Sí, eso del amor está muy bien, el amor es muy lindo, pero al final el amor se termina y después qué queda, para una chiquilla como esa: un corazón roto y una panza que no deja de crecer... Eso es lo que pensaba doña Dorotea, al ver a Lola radiante de felicidad, cada vez que iba a llevarle su café a don Bernardo, o cuando volvía, un rato después (un rato bastante largo, mucho más de lo que se tarda en dejar una bandeja y volver) diciendo don Bernardo esto y don Bernardo aquello, don Bernardo es tan listo, tiene todos esos libros y un globo terráqueo, que es esa bola que están los países figurados, y también mi isla, tía, pero es tan chiquita que casi no se ve… Doña Dorotea y Abelarda se miraban, algo divertidas del metejón de la chiquilla, al menos los primeros días. Luego ya no tanto, al ver que las visitas al estudio del Patrón se sucedían, y que el mismo Patrón las alentaba. Oye, chiquilla… Andate con cuidáo… ¿Cuidado? ¿Cuidado de qué? No era fácil decirlo de forma delicada. Todas las chicas de servicio habían tenido alguna vez un encontronazo con sus patrones, o con los hijos de sus patrones, o sus sobrinos, y aunque al comienzo todo era muy bonito, tarde o temprano el asunto terminaba. Y terminaba mal. Don Bernardo me está enseñando a leer. Me dijo que podíamos practicar por las tardes. Ya me sé unas letras y todo. Mire, tía, mire, esta es la A. (Lola señaló el frasco que decía AZÚCAR), y ahí está de vuelta otra vez… Oye, pos cabrita, que on Benár-o es un cabaiéro harto ocupáo, terció Abelarda, no pué andar perdiendo el tiempo con estaj cuestione… Doña Dorotea no sabía qué pensar. Todo una vida dedicada al servicio, en casas de familia de conducta intachable -o bueno, la conducta de ella, al menos, siempre lo había sido. ¿Todo para qué? Para que ahora los peones, cuando se la encontraban en el patio, le dirigieran comentarios jocosos, acerca de la amistad de su sobrina con don Bernardo. Algo que a doña Dorotea no le hacía la menor gracia. Póngase contenta, pos Ñora, decía Abelarda. Si a la final, Usté pué terminar siendo la suegra del Patrón… Abelarda… ya te he dicho muchas veces que… Para despejar sus dudas, doña Dorotea abandonaba cada tanto la cocina, su reducto, la parte de la casa en la que mandaba incluso más que patrón, y se aventuraba por el largo corredor que la separaba del ala principal. Se daba una vuelta por el salón, inspeccionando que todo estuviera en su lugar, y, como quien no quiere la cosa, se arrimaba a la puerta del estudio, desde donde escuchaba al Patrón y a su sobrina, charlando animadamente. ¿Cómo se llama ese país que nació Usted, don Bernardo? El Banato. ¿El qué? No es un país, en realidad, es una provincia del Imperio Austro-húngaro… ¡Vaya! ¿Por eso habla así de raro? Si serás fresca... ¿Te parece que hablo raro? Pues sí, habla un poco raro, ja, ja, ja… Doña Dorotea se alejaba, meneando la cabeza. Esto no está bien, se decía, esto no está bien… Un peso se había depositado en los hombros de la buena mujer, que casi no dormía, pensando en el giro desafortunado que habían tomado los acontecimientos. ¿Debía decirle a don Bernardo lo que pensaba, a riesgo de que éste la pusiera de patitas en la calle? Tener que salir a buscar una nueva posición, a su edad, era una posibilidad que no la entusiasmaba. En cambio, si cerraba los ojos, y hacía que no pasaba nada… No, eso no era posible. Era una inmoralidad, lisa y llanamente. Una situación indigna, de la que ella no iba a formar parte… ¿De nuevo a chismosear, pues Ñora? ¡Cállate! ¡Métete en tus cosas! Sus sospechas parecieron confirmarse cuando, tras su última escapada al salón, pegó su oreja a la puerta del estudio y… No escuchó nada. Preparada para la peor, Doña Dorotea abrió la puerta, sin siquiera golpear. Ya tenía pensado lo que iba a decir: ¡Cómo se atreve, grandísimo canalla…! No lo dijo, no hizo falta. Don Bernardo estaba en el sillón, con la pipa en la boca, leyendo uno de sus