Capítulo 105: LA RIVAL


Era una chica audaz, no le tenía miedo a nada. Si se le ocurría algo, sólo iba y lo hacía.
¡Ñorita Lola! ¿Qué está haciendo?
Sus manos no alcanzaban a asirse, sus pies resbalaban en la corteza aún húmeda por la última lluvia.
¡Ay!
Un árbol grande, el más grande de la estancia, un roble rojo de California que don Bernardo había plantado cuando llegó a estas tierras, unos treinta años atrás. Con la llegada de la primavera sus ramas se fueron cubriendo de hojas. Los pájaros lo usaban de refugio; desde el amanecer se los escuchaba cantar.
¡Inocencio! ¡Ven!
No era más que una chiquilla. Una mucama, y la más nueva del lote. Sin embargo, estaba acostumbrada a mandar. Y a ser obedecida.
Échame una mano, ¿quieres?
Sí, Ñorita Lola.
Inocencio se arrimó al tronco y unió sus manos a manera de estribo, para que ella pusiera encima su zapatito charolado.
Ahí… ya casi…
No llegaba. Fue necesario que Inocencio la ayudara a subir un poco más, con mil precauciones, para no tocarla de manera inapropiada. Lola apoyó un pie sobre su hombro y el otro sobre su boina, estiró los brazos hasta alcanzar la rama más baja.
¡Uf!
Una vez que estuvo arriba, todo fue más fácil. Lola estiró una pierna y la colocó sobre una horqueta, algo más arriba. Sus largas enaguas, bajo el vestido negro de sirvienta, la cuidaban de quedar con sus vergüenzas al aire; las medias de lana le cubrían las piernas hasta arriba de la rodilla.
¡Ñorita Lola!
Fue ganando confianza, a medida que subía, sosteniéndose ora con las manos, ora con los pies. Se cuidó de pisar un nido, que tenía dentro unos huevitos moteados.
¡Ñorita Lola! ¡No se vaiga a caer!
Al fin se dio que cuenta de lo alto que había llegado: más arriba del techo de la casa. Podía ver las tejas grises de pizarra, y la veleta en forma de gallo, que se acomodaba según le daba el viento.
Ah…, suspiró la muchacha.
El aire parecía más puro, ahí arriba, la luz más brillante. Lola llegó a pensar que estaba otra vez en la isla, en el campanario de la parroquia. Sólo que, en vez del mar, aquí se veían las montañas: las cumbres cubiertas de nieve, las verdes colinas con sus ovejas, los corrales, el galpón grande y el pequeño, donde dormían los peones.
¡Martiniano!, agitó un brazo Lola, para hacerse ver. ¡Don Segundo!
Don Segundo era un viejecillo de largas barbas, que ya no podía estar sólo en su puesto, allá en la Cordillera, por lo que don Bernardo lo había traído a vivir al casco de la estancia. Hacía de cocinero, aconsejaba a los peones más jóvenes.
Ja, ja, ja… se carcajeó el viejo puestero, al verla allá arriba. ¡Ánde te has subío, cabra loca!
Inocencio se había apartado del tronco, y ahora trataba de ubicarla, poniéndose una mano sobre la frente, para protegerse de la luz. Se alarmó, al verla tan alto.
¡Bájese de ahí, Patroncita!
Así era como la llamaban entre ellos los peones, medio en broma y medio en serio, llevados por la profecía del Loco Cebolla.
Pero… ¡qué caracho haces ahí!
La que ahora la había visto era Abelarda, que se puso a gritar como si hubiera un incendio.
¡Cuidáo! ¡Te vas a matar!
Lola suspiró. No le iba a quedar más remedio que bajar.
¡Bájate! ¡Bájate ahora mismo!
Sí, ya voy.
Un ruido se escuchó, cada vez más nítido.
Pof, pof, pof…
El estruendo causado por el automóvil, aquel aparato infernal, que había venido a turbar la paz que de ordinario reinaba en la finca.
Pof, pof, pof… se escuchaban cada vez más cerca las explosiones del motor. Y, más fuerte que las explosiones, se escuchaban las risas de esa mala mujer, de esa perdida. Era ella la que iba al volante. En el asiento del acompañante don Bernardo sonreía, de forma algo forzada. Se agarraba de la puerta, como con miedo de salir despedido.
