¡Ay, Bernardo!, se
tomaba de su brazo la Viuda, y recostaba la cabeza sobre su hombro, sin
importar que los estuvieran mirando las mucamas, o los peones de la estancia,
cuando salían a dar una vuelta.
¡Soy tan feliz!
Durante el almuerzo se
sentaba junto a él y lo cubría de atenciones.
¡Uf!, resoplaba
Abelarda, a quién hacía quedarse de pie detrás de ellos, durante toda la
comida, como hacían los sirvientes en las casas de la gente importante.
Te ha quedado un poco
de salsa en el bigote, querido. Permíteme…
Don Bernardo sonreía,
algo cohibido, cuando la Viuda usaba su propia servilleta para limpiarle la
comisura de la boca…
¡Confianzuda, máj
encima!
¿Has dicho algo?, se
dio vuelta doña Clarita.
¿Quién, yo?
Degustaban un pollo a
la francesa, un plato que había llevado varias horas de preparación.
Es mi receta de coq au
vin, dijo la Viuda. He hecho lo que pude, con los ingredientes que tenía…
¿Lo cocinaste tú?
¡Por supuesto!
¡U-jú…!, se escuchó
desde atrás.
La Viuda clavó una
gélida mirada sobre Abelarda, quien, con la vista al frente, parpadeó repetidas
veces, sin darse por aludida.
Retira la vajilla,
¿quieres?
Sí, Ñora.
Un estruendo más que
mediano se dejó oír mientras Abelarda quitaba los platos y cubiertos. Parecía
que lo hiciera adrede.
Con su permiso…, dijo,
casi con desprecio, antes de salir del salón.
El servicio doméstico
de esta casa deja mucho que desear, Bernardo.
¿Sí? ¿Por qué lo dices?
Esta mujer se toma
excesivas confianzas.
Oh, bueno… Abelarda es
así. No lo hace con mala intención.
Por la ventana que
daba al jardín se veían los rosales, ya empezando a florecer. Era un espléndido
día de primavera. El cielo era azul. El sol relucía sobre los cromados del
auto doña Clarita, un Renault Retrô de dos plazas, al que el chofer lustraba
con una franela.
Y la otra es peor
todavía, la indiecita de las trenzas, siguió la Viuda de González.
Bernardo tragó saliva.
¿Te refieres a Lola?
No sé su nombre, ni me
interesa. ¿De dónde la sacaste?
Es la sobrina de Doña
Dorotea, el ama de llaves.
Qué mocosa
desagradable, y además sucia…
Bueno, pues a mí no me
parece que…, trató de defenderla Bernardo.
¿Por qué tarda tanto
el postre?
Pero si acaban de
retirar el…
Doña Clarita hizo
sonar la campanilla otra vez.
***
Bandeja en mano,
Abelarda recorrió el largo pasillo que unía el ala principal de la casa con la
cocina. Las pisadas de sus botas claveteadas retumbaban como mazazos sobre el
piso de madera. Era una manía suya, usar ese calzado, en vez de los zapatos que
correspondían a su atuendo de mucama.
¡Ya me tiene
patilluda, esa fulana!, exclamó, al tiempo que abría con un empujón de cadera
la puerta vaivén de la cocina. ¿Quién caracho se cree que es?
La llegada de esa
mujer había trastornado la vida de la casa, de habitual tan apacible. La amiga
de don Bernardo (por llamarla de alguna forma) había llegado a la Estancia como
una simple visita, y se había quedado como dueña. Desde temprano venía a
husmear en la cocina, se ponía a dar órdenes al personal, decidía lo que se
debía comer.
¡Aquí se haraganea
demasiado!, decía. Cada vez que entro las encuentro de pura charla. ¡Ya
hablaremos de eso con el Sr. Caledonia!
Cómo se atreve, decían
las mucamas, apenas se iba. ¿Es que se piensa que es la patrona, ahora?
¡Encima anda diciendo
que lo cocinó ella, al gallo ese! No se le cae la jeta de vergüenza…
Habrá que ver, decía
resignada doña Dorotea, mientras terminaba de preparar el postre. Lola no decía
nada.
