¡Ñorita Lola! ¿Qué está haciendo?
Sus manos no alcanzaban a asirse, sus
pies resbalaban en la corteza aún húmeda por la última lluvia.
¡Ay!
Un árbol grande, el más grande de la
estancia, un roble rojo de California que don Bernardo había plantado cuando
llegó a estas tierras, unos treinta años atrás. Con la llegada de la primavera
sus ramas se fueron cubriendo de hojas. Los pájaros lo usaban de refugio; desde
el amanecer se los escuchaba cantar.
¡Inocencio! ¡Ven!
No era más que una chiquilla. Una
mucama, y la más nueva del lote. Sin embargo, estaba acostumbrada a mandar. Y a
ser obedecida.
Échame una mano, ¿quieres?
Sí, Ñorita Lola.
Inocencio se arrimó al tronco y unió
sus manos a manera de estribo, para que ella pusiera encima su zapatito
charolado.
Ahí… ya casi…
No llegaba. Fue necesario que
Inocencio la ayudara a subir un poco más, con mil precauciones, para no tocarla
de manera inapropiada. Lola apoyó un pie sobre su hombro y el otro sobre su
boina, estiró los brazos hasta alcanzar la rama más baja.
¡Uf!
Una vez que estuvo arriba, todo fue
más fácil. Lola estiró una pierna y la colocó sobre una horqueta, algo más
arriba. Sus largas enaguas, bajo el vestido negro de sirvienta, la cuidaban de
quedar con sus vergüenzas al aire; las medias de lana le cubrían las piernas
hasta arriba de la rodilla.
¡Ñorita Lola!
Fue ganando confianza, a medida que
subía, sosteniéndose ora con las manos, ora con los pies. Se cuidó de pisar un
nido, que tenía dentro unos huevitos moteados.
¡Ñorita Lola! ¡No se vaiga a caer!
Al fin se dio que cuenta de lo alto
que había llegado: más arriba del techo de la casa. Podía ver las tejas grises
de pizarra, y la veleta en forma de gallo, que se acomodaba según le daba el
viento.
Ah…, suspiró la muchacha.
El aire parecía más puro, ahí arriba,
la luz más brillante. Lola llegó a pensar que estaba otra vez en la isla, en el
campanario de la parroquia. Sólo que, en vez del mar, aquí se veían las
montañas: las cumbres cubiertas de nieve, las verdes colinas con sus ovejas,
los corrales, el galpón grande y el pequeño, donde dormían los peones.
¡Martiniano!, agitó un brazo Lola,
para hacerse ver. ¡Don Segundo!
Don Segundo era un viejecillo de
largas barbas, que ya no podía estar sólo en su puesto, allá en la Cordillera,
por lo que don Bernardo lo había traído a vivir al casco de la estancia. Hacía
de cocinero, aconsejaba a los peones más jóvenes.
Ja, ja, ja… se carcajeó el viejo
puestero, al verla allá arriba. ¡Ánde te has subío, cabra loca!
Inocencio se había apartado del
tronco, y ahora trataba de ubicarla, poniéndose una mano sobre la frente, para
protegerse de la luz. Se alarmó, al verla tan alto.
¡Bájese de ahí, Patroncita!
Así era como la llamaban entre ellos
los peones, medio en broma y medio en serio, llevados por la profecía del Loco
Cebolla.
Pero… ¡qué caracho haces ahí!
La que ahora la había visto era
Abelarda, que se puso a gritar como si hubiera un incendio.
¡Cuidáo! ¡Te vas a matar!
Lola suspiró. No le iba a quedar más
remedio que bajar.
¡Bájate! ¡Bájate ahora mismo!
Sí, ya voy.
Un ruido se escuchó, cada vez más nítido.
Pof, pof, pof…
El estruendo causado por el
automóvil, aquel aparato infernal, que había venido a turbar la paz que de
ordinario reinaba en la finca.
Pof, pof, pof… se escuchaban cada vez
más cerca las explosiones del motor. Y, más fuerte que las explosiones, se
escuchaban las risas de esa mala mujer, de esa perdida. Era ella la que iba al
volante. En el asiento del acompañante don Bernardo sonreía, de forma algo
forzada. Se agarraba de la puerta, como con miedo de salir despedido.
