Todos estaban preocupados en la estancia: los ovejeros, los peones, las
mujeres del servicio doméstico… Si don Bernardo se iba a la quiebra,
¿qué iba a pasar con sus trabajos? No querían ni pensarlo.
¿Aónde vamo a estar tan bien como aquí?, se lamentaba Abelarda, mientras pelaba las papas para el almuerzo. Ya maliciaba yo que esto iba a terminar mal…
No iba a ser nada fácil encontrar otro empleador que les pagara tan bien como don Bernardo, y les tuviera habitaciones tan buenas para dormir, y los tratara tan bien…
Tía… se animó a preguntar Lola, la más joven de las mucamas, que había entrado en el servicio tan sólo unos meses atrás. ¿Nosotras también tendremos que partir?
No, te preocupes, le respondió doña Dorotea, el Ama de Llaves. Don Bernardo le encontrará la vuelta al asunto. Ya lo ha hecho antes, y lo volverá a hacer.
¡Dios la oiga!, exclamó Abelarda, secándose las manos en el delantal. Lo que es yo, no stoy tan segura, pué. Ante staba la fináa patroncita, que era astuta como serpiente, pa resolver estas cuestiones, pero ahora…
¿Y qué? ¿Crees que don Bernardo es tonto?
No, oña Orotea, si yo no he dicho eso…
¿Entonces?
Abelarda se secó la nariz con la manga del vestido, antes de responder.
On Benár-o es harto inteligente, con tóa esa montaña e libros que se ha leído y tóo, pero le falta picardía pa los chanchullos…
Doña Dorotea suspiró.
Lola se asomó a la ventana, la que daba al jardín. Por allí lo había visto alejarse, a don Bernardo, junto a dos peones de confianza, un par de días atrás. Iban a caballo, los tres, preparados para un largo viaje por las montañas. Lola se lo quedó mirando, mientras bajaba por la pendiente. Antes de perderse detrás del recodo, don Bernardo volteó la cabeza y, como si supiera que ella lo estaba mirando, levantó la mano para dedicarle un saludo final.
Espero que no los haiga agarráo la nevada esa a mitá e camino. Si no, no cuentan el cuento…
¡Abelarda!, dijo doña Dorotea, ¡No seas pájaro de mal agüero!
Si yo decía, nomáj…
***
En su fuero interno, Bernardo reconocía que le hubiera hecho falta la ayuda de Irena, en un momento como ese. Sin ser desesperada, la situación de la Estancia don Natalio era por demás difícil. Con el inicio de la guerra en Europa, el precio de la lana había caído; las deudas se acumulaban, y el banco se negaba a extenderle el crédito.
¡Allí, don Bernardo! Ya nos están esperando.
El sol refulgía sobre el Lago de los Témpanos, el que marcaba el límite Norte de la Estancia. Al otro lado, los picos de las montañas se recortaban contra el cielo perfectamente azul, como un decorado de cartón.
¡Mire! ¡Ya encendieron el fuego!
Sí, Cándido, sonrió Bernardo. Ya me di cuenta.
Martiniano cerraba la marcha, silencioso como de costumbre, con el sombrero echado hacia adelante y el dedo en el gatillo. La zona estaba infestada de pumas, que bajaban al valle hambrientos y dispuestos a todo.
Vadearon un arroyuelo, el último, antes de llegar.
Un cóndor planeaba en las alturas, como dándoles la bienvenida. No era para menos. Una semana de cabalgata les había tomado llegar hasta allí. Pese a estar bien entrada la primavera, una nevada de las fuertes los sorprendió, al salir del cañadón del Río Azul. Caía la noche. Los caballos sacudían la cabeza, como negándose a seguir. Todo se había vuelto blanco: la tierra, el cielo. Era cada vez más difícil distinguir el sendero.
Bajemos por aquí, dijo Bernardo. Conozco un lugar donde podemos refugiarnos.
Se trataba de un hueco en la montaña, una especie de caverna, en la que pasaron la noche y buena parte del día siguiente, esperando que el tiempo mejorara. Diga que iban preparados para una eventualidad como esa. Traían en las alforjas galleta seca, carne enlatada, aguardiente y tabaco en cantidad.