El postre que doña
Clarita había ordenado preparar ese día era peras al cognac. Nada del otro
mundo, para doña Dorotea. Sólo que, al abrir la alacena…
Pero… Había una
botella casi llena aquí. ¿Esto es todo lo que quedó?
Me parece que anda un
fantasma por aquí, por laj noche, dijo con sorna Abelarda.
¿Un fantasma? se
alarmó Lola, que dejó por un momento de fregar la cacerola grande, en la que la
grasa del gallo se había pegado de forma pertinaz.
¡Un fantasma vestío de
negro, que se prende como ternero a loj gollete!
Lola se persignó. En
su isla eran muy comunes los fantasmas, ella había visto a más de uno. No se
hacía bromas con esas cosas.
¿Así que además es
dada a la bebida?, se horrorizó doña Dorotea. Qué mujer más vulgar. No sé cómo
don Bernardo la soporta...
¡La soporta bajtante
bien, digo yo!
Estaban sobre ascuas,
las tres. Sabían que, de convertirse esa mujer en la nueva señora de la casa,
sus puestos allí tendrían los días contados.
¿Cómo va a poner a la
perdida esa en el lugar de ña Irenita? Eso no puée ser…
Que yo recuerde, la finada
patrona no te caía muy bien tampoco.
¡No ej lo mesmo! Ña
Irenita, por lo menoj, era una dama…
Bueno, esto ya casi
está, dijo doña Dorotea, que a falta de cognac tuvo que preparar las peras con
brandy.
¡Clín, clín, clín!,
llegó otra vez el retintín desde el salón.
¡Ahí está de güelta!
Qué ganaj de meterle la campanita esa en la…
¡Abelarda! No te
rebajes a su nivel, dijo el Ama de llaves, y agregó: Lola, ve a llevarles el
postre.
Y Lola, que habitualmente
obedecía sin rechistar, le respondió:
No.
¿Cómo dices?
No era floja. No tenía
problemas en levantarse la primera, para encender las estufas, o en irse a
dormir bien tarde, cuando ya estaba todo limpio y repasado. Solo que, cuando se
emperraba, era difícil hacerla cambiar de parecer.
No, tía. No iré.
No puso un
justificativo, no dio ninguna excusa. Doña Dorotea tardó en reponerse de su
sorpresa. Abrió la boca, a punto de decirle, tal vez, que ahí mandaba ella, y
la debía obedecer, cuando Abelarda intervino.
Tá bien, ña Orotea.
Voy yo.
Lola se lo agradeció
con una media sonrisa, y Abelarda le respondió con un guiño. Cargó las copas
con el postre en la bandeja. Estaba por salir otra vez, cuando la puerta que
daba al patio trasero se abrió. Escucharon a alguien silbar una cancioncilla,
sin verlo ya sabían de quién se trataba. Era Emilio, el chofer de doña Clarita,
que entró como de costumbre, soberbio, altivo, sin saludar, como si les hiciera
un favor con su sola presencia.
¡Éramoj pocos y parió
la agüela! ¿Se limpió loj piese ante de entrar?
***
Tras el postre y el
café, la Viuda bostezó, y expresó su deseo de ir a echarse una siestita.
¿Me acompañas,
Bernardo?
Pues…
Alegando unas tareas
pendientes, Bernardo se escabulló. No le pareció correcto. Una cosa es que se
vieran con Clarita de noche, guardando las formas (aunque las pisadas se
escucharan en el pasillo, y todos en la casa supiesen lo que pasaba) y otra muy
distinta era que compartieran el lecho a plena luz del día, sin ocultarse.
¡Qué malo eres! ¿Acaso
te has cansado de mí?
Pero no, Clarita. Cómo
se te ocurre…
La verdad era que sí.
Después de casi dos semanas de tenerla allí, Bernardo ya estaba un tan tanto
hastiado de su presencia. Las zalamerías de la Viuda comenzaban a irritarlo.
Sus besos y caricias, que tanto lo habían inflamado al principio, ya no surtían
el mismo efecto. Uno se harta hasta de la miel.