¿Que no me escuchaj? ¡Baja de una
vej!
Lola siguió el mismo camino que había
usado para subir. La suela de su zapato resbaló, casi llegando al final.
¡Ay!, gritó desde abajo Abelarda. No
fue nada. Lola se había agarrado de otra rama. ¡Casi me matas de un susto!
Inocencio se acercó para ayudarla
otra vez, pero no hizo falta. Lola se dejó colgar del mismo lugar por el que
había subido y, tras balancearse un instante, se soltó.
¡Niña tonta! ¡Te podías haber matáo!
Bah, si no es nada…
Si llega a enterarse oña Orotea…
Pues no se lo digas…
¿Y tu cofia?
Lola se tocó la cabeza, para
comprobar que, en efecto, no la tenía. Miró hacia arriba.
¿Voy a buscarla?
¡No! Mirá cómo te ha quedáo la ropa.
¡Ve al tiro a cambiarte!
***
También el Loco Cebolla había
escuchado el ruido del motor. Ya sabía que había visitas en la casa, desde
hacía varios días, aunque no sabía de quién se trataba. No preguntó quién era, o si
lo hizo, ya había olvidado la respuesta. El Loco llevaba ya una semana en la
cama, dolorido en todos y cada uno de sus huesos.
Apa, apa, apa…
No era la primera paliza que recibía. Su lengua suelta y su manía de meterse donde no lo llamaban lo
habían hecho merecedor de más de una felpeada. Sólo que ya estaba viejo para
estos trotes, y esta última golpiza lo había hecho terminar en el hospital. O
lo que en Punta Arenas se entendía por hospital: un
tinglado moliente, sin gasas, sin medicinas, con unos enfermeros que parecían
más bien internos de una institución penal, y damas de beneficencia que venían
a traerles ropas viejas y a hacerles rezar el rosario.
Santa María, Madre de Dios…
El Cebolla escapó, aún quebrantado
como estaba. Usando una escoba como muleta se alejó pasito a paso hacia el
Norte, otra vez rumbo a la estancia. No le importaba morir, pero prefería
hacerlo entre amigos. Una carreta lo llevó, una parte del camino. El resto
debió hacerlo a pie, justo cuando se largaba a llover.
¡Cebolla!
Si Bernardo no lo hubiera encontrado,
por pura casualidad, cuando salía a dar una vuelta por los lindes de la
estancia, ahí se hubieran terminado sus días.
¿Quién te hizo esto, Cebolla? ¿Fue el
bruto de Silva? Lo pagará, te lo juro.
No, no fue Silva.
Cuando lo encuentre…
¡No fue Silva, te digo!
Y, sin embargo, hubiera sido lo más
natural. Era del guatón Silva de quien Cebolla se había estado escondiendo,
esos últimos días. Se escondía y a la vez procuraba que Silva lo encontrara.
Así, esa noche eligió ocultarse en el boliche más concurrido del pueblo: el
bar El Ancla, reducto de pescadores, estibadores y marineros.
¡Compañeros! ¡Nuestra unión hará la
fuerza! ¡Compañeros!
Y también de anarquistas, que
convocaban a una nueva huelga, a causa del aumento en los precios de los
alimentos.
¡La lucha debe continuar, compañeros!
¡No desfallezcamos ahora, que la victoria está cerca!
El que hablaba era un gringo de barba
amarilla, que no tomaba vino ni licor, sino tan solo agua. Los rudos
trabajadores del puerto no se mostraban muy entusiasmados por su prédica. Por
seguirlo a él los había molido a palos la policía, una semana atrás.
¡No permitamos que los estancieros,
los capitalistas y los comerciantes sigan explotando al pueblo trabajador!
Aun así, nadie se atrevía a
contradecirlo. El alemán era un sujeto de verba encendida e ímpetu arrollador. Sus
ojillos celestes brillaban como rayos, tras las gruesas gafas redondas.
¡Ya soportamos su yugo demasiado
tiempo, compañeros! ¡Tenemos hambre!
¡Tú estás bastante gordito, sin
embargo!, dijo alguien entre el público.
El orador lo ignoró.
¡Es nuestro deber seguir adelante,
compañeros! ¡Es nuestro deber…!
