Capítulo 102 - Tierra firme


Silva era un hombre sentenciado, él mismo lo sabía. Su puesto de administrador tenía los días contados. En cuanto don Bernardo terminara de hacer su recorrida por la estancia, e hiciera un conteo de lo que había (y, sobre todo, de lo que faltaba) lo más seguro era que lo pusiese de patitas en la calle.
Don Bernardo va a ver que no hice nada malo, protestaba su inocencia el guatón Silva, delante de los peones y las mucamas, que no le creían una palabra. Siempre cuidé de la hacienda, como si fuera mía…
Silva iba y venía entre el casco de la estancia y el galpón grande, fumando nerviosamente. Daba órdenes a los empleados, que le obedecían a desgano, y murmuraban apenas les daba la espalda.
Tú, ve a revisar las cercas del lado del arroyo, y tú, ve que todo esté en orden en el corral…
Luego se daba una vuelta por la cocina, donde no lo recibían con grandes muestras de entusiasmo.
¡Límpiate loj pié ante dentrar, pos Guatón!, le recriminaba Abelarda, ¿no vej que acabo de pasar el trapo?
No se los limpiaba, adrede. Se sentaba a horcajadas en una silla, dando una pitada tras otra; se levantaba y se servía él mismo una taza de café. Era inútil que se lo pidiera a Abelarda o a doña Dorotea, no le hubieran hecho ni caso. En cuanto a la mucama nueva, la niña de trenzas… ¿Cómo era que se llamaba?
Eh, tú.
Subida a un taburete, Lola le pasaba el plumero a los platos que adornaban la chimenea. Era la tarea que el ama de llaves le había encargado, dado el poco trabajo que había en esos días. El patrón se hallaba ausente, y el personal en la estancia era mínimo, en esa época del año.
Eh. A ti te hablo.
No había nadie más en la cocina. Lola tardó en darse cuenta de que se dirigía a ella.
¿Qué quiere?
No era habitual, en ella, responder de mala manera, pero ese tipo era un guarango. Se pasaba el día ahí adentro, sabiendo que no era bienvenido. Escupía en el suelo, y apestaba el aire con sus asquerosos cigarros. Sin contar que Lola ya lo había pescado mirándola de forma descarada, mirándole el pecho, en lugar de la cara; o, como ahora mirándole las piernas, cuando ella se estiraba para alcanzar la fila más alta.  
Baja de ahí y prepárame un café.  
Ya se había vaciado una cafetera él solo, el muy puerco. Se había servido varias veces, durante la mañana, echándole a varias cucharadas de azúcar a cada taza. ¡Se ve que no era él el que la pagaba!
Se terminó el café, dijo Lola.
No era cierto, y Silva lo sabía. Pero no dijo nada. Mordisqueó la punta de su cigarro, que ya se le había apagado. La pava hervía sobre la cocina, echando bocanadas de vapor. Unos pasos se oyeron. La puerta que daba al pasillo se abrió y la que entró fue Abelarda, que dijo:
¿Todavía por aquí, Guatón? ¿A ti te pagan por no hacer nada?
Del jardín llegó doña Dorotea, que venía de tirarle las peladuras de papas a las gallinas. Las gallinas la habían seguido hasta la casa, y se hubieran metido en la cocina, si el ama no les hubiera cerrado la puerta.
Vaya, sigues aquí…
¡Es lo que yo le decía!, exclamó Abelarda, que había descolgado de sus ganchos un par de sartenes de cobre, de esas que había encargado la finadita patrona por catálogo, poco antes de enfermarse. Ninguna de esas ollas o sartenes se habían usado nunca para cocinar, sólo estaba ahí por lo lindas que quedaban. ¡Siempre y cuando las estuvieran puliendo todo el tiempo!, se lamentaba Abelarda.
¡Total! ¡Pa tenerlas ahí de balde! Yo por mí las tiraba…
¡Déjate de quejarte, Abelarda!, dijo doña Dorotea.  
Silva se puso de pie y salió, tan silencioso como había entrado.
Al fin se mandó a cambiar, ese animal…
No cantes victoria. En un rato estará de nuevo por aquí.
¡Ay!, chilló Abelarda. ¿Quién ha dejáo el coso este en el camino? ¡Casi me rompo el alma!
Se refería al pequeño taburete, pintado de celeste, olvidado frente a la chimenea.
Perdón, he sido yo, dijo Lola.
Ni falta hacía que lo dijera, ella era la única que lo usaba. Abelarda era larguirucha, llegaba hasta los estantes de arriba con sólo estirar los brazos; en cuanto a doña Dorotea, ella tampoco usaba el taburete: no porque fuera alta, sino porque su dignidad de ama de llaves le impedía andar trepada como mono para buscar algo. Si necesitaba cualquier cosa que estuviese en los estantes de arriba, simplemente ordenaba que se lo alcanzaran.
¿Has terminado de quitarle el polvo a los platos de la pared, Lola?
Sí, tía. Digo, doña Dorotea…
Dale una mano a Abelarda a pulir las sartenes. Ella te mostrará cómo se hace.
Era un trabajo tedioso, pero al menos servía para mantenerlas ocupadas. Doña Dorotea procuraba que sus subordinadas estuviesen todo el tiempo haciendo algo. Las manos ociosas son los juguetes del diablo.
Así, pásale primero el jugo del limón, y más luego lo friegas con la salmuera e vinagre…
Las ollas y sartenes de cobre recuperaban su brillo en cuanto las fregaban con esmero.
Así, muy bien. Ahora, vamos con la sartén aquella. Alcánzamela.
¿Esta?
Era la joya en la corona. Una sartén enorme, pesada, que parecía un pequeño sol cuando la luz que entraba por la ventana la alcanzaba.
Esa, bájamela… ¡Y no dejej el taburete en el camino, caramba!
 