Ve tú a descansar. Yo
mientras iré a atender unas cuestiones…
No tenía nada que
hacer, sólo quería estar solo. Se dio una vuelta por el jardín, pasó entre las
hileras de rosales, los rosales que había plantado Irena, a poco de llegar allí. Eran su
orgullo. Unos rosales que cada otoño podaba Inocencio, y que ahora mostraban
sus primeros capullos: blancos, rojos, amarillos… Bernardo suspiró. ¿Por qué
recordaba eso ahora? Fueron muchos años los que Irena y él pasaron juntos. Se
conocían de memoria. Se perdonaron mucho, tanto uno como otra. Bernardo a veces
se sorprendía conversando con ella, como si Irena estuviera con él todavía. Le
hacía algún chiste que sólo ella podía entender, hasta adivinaba las respuestas
que su difunta esposa le iba a dar. ¿Difunta? No lo parecía, en esos momentos.
Bernardo era capaz de contarle todo. Hasta le había hablado de Lola, alguna
vez, de esa muchacha sencilla que había hecho latir otra vez su corazón. ¿La
amas, Bernardo? No lo sé, Irena… Es muy joven todavía. Tiene la misma edad que
tenía yo, cuando conocí al canalla de Branko. Confío en que tú no serás como
él…
Sólo que, tras la
llegada de doña Clarita -la despampanante Viuda- Irena ya no había vuelto a
aparecer. Ya no dialogaba con él en sus momentos de incertidumbre. Era inútil
que Bernardo tratara de invocarla.
Eres más imbécil de lo
que pensé…
La voz llegó desde
atrás suyo, aunque no lo sorprendió. Bernardo se dio vuelta.
¿Cómo? ¿Ya te has
levantado?
Apa, apa, apa… meneó
la cabeza el Loco Cebolla. ¿Pensaste que ya te habías librado de mí? No lo
harás, hasta que no escuches lo que tengo que decirte.
***
Lola no pudo dominar
su nerviosismo, desde el momento en que lo vio entrar. Algo que pasó por alto
doña Dorotea, pero no de Abelarda, que la llevó del brazo hasta el pasillo y le
dijo:
¿Qué pasa contigo?
¿Qué fue lo que te hizo ese tipo?
Nada.
¿Se propasó contigo?
¿Trató de tocarte?
No.
Soy mayor que tú,
a mí también me pasaron cosas. Puedo entenderlo, Lola…
No, pensó Lola, la
verdad es que no podía entenderlo. No sabía lo que había pasado. No sabía que
ella los había pescado, a doña Clarita y a Emilio, besándose en el jardín,
burlándose los dos de don Bernardo. Lola lo vio todo, desde el árbol al que se
trepaba cada vez que quería esconderse.
Ay, Emilio…
Doña Clarita…
Fue un momento de
triunfo para Lola, que ahora veía que clase de lagarta era esa mujer.
Un triunfo que duró
poco, ya que, al abrir los ojos, la Viuda lanzó un grito.
¿Qué pasa?, preguntó
el apasionado Chofer.
Esa sucia mocosa, nos está
espiando.
¿Adónde?
Pronto la vio él
también, a pesar de la poca luz. Era alto, con sólo estirarse llegó a la
primera rama. Trató de treparse, pero Lola le pisó el pie.
¡Ay!
Escucha, niñita, baja
de ahí, dijo de pronto conciliadora doña Clarita. En aquella oscuridad, su
rostro parecía más blanco que nunca, como el de la bruja malvada de los
cuentos. ¿No dirás nada de esto a nadie, verdad?
¡Sí! ¡Le contaré todo
a don Bernardo! ¡Le diré que Usted es mala, y que él…!
No, dijo, Emilio, que
había sacado del bolsillo algo que hizo:
¡CLIC!
No dirás nada,
cabrita.
La hoja de la navaja
brilló, con la luz que llegaba desde la casa.
¡No le tengo miedo!, dijo
Lola, protegida por la altura de su árbol, al que ya se conocía de memoria.
Podía treparlo, aún al oscuro. Jamás la iba a alcanzar.
¡No le tengo miedo!
¡Gritaré!