Apa, apa, apa…
¡…luchar por la Libertad!
Libertad de hacer lo que tu ordenas,
¿verdad?
Esta última interrupción provocó
algunas risas entre el público.
Vaya, parece que tenemos entre
nosotros a un provocador.
Pero no, don gringo. Si es un loco de
acá del pueblo…
¡Compañeros! ¡No debemos doblegarnos ante el Gran Capital!
¡Ya te gustaría a ti, echarle mano al
Gran Capital!, siguió boicoteándolo el Loco Cebolla.
El público de la taberna se dividió.
Los estibadores, marineros y jornaleros, que venían de un arduo día de
trabajo y sólo querían atontarse con unos vasos de alcohol, antes de volver a su casa y darle una paliza a su
mujer, se pusieron de parte del Loco Cebolla, dispuestos a festejar cualquier
barrabasada que pudiera decir. Los demás (dos o tres oficinistas,
el empleado de correos y un par de estudiantes), tomaron partido por el alemán de las gafas circulares.
¡Sin el trabajo de nuestras manos,
compañeros, nada tendrían los capitalistas!
¡Tus manos están más suaves que
las de una señorita! gritó el Loco.
¡Ja, ja, ja...!
¡Seguiremos adelante, compañeros!,
golpeaba el mostrador con el puño el hombre de barba amarilla. ¡Cueste lo que
cueste! ¡Caiga quien caiga!
¡Siempre y cuando no caigas tú!,
replicó el Cebolla.
¡Eso es verdad!, se hizo eco uno de
los estibadores. ¡Cuando llegó la policía, bien te juiste p’atrás, pues gringo!
¡Mándate a cambiar, revoltoso!, gritó
el dueño de El Ancla, que ya se veía venir una redada en su establecimiento. ¡Ve a chillar a otro
lado!
El rubio y sus seguidores se
retiraron, en apariencia vencidos. Cuando el Cebolla salió, como una hora
después, le cayeron encima.
¿Así que te crees listo?
Pim, pam, pum, le llovieron al Loco
los golpes por los cuatro costados.
¡Desclasado! ¡Lacayo de la Clase
Dominante!
¡No hay lugar para ti en la sociedad
del futuro!
¡Vaya!, alcanzó a decir el Cebolla,
entre una trompada y otra. ¿Eso es lo más fuerte que pueden pegar?
Un puñetazo en el ojo lo derribó. Su
galera rodó hasta la alcantarilla.
¿Creen que eso me dolió? Ja, ja, ja…
¿Aún quieres más?, dijo uno de los
anarquistas, que arrancó de la cerca una tabla con dos clavos en la punta.
Ya te enseñaré…
Levantó bien alto la tabla, para dar
el golpe final, pero no pudo hacerlo: alguien que estaba detrás se la quitó.
¿Eh?
Era un sujeto enorme, de finos bigotes,
que ahí nomás lo despachó de un tortazo. Los demás luchadores por la
Libertad ni siquiera intentaron enfrentarse al Guatón Silva: dieron la vuelta y
echaron a correr.
Pero entonces, preguntó Bernardo, ¿no
fue él quién te pegó?
Pero no, imbécil. ¿No te lo estoy
diciendo? Me cargó en su caballo y me llevó al hospital… ¡Me salvó la vida, nada
menos!
Quién lo diría, exclamó Bernardo.
Entonces tú…
Entonces yo, de puro agredecido…
guiñó un ojo el Loco Cebolla, le conté justo lo que él deseaba averiguar…
***
No hay lugar para dos gallos en un
gallinero. Viven peleándose entre ellos, lastiman a las gallinas, rompen los
huevos…
Aquel, el más flaco, lo señaló con el
dedo doña Dorotea.
Lola lo atrajo, arrojándole unos
granos de maíz. Cuando lo tuvo cerca, lo sujetó de la cabeza y lo hizo dar
media vuelta en el aire. ¡Trac!, hizo el cogote al quebrarse. El gallo salió
corriendo, con la cabeza colgando a un costado. Dio varios pasos a tontas y a
locas, antes de caer sobre el pasto. Lola lo llevó a la cocina, donde Abelarda
y su tía platicaban.
Yo no sé cómo se le cae la cara de
vergüenza…
Eso mejmo digo yo. ¡Si será
desfachatada!
