la gente. Sin embargo, lo estaba perdiendo. Se daba cuenta de ello, por el modo en que él se comportaba. ¿Qué podía hacer?
Doña Clarita terminó de vestirse, ella sola. No quería llamar a esas estúpidas mucamas, que además la odiaban. Eligió los aros que usaría esa tarde. Salió al pasillo.
¡Ay!
Emilio la interceptó, antes de que diera dos pasos.
¿Qué haces, idiota? ¡Casi me matas del susto!
Oiga, doña Clarita, tenemos que conversar, Usted y yo…
Ya te dije que no. ¡Quítate!
Emilio la abrazó.
¡Suéltame! Pueden vernos…
Doña Clarita…
Ya te lo dije. Espera a que volvamos a Punta Arenas.
Pero no volvemos. No volvemos, doña Clarita. Vinimos aquí por tres días, y ya llevamos…
Lo que yo haga es asunto mío, ¿lo oíste?
Oiga, doña Clarita. ¿A Usted de veras le gusta ese viejo? No me venga cuentos...
¿Qué estás diciendo?
Ya la veo la cara que pone, y cómo lo abraza…
¿Cómo te atreves?, lo apartó de un empujón la Viuda. Mantente en tu lugar, ¿quieres? Recuerda que eres sólo un sirviente.
Doña Cla…
¡No eres más que eso! ¡Un simple chofer! No te necesito, puedo conducir tan bien como tú.
Oiga, doña Clarita, no quiera jugarme sucio…
¿Qué? ¿De qué hablas?  
Una puerta se abrió. Se escucharon unos pasos.
¡Márchate! ¡Sal de aquí ahora mismo!
Recuerde, doña Clarita, dijo Emilio, antes de perderse por la puerta del fondo. Si yo caigo, cae Usted también…
 
***
 
Esa misma tarde, a varias millas de allí, un carguero entró en la rada de Punta Arenas. El buque debía detenerse allí menos de veinticuatro horas. Entre los pasajeros bajó un irlandés bajito, de bigotes, con un sombrero de hongo y un abrigo de tweed de largos faldones.
¿Míster O’Malley?
Soy yo.
Soy el Sr. Thompson, cónsul honorario del Imperio Británico en esta ciudad.
Encantado de conocerlo.
Permítame que lo ayude con su equipaje.
El telegrama había llegado unos días antes, advirtiendo de su arribo. El cónsul lo llevó en su auto, un Ford N bastante ruidoso.
Arreglé una habitación para Usted en el Hotel de France. Creo que la encontrará de su agrado.
Muchas gracias, dijo el irlandés. Si no tiene inconvenientes, Sr. Thompson, quisiera tratar con Usted el asunto que me trajo a esta ciudad. Sólo estaré veinticuatro horas aquí.
Pese a su pomposo nombre, el Hotel de France era un establecimiento más bien humilde, construido enteramente en madera, con un pequeño bar en el piso inferior.
¿Qué puedo ofrecerle, Míster O’Malley? ¿Un gin-and-tonic? ¿Un whiskey?
Preferiría una copita de jerez.
El irlandés fue al grano. La compañía de seguros para la que él trabajaba, le dijo, una de las más prestigiosas aseguradoras británicas, había librado un par de meses atrás una póliza de seguros a un ciudadano de Punta Arenas.
No sé si lo conoce. El Sr. González. Gerardo González.
¡Lo conozco!, exclamó el Sr. Thompson. Es decir, lo conocía. Falleció hace un mes, más o menos.
Así es, dijo Míster O’Malley.
Un buen hombre, dijo el Sr. Thompson. ¡Y tan rebosante de salud! No somos nada…
En este caso, el Sr. González sí era, se atrevió a contradecirlo Míster O’Malley, mientras daba un sorbito a su copa de jerez. Era el titular de un seguro de vida, por un monto de diez mil libras esterlinas, del cual es su única beneficiaria su esposa, la Señora…
Míster O’Malley revisó sus papeles. El Sr. Thompson se le adelantó.
La Señora González. Clarita González. ¡Una gran mujer!
No me cabe duda, dijo el irlandés. El caso es que, según consta en su certificado de defunción, el Sr. González murió de un paro cardíaco, dos meses después de sacar esa póliza, en la sucursal de Buenos Aires.
Mire Usted…
Los médicos de la compañía le habían hecho un examen completo, y lo encontraron en un estado de salud inmejorable.
¡Oh! Usted está sugiriendo que… don Gerardo pudo haber sido... 
No estoy sugiriendo nada, Sr. Thompson. Pero, puedo asegurárselo, la compañía de seguros exigirá algo más que el certificado de un médico de pueblo, antes de pagar una póliza de diez mil libras.
Lo entiendo, sí…
Sé de lo largos que son los trámites burocráticos, con estos funcionarios sudamericanos, y lo indolentes que son, a la hora de llevar adelante una investigación…
Sí, es verdad, coincidió con el Sr. Thompson, pese a ser él también un nativo del país.
La compañía para la cual trabajo estaría dispuesta a pagar una generosa comisión a quien le ayude a aclarar este asunto. ¿Usted conoce, en este pueblo, a alguien a quien pudiéramos acudir?
El Sr. Thompson dio un sorbo a su copita también él. Tras pensar un momento dijo:
Sí, Míster O’Malley. Conozco al hombre indicado.
¿Ah, sí? ¿Quién es?
Un militar retirado, un sargento del antiguo Regimiento de Artilleros. El Sargento Valeriano Aranda. Un viejito de casi ochenta años, pero muy alerta. No se le escapa un detalle, y conoce a todo el mundo en este lugar.
No me diga.
Es un verdadero sabueso, Míster O’Malley. Si alguien puede descubrir si hubo un asunto turbio aquí, ese hombre es él.
Brindemos por eso, dijo el irlandés.
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.