Capítulo 103 - EL TRAIDOR


Silva avanzaba al trote lento por la Calle Principal, altivo, desafiante, mirando de manera siniestra a los que se cruzaba, como invitándolos a pelear.
¿Y ese? ¿No es el guatón Silva?
Punta Arenas bullía de actividad. Las mujeres pasaban con hatos de ropa a cuestas o canastos sobre la cabeza, los hombres empujando carros de mano o guiando chatas tiradas por algún matungo. Sonaban los cascos sobre los adoquines. Entre la gente a pie y los jinetes pasaba cada tanto un autómovil, un Ford N color borravino, o un Fiat Zero Torpedo. El cielo estaba cargado, con una amenaza de lluvia que no llegaba a concretarse.
Es el guatón Silva. El administrador de la estancia de don Bernardo.
Mira nomás la jeta, cómo le ha quedáo…
Hablaban en voz baja, esquivando la mirada. Silva era un mal arreado, siempre con el talero al alcance de la mano.
Detrás suyo, un Oldsmobile descapotable hizo sonar su chicharra, exigiéndole paso. El guatón se inclinó a un costado y dejó caer un espeso escupitajo, dando a entender que lo había oído, pero no pensaba moverse. Al automovilista no le quedó más que cambiarse al otro lado de la calle, a riesgo de pisar a unas mujeres que pasaban.
¡Qué no me oíste, imbécil!, gritó el copetudo, y antes de alejarse lo castigó con un nuevo bocinazo.
Silva ni se inmutó. Como hombre de a caballo que era, despreciaba a los que andaban en esos artefactos, y como hombre de campo que era miraba de arriba a los puebleros en general.
¡Compañeros! ¡La lucha continúa! ¡No bajemos los brazos! ¡La victoria está alcance de la mano!  
El que gritaba era un sujeto con acento extranjero, que repartía panfletos frente a la iglesia. No se trataba de un predicador, sino de uno de esos revoltosos que organizaban huelgas y arrojaban bombas a la policía. ¿Cómo es que los llamaban? Anarquistas.
¡No a los aumentos de precios, compañeros! ¡No a los abusos de la sociedad Mendieta Braunstein y sus esbirros, el juez de instrucción y el comisario!
Silva pasó junto a él, sin tomar el papel que le ofrecía. Igual no sabía leer.
¡Esto también te afecta a ti, compañero! ¡La lucha del trabajador rural es nuestra lucha también!
Un barco hizo sonar su bocina, anunciando su llegada al puerto. Las gaviotas planeaban en círculos sobre el muelle, en busca de los despojos que caían de carros y camiones.
¡Basta de explotación, compañeros! ¡Los obreros no tienen pan para alimentar a sus hijos, mientras los ricos viven de fiesta!
En eso llevaba razón, pensó el guatón Silva, que pasaba frente a la Plaza de Armas, alrededor de la cual estaban las mejores casas del pueblo: el Palacio de Judith Braunstein, la mansión del Vasco Mendieta, el chalet de los Lefèvre, y la casa de estilo victoriano de don Bernardo Caledonia, quien había sido hasta hacía un par de días su patrón.
El guatón Silva torció la boca al ver los rojos ladrillos, las columnas del pórtico, la torrecilla y los grises techos de pizarra. ¡Total, si ni la usaba! ¡Apenas si dormía ahí un par de noches, cuando bajaba a la ciudad! A través de la reja se veía, al reparo de un tinglado, un moderno Packard color azul marino, con su techito de lona y sus faros brillantes.
Lárgate de una vez, Silva. No quiero verte más por aquí…
Eso fue lo que don Bernardo le dijo, palabra por palabra. Delante de los peones, y las empleadas domésticas. Lo echó como un perro, después de veinte años de duro trabajo. Lo humilló frente a quienes habían sido sus subordinados.
Pásate por lo del contador, en Punta Arenas. Él te arreglará las cuentas.
Y Silva pasó por lo del contador, por su pequeña oficina, en el primer piso de un edificio de madera, a pasos de la Gobernación.
Buenas y santas, pegó el grito desde la puerta el guatón Silva, y entró haciendo sonar los tacos de sus botas, aún pegoteadas de barro.
Una oficina pequeña, diminuta, que al parecer el Contador usaba también como vivienda, dividida de la parte principal por un simple tabique.
Un momentito… Ya voy…
Por el hueco de la puerta se asomaban los pies de una cama deshecha, una mesa de noche, un aguamanil y una jofaina de loza. El contador apareció, ajustándose el nudo de la corbata.
Ah, es Usted…
Un muchacho joven, un mocoso, que ni siquiera se molestó en fingir amabilidad. Había estado a punto de cerrar la puerta intermedia, para ocultar el desorden, pero la dejó como estaba. Para qué andarse con tantas ceremonias, delante de aquél patán.
Don Bernardo me mandó, pa que me arregle las cuentas…
El Contador se quedó mirando el rostro de Silva, que aún llevaba las marcas de una grave quemadura, con el párpado izquierdo a medio cerrar, y un feo corte que le cruzaba la frente.   
Tome asiento, Silva, o quédese de pie si lo prefiere. No tardaré nada.
El Contador abrió un cajón de su escritorio, con una llave que llevaba colgada del cinturón.
Aquí está lo que el Sr. Bernardo me encargó entregarle.
Contó los billetes, uno por uno. Silva levantó una ceja, sorprendido. No esperaba que fuera tanto dinero: sus sueldos completos del último año, sin el descuento del alquiler de su vivienda, ni el de sus gastos personales.
Si acaso le interesa mi opinión, dijo el Contador, el Sr. Bernardo ha sido muy generoso con Usted. Demasiado.
El guatón Silva se guardó los billetes en el interior del saco.
Si dependiera de mí, no recibiría Usted ni un centavo, dijo el joven insolente. De estar en el lugar de don Bernardo, ya le hubiera denunciado a Usted a las autoridades. Lo hubiera hecho meter preso...
Qué güeno que no depende de Usted, sonrió el guatón Silva, que le tendió la mano, al despedirse, para mostrarle que se iba de allí sin rencores.
Buenos días, se dio media vuelta el mocoso, y lo dejó con la mano en el aire.
 