Hablaban de doña Clarita, la huésped
de don Bernardo, que ni siquiera esperó a que se enfriara el cuerpo de su
marido para venir a encontrarse con su antiguo amante.
Lo de siempre, dijo Abelarda. ¡El
muerto al hoyo y el vivo al bollo!
La visita de la Viuda se había
prolongado ya por una semana, y no daba señas de terminarse.
¿Pensará quedarse a vivir acá? No pué
ser tan desvergonzada…
De esa, puede esperarse cualquier
cosa…
Doña Clarita hacía ir día por medio al
chofer a Punta Arenas, a que le trajera más valijas y más baúles.
¡Emilio! Antes de volver pasarás por
la botica, y me comprarás un frasco de pastillas para los nervios…
Sí, doña Clarita.
Lola metió el gallo en el caldero más
pequeño y, tras dejarlo un rato en el agua hirviendo, lo sacó y comenzó a
desprenderle las plumas.
Doña Dorotea preguntó:
¿Y de qué habrá muerto su marido?
¡De los puros cuernos, digo yo! Si
esa Ñora no dejó títere con cabeza, allá en Punta Arenas. Qué manera de
desfilar los caballeros, por esa casa…
¿Don Bernardo también?, preguntó Lola,
sin dejar de pelar el pollo. Era la primera vez que intervenía en la
conversación.
Doña Dorotea y Abelarda se miraron.
Pues…
Lo cierto era que sí, esos dos
pájaros ya se veían de hacía tiempo, de cuando doña Irenita y el marido de
aquella mala pécora aún vivían. Aunque era mejor no decírselo a Lola, que
sufría como sólo puede hacerlo una chiquilla que vive su primera decepción
amorosa.
No, dijo Abelarda. Don Bernardo no.
Terminado que hubo de quitarle las
plumas, Lola cortó de un tajo la cabeza del gallo y luego las patas. Su rostro
no expresaba la menor emoción, ni siquiera cuando abrió al medio la carcasa y
comenzó a destriparlo.
Qué mujer insoportable, siguió
vapuleando a la huésped Abelarda. A cada rato hace sonar la campanita. Ven
paquí, ve pallá… Se piensa qué una no tiene otra cosa que hacer…
¡Y cómo le da al diente!, dijo doña
Dorotea. ¡Parece un barril sin fondo!
Ahora se puso a manejar el
antromóvil ese. ¡En cualquier momento mata a alguien!
¿Y al chofer, para qué lo trajo?
Como si hubieran mentado al diablo,
la puerta que daba al jardín se abrió, y a paso lento entró el chofer de doña
Clarita, con su ajustado uniforme y sus botas de caña alta.
Uah…, bostezó.
Un joven moreno, de afilado perfil,
que llevaba el pelo untado con pomada y las mejillas afeitadas al ras. Su
aspecto era cuidado, hasta en los últimos detalles, como quien puede pasarse
cada día dos horas frente al espejo acicalándose.
Tac, tac, tac, sonaban los tacos de
sus botas. Caminaba bien derecho, con las manos detrás de la espalda, como un
general que viene a hacer una inspección al cuartel.
Güenos díaj, ¿no?, lo reprendió
Abelarda.
Ni noticias. Emilio ahora caminaba
alrededor de la mesa, destapaba una cacerola, fruncía la nariz…
Oye, aquí se cocina todos los días lo
mismo, decía, sin dirigirse a nadie en particular.
¡Si no le gusta, no lo coma!
Emilio cortaba una rodaja de morcilla,
para luego limpiarse los dedos en el delantal de doña Dorotea, que se ahogaba
de indignación. Debía pensarse que, por ser de la ciudad, todo le estaba
permitido, y que el personal de la estancia no estaba allí más que para
servirlo.
Resérvame una pechuga, mamacita, le
guiñó un ojo a Lola. Es mi parte preferida…
Emilio tomó asiento en la cabecera de
la mesa.
Este lugar es una lata, dijo, mirando
distraído por la ventana, al tiempo que encendía un cigarrillo y tiraba el
fósforo en cualquier lugar.
Se repatingó en su asiento, puso los
pies sobre la mesa…
¡No veo la hora de volver a la
civilización!