libros, y su sobrina sentada al escritorio, trazando unas letras en un cuaderno. ¡Esta es muy difícil, don Bernardo! Sigue un poco más. Con un poco de práctica… Ah, Dorotea, estás aquí. Don Bernardo, yo… tartamudeó el Ama de llaves. Quisiera hablar un momento con Usted. *** Bernardo dejó de lado las demás cartas, el reporte de los catadores de petróleo, toda su correspondencia personal, cuando vio el sobre que había llegado de Italia. “Querido Padrino…” Se le llenaron los ojos de lágrimas. “cuánto pensé en Usted, Padrino, y en los consejos que me dio, antes de partir a esta guerra que…” La carta estaba censurada, con palabras o frases recortadas, tal vez para evitar el espionaje o los mensajes derrotistas. “…en esa maldita trinchera…” (otra frase censurada). A Bernardo no le importó. Lo importante era saber que el hijo de Lalita estaba vivo. Decepcionado, pero vivo. Gracias, Dios mío. Muchas gracias… Con su permiso, on Benár-o… ¿Qué? Sí, Abelarda, respondió Bernardo, con la voz aún embargada por la emoción. Adelante. Abelarda dejó la bandeja con su merienda sobre el escritorio. Buen pro-echo, on Benar-íto. Gracias, Abelarda. Si se le ojrece algun’otra cosa, me llama con la campanita nomáj… Sí, gracias. Ah, espera. Cuando vuelva Martiniano de la ciudad, dile que pase a verme enseguida. Sí, pachoncito. Yo le aviso nomáj. Gracias. Una preocupación se iba y aparecía otra. Ya hacía varios días que no sabía nada del Cebolla. El Cebolla había ido a Punta Arenas, a cumplir uno de sus encargos, y nadie había vuelto a saber de él. No regresó al fondín donde estaba parando en la ciudad, nadie lo volvió a ver. Maldita sea… Bernardo mordisqueó una galleta y tomó su café de pie, mirando por la ventana que daba al jardín. Extrañaba a Lola. Extrañaba sus salidas ocurrentes, sus preguntas. La conversación que había tenido días atrás con Dorotea le había dejado un mal sabor en la boca. Tienes razón, Dorotea. No hay por qué dar pasto a las habladurías… Estuvo de acuerdo en suspender las clases de lectura de Lola, y reducir el contacto con ella lo más posible. No se lo tome a mal, don Bernardo. Pero no, Dorotea. Haz como a ti te parezca. Asígnale a Lola otras tareas, por unos días… Unos días que ahora le parecían vacíos, con tardes de lluvia que se le hacían interminables. Maldito imbécil. Pusilánime. Se detestaba por ser así, por ceder tan rápido a los deseos de los demás. Qué tal si le hubiera dicho algo así como: Mira, aquí yo soy el patrón, y lo que yo digo vale. Me importa un bledo lo que piensen los demás… La lluvia seguía cayendo. ¿Y se iba a dar a una vuelta? Ya no podía estar allí encerrado. No quería leer, no quería escuchar ninguno de sus discos. Se oyó a alguien caminando por el salón. ¿Sería Lola, que venía a verlo, a pesar de la prohibición? Bernardo abrió la puerta, esperanzado. Ah, Abelarda… La mucama repasaba la mesa con una franela encerada. Isculpe, on Bena-íto, ¿lo molesté con el puro barullo qu’estoy haciendo? No, Abelarda, para nada. Por favor, date una vuelta por la caballeriza y dile a Inocencio que me prepare a Wolfi. ¿Qué? ¿Va a salir, con esta lluvia? ¡A ver si se pesca un pasmo a loj pulmone! Bernardo miró por la ventana, poco le faltó para darle la razón a ella también. Iré, de todos modos, dijo, porfiado, y se dio la media vuelta, para evitar cualquier otra objeción. ¡Nomás eso faltaba! ¡Dejarse llevar por la opinión de su mucama! No soy un hombre, se decía, mientras se calzaba las botas y se echaba encima el quillango de guanaco, regalo el cacique Luisito. Soy un pelele. Un monigote… Con Wolfi al trote lento bajó por la cuesta que daba a la laguna. No quiso mirar hacia la casa, antes de doblar por el recodo, para ver si Lola lo estaba mirando, como otras veces que salía. La verdad es que, si había accedido al pedido de doña Dorotea, no había sido sólo por guardar las formas, sino también para evitarse problemas. ¿Qué podía hacer él con una muchacha como