¿Que no me escuchaj? ¡Baja de una vej!
Lola siguió el mismo camino que había usado para subir. La suela de su zapato resbaló, casi llegando al final.
¡Ay!, gritó desde abajo Abelarda. No fue nada. Lola se había agarrado de otra rama. ¡Casi me matas de un susto!
Inocencio se acercó para ayudarla otra vez, pero no hizo falta. Lola se dejó colgar del mismo lugar por el que había subido y, tras balancearse un instante, se soltó.
¡Niña tonta! ¡Te podías haber matáo!
Bah, si no es nada…
Si llega a enterarse oña Orotea…
Pues no se lo digas…
¿Y tu cofia?
Lola se tocó la cabeza, para comprobar que, en efecto, no la tenía. Miró hacia arriba.
¿Voy a buscarla?
¡No! Mirá cómo te ha quedáo la ropa. ¡Ve al tiro a cambiarte!
 
***
 
También el Loco Cebolla había escuchado el ruido del motor. Ya sabía que había visitas en la casa, desde hacía varios días, aunque no sabía de quién se trataba. No preguntó quién era, o si lo hizo, ya había olvidado la respuesta. El Loco llevaba ya una semana en la cama, dolorido en todos y cada uno de sus huesos.
Apa, apa, apa…
No era la primera paliza que recibía. Su lengua suelta y su manía de meterse donde no lo llamaban lo habían hecho merecedor de más de una felpeada. Sólo que ya estaba viejo para estos trotes, y esta última golpiza lo había hecho terminar en el hospital. O lo que en Punta Arenas se entendía por hospital: un tinglado moliente, sin gasas, sin medicinas, con unos enfermeros que parecían más bien internos de una institución penal, y damas de beneficencia que venían a traerles ropas viejas y a hacerles rezar el rosario.
Santa María, Madre de Dios…
El Cebolla escapó, aún quebrantado como estaba. Usando una escoba como muleta se alejó pasito a paso hacia el Norte, otra vez rumbo a la estancia. No le importaba morir, pero prefería hacerlo entre amigos. Una carreta lo llevó, una parte del camino. El resto debió hacerlo a pie, justo cuando se largaba a llover.
¡Cebolla!
Si Bernardo no lo hubiera encontrado, por pura casualidad, cuando salía a dar una vuelta por los lindes de la estancia, ahí se hubieran terminado sus días.
¿Quién te hizo esto, Cebolla? ¿Fue el bruto de Silva? Lo pagará, te lo juro.
No, no fue Silva.
Cuando lo encuentre…
¡No fue Silva, te digo!
Y, sin embargo, hubiera sido lo más natural. Era del guatón Silva de quien Cebolla se había estado escondiendo, esos últimos días. Se escondía y a la vez procuraba que Silva lo encontrara. Así, esa noche eligió ocultarse en el boliche más concurrido del pueblo: el bar El Ancla, reducto de pescadores, estibadores y marineros.
¡Compañeros! ¡Nuestra unión hará la fuerza! ¡Compañeros!
Y también de anarquistas, que convocaban a una nueva huelga, a causa del aumento en los precios de los alimentos.
¡La lucha debe continuar, compañeros! ¡No desfallezcamos ahora, que la victoria está cerca!
El que hablaba era un gringo de barba amarilla, que no tomaba vino ni licor, sino tan solo agua. Los rudos trabajadores del puerto no se mostraban muy entusiasmados por su prédica. Por seguirlo a él los había molido a palos la policía, una semana atrás.
¡No permitamos que los estancieros, los capitalistas y los comerciantes sigan explotando al pueblo trabajador!
Aun así, nadie se atrevía a contradecirlo. El alemán era un sujeto de verba encendida e ímpetu arrollador. Sus ojillos celestes brillaban como rayos, tras las gruesas gafas redondas.
¡Ya soportamos su yugo demasiado tiempo, compañeros! ¡Tenemos hambre!
¡Tú estás bastante gordito, sin embargo!, dijo alguien entre el público.
