Silva era un hombre sentenciado, él mismo lo sabía. Su puesto de administrador tenía los días contados. En cuanto don Bernardo terminara de hacer su recorrida por la estancia, e hiciera un conteo de lo que había (y, sobre todo, de lo que faltaba) lo más seguro era que lo pusiese de patitas en la calle.
Don Bernardo va a ver que no hice nada malo,
protestaba su inocencia el guatón Silva, delante de los peones y las mucamas,
que no le creían una palabra. Siempre cuidé de la hacienda, como si fuera mía…
Silva iba y venía entre el casco de la estancia y el
galpón grande, fumando nerviosamente. Daba órdenes a los empleados, que le
obedecían a desgano, y murmuraban apenas les daba la espalda.
Tú, ve a revisar las cercas del lado del arroyo, y tú, ve que todo esté en orden en el corral…
Luego se daba una vuelta por la cocina, donde no lo
recibían con grandes muestras de entusiasmo.
¡Límpiate loj pié ante dentrar, pos Guatón!, le
recriminaba Abelarda, ¿no vej que acabo de pasar el trapo?
No se los limpiaba, adrede. Se sentaba a horcajadas en
una silla, dando una pitada tras otra; se levantaba y se servía él mismo una
taza de café. Era inútil que se lo pidiera a Abelarda o a doña Dorotea, no le
hubieran hecho ni caso. En cuanto a la mucama nueva, la niña de trenzas… ¿Cómo
era que se llamaba?
Eh, tú.
Subida a un taburete, Lola le pasaba el plumero a los
platos que adornaban la chimenea. Era la tarea que el ama de llaves le había
encargado, dado el poco trabajo que había en esos días. El patrón se hallaba
ausente, y el personal en la estancia era mínimo, en esa época del año.
Eh. A ti te hablo.
No había nadie más en la cocina. Lola tardó en darse
cuenta de que se dirigía a ella.
¿Qué quiere?
No era habitual, en ella, responder de mala manera,
pero ese tipo era un guarango. Se pasaba el día ahí adentro, sabiendo que no era
bienvenido. Escupía en el suelo, y apestaba el aire con sus asquerosos cigarros.
Sin contar que Lola ya lo había pescado mirándola de forma descarada, mirándole
el pecho, en lugar de la cara; o, como ahora mirándole las piernas, cuando ella
se estiraba para alcanzar la fila más alta.
Baja de ahí y prepárame un café.
Ya se había vaciado una cafetera él solo, el muy puerco.
Se había servido varias veces, durante la mañana, echándole a varias cucharadas
de azúcar a cada taza. ¡Se ve que no era él el que la pagaba!
Se terminó el café, dijo Lola.
No era cierto, y Silva lo sabía. Pero no dijo nada. Mordisqueó
la punta de su cigarro, que ya se le había apagado. La pava hervía sobre la
cocina, echando bocanadas de vapor. Unos pasos se oyeron. La puerta que daba al
pasillo se abrió y la que entró fue Abelarda, que dijo:
¿Todavía por aquí, Guatón? ¿A ti te pagan por no hacer
nada?
Del jardín llegó doña Dorotea, que venía de tirarle
las peladuras de papas a las gallinas. Las gallinas la habían seguido hasta la
casa, y se hubieran metido en la cocina, si el ama no les hubiera cerrado la
puerta.
Vaya, sigues aquí…
¡Es lo que yo le decía!, exclamó Abelarda, que había
descolgado de sus ganchos un par de sartenes de cobre, de esas que había
encargado la finadita patrona por catálogo, poco antes de enfermarse. Ninguna
de esas ollas o sartenes se habían usado nunca para cocinar, sólo estaba ahí
por lo lindas que quedaban. ¡Siempre y cuando las estuvieran puliendo todo el
tiempo!, se lamentaba Abelarda.
¡Total! ¡Pa tenerlas ahí de balde! Yo por mí las
tiraba…
¡Déjate de quejarte, Abelarda!, dijo doña Dorotea.
Silva se puso de pie y salió, tan silencioso como
había entrado.