***
 
Era una vida dura, pero Lola estaba acostumbrada. Había trabajado desde pequeña, allá en la isla, desde su más tierna infancia. En el campo siempre hay algo que hacer: carpir la tierra, cortar leña, cuidar los animales…  
Vivían en una aldea de pescadores. Más que una aldea, un caserío. Un montón de chozas de madera montadas sobre postes, para que el agua no las alcanzara. Había pasarelas de madera, entre una vivienda y otra. En el frente estaban amarrados los barquichuelos, que se movían con el oleaje.
Cuando no salían de pesca, los hombres reparaban las redes, cosían las velas o parchaban con brea sus pequeñas naves. Frente a sus viviendas armaban con cañas unas trampas, como corrales sumergidos en el agua, en los que, al bajar la marea, los peces quedaban atrapados. Hacia el interior de la isla era todo monte, una mata de arbustos casi impenetrable. Las mujeres trataban de arrancarle un par de papas al cuadrado de tierra que había detrás de sus casas, cortaban leña y cuidaban las guaguas. Pululaban los patos, las gallinas. Los niños traían del arroyo los baldes con agua.
¡Lola! ¿Ánde ti has metido, muchacha del diablo?
El padre de Lola era una especie de jefe en la isla, una mezcla de cacique, juez, consejero y médico, llegado el caso. El hombre más importante de la isla, y el de mayor fortuna: tenía dos cabras y una vaca.
¡Lola!
Aquí estoy, cháo…
¿Por qué no vienes cuando te llamo?
Un hombre ya grande, más en edad de ser su abuelo que su padre. Viejo pero fuerte, con ojos encendidos como carbones, a los que nada se les escapaba. Le gustaba la bebida, es verdad, aunque sólo bebía por las tardes, sin perder la compostura ni dar escándalos.
¡Ve a tocar la campana!
Sí, cháo…
La casa en la que vivían era la mejor de la isla, la única con dos habitaciones: una para el cháo y su mujer (la tercera o cuarta madrastra de Lola, según como contaran), y otra pieza en la que dormían los hijos y los animales. Lola tenía cantidad de hermanos y hermanas, más pequeños y más grandes. Los más pequeños pululaban todo el día alrededor de ella, como polluelos junto a la gallina. Los más grandes se habían ido. Los que no los tragó la mar, se fueron a buscar pega a tierra firme y nunca más regresaron.
¡Apúrate!
Sí, cháo…
Lola trepaba la cuesta, descalza, a pesar de las heladas crudas, que dejaban los pastos blancos y filosos como agujas. Entraba a la parroquia, que quedaba siempre con la puerta abierta, y subía la escalera del hacia el campanario. Era una parroquia de madera, siempre vacía. No tenían padrecito en la isla. Un padrecito venía de tierra firme, una vez al año, para las fiestas patronales. El resto del año la parroquia quedaba al cuidado del padre de Lola, que era el encargado dar la hora haciendo sonar la campana, a la mañana, al mediodía y a la tarde.  
Nadie tenía reloj, en la isla, y tampoco lo tenía el cháo, aunque calculaba la hora por la posición del sol, en aquel lugar donde estaba siempre nublado. Andaba mal de los huesos, en los últimos tiempos, así que la mandaba a Lola que tocara la campana.
Ah… ah… ah…
Lola llegaba agitada a lo alto del campanario. Agitada pero feliz. Era hermosa la vista desde allí. Las casas parecían más pequeñas todavía. Los hombres se veían chiquitos. Todos miraban hacia el campanario, esperando la señal de que su dura jornada de trabajo por fin terminaba. Con la soga en la mano, Lola demoraba el momento de hacer sonar la campana, disfrutando del súbito poder que se le había otorgado.
¡Lola!, llegaba desde allá abajo la voz cascada de su cháo. ¡Lola!
Entonces sí, Lola agitaba con fuerza la soga, y el sonido metálico perforaba el aire helado de la tarde.
 