***
 
La lluvia comenzó a caer. Fina, persistente, molesta. El tráfico en la Calle Principal se interrumpió. Los que pudieron buscaron refugio en un alero, o entraron a algún boliche a calentarse la garganta. Los estibadores en el puerto no, ellos siguieron con su trabajo nomás. Algunos se cubrieron con una capucha de hule amarilla, para no quedar completamente empapados. Desde su despacho, en lo alto de los almacenes de la Sociedad Mendieta Braunstein, un hombre de barba en perilla y finas gafas con marco de oro los miraba subir por el planchón, cargando como hormigas sus bultos hasta las entrañas del barco.
Señor Moisés… Alguien lo busca.
El Sr. Moisés Braunstein dio una pitada a su cigarrillo, colocado en la punta de una fina boquilla. Dejó salir el humo.
Dile que espere.
Ya se imaginaba quién era. El Sr. Moisés sabía todo lo que pasaba en la Colonia de Punta Arenas, y en toda la región circundante. No cantaba un gallo sin que uno de sus informantes le viniera con el cuento.
¿Cuándo? ¿Dónde?
De inmediato, el ágil y entrenado cerebro del Sr. Moisés incorporaba esa información, catalogándola según un sistema sencillo pero efectivo. ¿Afectaría el canto de ese gallo la marcha de los negocios? ¿Haría bajar o subir las acciones?
No era una tontería. Era su mayor habilidad, su don innato. Esa capacidad para separar la paja del trigo que tenía don Moisés, unida a su incansable capacidad de trabajo, era la que lo había hecho ascender, de simple chico de la limpieza, a Administrador y socio minoritario de la mayor compañía comercial de la Patagonia, a uno y otro lado de la frontera.
Eso, y el hecho de que su hermana se hubiera casado sucesivamente con los dos hombres más ricos de la Colonia. Algo que también había ayudado.
Sr. Moisés, aquí tiene el detalle del cargamento del Northumbria.
Déjalo sobre el escritorio.
Sí, Sr. Moisés.
El S. S. Northumbria era el barco que estaba amarrado esa mañana en el muelle. La planilla tenía un detalle de toda la mercancía que subían los estibadores: tantos fardos de lana, tantas toneladas de carne… Lana que serviría para los uniformes de los soldados, carne que los alimentaría tal vez por última vez, antes de caer en las trincheras...
También habían colocado algo de carbón. No demasiado. El carbón de las minas de Magallanes (también propiedad de la Sociedad Mendieta Braunstein) no era de la mejor calidad, y, por otra parte, el S. S. Northumbria (como la mayor parte de los cargueros británicos), ya no funcionaba con calderas a vapor, sino con modernos motores impulsados a petróleo, un combustible más eficiente y barato, que además ocupaba menos espacio en las bodegas.
¿Cuánto crees que demore la estiba?
Y, hasta mañana a la tarde por lo menos, don Moisés. Es lo que dijo el capataz.
Siempre y cuando todo salga bien, pensó el Sr. Moisés. Siempre y cuando los estibadores no se plegaran a la huelga que esos malditos extranjeros estaban organizando. Esa escoria de la tierra, los anarquistas... Una buena ración de palos, era lo que les hacía falta. Una condena a veinte años picando piedras. Así iban a aprender.  
¿Has hablado con el Juez de instrucción?
Sí, don Moisés. Dijo que lo espera hoy al mediodía, Usted ya sabe donde.
Iré a verlo de inmediato.
El secretario lo ayudó a ponerse el saco, le alcanzó el sombrero. Corrió a abrirle la puerta lateral, la que daba a una escalera que sólo él utilizaba.
Sr. Moisés, qué le digo a…
El secretario señaló con el pulgar a sus espaldas, en dirección al visitante que lo aguardaba en la sala de espera.
Dile que…
El Sr. Moisés vaciló. ¿Acaso valía ocuparse de alguien de tan poca consecuencia?
Dile que salí, que tenía un asunto que atender…  O no, no le digas nada. Si se cansa de esperar, que se largue.  
 