Emilio sonrió. Le
dijo:
Esa vieja de gafas, la
que está en la cocina… ¿Es tu tía, verdad?
Lola no respondió.
Ya no le harán falta
gafas, ¿sabes? Si llegas a decir algo, le pincharé los ojos, dijo el Chofer,
sonriendo de manera siniestra. ¡Pop! ¡Pop! Primero uno, y luego el otro… ¡Será
divertido, además!
***
Te digo que sí, es
este mismo auto, dijo el Loco Cebolla. Sólo hay uno como este en Punta Arenas,
y estaba siempre estacionado frente a lo de Moisés.
Bueno, eso no quiere
decir nada, dijo Bernardo. El finado marido de Clara era amigo de Móishele…
¡No de su casa,
idiota! Del bulín que el judío tiene junto a los almacenes…
¿Ah, sí?
Es una espía. Sólo ha
venido aquí a husmear en tus asuntos, para luego ir con el cuento a tus
enemigos.
Estaban entre dos
filas de rosales, que les llegaban a la altura del pecho. Como si fuera lo más
natural del mundo, el Loco peló la chaucha y se puso a mear.
Ah… dejó salir un
suspiró de alivio, cuando el chorro al fin salió de su vejiga.
Tú sí que no tienes
problemas en mostrar a tu amiguito, dijo Bernardo, que encendió un cigarrillo,
mirando para otro lado.
El problema lo tendrás
tú, si esta víbora llega en enterarse de lo que…
Fue un meo de viejo:
cortito, incompleto, salpicado. El Loco sacudió su asunto, antes de guardarlo
otra vez dentro de sus pantalones bombachos.
Oye, no habrás sido
tan estúpido de…
Por el gesto que
Bernardo hizo, el Loco vio que su consejo llegaba demasiado tarde.
¡Pedazo de… ! ¿Cómo
pudiste?
Se dio cuenta sola,
Cebolla. Ella misma vio el camión cargado con mercancías, conducido por dos de
mis hombres, cerca de la frontera…
¡Si serás! ¡Ahora te
tiene agarrado de los güevos!
Bernardo dejó salir el
humo, resignado.
¿Crees que no lo sé?
Esa era la razón por
la que no podía pedirle que se fuera de su casa. La única que vez que él, casi
al pasar, le sugirió que tal vez le convendría volverse a la ciudad, ella le
dijo:
¿Es que quieres
sacarme de encima?
¡No, Clarita!
Piensas que, luego de
aprovecharte de mí…
Se puso a llorar.
Bernardo corrió a consolarla, se deshizo en disculpas.
Por favor, Clarita…
¡Me usaste, y ahora pretendes
botarme como a un trasto viejo!
No, Clarita. No digas
eso.
¡Me iré si es lo que
quieres! ¡Me iré!
No, Clarita. Quédate,
por favor… Me has interpretado mal…
¿Y ahora qué?, dijo el
Loco Cebolla. No pensarás casarte con esa arpía.
Bernardo había llegado
al final de su cigarrillo. Tiró la colilla sobre el pasto.
De todos modos, esto
del contrabando era algo que no podía durar…
***
A pesar de su uniforme
reluciente y su apariencia cuidada, Emilio engulló su plato como el sujeto
ordinario que era: apoyando los codos en la mesa, haciendo ruido a más no poder.
¿Y? ¿Le gusta?, preguntó
doña Dorotea, que había supervisado la preparación del estofado.
Pues… La verdad…
Esperaban que hiciera
una crítica, como era su costumbre, que dijera que estaba muy salado, o muy
grasoso, sólo que esta vez Emilio, entre dos sonoras cucharadas, dijo:
La verdad es que está
muy bien…
Abelarda lo miraba con
un odio incontenible, al punto que el Chofer llegó a preguntarse si la tonta de
la sirvientita de las trenzas había abierto la boca.
Pues sí, está muy
sabroso…
Cuánto me alegro, dijo
inocentemente doña Dorotea, que ya comenzaba a tomarle simpatía al muchacho.
Emilio limpió el fondo
del plato con un trozo de pan y luego se lo comió.
Eh, niña… dijo,
mirando a Lola, pásame una manzana, ¿quieres?