El orador lo ignoró.
¡Es nuestro deber seguir adelante, compañeros! ¡Es nuestro deber…!
Apa, apa, apa…
¡…luchar por la Libertad!
Libertad de hacer lo que tu ordenas, ¿verdad?
Esta última interrupción provocó algunas risas entre el público.
Vaya, parece que tenemos entre nosotros a un provocador. 
Pero no, don gringo. Si es un loco de acá del pueblo…
¡Compañeros! ¡No debemos doblegarnos ante el Gran Capital!
¡Ya te gustaría a ti, echarle mano al Gran Capital!, siguió boicoteándolo el Loco Cebolla.
El público de la taberna se dividió. Los estibadores, marineros y jornaleros, que venían de un arduo día de trabajo y sólo querían atontarse con unos vasos de alcohol, antes de volver a su casa y darle una paliza a su mujer, se pusieron de parte del Loco Cebolla, dispuestos a festejar cualquier barrabasada que pudiera decir. Los demás (dos o tres oficinistas, el empleado de correos y un par de estudiantes), tomaron partido por el alemán de las gafas circulares.
¡Sin el trabajo de nuestras manos, compañeros, nada tendrían los capitalistas!
¡Tus manos están más suaves que las de una señorita! gritó el Loco. 
¡Ja, ja, ja...!
¡Seguiremos adelante, compañeros!, golpeaba el mostrador con el puño el hombre de barba amarilla. ¡Cueste lo que cueste! ¡Caiga quien caiga!
¡Siempre y cuando no caigas tú!, replicó el Cebolla.
¡Eso es verdad!, se hizo eco uno de los estibadores. ¡Cuando llegó la policía, bien te juiste p’atrás, pues gringo!
¡Mándate a cambiar, revoltoso!, gritó el dueño de El Ancla, que ya se veía venir una redada en su establecimiento. ¡Ve a chillar a otro lado!
El rubio y sus seguidores se retiraron, en apariencia vencidos. Cuando el Cebolla salió, como una hora después, le cayeron encima.
¿Así que te crees listo?
Pim, pam, pum, le llovieron al Loco los golpes por los cuatro costados.
¡Desclasado! ¡Lacayo de la Clase Dominante!
¡No hay lugar para ti en la sociedad del futuro!
¡Vaya!, alcanzó a decir el Cebolla, entre una trompada y otra. ¿Eso es lo más fuerte que pueden pegar?
Un puñetazo en el ojo lo derribó. Su galera rodó hasta la alcantarilla.
¿Creen que eso me dolió? Ja, ja, ja…
¿Aún quieres más?, dijo uno de los anarquistas, que arrancó de la cerca una tabla con dos clavos en la punta.
Ya te enseñaré…
Levantó bien alto la tabla, para dar el golpe final, pero no pudo hacerlo: alguien que estaba detrás se la quitó.
¿Eh?
Era un sujeto enorme, de finos bigotes, que ahí nomás lo despachó de un tortazo. Los demás luchadores por la Libertad ni siquiera intentaron enfrentarse al Guatón Silva: dieron la vuelta y echaron a correr.
Pero entonces, preguntó Bernardo, ¿no fue él quién te pegó?
Pero no, imbécil. ¿No te lo estoy diciendo? Me cargó en su caballo y me llevó al hospital… ¡Me salvó la vida, nada menos!
Quién lo diría, exclamó Bernardo. Entonces tú…
Entonces yo, de puro agredecido… guiñó un ojo el Loco Cebolla, le conté justo lo que él deseaba averiguar…
 
***
 
No hay lugar para dos gallos en un gallinero. Viven peleándose entre ellos, lastiman a las gallinas, rompen los huevos…
Aquel, el más flaco, lo señaló con el dedo doña Dorotea.
Lola lo atrajo, arrojándole unos granos de maíz. Cuando lo tuvo cerca, lo sujetó de la cabeza y lo hizo dar media vuelta en el aire. ¡Trac!, hizo el cogote al quebrarse. El gallo salió corriendo, con la cabeza colgando a un costado. Dio varios pasos a tontas y a locas, antes de caer sobre el pasto. Lola lo llevó a la cocina, donde Abelarda y su tía platicaban.