***
 
Pasado el mediodía dejó de llover, para alivió de peatones y jinetes. Los que habían buscado refugió en un boliche salieron otra vez a la calle, con andar más decidido o más torpe, según cuanto hubieran tomado. Un pequeño grupo se formó, frente a la ochava del Hotel de France. Se escucharon risas, había ambiente de jarana.  
Apa, apa, apa… Miren quién viene ahí…
En dirección a la Plaza de Armas pasaba, otra vez, el moro gateado del guatón Silva, haciendo sonar sus cascos.
¡Ese potro sí que se lleva la peor parte! ¡Le vas a quebrar el espinazo!
Silva reconoció la galera aplastada y el frac hecho hilachas del Loco Cebolla. Siguió a paso lento, como si no lo hubiera escuchado.
¿Qué te pasó en la cara, gordinflón?, volvió a la carga el Loco. ¡Parece un trozo de carne masticada!
Nuevas risas. Silva trató de ignorarlo, pero no le fue posible. Era cargoso como mosca de letrina, el desgraciado.
Has quedado hecho Cristo, ja, ja, ja…¡Listo para el Via Crucis!
Maldito loco. Si no lo había curtido a lonjazos hasta ahora, era porque era el protegido de don Bernardo. Pero eso ya se había terminado.
Te lo pensarás dos veces, ¿eh, guatón?, antes de intentar forzar a otra muchacha…
Esta vez no hubo risas, si no una exclamación de sorpresa generalizada.
Uuuuuh…
Rojo de furia, el guatón Silva clavó las espuelas, y sin más subió a su caballo encima de la acera.
Ja, ja, ja… Viejo chivo libidinoso…, gritaba el Loco, escurriéndose entre los postes del alero. Eres muy lento para alcanzarme, lechón… Apa, apa, apa…
¡Ven aquí, maldito!
Desde la plaza, un vigilante hizo sonar su silbato, llamando al orden. Frustrado e impotente, el guatón Silva bajó otra vez a la calzada, y siguió su camino.
¡Ah!
No sin antes cruzarle la cara de un talerazo a uno de los compañeros del Cebolla, que quedo tendido en el suelo, culebreando de dolor.
 