Descubrí este lugar hace casi treinta años, dijo Bernardo, cuando hice mi primera incursión por esta zona.
Era un muchacho, entonces, que acaba de renunciar a su puesto de maestro en la Escuela Mixta de Punta Arenas, para desempeñarse como empleado administrativo de la Sociedad Hoffmann-Pietralacqua-Stewart, una de las primeras en dedicarse a la cría de ovejas en la región. Y una de las primeras en ser absorbida por la Sociedad Anónima Mendieta-Braunstein, que comenzaba por entonces su imparable proceso de expansión. En aquellas tierras recién ganadas al indio, que los hombres de negocios se apresuraban a pedir en concesión, Bernardo recorrió leguas y leguas a lomo de caballo, tomando notas, recolectando datos. Sentía su espíritu elevarse, en aquellos paisajes que parecían salidos de un cuento de hadas, a la vista de esas montañas de nieves eternas, y en esos bosques vírgenes, como el día en que Dios los creó. Ni en sus más locas fantasías llegó a imaginar que algún día esos parajes de ensueño llegarían a pertenecerle a él.
¡Vamos, Bernardo! ¡Apúrate!
A él y a Irena, que aportó el capital inicial para comprar aquellas tierras. El lugar que luego pasaría a ser la Estancia Don Natalio, su estancia.
Aún estamos a tiempo de volvernos, Irena. Si llegan a descubrirnos…
Bernardo acababa de cumplir los veintiséis años, en ese entonces, pero se sentía un viejo. Desencantado de la vida, sin esperanzas de encontrar el amor…
¡Apúrate, que lo vamos a perder!
Tomaron el DDG Kosmos, un vapor que cubría la ruta Hamburgo-El Callao. Antes de abordar, los marineros revisaron su equipaje con una minuciosidad exasperante, y los revisaron a ellos, de pies a cabeza, incluida la ropa que llevaban puesta.
No sé qué tanto buscan, dijo Irena. El poco dinero que llevo encima es el que declaré en la Gobernación. Dinero que me he ganado honradamente, se los aseguro…
Usted disculpe, Señora Suker, dijo uno de los marineros, son órdenes del Gobernador…
Se trataba del nuevo gobernador, el General Matías Sterling, quien reemplazó al desafortunado Mayor García Lacroix, luego del Motín de los
Artilleros: la sangrienta revuelta de presos y soldados que se cobró la vida de casi cien personas, y redujo el poblado original de Punta Arenas a un montón de ruinas humeantes…
Tres años después de aquel desgraciado episodio, sus huellas aún eran visibles. Nuevas casas y nuevos edificios se erigían donde ardieron los anteriores, que estaban construidos en madera, el material más abundante en la zona. Ante el temor de un ataque similar, las nuevas
edificaciones se hicieron con piedras o ladrillos: el nuevo cuartel, la nueva escuela, la casa del Doctor O’Reilly, el Palacio Mendieta-Braunstein… Bernardo e Irena los contemplaron desde la cubierta del Kosmos, mientras el barco se alejaba lentamente.
¿Lo ves? Todo ha salido bien, dijo Irena.
Creo que aún es temprano para cantar victoria, dijo él.
Hablaba en voz baja, mirando para todos lados. Quién sabe si el Gobernador no había puesto a algún espía a seguir sus pasos.
Ven aquí, dame un beso, dijo Irena. Ya verás qué Luna de miel vamos a pasar…
Porque acababan de casarse. Las autoridades al fin habían entregado a Irena el certificado de defunción de primer esposo, muerto en dudosas circunstancias.
No me llamen Señora Suker, decía. Ya no soy la Señora Suker. Ahora soy la Señora Caledonia…
Bernardo suspiraba, mirando para otro. Él no se sentía tan feliz con ese cambio de estado civil. Para Bernardo, casarse con una mujer como esa había sido la claudicación más grande de su vida. Una capitulación con todo y estandartes.
¡Bernardo! ¡Bernardo! ¡Ya me dieron el certificado! ¡Podemos casarnos!
Maldita sea…
¿Y tú, Bernardo Augusto Caledonia, aceptas por esposa a…?
Pese a su reticencia, Bernardo terminó por decir:
Sí, acepto.