Al fin se mandó a cambiar, ese animal…
No cantes victoria. En un rato estará de nuevo por aquí.
¡Ay!, chilló Abelarda. ¿Quién ha dejáo el coso este en
el camino? ¡Casi me rompo el alma!
Se refería al pequeño taburete, pintado de celeste, olvidado
frente a la chimenea.
Perdón, he sido yo, dijo Lola.
Ni falta hacía que lo dijera, ella era la única que lo
usaba. Abelarda era larguirucha, llegaba hasta los estantes de arriba con sólo
estirar los brazos; en cuanto a doña Dorotea, ella tampoco usaba el taburete:
no porque fuera alta, sino porque su dignidad de ama de llaves le impedía andar
trepada como mono para buscar algo. Si necesitaba cualquier cosa que estuviese
en los estantes de arriba, simplemente ordenaba que se lo alcanzaran.
¿Has terminado de quitarle el polvo a los platos de la
pared, Lola?
Sí, tía. Digo, doña Dorotea…
Dale una mano a Abelarda a pulir las sartenes. Ella te
mostrará cómo se hace.
Era un trabajo tedioso, pero al menos servía para
mantenerlas ocupadas. Doña Dorotea procuraba que sus subordinadas estuviesen
todo el tiempo haciendo algo. Las manos ociosas son los juguetes del diablo.
Así, pásale primero el jugo del limón, y más luego lo
friegas con la salmuera e vinagre…
Las ollas y sartenes de cobre recuperaban su brillo en
cuanto las fregaban con esmero.
Así, muy bien. Ahora, vamos con la sartén aquella.
Alcánzamela.
¿Esta?
Era la joya en la corona. Una sartén enorme, pesada,
que parecía un pequeño sol cuando la luz que entraba por la ventana la
alcanzaba.
Esa, bájamela… ¡Y no dejej el taburete en el camino, caramba!
***
Era una vida dura, pero Lola estaba acostumbrada. Había
trabajado desde pequeña, allá en la isla, desde su más tierna infancia. En el
campo siempre hay algo que hacer: carpir la tierra, cortar leña, cuidar los
animales…
Vivían en una aldea de pescadores. Más que una aldea,
un caserío. Un montón de chozas de madera montadas sobre postes, para que el
agua no las alcanzara. Había pasarelas de madera, entre una vivienda y otra. En
el frente estaban amarrados los barquichuelos, que se movían con el oleaje.
Cuando no
salían de pesca, los hombres reparaban las redes, cosían las velas o parchaban
con brea sus pequeñas naves. Frente a sus viviendas armaban con cañas unas trampas,
como corrales sumergidos en el agua, en los que, al bajar la marea, los peces quedaban
atrapados. Hacia el interior de la isla era todo monte, una mata de arbustos
casi impenetrable. Las mujeres trataban de arrancarle un par de papas al cuadrado
de tierra que había detrás de sus casas, cortaban leña y cuidaban las guaguas. Pululaban
los patos, las gallinas. Los niños traían del arroyo los baldes con agua.
¡Lola! ¿Ánde ti has metido, muchacha del diablo?
El padre de Lola era una especie de jefe en la isla, una
mezcla de cacique, juez, consejero y médico, llegado el caso. El hombre más
importante de la isla, y el de mayor fortuna: tenía dos cabras y una vaca.
¡Lola!
Aquí estoy, cháo…
¿Por qué no vienes cuando te llamo?
Un hombre ya grande, más en edad de ser su abuelo que
su padre. Viejo pero fuerte, con ojos encendidos como carbones, a los que nada
se les escapaba. Le gustaba la bebida, es verdad, aunque sólo bebía por las
tardes, sin perder la compostura ni dar escándalos.
¡Ve a tocar la campana!
Sí, cháo…
La casa en la que vivían era la mejor de la isla, la
única con dos habitaciones: una para el cháo y su mujer (la tercera o cuarta
madrastra de Lola, según como contaran), y otra pieza en la que dormían los
hijos y los animales. Lola tenía cantidad de hermanos y hermanas, más pequeños
y más grandes. Los más pequeños pululaban todo el día alrededor de ella, como
polluelos junto a la gallina. Los más grandes se habían ido. Los que no los tragó
la mar, se fueron a buscar pega a tierra firme y nunca más regresaron.