¿Por qué no la buscaj
tú?, le preguntó Abelarda. ¿Piensas que ejtamos aquí pa servirte?
Lola, sin embargo,
dejó lo que estaba haciendo y se la llevó. Con tan sólo mirarla, el Chofer se
sintió tranquilo. No había abierto la boca. No todavía.
CLIC, hizo su navaja
al abrirse, tras apretar un botón. Un sonido que se escuchó nítido en toda la
cocina, y que a Lola le produjo un escalofrío.
Cuando vamos a Punta
Arenas, para las fiestas, dijo doña Dorotea, que al parecer se había quedado
con ganas de charlar, sé hacer este mismo estofado, pero con pescado. Allá se
consigue más fresco.
¿Ah, sí?, dijo el
Chofer, mientras pelaba la manzana.
¡Pues claro, si está
ahí al lado del mar! Acá, en cambio, lo hago con puro cordero, o con res…
Emilio le guiño un ojo
a Lola y, señalando con un movimiento de cabeza a su tía, levantó la punta de
la navaja, e hizo un ademán de pincharse un ojo, y luego el otro.
Miré Usté, doña
Dorotea. Qué interesante…
***
Doña Clarita se
levantó de su siesta, no del mejor humor. No había podido dormir, en realidad. Que
Bernardo no hubiera venido a hacerle compañía le pareció una ofensa difícil de
perdonar.
Se levantó, miró por
la ventana. Lo vio allá lejos, en el jardín, hablando con ese viejo sucio del
Cebolla. Veía como el Loco agitaba los brazos, como si lo reprendiera, y
Bernardo lo escuchaba con la cabeza gacha.
Maldito pordiosero…
Doña Clarita sabía que
estaban hablando de ella. Lo sabía, aún sin escucharlos.
Se sentó frente al
espejo, abrió el cofrecillo con afeites y cosméticos que se había traído de
Punta Arenas y comenzó a acicalarse. No era bueno dejarse ver, recién
levantada, con esas ojeras que se le formaban ya en mitad del día, y las patas de gallo que, sin
una buena capa de estuco, eran imposibles de disimular.
En fin…
Ya no era una niña, y
tal vez esta fuera su última oportunidad de enganchar a un marido como la
gente. Sin embargo, lo estaba perdiendo. Se daba cuenta de ello, por el modo en
que él se comportaba. ¿Qué podía hacer?
Doña Clarita terminó
de vestirse, ella sola. No quería llamar a esas estúpidas mucamas, que además
la odiaban. Eligió los aros que usaría esa tarde. Salió al pasillo.
¡Ay!
Emilio la interceptó, antes
de que diera dos pasos.
¿Qué haces, idiota?
¡Casi me matas del susto!
Oiga, doña Clarita,
tenemos que conversar, Usted y yo…
Ya te dije que no.
¡Quítate!
Emilio la abrazó.
¡Suéltame! Pueden
vernos…
Doña Clarita…
Ya te lo dije. Espera
a que volvamos a Punta Arenas.
Pero no volvemos. No
volvemos, doña Clarita. Vinimos aquí por tres días, y ya llevamos…
Lo que yo haga es
asunto mío, ¿lo oíste?
Oiga, doña Clarita. ¿A
Usted de veras le gusta ese viejo? No me venga cuentos...
¿Qué estás diciendo?
Ya la veo la cara que
pone, y cómo lo abraza…
¿Cómo te atreves?, lo
apartó de un empujón la Viuda. Mantente en tu lugar, ¿quieres? Recuerda que
eres sólo un sirviente.
Doña Cla…
¡No eres más que eso!
¡Un simple chofer! No te necesito, puedo conducir tan bien como tú.
Oiga, doña Clarita, no
quiera jugarme sucio…
¿Qué? ¿De qué hablas?
Una puerta se abrió.
Se escucharon unos pasos.
¡Márchate! ¡Sal de
aquí ahora mismo!