***
 
¡Don Bernardo! ¡Allí viene don Bernardo!
Se sintió un galope, cada vez más cercano. Los perros salieron a hacerle fiestas a los hombres que llegaban.
¡Virgencita del Carmen, muchas gracias!, murmuró Lola, tocando la medallita que llevaba colgando del cuello. Era el único bien material que poseía, la medalla que había sido de su madre. Eso y su hatillo de ropas gastadas, y sus alpargatas bigotudas, las que aún llevaba puestas cuando salió de la isla, después de muerto el cháo. Como hacían los demás, Lola se marchó de la isla. Se fue también ella a tierra firme, a trabajar en la pega que le había conseguido doña Dorotea, una tía de la tía de su madre.
Güenas y santas, Don Bernardo.
Qué tal, muchachos…  
Los peones se agolparon frente al casco de la estancia. Las mujeres del servicio doméstico se pararon a ambos lados de la puerta, e hicieron una pequeña reverencia cuando pasó don Bernardo.
Buenas tardes tengas Ustedes, Señoritas, Señora…  
Doña Dorotea reprimió una sonrisa, cuando vio que el Patrón vacilaba, al pasar frente a su sobrina, cohibido como un muchacho.
Patrón, qué gusto tenerlo de vuelta, se quitó el sombrero el Guatón Silva.
Don Bernardo se puso serio de pronto, le dijo:
Ahora no, Silva. Ve a tu casa, yo te llamaré.
A Silva se le quedó la sonrisa a mitad de camino. Bajó la cabeza de manera servil.
Como guste, patrón.
 