¿Qué más podía hacer? Siempre terminaba haciendo lo que Irena quería. Ella era fuerte y él era débil, esa es la verdad.
Ay, querido. Soy tan feliz…
Como aquel viaje a la Capital, que ahora mismo estaban realizando. Una locura, pura y simplemente, una aventura que podía terminar muy mal.
Si llegan a descubrirnos, iremos a parar frente al paredón de fusilamiento. Yo, al menos. Tal vez a ti, por ser mujer, sólo te condenen a reclusión perpetua.
¿Quieres dejar de lloriquear? Déjalo todo en mis manos. Tú sólo haz lo que yo te diga…
¡Como si alguna vez hiciera otra cosa!
***
Viajaban en una de las naves más modernas de aquel tiempo, tardaron sólo diez días en llegar a Valparaíso. Se alojaron en el Hotel Queen Victoria, el más lujoso de la ciudad. Suspiraron aliviados, cuando vieron que el baúl los esperaba una consigna.
¿Podrán subirlo a nuestra habitación?
Por supuesto, Madame.
Tenían una suite con vista al mar. Era un espléndido día de verano. El puerto bullía de actividad.
Cerraré las cortinas, dijo Irena. Tú tapa el ojo de la cerradura, por si acaso. Nunca falta algún fisgón.
Abrieron el baúl. Bajo el falso fondo estaba el paquete, envuelto en un retazo de tela encerada, para preservarlo de la humedad.
Ayúdame, ¿quieres? Este nudo está demasiado ajustado.
Fuiste tú quien lo hizo, no yo.
¡Callate! Mejor será que uses tu navaja…
Al fin lo abrieron. Los fajos de billetes cayeron como dados sobre la colcha bordada: algunos frente, otros del revés.
Aún podemos largarnos, Irena. Hay suficiente para volver a Europa, y empezar de nuevo…
No, dijo ella. Haremos lo que vinimos a hacer, y luego volveremos a Punta Arenas, con la frente bien en alto. Les demostraremos a esos malditos pueblerinos que valemos más que todos ellos juntos.
***
No desentonaban en una ciudad como aquella, repleta de extranjeros. Alemanes y británicos, polinesios y japoneses, judíos y turcos que ofrecían sus mercancías en mitad de la acera.
¡Finas robas, Siñora! ¡Toque esta tela, mire qué calidad!
Salga de mi camino, dijo Irena. Quítese.
Tengo relojes también. Finos relojes, Siñora. ¿Tal vez quiera combrar fino reloj de oro bara su hijo?
¿Para mi hijo? ¿Qué diablos dices? ¡Es mi marido!
¡Oh, berdón!
Una ciudad de modernos edificios e imponentes palacios, pero también de sórdidos callejones, donde abundaban los rateros y los mendigos. Niños en harapos extendían sus manos hacia ellos, reclamando una limosna. Una mujer arrojó desde una ventana un cubo de agua sucia que por poco los alcanza.
¿Dónde nos metimos, Bernardo? Peguemos la vuelta, antes que sea demasiado tarde.
Es que…
Se habían perdido. Bernardo trató de volver al centro por una calle lateral, cuando alguien lo tomó del brazo:
No vaya por allí, caballero, le dijo alguien en inglés. Un hombre de unos cincuenta años, de ojos azules y pelo color paja. Estaba descalzo, vestido con andrajos.
Vaya, si es que apestas, se tapó la nariz Irena.
Este lugar es muy peligroso para ustedes, dijo el sujeto. Yo los guiaré.
Lo siguieron, qué remedio les quedaba.
No tengan temor de mí, les dijo el sujeto de pelo amarillo. No soy como estos animales, como estos sucios sudamericanos. ¡Soy un ciudadano del Imperio Británico, un súbdito de su Graciosa Majestad!
Su nombre era Clive Thornton, les dijo, y era natural de Newcastle. Había tenido la mala estrella de venir a dar con sus huesos a este inmundo lugar, pero ya iba a abandonarlo, en cuanto llegara su barco.
Clive Thornton los condujo sanos y salvos hasta la calle de su hotel.
Usted disculpe, caballero, le dijo a Bernardo al despedirse. ¿No tendrá acaso una moneda, para tomar una taza de té?
No una, sino dos.