¡Apúrate!
Sí, cháo…
Lola trepaba la cuesta, descalza, a pesar de las
heladas crudas, que dejaban los pastos blancos y filosos como agujas. Entraba a
la parroquia, que quedaba siempre con la puerta abierta, y subía la escalera
del hacia el campanario. Era una parroquia de madera, siempre vacía. No tenían padrecito
en la isla. Un padrecito venía de tierra firme, una vez al año, para las
fiestas patronales. El resto del año la parroquia quedaba al cuidado del padre
de Lola, que era el encargado dar la hora haciendo sonar la campana, a la
mañana, al mediodía y a la tarde.
Nadie tenía reloj, en la isla, y tampoco lo tenía el cháo,
aunque calculaba la hora por la posición del sol, en aquel lugar donde estaba
siempre nublado. Andaba mal de los huesos, en los últimos tiempos, así que la
mandaba a Lola que tocara la campana.
Ah… ah… ah…
Lola llegaba agitada a lo alto del campanario.
Agitada pero feliz. Era hermosa la vista desde allí. Las casas parecían más
pequeñas todavía. Los hombres se veían chiquitos. Todos miraban hacia el
campanario, esperando la señal de que su dura jornada de trabajo por fin
terminaba. Con la soga en la mano, Lola demoraba el momento de hacer sonar la
campana, disfrutando del súbito poder que se le había otorgado.
¡Lola!, llegaba desde allá abajo la voz cascada de su
cháo. ¡Lola!
Entonces sí, Lola agitaba con fuerza la soga, y el
sonido metálico perforaba el aire helado de la tarde.
***
¡Don Bernardo! ¡Allí viene don Bernardo!
Se sintió un galope, cada vez más cercano. Los perros salieron
a hacerle fiestas a los hombres que llegaban.
¡Virgencita del Carmen, muchas gracias!, murmuró Lola,
tocando la medallita que llevaba colgando del cuello. Era el único bien
material que poseía, la medalla que había sido de su madre. Eso y su hatillo de
ropas gastadas, y sus alpargatas bigotudas, las que aún llevaba puestas cuando
salió de la isla, después de muerto el cháo. Como hacían los demás, Lola se
marchó de la isla. Se fue también ella a tierra firme, a trabajar en la pega
que le había conseguido doña Dorotea, una tía de la tía de su madre.
Güenas y santas, Don Bernardo.
Qué tal, muchachos…
Los peones se agolparon frente al casco de la
estancia. Las mujeres del servicio doméstico se pararon a ambos lados de la
puerta, e hicieron una pequeña reverencia cuando pasó don Bernardo.
Buenas tardes tengas Ustedes, Señoritas, Señora…
Doña Dorotea reprimió una sonrisa, cuando vio que el
Patrón vacilaba, al pasar frente a su sobrina, cohibido como un muchacho.
Patrón, qué gusto tenerlo de vuelta, se quitó el
sombrero el Guatón Silva.
Don Bernardo se puso serio de pronto, le dijo:
Ahora no, Silva. Ve a tu casa, yo te llamaré.
A Silva se le quedó la sonrisa a mitad de camino. Bajó
la cabeza de manera servil.
Como guste, patrón.
***
La casa había vuelto a la vida, desde la llegada de
don Bernardo, que ya no parecía el mismo. Su excursión de dos semanas por los
lindes de su propiedad parecía haberle devuelto los bríos de antaño. Su apetito
era excelente, su dedicación al trabajo se había renovado.
Todavía no. Que espere.
Sólo en algo se obstinaba, y era en no recibir a
Silva. Oficialmente, el guatón continuaba en su puesto de administrador y
capataz, aunque ya nadie le hacía caso ni lo consultaba para nada.