Lola? ¿Tomarla como manceba, y manchar su honor de forma irreparable? No, eso jamás. ¿Entonces qué: casarse con su sirvienta, y ser el hazmerreír de la Alta Sociedad? Tampoco. Bernardo cortó camino por el bosque de los ciervos, uno de los pocos bosques de robles nativos que quedaban en la región, tras el gran incendio del 97. La bruma se fue haciendo más densa, a medida que bajaba hacia el valle. Llovía a más no poder. Desde lo alto de una rama un pájaro chilló, como diciendo: ¿Qué haces aquí? ¡Vuelve a tu casa! Bernardo salió al Camino Sur. Más que un camino, una huella trazada por las ruedas de los carros. Era el sendero que llevaba a Punta Arenas, tras varias horas de cabalgata. Bernardo no pensaba llegar tan lejos. No tenía sentido. Algo, sin embargo, lo impelió a seguir un trecho más. Soy un payaso, un cobarde… No era bueno para tomar decisiones, esa es la verdad. Siempre prefería que el destino, las circunstancias u otras personas decidieran por él. Si se había decido a dejar su ciudad natal, rumbo a la soleada California, fue porque su tío Natalius insistió. Si se quedó a mitad de camino, en esta tierra de sombras, fue porque el capitán del barco ordenó que lo bajaran. Así fue toda su vida. Fue Irena la que decidió que vendieran la taberna y se arriesgaran en el incierto negocio de la cría de ovejas. De ser por él, todavía estaría detrás de un mostrador, sirviendo a los borrachos, soportando sus peleas, aguantando sus monónotas charlas... Bernardo dejó atrás el Cerro Mocho, bordeó la Laguna de los flamencos. Los cascos de Wolfi sonaban sobre el camino de ripio. La lluvia había cesado. Bueno, no todo fue tan malo en la taberna, pensó. Allí hizo sus primeros amigos, al llegar a Punta Arenas. Allí conoció a Lalita… ¿Me amas, Bernardo? Sí, Lalita. Siempre te amaré. Nunca habrá otra mujer para mí… Un año más tarde, sin embargo, él se casaba con Irena. Y ahora, en el ocaso de su vida, la había conocido a Lola... La verdad es que se parecían, Lalita y Lola, y no sólo en el nombre. Dos muchachas de origen humilde, de rasgos aindiados. A las dos les había enseñado a leer… Ahí se terminaban las similitudes; porque, mientras Lalita era una muchacha tímida y asustadiza, a la que siempre había que rescatar, Lola era un huracán, una cachorra de leona; bien lo demostró, con el canalla de Silva, cuando éste trató de aprovecharse... Lola…, murmuró Bernardo, al tiempo que dejaba salir el humo de su cigarrilllo. Basta de tonterías, se dijo, era hora de pegar la vuelta. Estuvo a punto de hacerlo, cuando escuchó un ladrido de perros a la distancia. Wolfi emitió un breve relincho, como advirtiendo de un peligro. Bernardo siguió un poco más, a ver de qué se trataba. Apoyó la mano en la culata del revólver, por si acaso. Alguien se acercaba por el camino. Apa, apa, apa… *** Lola, por su parte, no necesitaba explicar el amor, para saber lo que era. No había leído los libros que había leído don Bernardo. Ni había, como su tía, pasado tanto tiempo en una casa burguesa, para adquirir su moral y sus juicios de valor. Lola no soñaba con un casamiento de blanco, ni siquiera sabía que tal cosa existía. Su padre, allá en la isla, había tenido tres esposas después de su mamá, y en cada caso el trámite había sido de lo más simple. Después de un par de días de cortejo, su cháo iba y le declaraba sus intenciones a lo padres de la muchacha (casi siempre a la madre: eran pocos los hombres en la isla). Después de un regateo, las dos partes llegaban a un acuerdo. Su cháo entregaba una cabra o un bote con sus remos, en pago por la hija, y ese mismo día se la llevaba a su casa. Esta es su madre, le decía al resto de los hijos. Esa misma noche consumaban la relación. Se escuchaban los jadeos y resuellos, al otro lado del tabique, un rechinar de tablas que arrancaba más lento y luego se iba acelerando. Los chicos escuchaban todo el proceso, como si oyeran llover. Uh, uh, uh… hacía el cháo al