¡Oh, señor, es usted muy amable! ¡Gracias, muchas gracias!
***
Las diligencias que Irena se propuso hacer no dieron ningún resultado. Se trataba ni más ni menos que de hacer ratificar por el Congreso la concesión de las tierras que el Gobernador de la Región les había otorgado de manera provisoria. Era imposible conseguir inversionistas para poner en marcha la actividad ganadera mientras no tuvieran los títulos de propiedad. Durante varias semanas golpearon puertas, esperaron en antesalas y pidieron audiencias con distinguidos personajes, sin lograr mayores avances. Irena entregó parte del dinero que traía en sobres de papel madera, que depositó en los bolsillos de asesores y secretarios. Si quieres que el carro se mueva, debes engrasar las ruedas…
Era inútil. Por más que lo intentara, no tenían acceso a los círculos de poder. Esos malditos cagatintas se quedaban con su dinero, pero no la ayudaban. Una tarde, sin embargo, vieron salir de uno de los ministerios a un personaje conocido. Un caballero de reducida estatura, con un elegante frac color café y zapatos de enormes tacos.
¡Escóndete, que no nos vea!, dijo Irena.
¿Qué sucede?
¿No ves quién es? Es el judío, el hermano de Judith Braustein.
¿Móishele? ¿Qué diablos estará haciendo aquí?
Lo mismo que nosotros, so idiota.
El escándalo de la concesión de tierras fiscales, obtenidas en muchos casos por medio de sobornos, también había alcanzado a la Sociedad Mendieta-Braustein. Claro ellos estaban en una posición privilegiada. Tenían mucho más dinero para repartir, y todos los contactos en la Capital.
Vamos a ver adonde se dirige. Tómame del brazo, disimula.
Lo siguieron por la calle, a una distancia prudencial.
***
Después de tantas idas y vueltas, fue un simple portero el que les pasó el dato. Tras recibir una propina, el buen hombre les contó que el Señor Ministro tomaba todas las tardes el chocolate en el Café Berlín, a sólo unos pasos de donde se encontraban. En el reservado de aquel distinguido establecimiento, el Honorable Caballero tenía una especie de oficina paralela, en la que atendía los asuntos delicados que en su despacho oficial se le hacía difícil tratar.
Esa misma tarde estuvieron allí. El camarero les indicó en qué mesa se ubicaba el Sr. Ministro. Pidieron el té con bizcochos, pasadas las cinco lo vieron aparecer. Se saludaron con una inclinación de cabeza. Cuando ya estaban por abordarlo, Bernardo dijo:
¡Diablos!
¿Qué pasó?
Por la ventana vieron que alguien se acercaba, por el Parque que estaba frente al café.
Es él. Es Moisés Braunstein, dijo Bernardo.
Maldita sea. Encárgate de él.
¿Qué quieres que haga?
No lo sé. Arréglatelas. Mientras yo hablaré con este viejo crápula.
Bernardo se puso de pie, caminó hacia la salida. Quiso la suerte que cruzara a Móishele en el vestíbulo. El pequeño truhán entregó su galera y sus guantes, cuando estaba por seguir viaje se chocó con él.
Oh, disculpe Usted. Pero…
Se lo quedó mirando, con sus ojillos de laucha, detrás de las gruesas gafas circulares.
¡Señor Caledonia! Qué sorpresa encontrarlo aquí…
Estimado Sr. Braunstein, lo saludó con una inclinación de cabeza Bernardo, que vio que la ocasión era propicia. La chica del guardarropa se había dado vueltas a acomodar unas prendas, dos caballeros terminaron de pasar.
Quisiera hablar con Usted un instante, si me lo permite…
Pero… qué hace, dijo Móishele, cuando Bernardo lo llevó casi a la rastra por un pasillo que quién sabe adónde conduciría. Terminaron en un pequeño cuarto, lleno de escobillones y baldes.
¿Acaso se ha vuelto loco? Tengo una cita de con un caballero, no puedo… Me temo que deberá esperar aquí, Señor Moisés.