Yo no sé cómo se le cae la cara de vergüenza…
Eso mejmo digo yo. ¡Si será desfachatada!
Hablaban de doña Clarita, la huésped de don Bernardo, que ni siquiera esperó a que se enfriara el cuerpo de su marido para venir a encontrarse con su antiguo amante.
Lo de siempre, dijo Abelarda. ¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo!
La visita de la Viuda se había prolongado ya por una semana, y no daba señas de terminarse.
¿Pensará quedarse a vivir acá? No pué ser tan desvergonzada…
De esa, puede esperarse cualquier cosa…
Doña Clarita hacía ir día por medio al chofer a Punta Arenas, a que le trajera más valijas y más baúles.
¡Emilio! Antes de volver pasarás por la botica, y me comprarás un frasco de pastillas para los nervios…
Sí, doña Clarita.
Lola metió el gallo en el caldero más pequeño y, tras dejarlo un rato en el agua hirviendo, lo sacó y comenzó a desprenderle las plumas.
Doña Dorotea preguntó:
¿Y de qué habrá muerto su marido?
¡De los puros cuernos, digo yo! Si esa Ñora no dejó títere con cabeza, allá en Punta Arenas. Qué manera de desfilar los caballeros, por esa casa…
¿Don Bernardo también?, preguntó Lola, sin dejar de pelar el pollo. Era la primera vez que intervenía en la conversación.
Doña Dorotea y Abelarda se miraron.
Pues…
Lo cierto era que sí, esos dos pájaros ya se veían de hacía tiempo, de cuando doña Irenita y el marido de aquella mala pécora aún vivían. Aunque era mejor no decírselo a Lola, que sufría como sólo puede hacerlo una chiquilla que vive su primera decepción amorosa.
No, dijo Abelarda. Don Bernardo no.
Terminado que hubo de quitarle las plumas, Lola cortó de un tajo la cabeza del gallo y luego las patas. Su rostro no expresaba la menor emoción, ni siquiera cuando abrió al medio la carcasa y comenzó a destriparlo.
Qué mujer insoportable, siguió vapuleando a la huésped Abelarda. A cada rato hace sonar la campanita. Ven paquí, ve pallá… Se piensa qué una no tiene otra cosa que hacer…
¡Y cómo le da al diente!, dijo doña Dorotea. ¡Parece un barril sin fondo!
Ahora se puso a manejar el antromóvil ese. ¡En cualquier momento mata a alguien!
¿Y al chofer, para qué lo trajo?
Como si hubieran mentado al diablo, la puerta que daba al jardín se abrió, y a paso lento entró el chofer de doña Clarita, con su ajustado uniforme y sus botas de caña alta.
Uah…, bostezó.
Un joven moreno, de afilado perfil, que llevaba el pelo untado con pomada y las mejillas afeitadas al ras. Su aspecto era cuidado, hasta en los últimos detalles, como quien puede pasarse cada día dos horas frente al espejo acicalándose.
Tac, tac, tac, sonaban los tacos de sus botas. Caminaba bien derecho, con las manos detrás de la espalda, como un general que viene a hacer una inspección al cuartel.
Güenos díaj, ¿no?, lo reprendió Abelarda.
Ni noticias. Emilio ahora caminaba alrededor de la mesa, destapaba una cacerola, fruncía la nariz…
Oye, aquí se cocina todos los días lo mismo, decía, sin dirigirse a nadie en particular.
¡Si no le gusta, no lo coma!
Emilio cortaba una rodaja de morcilla, para luego limpiarse los dedos en el delantal de doña Dorotea, que se ahogaba de indignación. Debía pensarse que, por ser de la ciudad, todo le estaba permitido, y que el personal de la estancia no estaba allí más que para servirlo.
Resérvame una pechuga, mamacita, le guiñó un ojo a Lola. Es mi parte preferida…
Emilio tomó asiento en la cabecera de la mesa.
Este lugar es una lata, dijo, mirando distraído por la ventana, al tiempo que encendía un cigarrillo y tiraba el fósforo en cualquier lugar.