Recuerde, doña
Clarita, dijo Emilio, antes de perderse por la puerta del fondo. Si yo caigo,
cae Usted también…
***
Esa misma tarde, a
varias millas de allí, un carguero entró en la rada de Punta Arenas. El buque
debía detenerse allí menos de veinticuatro horas. Entre los pasajeros bajó un
irlandés bajito, de bigotes, con un sombrero de hongo y un abrigo de tweed de
largos faldones.
¿Míster O’Malley?
Soy yo.
Soy el Sr. Thompson,
cónsul honorario del Imperio Británico en esta ciudad.
Encantado de
conocerlo.
Permítame que lo ayude
con su equipaje.
El telegrama había
llegado unos días antes, advirtiendo de su arribo. El cónsul lo llevó en su
auto, un Ford N bastante ruidoso.
Arreglé una habitación
para Usted en el Hotel de France. Creo que la encontrará de su agrado.
Muchas gracias, dijo
el irlandés. Si no tiene inconvenientes, Sr. Thompson, quisiera tratar con
Usted el asunto que me trajo a esta ciudad. Sólo estaré veinticuatro horas aquí.
Pese a su pomposo
nombre, el Hotel de France era un establecimiento más bien humilde, construido
enteramente en madera, con un pequeño bar en el piso inferior.
¿Qué puedo ofrecerle,
Míster O’Malley? ¿Un gin-and-tonic? ¿Un whiskey?
Preferiría una copita
de jerez.
El irlandés fue al
grano. La compañía de seguros para la que él trabajaba, le dijo, una de las más
prestigiosas aseguradoras británicas, había librado un par de meses atrás una póliza
de seguros a un ciudadano de Punta Arenas.
No sé si lo conoce. El
Sr. González. Gerardo González.
¡Lo conozco!, exclamó
el Sr. Thompson. Es decir, lo conocía. Falleció hace un mes, más o menos.
Así es, dijo Míster
O’Malley.
Un buen hombre, dijo
el Sr. Thompson. ¡Y tan rebosante de salud! No somos nada…
En este caso, el Sr.
González sí era, se atrevió a contradecirlo Míster O’Malley, mientras daba un
sorbito a su copa de jerez. Era el titular de un seguro de vida, por un monto
de diez mil libras esterlinas, del cual es su única beneficiaria su esposa, la
Señora…
Míster O’Malley revisó
sus papeles. El Sr. Thompson se le adelantó.
La Señora González.
Clarita González. ¡Una gran mujer!
No me cabe duda, dijo el irlandés. El caso es que, según consta en su certificado de
defunción, el Sr. González murió de un paro cardíaco, dos meses después de
sacar esa póliza, en la sucursal de Buenos Aires.
Mire Usted…
Los médicos de la
compañía le habían hecho un examen completo, y lo encontraron en un estado de
salud inmejorable.
¡Oh! Usted está
sugiriendo que… don Gerardo pudo haber sido...
No estoy sugiriendo
nada, Sr. Thompson. Pero, puedo asegurárselo, la compañía de seguros exigirá
algo más que el certificado de un médico de pueblo, antes de pagar una póliza
de diez mil libras.
Lo entiendo, sí…
Sé de lo largos que
son los trámites burocráticos, con estos funcionarios sudamericanos, y lo
indolentes que son, a la hora de llevar adelante una investigación…
Sí, es verdad,
coincidió con el Sr. Thompson, pese a ser él también un nativo del país.
La compañía para la
cual trabajo estaría dispuesta a pagar una generosa comisión a quien le ayude a
aclarar este asunto. ¿Usted conoce, en este pueblo, a alguien a quien pudiéramos
acudir?
El Sr. Thompson dio un
sorbo a su copita también él. Tras pensar un momento dijo:
Sí, Míster O’Malley.
Conozco al hombre indicado.
¿Ah, sí? ¿Quién es?
Un militar retirado,
un sargento del antiguo Regimiento de Artilleros. El Sargento Valeriano Aranda.
Un viejito de casi ochenta años, pero muy alerta. No se le escapa un detalle, y
conoce a todo el mundo en este lugar.
No me diga.
Es un verdadero
sabueso, Míster O’Malley. Si alguien puede descubrir si hubo un asunto turbio
aquí, ese hombre es él.
Brindemos por eso,
dijo el irlandés.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.