Si es por losotra, no se demore, eh.
¡Y saque laj pezuña de ahí, ónde se piensa qu’está!
Se escuchó el grito desde afuera.
¡Emilio! ¡Emilio!
Uf… se puso de pie de mala gana el
Chofer.
¡Sí, doña Clarita! ¡Ya voy!
Ayúdame a dar marcha al coche,
¿quieres? Saldré a dar una vuelta con el Sr. Caledonia.
¿Otra vez?
Qué sujeto más descarado, exclamó
doña Dorotea, una vez que salió. Es igual a su patrona.
Sí. ¡Son tal para cual!
Después de un par de golpes de
manija, el Renault Retrô se puso en marcha, emitiendo su estruendo
característico.
Podríamos ir a caballo, Sra.
González, objetó tímidamente Bernardo. Si no es tan lejos…
El automóvil es el futuro, Sr.
Caledonia. ¡Móntese!
En uno de los cuartos de huéspedes,
el Loco Cebolla se puso de pie, caminó hasta la ventana.
Pero… balbuceó. Yo a ese coche lo
conozco.
***
Condujeron por el camino que iba a
Pampa Chica, la estancia que Bernardo acababa de comprar. El camino no estaba
tan malo. De hecho, se notaban las marcas de otros neumáticos. Huellas
recientes.
¿Sabes que en Punta Arenas no se
habla de otra cosa?, dijo Clarita.
¿Cómo dices?, preguntó Bernardo, que
no alcanzaba a escucharla con el barullo del motor.
Nadie sabe por qué el viejo Zamorano
accedió a venderte las tierras a ti, luego de rehusarse por años a vendérselas
a la compañía Mendieta Braunstein.
Ah, bueno… Eso…
¿Y de dónde has sacado el dinero, se puedo saber? En Punta Arenas se decía que estabas bancarrota...
Oye, conduces muy
bien, intentó cambiar de tema Bernardo. ¿Dónde has aprendido?
¿Quieres hacerlo tú?
¿Yo? No, gracias. Estos aparatos me
dan miedo.
Rodearon una laguna. Los pájaros
levantaron vuelto a su paso. Un armadillo se cruzó en su camino, y por un pelo
se salvó de que las ruedas lo aplastaran.
¿Tienes suficiente gasolina para ir y
volver?
¿Qué dices?
Si tienes suficiente gasolina para…
No. No tenían. Se quedaron a mitad de
camino, por más de dos horas.
¿Y ahora?
Tendremos que caminar...
Tuvieron suerte. Un camión que venía de frente se
detuvo. Un MAN-Saurer de tres toneladas, con la caja cargada hasta el tope.
¡Don Bernardo! ¿Qué hace por aquí?
Era Martiniano, uno de sus peones de
confianza, el que iba junto al conductor, con un fusil Mauser de cerrojo
cruzado sobre las piernas. Clarita empezó a sospechar.
Bernardo, estos hombres son... ¿Acaso
tú…?
El descubrimiento la hizo largar una
carcajada. Bernardo meneó la cabeza, contrariado.
¡Así conseguiste el dinero! ¡Te
dedicas al contrabando!
Contrabando es una palabra muy
fuerte, Clarita. Prefiero pensar que soy más bien un transportista. Mira…
La llevó hasta la caja del camión y le
mostró las cajas de carne enlatada, de leche condensada Nestlé, los sacos de
harina y arroz…
Son todos alimentos, y pueden
venderse en Punta Arenas un treinta por ciento más baratos.
Ja, ja, ja… ¡Eres un filántropo!
No tanto, no tanto… La estancia que
le compré a Zamorano es más bien pequeña, pero está a ambos lados de la
frontera. Técnicamente no es contrabando, hasta el momento en que…
La Viuda de González no salía de su
asombro.
Oye, Clarita, no irás a delatarme…
¿Por quién me tomás?, se echó en sus
brazos la Viuda y le dio un apasionado beso, sin importar que la estuvieran
mirando.
Don Bernardo, ya pasé la bencina al
tanque del automóvil, dijo Martiniano.
***
No volvieron hasta bien entrada la
tarde. Las mujeres seguían en la cocina, trabajando. Lola
levantó la vista cuando los faros del auto iluminaron la ventana. A través de
los cristales vio bajar a la Viuda, más sonriente que nunca.