***  
 
A las cinco en punto, la mucama hizo sonar la campanilla.
Madame, la mesa está servida.
Gracias, Adela, dijo la Señora Braunstein, que dejó a un lado sus labores, un bordado que estaba preparando para la tómbola de beneficencia.
Maxim, querido, ya está listo el té, llamó a su marido, que se encontraba enfrascado en la lectura del periódico. A tal punto que ni siquiera la oyó.
¡De modo que el Frente del Oeste se había vuelto a estancar!, pensó el Sr. Moisés. Los franceses habían logrado detener la ofensiva alemana, hasta llevarlos a las misma posiciones del mes anterior. Algo parecido sucedía en los Alpes, donde italianos y austríacos se masacraban por millares, sin conseguir ninguna ventaja. Eso sólo podía significar una cosa: que la guerra se iba a prolongar. Es decir, que la Sociedad Mendieta Braunstein iba a vender más lana, más carne, algo más de carbón…
Maxim…
¿Qué? Ah, sí… Ahora voy.
Moisés Braunstein dejó de mala la gana la lectura de su diario y, del brazo de su esposa, se dirigió al salón. Uno de sus cuñados, Neneco Salcedo Antúnez, cayó esa tarde a tomar el té con ellos, acompañado de su esposa y sus pequeños diablos. Un verdadero tormento para el Sr. Moisés, que detestaba las reuniones sociales, sobre todo con los parientes de su mujer. Un hato de gandules, del primero al último, que siempre habían llevado una vida regalada, y jamás se habían ocupado de ganar dinero: sólo sabían gastarlo.
¿No es verdad, Maxim?
¿Qué? Sí, querida… respondió el Sr. Moisés, que no tenía idea de lo que estaban hablando.
Din-dón…
Alguien llamó a la puerta.
¡Deben ser Amalita y Rodolfo!, exclamó encantada la esposa del Sr. Moisés. ¡Hágalos pasar, Teodoro!
Sí, Madame, resopló el Mayordomo, que ya estaba viejo para ese puesto, viejo y cascarrabias.
Caminó hasta la puerta arrastrando los pies. Abrió.
No, no eran Amalita y Rodolfo, ni ninguno de los vecinos, todos miembros de la buena sociedad puntarenense. Era un gaucho de porte más que mediano, con la cara algo descompuesta, apestando a bosta de vaca. El mayordomo ni lo dejó hablar, ahí nomás le cerró la puerta en la cara.
Pero… protestó el guatón Silva.
¡Cómo te atreves!, le gritó a través del vidrio el Mayordomo. ¡Ve por la puerta de servicio, so bribón!
Y volvió al salón, dejándolo de seña donde estaba.
¿Quién era, Teodoro?
Nadie, don Moisés… Digo, don Maxim, o como diablos sea que se llame…
Oye, ese Mayordomo tuyo es bastante grosero, observó por lo bajo Neneco.
Es Maxim el que insiste en conservarlo en su puesto. Si fuera por mí…
Poco después, alguien dio unos golpes en la puerta de servicio. Una de las mucamas dijo:
Don Teodoro, acá hay un tipo que busca al patrón.
¡Tú otra vez!, exclamó el viejo Mayordomo. ¡Fuera de aquí! ¡Lárgate!
Esta bien, Teodoro, dijo el Sr. Moisés, feliz de poder escaparse de la reunión familiar. Hazlo pasar a mi estudio.
 