final, y todo quedaba en silencio. Algunas de sus madres también dejaban escapar algún gemido, durante el proceso. La última era apenas un poco mayor que Lola. Hasta hacía poco habían jugado juntas, las dos. Habían jugado al escondite, y al corre que te pillo, y habían ido juntas al arroyo a buscar agua con un balde. Uh, uh, uh… Las niñas se volvían mujeres rápido, allá en la isla. También Lola tuvo sus escarceos, con un chico que ayudaba a su papá. Francisco, se llamaba. Se dieron unos besos, una tarde, en el gallinero. Tócalo, le dijo él, y Lola deslizó la mano por debajo de la cuerda que Francisco usaba de cinturón. Sabía lo que había ahí. Sabía y no sabía. No era un pico pequeño y blandito, como el que sus hermanitos llevaban al aire todo el día, sino uno duro y caliente. A Lola se le nubló la vista. Si en ese momento no hubiera sonado la voz de su cháo: ¡Lola! ¡Lola! ¿Dónde te has metío, maldita muchacha? Tal vez hoy estaría casada con Francisco, y también ella tendría una guagua. Los casamientos eran rápidos, allá en la isla. En primavera, cuando venía el padrecito a celebrar las fiestas patronales, juntaba a todas las parejas nuevas en la parroquia y después de unos rezos en otro idioma les decía que ya no vivían más en pecado. Bueno, si era así, mejor. Lola llegó a pensar, cuando vio a don Bernardo secreteando con su tía, que el Patrón le estaba ofreciendo a su tía algo por ella, una par de ovejas o un caballo, y que luego de una breve fiesta, unos vasos de vino y un baile, iba a llevársela con él al dormitorio grande. ¿Por qué pasó todo de otro modo? A Lola se le rompía el corazón, ahora que no la dejaban ir a servirle el café al estudio, ahora que ya no lo podía ver. Y, las pocas veces que lo veía, don Bernardo la saludaba apurado y seguía de largo. ¿Y a ti qué te pasa, pos cabrita? ¿Por qué estás llorando, ah? ¡No estoy llorando! *** Entre don Bernardo y Martiniano lo bajaron del caballo. ¡No! ¡Déjenme! ¡Déjenme!, gritaba el Cebolla. ¡Quiero ir a mi casa! Su casa, como la llamaba, era la choza en la que vivía, a un tiro de piedra del galpón grande. Él mismo la había armado, con palos y pieles, al estilo tehuelche, no con tan buen resultado. Un juntadero de mugre, al que le entraba el viento por los cuatro costados. ¡Dios mío!, se hizo cruces doña Dorotea, cuando vio al Cebolla con un ojo en compota, el brazo entablillado y la ropa manchada de sangre. Oigan, dijo Abelarda. ¿Aónde lo llevan a este viejo loco? Apa, apa, apa… El alma se le fue al piso, cuando vio que lo conducían a una de las habitaciones. ¡Pucha, on Benár-o…!, protestó. ¿Quién va a sacar el olor a meo del colchón, endijpué? Aquí, por esta puerta, Martiniano. Ábrela. Los dos tenían las manos ocupadas. De la nada apareció Lola, que giró el picaporte y se corrió a un costado. Gracias, le dijo Bernardo. Sus miradas se cruzaron, por un instante: la de ella nublada por la tristeza, la de él cargada de culpa. Apaaaaa… Apaaaaa… Le administraron la mejor medicina que tenían, el caldo de pollo doña Dorotea. Bernardo se lo hizo tomar, cucharada por cucharada. ¿Quién te hizo esto, Cebolla? ¿Fue Silva? Toda la comprensión que Bernardo sentía hacia las debilidades humanas se desvanecía, ante una agresión semejante. Maldito rufián. Cuando lo agarre, te juro que… No, no fue ese gordinflón, dijo el Cebolla. Aunque también a él lo vi, cuando estuve en el pueblo… ¿Entonces? No entiendo nada. No hay nada que entender. Quítame esta almohada, ¿quieres? Estas sábanas apestan a lejía, ¿acaso no las enjuagan? Nunca debí haberte enviado allí, Cebolla. Debí suponer que… Todo salió de maravillas, lo cortó el Loco. ¡Ya lo creo! Mira como te han dejado… Mordieron el anzuelo, eso es lo importante. La puerta del cuarto se abrió. Entró Abelarda, refunfuñando. Cielos, eras tú, dijo el Cebolla. Pensé que venía a buscarme la Parca… Ni la Parca te quiere a ti, viejo mugriento… Apa, apa, apa… ¿Dónde está la otra niña, la