Eso no le impedía seguir entrando en la cocina, como Pancho
por su casa, sentarse a horcajadas en una silla, y ponerse a perorar.
No sé que diablos le pasa. Si no me quiere aquí, que
me lo diga. Que me pague lo que me debe y me iré sin más. ¡No me falta palenque
donde rascarme!
Lo que te falta a ti es vergüenza, le dijo doña
Dorotea. Don Bernardo confió en ti, y tú lo defraudaste.
Sí, terció Abelarda. Si la estancia se va a pique,
aónde vamo a ir a buscar pega losotra…
La limpieza de las sartenes de cobre había sido
interrumpida. Las cazuelas y la sartén grande quedaron a un costado.
¿Ustedes piensan que soy un ladrón? ¿Y él, cómo creen
que él compró estas tierras? ¿Acaso no lo saben?
¿Qué estás inventando ahí, guatón? On Bernar-o trabajó
bien duro pa tener esta estancia, él y la finadita patrona…
¡La finadita patrona!, se rio Silva. Esa es la zorra
más grande de todas. Se robó el dinero del tesoro, cuando el Motín del
Artilleros. Los soldados le dieron a guardar el dinero a guardar a ella, y ella
se lo quedó para ella.
Esas son puras patrañas, pos guatón. La plata pa
comprar estas tierras la puso Ña Irenita, y un caballero inglés que sabía vivir
acá antes…
¡Caballero inglés! Ese no era más que un roto al que
encontraron en la calle. Un borracho, un muerto de hambre. ¡Caballero inglés!
Lola salió de la cocina, ya no quería seguir
escuchando.
***
Don Bernardo mantuvo largas conversaciones en su
estudio, con el contador y con otros caballeros llegados desde Punta Arenas. Recién
al tercer día le mandó a decir a Silva que lo viniera a ver.
Dice que lo esperes aquí, dijo doña Dorotea. Más
ratito te llama.
¿Para qué tantas ceremonias?, se quejaba el Guatón,
que se sentó en su silla, en la cabecera de la mesa, quizá por última vez.
Lola no lo vio en el resto de la mañana. La pasó
limpiando los vidrios del pasillo y en el salón principal. Era cerca del
mediodía cuando volvió a la cocina, que estaba vacía. O eso creyó, al menos.
Lola dejó el balde en su lugar y guardó en el gabinete
la botella que había usado. Puso en remojo los trapos. Estaba a punto de
desatarse el delantal cuando sintió que alguien se acerba desde atrás.
¡Ay!
Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta lo que pasaba,
cuando una mano se cerró sobre su pelo, como una garra, impidiéndole moverse.
Vaya vaya, quién está aquí…
Era Silva, que había estado agazapado quién sabe
dónde. Lola sintió el corazón saltándole en el pecho, como a punto de
estallar.
Veremos si eres tan brava ahora, mocosa…
Silva le metió la otra mano entre los pliegues del
vestido, y la apretó con tanta fuerza que la hizo estremecerse de dolor.
¿Qué dices ahora, eh? ¿Qué dices ahora, sucia fregona?
Lola trató de decir algo, pero la garganta se le había
cerrado.
Cuando yo te pida algo, lo harás, ¿me oíste?
Unas lágrimas le calentaron las mejillas. Y esa mano repugnante,
ahí abajo, aprentándole la chuchi…
¿Me oíste, pequeña puta? ¿Me oíste?
S-sí.
¿Sí qué?
Sí, se-señor Silva.
El guatón Silva la soltó. O más bien la empujó
hacia adelante, haciéndola chocar contra la dura mesa de madera.
Ahora me harás un café, ¿lo entendiste?
S-sí. Sí.
Silva tomó asiento otra vez. Alguien se acercaba. La puerta
que daba al jardín se abrió, doña Dorotea entró, lo más sonriente. Lola estaba
de espaldas a ella, no se dio cuenta de nada.
Ah, Silva. Aún estás aquí.
Repatingado en su silla, Silva miraba a la muchacha
maniobrar con el caldero y la cafetera, sin ocultar su satisfacción.