Pero… yo…
Al otro lado debía estar la cocina. Se escuchaban pasos y voces. El hombrecito abrió la boca, como para gritar, pero Bernardo le dijo:
Le ruego que no lo haga, Sr. Moisés. De lo contrario, deberé romperle la cara de un puñetazo…
Lamentaba comportarse como un matón, pero la verdad es que la Sociedad Mendieta-Braunstein se comportaba del mismo modo en el mundo de los negocios. En pocos años el Vasco Mendieta y su cuñado Moisés, que manejaba los negocios de su hermana Judith, se habían ido quedando por las buenas o por las malas con las principales empresas de la región: astilleros, líneas navieras, yacimientos de carbón, estancias…
El sol sale para todos, Sr. Braunstein, dijo Bernardo, y es justo que nos deje gozar de unos rayos a nosotros también.
Bueno, si así están las cosas, dijo Móishele, resignado. ¿Puedo fumar?
***
Esa misma semana se formó una nueva sociedad anónima, constituida en un porcentaje por el Sr. Ministro, y en otro por un caballero británico, residente en Valparaíso, que figuró como el accionista principal.
¿Quién? ¿Yo?
Que no era otro que Clive Thornton, el mendigo que habían conocido unas semanas atrás, en el barrio lindero al puerto.
Prepárate, muchacho, le dijo Irena. Tu barco llegó.
Le hicieron darse un buen baño y le compraron un magnífico traje, un monóculo y un bastón. Era la viva imagen de un caballero inglés.
Si es tan amable firme aquí, y aquí, y aquí… le indicó el secretario del notario. Aquí también, Míster Thornton, si es tan amable. Una firma más en este otro documento, y ya no lo molesto más…
Bernardo e Irena eran oficialmente dueños de sólo el diez por ciento de las acciones, aunque tenían un poder para hacer y deshacer a su antojo, como si fueran los únicos propietarios.
¡Y ahora, a festejar!
Volvieron esa misma semana a Punta Arenas, antes de que se secara la tinta del contrato, llevándose con ellos al aún sorprendido Clive Thornton, que vivió en la estancia sus últimos años, hasta que una enfermedad del hígado se lo llevó.
¿Y? ¿Aún te arrepientes de haberte casado conmigo, Bernardo?
¿De dónde sacas eso? Si yo jamás…
La estancia don Natalio fue creciendo, con el paso de los años. Bernardo introdujo mejoras, experimentó con nuevas variedades de ovejas y se manejó con buen pulso durante las vaivenes de la economía. Nadie tenía nada que reprocharle, se manejó siempre en el terreno de lo legal. Aunque, él mismo sabía, el capital inicial para empezar aquel negocio era el dinero que Irena había conseguido de forma fraudulenta. Un dinero manchado con sangre.
Detrás de cada fortuna hay un crimen, escribió Balzac, y en su caso era exactamente así.
En eso pensaba Bernardo, en eso y en otras cuestiones, cuando llegaron al puesto de Galarza, el más alejado de su propiedad. Los perros del puestero lo rodearon, aullando y moviendo la cola. El mate ya estaba preparado, la hija de Galarza arrimó unas tortafritas que acababa de preparar.
Y, yo toy priocupado, don Bernardo, le dijo el puestero, cuando los otros no podían escucharlos. Dicen que la Estancia va mal, y que Usté va a vender la propiedá…
Bernardo no salía de su asombro. ¿Cómo es que las noticias de su delicada situación habían llegado hasta aquí, hasta este rincón perdido de la Cordillera?
El aministrador nuevo que Usté tiene ahora, don Bernardo, el guatón Silva…
El puestero meneó la cabeza, desencantado.
No es buena pilcha, don Bernardo. Tenga cuidáo…
No se preocupe, don Galarza, le dijo Bernardo. La Estancia seguirá bajo mi control. No la venderé.
Una luz de esperanza refulgió en los ojos cansados de aquel hombre.
Confié en mí, don Galarza. Haré todo lo posible, y lo imposible también, dijo Bernardo.
Y realmente se decidió a hacerlo. A salir de su marasmo y volver a tomar el control de su destino. Debía hacerlo. Por toda la gente que dependía de él, que dormía bajo su techo y comía de su pan. Por Irena, que reposaba en aquella tierra, bajo del sauce que él mismo plantó. Y por Lola, que le había dicho adiós con la mano desde la ventana.
Gracias, don Bernardo. Muchas gracias…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