Se repatingó en su asiento, puso los pies sobre la mesa…
¡No veo la hora de volver a la civilización!
Si es por losotra, no se demore, eh. ¡Y saque laj pezuña de ahí, ónde se piensa qu’está!
Se escuchó el grito desde afuera.
¡Emilio! ¡Emilio!
Uf… se puso de pie de mala gana el Chofer.
¡Sí, doña Clarita! ¡Ya voy!
Ayúdame a dar marcha al coche, ¿quieres? Saldré a dar una vuelta con el Sr. Caledonia.
¿Otra vez?
Qué sujeto más descarado, exclamó doña Dorotea, una vez que salió. Es igual a su patrona.
Sí. ¡Son tal para cual!
Después de un par de golpes de manija, el Renault Retrô se puso en marcha, emitiendo su estruendo característico.
Podríamos ir a caballo, Sra. González, objetó tímidamente Bernardo. Si no es tan lejos…
El automóvil es el futuro, Sr. Caledonia. ¡Móntese!
En uno de los cuartos de huéspedes, el Loco Cebolla se puso de pie, caminó hasta la ventana.
Pero… balbuceó. Yo a ese coche lo conozco.
 
***
 
Condujeron por el camino que iba a Pampa Chica, la estancia que Bernardo acababa de comprar. El camino no estaba tan malo. De hecho, se notaban las marcas de otros neumáticos. Huellas recientes.
¿Sabes que en Punta Arenas no se habla de otra cosa?, dijo Clarita.
¿Cómo dices?, preguntó Bernardo, que no alcanzaba a escucharla con el barullo del motor.
Nadie sabe por qué el viejo Zamorano accedió a venderte las tierras a ti, luego de rehusarse por años a vendérselas a la compañía Mendieta Braunstein.
Ah, bueno… Eso… 
¿Y de dónde has sacado el dinero, se puedo saber? En Punta Arenas se decía que estabas bancarrota... 
Oye, conduces muy bien, intentó cambiar de tema Bernardo. ¿Dónde has aprendido?
¿Quieres hacerlo tú?
¿Yo? No, gracias. Estos aparatos me dan miedo.
Rodearon una laguna. Los pájaros levantaron vuelto a su paso. Un armadillo se cruzó en su camino, y por un pelo se salvó de que las ruedas lo aplastaran.
¿Tienes suficiente gasolina para ir y volver?
¿Qué dices?
Si tienes suficiente gasolina para…
No. No tenían. Se quedaron a mitad de camino, por más de dos horas. 
¿Y ahora? 
Tendremos que caminar...
Tuvieron suerte. Un camión que venía de frente se detuvo. Un MAN-Saurer de tres toneladas, con la caja cargada hasta el tope.
¡Don Bernardo! ¿Qué hace por aquí?
Era Martiniano, uno de sus peones de confianza, el que iba junto al conductor, con un fusil Mauser de cerrojo cruzado sobre las piernas. Clarita empezó a sospechar.
Bernardo, estos hombres son... ¿Acaso tú…?
El descubrimiento la hizo largar una carcajada. Bernardo meneó la cabeza, contrariado.
¡Así conseguiste el dinero! ¡Te dedicas al contrabando!
Contrabando es una palabra muy fuerte, Clarita. Prefiero pensar que soy más bien un transportista. Mira…
La llevó hasta la caja del camión y le mostró las cajas de carne enlatada, de leche condensada Nestlé, los sacos de harina y arroz…
Son todos alimentos, y pueden venderse en Punta Arenas un treinta por ciento más baratos.
Ja, ja, ja… ¡Eres un filántropo!
No tanto, no tanto… La estancia que le compré a Zamorano es más bien pequeña, pero está a ambos lados de la frontera. Técnicamente no es contrabando, hasta el momento en que…
La Viuda de González no salía de su asombro.
Oye, Clarita, no irás a delatarme…
¿Por quién me tomás?, se echó en sus brazos la Viuda y le dio un apasionado beso, sin importar que la estuvieran mirando.
Don Bernardo, ya pasé la bencina al tanque del automóvil, dijo Martiniano.