¿Y tú, qué estás haciendo, pues Lola? ¿Terminaste lo
que te encargué?
Lola no le contestó. No podía. Era tanta la vergüenza,
la rabia, la humillación. Sólo el miedo la impelía a moverse, de manera
automática, para cumplir las órdenes de aquel malvado. Ni sabía lo que hacía.
Una gota la salpicó, quemándole la mano.
¿Lola? ¿Qué diablos te pasa? ¿No me escuchas?
Es arisca, la jovencita, sonrió el guatón Silva,
mordisqueando su cigarro apagado. Se distrajo un momento buscando los fósforos,
en el bolsillo de su chaqueta. Cuando levantó la vista, la sirvientita caminaba
hacia él, con la cafetera en la mano. Aunque no era café, lo que traía, sino
sólo agua hirviendo, que sin más le arrojó la cara.
¡Ah!, gritó el guatón Silva, que se puso de pie de un
salto, tirando la silla hacía atrás.
¡Lola!, se llevó una mano al pecho horrorizada doña
Dorotea.
Lola no tuvo tiempo de explicarle. Sólo retrocedió,
cuando vio al guatón Silva avanzar hacia ella, medio ciego por la quemadura, llevándose
todo por delante.
¡Silva! ¿Qué pasa aquí?, preguntó Doña Dorotea.
¡Silva!
La niña corrió, y el gigante corrió tras ella, rugiendo
como una fiera.
Doña Dorotea abrió la puerta que daba al jardín. ¡Martiniano!,
gritó. ¡Inocencio!
Lola se halló arrinconada, al llegar a la otra punta de la mesa: Silva le había bloqueado el paso.
¡Maldita! ¡Ahora verás!, se abalanzó sobre ella el
gigante, que a medio camino trastabilló y se fue de bruces, al engancharse su
pie en el dichoso taburete. Fue la oportunidad de Lola, que echó mano a lo primero que
encontró: la enorme sartén de cobre, a medio lustrar, que habían dejado sobre
la mesa pequeña.
¡PAN!, sonó como un gong la sartén al pegar contra su
frente, sin suficiente fuerza.
¡Inocencio! ¡Rápido, aquí!
Silva comenzó a ponerse de pie. Se agarró de la
mesa para recuperar el equilibrio, con la misma mano con que la había tocado.
Ya verás, pequeña zorra…
Sacando fuerzas de flaqueza, Lola levantó bien alto el
sartén, sosteniendo el mango con las dos manos, como hacía allá en la isla con
el hacha, cuando había que partir un tronco de los grandes.
¡PONG!
Esta vez sí, la brillante superficie de cobre dio de
lleno en la cabeza del Guatón, que cayó como un animal sacrificado.
¿Qué pasa? ¿Qué sucede aquí?, apareció por la puerta
del pasillo Don Bernardo.
Lola soltó la sartén y corrió a refugiarse en sus
brazos. No fue capaz de decir nada, sólo se largó a llorar. Casi al mismo
tiempo se abrió la puerta del jardín, entraron Inocencio y otros dos peones más.
Silva se puso de pie, por fin, pesadamente. De su
frente manaba sangre en abundancia. Sonreía, a pesar de todo, el muy truhán.
Lárgate de aquí, Silva, dijo don Bernardo.
Sí, Patrón, dijo en tono de burla el guatón Silva, y
se llevó la mano a la cintura.
¡Ay!, chilló doña Dorotea, pensando que iba a sacar un
revólver.
No, lo que Silva sacó fue el llavero, y lo tiró sin
más sobre la mesa.
A destiempo, sin saber lo que pasaba, entró Abelarda
por la puerta del pasillo.
¡Pero qué es tóo este zafarrancho, caballero…!
Se quedó callada, al ver a tanta gente, y
a don Bernardo, que decía.
Pásate por la oficina del contador en
Punta Arenas, Silva, para que te arregle las cuentas. No quiero verte de nuevo por
aquí.
No se preocupe, don Bernardo, sonrió el maltrecho y
ensangrentado guatón. Nos volveremos a ver, pero no aquí.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.