bonita?, preguntó el Loco, mirándolo a Bernardo. Abelarda dejó la bandeja con otra taza de caldo sobre la mesa de noche. Aquí tienes, y ojalá te atragantes, ¡Ya me atraganté cuando entraste! Por favor, Abelarda. Déjanos solos, cerró la puerta tras de ella Bernardo. Quita de mi vista ese brebaje, me revuelve las tripas, dijo el Cebolla. ¿Qué pasó con la muchacha? ¿Qué muchacha? Sabes bien de quién hablo, la niña de trenzas. Tu futura esposa. No digas tonterías. ¡Muchacho imbécil!, exclamó el Cebolla, que lo seguía tratando como si Bernardo tuviera veinte años. Vas a dejarla escapar, como el idiota que eres, y luego lo lamentarás… Tienes el don de la profecía, por lo visto. La verás pasar por la calle, preñada de otro, y llorarás amargamente… ¡Ya te sucedió una vez! Ja, sonrió con amargura Bernardo. ¡Y aún me extraño de que te hayan calentado las costillas! Lárgate de aquí, déjame solo, dijo el Cebolla. ¡Detesto a los cobardes! Los perros se largaron a ladrar, allá afuera. Alguien había llegado. *** No era lo más común, ver un automóvil, por aquellos pagos. Los caminos eran casi intransitables. Bip, bip, biiiiiip… hizo sonar la bocina el chofer, anunciando su llegada. Los perros renovaron sus ladridos, las gallinas corrieron en desbandada. Pero qué es tóo este barullo, igo yo… El Renault Retrô de dos plazas describió un amplio semicírculo, antes de detenerse ante la puerta principal. Todos salieron a ver, incluido Bernardo. También se acercaron los peones, que habían estado mateando en el galpón. El motor se apagó por fin. La portezuela se abrió y bajó el chofer, que tenía puesto un ajustado uniforme, similar al de un húsar prusiano. Mira nomás a este figurín… El chofer corrió a abrir la portezuela del lado contrario, al tiempo que colocaba en el piso un banquito de madera labrado. Oh, là, là, qué viajecito, exclamó la dama que bajó del automóvil, ayudada por su servicial conductor. Oia, mire quién es…, dijo por lo bajo Abelarda. Desvergonzada, murmuró doña Dorotea. ¿Quién es?, preguntó Lola, y la pregunta quedó flotando en el aire. El tormento que he pasado, Sr. Caledonia, sólo para venir a verlo... Señora González, qué agradable sorpresa, se acercó a besarle la mano Bernardo. Ay, Sr. Caledonia, Usted siempre tan amable… Era una señora de mediana edad, de piel lechosa y carnes apretadas como un nabo, que vestía un atuendo de riguroso luto, incluidos el sombrero y la sombrilla. Pero… a qué se debe el…, señaló Bernardo el vestido negro de su visitante, el cual (todo hay que decirlo) resaltaba sus atributos femeninos hasta límites impensables. ¡Qué mujer!, exclamó el gauchito Inocencio, en voz no tan baja como hubiera deseado, y las tres mujeres del servicio doméstico giraron al mismo tiempo la cabeza hacia él, en actitud de reproche. Sra. González, no me diga que… Sí, Señor Caledonia, se largó a llorar la visitante. Mi Gerardo… ¡Oh, no! Bernardo estrechó a la viuda entre sus brazos, y la contuvo mientras daba rienda suelta a un abundante caudal de lágrimas. Cuánto lo lamento, Clarita… Quiero decir… ¿Cuándo…? Ayer…, alcanzó a responder entre dos sollozos la desventurada mujer. Oh… ¡Máj rápida que escupida ‘e flautista, la Ñora! Shh… cállate. La flamante viuda extrajo de su escote un pequeño pañuelo de encaje. Pensé que sólo tú podrías comprenderme, Bernardo… ¡Y ahora lo tutea, máj encima! Luego de lo que a ti te pasó con la querida Irena... Por supuesto, Clarita, dijo Bernardo. Me siento tan abatida, siento que voy a morir. ¿Podré quedarme unos días aquí contigo? Pero sí, Clarita. Faltaba más… ¡Inocencio, encárgate de su equipaje! Sí, don Bernardo. Pucha, con la viudita, dijo Abelarda. Había sido rápida pa los mandáos… Qué descarada, meneó la cabeza doña Dorotea. Lola no dijo nada. Sólo entrecerró los ojos, y endureció la mandíbula. Y apretó bien fuerte sus diminutos puños, como si sostuviera dos filosos puñales... © Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.