 
***
 
No volvieron hasta bien entrada la tarde. Las mujeres seguían en la cocina, trabajando. Lola levantó la vista cuando los faros del auto iluminaron la ventana. A través de los cristales vio bajar a la Viuda, más sonriente que nunca.
Maldita…
No podía competir con esa mujer. Era todo lo que ella no era: alta, bella, refinada…
Debo irme, pensó Lola. Debo marcharme de esta casa.
No podía ver a don Bernardo en brazos de otra mujer. La furia la hacía perder el sentido. Ya no sabía ni dónde…
¡Ay!
El cuchillo se le resbaló, mientras picaba las cebollas. Una gota de sangre se formó en la yema del dedo.
¡Lola! ¡Te has hecho daño!
Lola levantó la vista. No había visto a don Bernardo entrar, por la puerta que daba al pasillo. Hacía tanto que no venía a la cocina que ya ni si se acordaba de cuándo había sido la última vez. ¡Todo por esa mujer!
Buenas tardes, don Bernardo, dijeron a un tiempo doña Dorotea y Abelarda.
Buenas tardes, qué tal. Déjame que vea esa herida, Lola. Le pondremos tintura de yodo…
¡No!, retiró la mano la muchacha, cuando él estaba por tomarla. No es nada. ¡No es nada!
Don Bernardo se quedó con la boca abierta, sin saber qué más decir. Lola se dio media vuelta y salió de la cocina, sin escuchar los reclamos de su tía, sin hacer caso a nadie. Era casi de noche. Lola corrió por el jardín y se trepó a su árbol. Ya no le hacía falta que la ayudaran a subir, ella misma se las arreglaba para llegar a la primera rama; había descubierto una hendidura de la cual agarrarse, y un nudo que podía usar de escalón.
¡Lola!, gritaba desde la puerta de la cocina Abelarda. ¡Ánde te has metío!
Está bien, déjala, se escuchó la voz conciliadora de don Bernardo.
Lola se largó a llorar. Podía hacerlo libremente en aquel lugar. Nadie la veía, nadie le iba a preguntar por qué lloraba. Era tan infeliz…
Estuvo un buen rato allí. Escuchó unos pájaros moverse, unas ramas más arriba.
Lola se pasó saliva por el dedo lastimado. Se sintió mal por haberle contestado de mala manera a don Bernardo. Después de todo, él sólo trataba de ayudarla.
Comenzaba a hacer frío, no le quedaba más remedio que volver. Lola estaba a punto de bajarse, cuando vio que alguien se acercaba a su árbol. Era Emilio, el chofer, que tenía puesto un sobretodo de cuero, de largos faldones, parecido al abrigo de un aviador. Se detuvo casi debajo de donde estaba ella, y se quedó ahí parado junto al tronco. Encendió un cigarrillo. Lola ya tenía acostumbrada la vista a la oscuridad para entonces. Con la escasa luz que llegaba de la cocina alcanzaba a distinguir la figura del sujeto, su cara de preocupación. Quién sabe, si no fuera un tipo tan repulsivo, hasta podía considerarse guapo. Unos pasos se escucharon sobre la tierra. Unas pisadas delicadas, y el suave frufrú de un vestido.
¡Doña Clarita!, arrojó su cigarrillo y corrió a abrazarla el Chofer.
¡Emilio!
Lola tuvo que taparse la boca para no dejar salir una exclamación. No lo podía creer.
No lo soporto más, doña Clarita. Ya no puedo verla en brazos de ese viejo…
Ay, Emilio… Sabes que ese tipo no significa nada para mí… Es un pesado, un latoso…
¡Doña Clarita!, la besó en la frente, en las mejillas, en el cuello el apasionado chofer.
¡Emilio!, exclamó la Sra. González, llevada por un arrebato de placer. No, por favor. Aquí no…
Sí, doña Clarita, sí…
¡Ay!, se mordió los labios la Viuda y levantó al cielo los ojos, acostumbrados a la penumbra también.
Pero... ¿qué diablos?
Por eso fue que pudo ver a esa tonta de la sirvientita, ahí arriba, encaramada a una rama, que la miraba y sonreía de manera triunfal…
 

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.