*** 
 
La casa había vuelto a la vida, desde la llegada de don Bernardo, que ya no parecía el mismo. Su excursión de dos semanas por los lindes de su propiedad parecía haberle devuelto los bríos de antaño. Su apetito era excelente, su dedicación al trabajo se había renovado.
Todavía no. Que espere.
Sólo en algo se obstinaba, y era en no recibir a Silva. Oficialmente, el guatón continuaba en su puesto de administrador y capataz, aunque ya nadie le hacía caso ni lo consultaba para nada.
Eso no le impedía seguir entrando en la cocina, como Pancho por su casa, sentarse a horcajadas en una silla, y ponerse a perorar.
No sé que diablos le pasa. Si no me quiere aquí, que me lo diga. Que me pague lo que me debe y me iré sin más. ¡No me falta palenque donde rascarme!
Lo que te falta a ti es vergüenza, le dijo doña Dorotea. Don Bernardo confió en ti, y tú lo defraudaste.
Sí, terció Abelarda. Si la estancia se va a pique, aónde vamo a ir a buscar pega losotra…   
La limpieza de las sartenes de cobre había sido interrumpida. Las cazuelas y la sartén grande quedaron a un costado.
¿Ustedes piensan que soy un ladrón? ¿Y él, cómo creen que él compró estas tierras? ¿Acaso no lo saben?
¿Qué estás inventando ahí, guatón? On Bernar-o trabajó bien duro pa tener esta estancia, él y la finadita patrona…
¡La finadita patrona!, se rio Silva. Esa es la zorra más grande de todas. Se robó el dinero del tesoro, cuando el Motín del Artilleros. Los soldados le dieron a guardar el dinero a guardar a ella, y ella se lo quedó para ella.  
Esas son puras patrañas, pos guatón. La plata pa comprar estas tierras la puso Ña Irenita, y un caballero inglés que sabía vivir acá antes…
¡Caballero inglés! Ese no era más que un roto al que encontraron en la calle. Un borracho, un muerto de hambre. ¡Caballero inglés!
Lola salió de la cocina, ya no quería seguir escuchando.
 