*** 
 
Hasta un rudo sujeto como el Guatón Silva se sintió intimidado al entrar al despacho del Sr. Moisés. Incluso aceptó sacudirse las botas, tal y como el Mayordomo se lo había ordenado.
¡Límpiate las pezuñas, gaucho rotoso! ¡Si no, aquí no entras!  
El Sr. Moisés encendió un cigarrillo.
Bien, Silva, dijo. Dime qué te trae por aquí.
El gautón Silva se sorprendió. No esperaba que alguien de la importancia del Sr. Moisés supiera su nombre.
Yo… pues…
Se había quedado de pie, con el sombrero en la mano.
Te ruego que seas breve. Tengo asuntos más importantes que atender, dijo el Sr. Moisés, sentado sobre un sillón que más bien parecía un trono. Sobre su escritorio había un abrecartas en forma de daga, y un pisapapeles de madera con la forma de una cabeza de león.
Sí, don Moisés… Como Usté sabe, don Bernardo…  
Sobre la pared había dos mapas, uno de la vieja Europa, desgarrada por el conflicto bélico, y otro de la joven Sudamérica, en la que estaban marcadas en color rojo las propiedades de la Sociedad Mendieta Braustein, con un millón y medio de hectáreas para entonces, una mancha color carmesí, casi sin interrupciones. Unos pocos sectores sin colorear afeaban la totalidad del mapa: era donde estaban los propietarios que se rehusaban a vender sus tierras, entre ellas las del antiguo patrón de ese sujeto que apestaba su despacho.
Sólo por el favor le había hecho (sin proponérselo), se había dignado el Sr. Moisés a recibirlo. En efecto, en el año en que había actuado como administrador de la estancia, el animal de Silva había debilitado tanto las finanzas de su antiguo patrón -por sus robos y, aún más, por su total ineptitud- que hoy Bernardo se encontraba tapado de deudas, enfrentado a la disyuntiva de presentar quiebra o vender. ¿Y a quién le podía vender, sino a la Sociedad Mendieta Braunstein?
Escucha, Silva, si no tienes nada interesante que decir, será mejor que te marches.
Don Moisés, se apuró a decir Silva, vengo a decirle que don Bernardo, está… está… Está tramuyando algo grande.
El Sr. Braunstein dejó caer la ceniza de su cigarro.
Explícate.
Él…, siguió Silva, hizo venir unos hombres a la estancia…
Sí, ya lo sé. Su contador, y el notario… ¿Crees que eso es tan importante?
No, don Moisés. Hizo venir a unos tipos, unos gringos que trajeron unos aparatos…
¿Unos gringos?
Por primera vez, el pequeño Napoleón de la Patagonia pareció interesado.
Sí, don Moisés. Unos gringos que no pasaron por acá por Punta Arenas, vinieron direto de Río Gallegos…
Esa era una de las ventajas de la estancia de Bernardo, que daba a la frontera. Podía sacar su mercancía por el puerto del país vecino, sin pasar por los almacenes de la Sociedad Mendieta Braunstein, y vender su carne sin faenarla en su frigorífico. ¡Razón de más para borrarlo del mapa!  
¿Y qué estuvieron midiendo esos gringos, se puede saber?
No lo sé, don Moisés. Hicieron unos hoyos en la tierra, en Pampa del Toro, y en el campo del Pelado Zamorano…
Era otro ganadero de la zona. Otro de los que se negaba a venderle su estancia a la Sociedad.
¿Unos hoyos en la tierra, dices?
Sí, se llevaron la tierra en unos baldes, y después se jueron. Se jueron por dónde habían venido, nomás.
¿Tu los viste?
No, don Moisés. Los peones me contaron.
El Sr. Moisés apagó su cigarrillo. Se puso de pie y dio la vuelta al escritorio. Era un hombre bajo, a comparación de Silva, que se movía sin embargo de manera decidida, al punto de llegar a intimidarlo.
¿Qué fue lo que hablaron esos tipos con tu patrón? ¿Pudiste escuchar algo?
Sí, don Moisés, pero no entendí nada. Hablaban en gringo.
¿En gringo?
Sí, don Moisés.
¿En alemán, en inglés…?
Silva levantó los hombros, confesando su ignorancia.
¿Eso es todo lo que tienes para decirme?
Silva pensó. Al fin dijo:
Sí, don Moisés. Eso, y que don Bernardo le compró la estancia al Pelado Zamorano.
¡Qué dices!
El Sr. Moisés lo encaró, como si fuera a pegarle.
¿De dónde diablos sacó el dinero, si está casi en la quiebra?
Eso no lo sé, don Moisés…
Maldita sea, para eso hizo ir al notario hasta allí… Siéntate, ¿quieres? Me pones nervioso. ¡Teodoro!
Hizo sonar su campanilla.
¡Teodoro!
Sí, don Moisés… Digo…
Sírvele algo de tomar al…, ¿qué quieres tomar, Silva? Bueno, da igual, tráele un jerez. No, mejor un cognac, y otro para mí. 
Enseguida.  
Siéntate, Silva, por amor de Dios.  
Sí, don Moisés.
¿Qué era lo que había en esos baldes? ¿Oro, carbón?
No lo sé, don Moisés.
¿Acaso será petróleo?
No, no podía ser petróleo. En esa región no había petróleo. Sólo pozos de gas, y a mucha profundidad. No eran rentable en lo más mínimo nada. 
Dime, Silva...  ¿Qué es lo que esperas obtener por esta información?
Yo, don Moisés…  
Dinero, por supuesto. Es lo único que mueve a un individuo como tú.
Silva no supo qué contestar. Dio otro sorbo a su vaso.
Tendrás que traerme algo más, Silva, si quieres tus treinta monedas de plata.
¿Qué dice Usted? Treinta...
Cállate. Termina tu vaso y márchate. Tengo mucho que hacer.    
El guatón Silva obedeció. El alcohol le supo como una medicina desagradable. Se puso de pie. De pronto, tuvo una idea brillante.
Don Moisés, sé quién puede saber qué había en esos baldes.
¿Qué dices?
Lo que llevaban los tipos esos, los que fueron a la estancia de mi patrón…  
¿Quién lo puede saber?
Un loco que anda de acá del pueblo, amigo de don Bernardo. Él vio cuando los gringos esos…
¿El Loco Cebolla?
¿Lo conoce Usted, don Moisés?
Claro lo conozco, y desde antes que tú.
Don Moisés se sentó otra vez en su sillón.
A diferencia de ti, Silva, el Cebolla es un hombre íntegro. Jamás delatará a Bernardo, ni por dinero, ni por amenazas.
El guatón Silva se pasó una mano por el cinturón y dijo:  
No se preocupe por eso, don Moisés. Yo encontraré a ese loco, esta misma noche. Y le aseguro que lo haré cantar…
Hazlo, y tendrás tu recompensa, dijo el Sr. Moisés, que ahí nomás hizo sonar su campanilla. ¡Teodoro, acompaña a este individuo hasta la puerta!
Volveré, Sr. Moisés, y le aseguro que…
Lárgate ya mismo de aquí, Silva. Me das asco.  
 
© Emilio  Di Tata Roitberg, 2021, 2024.