Maldita…
No podía competir con esa mujer. Era todo lo que ella no era: alta, bella, refinada…
Debo irme, pensó Lola. Debo marcharme
de esta casa.
No podía ver a don Bernardo en brazos
de otra mujer. La furia la hacía perder el sentido. Ya no sabía ni dónde…
¡Ay!
El cuchillo se le resbaló, mientras
picaba las cebollas. Una gota de sangre se formó en la yema del dedo.
¡Lola! ¡Te has hecho daño!
Lola levantó la vista. No había visto
a don Bernardo entrar, por la puerta que daba al pasillo. Hacía tanto que no
venía a la cocina que ya ni si se acordaba de cuándo había sido la última vez.
¡Todo por esa mujer!
Buenas tardes, don Bernardo, dijeron
a un tiempo doña Dorotea y Abelarda.
Buenas tardes, qué tal. Déjame que
vea esa herida, Lola. Le pondremos tintura de yodo…
¡No!, retiró la mano la muchacha,
cuando él estaba por tomarla. No es nada. ¡No es nada!
Don Bernardo se quedó con la boca
abierta, sin saber qué más decir. Lola se dio media vuelta y salió de la
cocina, sin escuchar los reclamos de su tía, sin hacer caso a nadie. Era casi
de noche. Lola corrió por el jardín y se trepó a su árbol. Ya no le hacía falta
que la ayudaran a subir, ella misma se las arreglaba para llegar a la primera rama; había descubierto una
hendidura de la cual agarrarse, y un nudo que podía usar de escalón.
¡Lola!, gritaba desde la puerta de la
cocina Abelarda. ¡Ánde te has metío!
Está bien, déjala, se escuchó la voz conciliadora de don Bernardo.
Lola se largó a llorar. Podía hacerlo libremente en aquel lugar. Nadie la veía, nadie le iba a preguntar por qué lloraba. Era tan infeliz…
Lola se largó a llorar. Podía hacerlo libremente en aquel lugar. Nadie la veía, nadie le iba a preguntar por qué lloraba. Era tan infeliz…
Estuvo un buen rato allí. Escuchó
unos pájaros moverse, unas ramas más arriba.
Lola se pasó saliva por el dedo
lastimado. Se sintió mal por haberle contestado de mala manera a don Bernardo.
Después de todo, él sólo trataba de ayudarla.
Comenzaba a hacer frío, no le quedaba
más remedio que volver. Lola estaba a punto de bajarse, cuando vio que alguien
se acercaba a su árbol. Era Emilio, el chofer, que tenía puesto un sobretodo de
cuero, de largos faldones, parecido al abrigo de un aviador. Se detuvo casi
debajo de donde estaba ella, y se quedó ahí parado junto al tronco. Encendió un
cigarrillo. Lola ya tenía acostumbrada la vista a la oscuridad para entonces. Con la escasa luz que llegaba de la cocina alcanzaba a distinguir la
figura del sujeto, su cara de preocupación. Quién sabe, si no fuera un tipo tan
repulsivo, hasta podía considerarse guapo. Unos pasos se escucharon sobre la
tierra. Unas pisadas delicadas, y el suave frufrú de un vestido.
¡Doña Clarita!, arrojó su cigarrillo
y corrió a abrazarla el Chofer.
¡Emilio!
Lola tuvo que taparse la boca para no
dejar salir una exclamación. No lo podía creer.
No lo soporto más, doña Clarita. Ya
no puedo verla en brazos de ese viejo…
Ay, Emilio… Sabes que ese tipo no
significa nada para mí… Es un pesado, un latoso…
¡Doña Clarita!, la besó en la frente,
en las mejillas, en el cuello el apasionado chofer.
¡Emilio!, exclamó la Sra. González,
llevada por un arrebato de placer. No, por favor. Aquí no…
Sí, doña Clarita, sí…
¡Ay!, se mordió los labios la Viuda y
levantó al cielo los ojos, acostumbrados a la penumbra también.
Pero... ¿qué diablos?
Por eso fue que pudo ver a esa tonta
de la sirvientita, ahí arriba, encaramada a una rama, que la miraba y sonreía de
manera triunfal…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.