***
 
Don Bernardo mantuvo largas conversaciones en su estudio, con el contador y con otros caballeros llegados desde Punta Arenas. Recién al tercer día le mandó a decir a Silva que lo viniera a ver.
Dice que lo esperes aquí, dijo doña Dorotea. Más ratito te llama.
¿Para qué tantas ceremonias?, se quejaba el Guatón, que se sentó en su silla, en la cabecera de la mesa, quizá por última vez.
Lola no lo vio en el resto de la mañana. La pasó limpiando los vidrios del pasillo y en el salón principal. Era cerca del mediodía cuando volvió a la cocina, que estaba vacía. O eso creyó, al menos.
Lola dejó el balde en su lugar y guardó en el gabinete la botella que había usado. Puso en remojo los trapos. Estaba a punto de desatarse el delantal cuando sintió que alguien se acerba desde atrás.
¡Ay!
Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta lo que pasaba, cuando una mano se cerró sobre su pelo, como una garra, impidiéndole moverse.
Vaya vaya, quién está aquí…
Era Silva, que había estado agazapado quién sabe dónde. Lola sintió el corazón saltándole en el pecho, como a punto de estallar. 
Veremos si eres tan brava ahora, mocosa…
Silva le metió la otra mano entre los pliegues del vestido, y la apretó con tanta fuerza que la hizo estremecerse de dolor.
¿Qué dices ahora, eh? ¿Qué dices ahora, sucia fregona?
Lola trató de decir algo, pero la garganta se le había cerrado.  
Cuando yo te pida algo, lo harás, ¿me oíste?
Unas lágrimas le calentaron las mejillas. Y esa mano repugnante, ahí abajo, aprentándole la chuchi…
¿Me oíste, pequeña puta? ¿Me oíste?
S-sí.
¿Sí qué?
Sí, se-señor Silva. 
El guatón Silva la soltó. O más bien la empujó hacia adelante, haciéndola chocar contra la dura mesa de madera.
Ahora me harás un café, ¿lo entendiste?
S-sí. Sí.  
Silva tomó asiento otra vez. Alguien se acercaba. La puerta que daba al jardín se abrió, doña Dorotea entró, lo más sonriente. Lola estaba de espaldas a ella, no se dio cuenta de nada. 
Ah, Silva. Aún estás aquí.
Repatingado en su silla, Silva miraba a la muchacha maniobrar con el caldero y la cafetera, sin ocultar su satisfacción.
¿Y tú, qué estás haciendo, pues Lola? ¿Terminaste lo que te encargué?
Lola no le contestó. No podía. Era tanta la vergüenza, la rabia, la humillación. Sólo el miedo la impelía a moverse, de manera automática, para cumplir las órdenes de aquel malvado. Ni sabía lo que hacía. Una gota la salpicó, quemándole la mano.
¿Lola? ¿Qué diablos te pasa? ¿No me escuchas?
Es arisca, la jovencita, sonrió el guatón Silva, mordisqueando su cigarro apagado. Se distrajo un momento buscando los fósforos, en el bolsillo de su chaqueta. Cuando levantó la vista, la sirvientita caminaba hacia él, con la cafetera en la mano. Aunque no era café, lo que traía, sino sólo agua hirviendo, que sin más le arrojó la cara.
¡Ah!, gritó el guatón Silva, que se puso de pie de un salto, tirando la silla hacía atrás.
¡Lola!, se llevó una mano al pecho horrorizada doña Dorotea.
Lola no tuvo tiempo de explicarle. Sólo retrocedió, cuando vio al guatón Silva avanzar hacia ella, medio ciego por la quemadura, llevándose todo por delante.
¡Silva! ¿Qué pasa aquí?, preguntó Doña Dorotea. ¡Silva!
La niña corrió, y el gigante corrió tras ella, rugiendo como una fiera.
Doña Dorotea abrió la puerta que daba al jardín. ¡Martiniano!, gritó. ¡Inocencio!
Lola se halló arrinconada, al llegar a la otra punta de la mesa: Silva le había bloqueado el paso.
¡Maldita! ¡Ahora verás!, se abalanzó sobre ella el gigante, que a medio camino trastabilló y se fue de bruces, al engancharse su pie en el dichoso taburete. Fue la oportunidad de Lola, que echó mano a lo primero que encontró: la enorme sartén de cobre, a medio lustrar, que habían dejado sobre la mesa pequeña.
¡PAN!, sonó como un gong la sartén al pegar contra su frente, sin suficiente fuerza.
¡Inocencio! ¡Rápido, aquí!
Silva comenzó a ponerse de pie. Se agarró de la mesa para recuperar el equilibrio, con la misma mano con que la había tocado.
Ya verás, pequeña zorra…
Sacando fuerzas de flaqueza, Lola levantó bien alto el sartén, sosteniendo el mango con las dos manos, como hacía allá en la isla con el hacha, cuando había que partir un tronco de los grandes.
¡PONG!
Esta vez sí, la brillante superficie de cobre dio de lleno en la cabeza del Guatón, que cayó como un animal sacrificado.
¿Qué pasa? ¿Qué sucede aquí?, apareció por la puerta del pasillo Don Bernardo.
Lola soltó la sartén y corrió a refugiarse en sus brazos. No fue capaz de decir nada, sólo se largó a llorar. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del jardín, entraron Inocencio y otros dos peones más.
Silva se puso de pie, por fin, pesadamente. De su frente manaba sangre en abundancia. Sonreía, a pesar de todo, el muy truhán.
Lárgate de aquí, Silva, dijo don Bernardo.
Sí, Patrón, dijo en tono de burla el guatón Silva, y se llevó la mano a la cintura.
¡Ay!, chilló doña Dorotea, pensando que iba a sacar un revólver.
No, lo que Silva sacó fue el llavero, y lo tiró sin más sobre la mesa.  
A destiempo, sin saber lo que pasaba, entró Abelarda por la puerta del pasillo.
¡Pero qué es tóo este zafarrancho, caballero…!
Se quedó callada, al ver a tanta gente, y a don Bernardo, que decía. 
Pásate por la oficina del contador en Punta Arenas, Silva, para que te arregle las cuentas. No quiero verte de nuevo por aquí.
No se preocupe, don Bernardo, sonrió el maltrecho y ensangrentado guatón. Nos volveremos a ver, pero no aquí.  
 
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.