La verdad sea dicha, las mucamas de la Estancia llevaban una vida mucho más aliviada, desde la muerte de la patroncita. Ya nadie hacía sonar la campanilla a cualquier hora del día, de la noche o incluso de la madrugada, con los reclamos más antojadizos: que abrieran la ventana, que cerraran la ventana, que le hicieran un té de manzanilla, que le acomodaran el almohadón…
¡Que Dios la tenga en la Gloria, y no la degüelva nunca máj!, exclamó Abelarda, pasando el cuchillo por los bordes de una chaucha, para desprender los filamentos.
¡Qué cosas dices, Abelarda!, se santiguó doña Dorotea, mientras revolvía el contenido de la cacerola; aunque, todo hay que decirlo, también ella agradecía la ausencia de la vieja señora; no tener que soportar ya su malhumor, sus gritos, sus regaños…
A mí me da lástima por don Bernardo, que está tan mal de que ella murió. No come, no duerme, se la pasa todo el día encerrado en su estudio,
meta tomar café…
Bah… Ya se le irá a pasar, digo yo, terminó de pelar otra chaucha Abelarda y la tiró en el fuentón. Total, por esa vieja maldita…
Lola, la mucama más joven, no se perdía una palabra de lo que decían, aun cuando no dijera una palabra. Tac, tac, tac, hacía su cuchillo, al pegar contra la tabla, mientras picaba una tras otra las cebollas que le habían encargado picar. Como de costumbre, le daban las tareas más duras, las que las demás no querían hacer. Lola ya tenía los ojos a la miseria. Cada tanto se secaba las lágrimas con la punta del delantal.
Don Bernardo la quería, Abelarda. La cuidó todo el tiempo, le daba los remedios…
Sí, pero le hacía sus marranadas, también. Si pa eso es hombre…
¿Qué quieres decir?
Usté lo sabe mejor que yo, Oña Orotea. Si On Benár-o ha tenío más novias que pelo en la cabeza, hasta despuéj de casáo…
¡Ay!
Las dos se dieron vuelta a mirar a Lola, que se había hecho un corte en el dedo. No dijo nada. No protestó. Se pasó saliva por la herida y siguió con su cuchillo Tac, tac, tac…, enjugándose cada tanto las lágrimas.
No eres más que una lengua de víbora, Abelarda. ¿De dónde sacas esas cosas?
¡Si tóos sabían que iba a visitar a su vecina, la mujer del peláo, cáa vez que el marido salía de viaje!
No hay por qué pensar lo peor. Iría a tomar el té…
¡Sí, claro! ¿Y cuando iba a Punta Arena, a ver a su amiga la judía, la gorda de la pata de palo? De siguro iba a tomar el té, allí también…
Menuda pájaro, es la señora esa, la secundó por una vez Doña Dorotea.
¡Esa no tiene sólo la pata tiene de madera, pué!
Ya he terminado, tía, dijo Lola, con los ojos enrojecidos.
¿Tan rápido? ¿Ya las has picado todas?, se extrañó Doña Dorotea, que de algún modo adivinaba el sufrimiento que turbaba el corazón de la muchacha. Examinó los trocitos de cebolla, que habían quedado justo del tamaño que ella le indicó.
Descansa un momento, niña, te lo has ganáo…
Lola tomó asiento en la punta de la mesa, echó una mirada por la ventana. Era una tarde gris y desapacible. La primavera se demoraba en llegar. En el jardín, las ramas de los rosales estaban peladas todavía, sin un capullo que las alegrara.
Ahora está como loco, dijo Abelarda, esperando noticias del hijo…
¿Don Bernardo tiene un hijo?, preguntó Lola, interviniendo por primera vez en la conversación.
No es el hijo, es el ahijado, aclaró doña Dorotea.
No es lo que dicen por ahí, le retrucó Abelarda.
Si vas a hacer caso a lo que dicen por ahí…
La puerta que daba al pasillo se abrió.
¡Don Bernardo!
Las tres se pusieron de pie y agacharon la cabeza. Don Bernardo les hizo un gesto de que no se inquietaran por él.
¿Quiere que le prepare su cafecito, On Benár-o?
Bueno, en realidad… Me apetece un arroz con leche, si no es mucha molestia… ¿Podrás prepararme un tazón, Dorotea?
¡Sí, don Bernardito! ¡Enseguida!
¿Con una rama de canela, y apenas un poquito de azúcar?
Sí, patrón.
Don Bernardo sonrío y cerró la puerta otra vez, como disculpándose de su antojo, como si no fuera el amo y tuviera derecho a mandar.
¿Cuánto hará que estaba ahí escuchando?
¡Cállate! Por tu culpa…
Reinaba la inquietud en la cocina.
Prepáreselo al tiro, Oña Orotea, que yo se lo llevo, dijo Abelarda, secándose las manos en el delantal; pero doña Dorotea fue terminante.
No, le dijo. Lola se lo llevará.
***
Bernardo dio cuerda al gramáfono. Sobre el escritorio estaban los discos que Fabricio le había traído de Buenos Aires, en su última visita: Memphis Blues, el jazz del Cowboy Joe…
No, dijo Bernardo. No…
El cóndor pasa, Alma llanera, Canción mixteca…
No… tampoco…
El pasodoble La Violetera, la milonga La Comparsita, el tango El Apache…
No. Ninguno…
Bernardo los dejó de lado. No entendía esta música moderna, le parecía estrafalaria y bochinchera. Terminó buscando entre los discos de su colección: tenía uno con los valses vieneses, de su compatriota Johann Strauss, otro con las Dánzas húngaras de Brahms, paisano suyo también.
Ah… esto es música, se dijo Bernardo, al escuchar la Canción de Amor de Franz Liszt, otro compositor austro-húngaro.
¿Es que acaso le había importado, alguna vez, la nacionalidad de los músicos? ¿Por qué ahora, de repente, le venía ese súbito chauvinismo?
La culpa es de la guerra, se dijo, tomando asiento frente al ventanal. La guerra lo ha arruinado todo. La Gran Guerra, o la Guerra Mundial, como ya habían comenzado a llamarla. La guerra que desde Europa se había ido extendiendo como una hiedra venenosa por todos los rincones del globo. Incluso hasta aquí habían llegados sus tentáculos. A pocos meses de comenzado el conflicto, dos batallas navales se habían librado en los mares australes; una a pocas millas de allí, en la desembocadura del Bío Bío, donde la escuadra del Almirante von Spee había aniquilado a los acorazados ingleses; y otra en las Malvinas, donde los británicos se habían tomado revancha. Cientos de muertos, pérdidas económicas siderales, con el consiguiente perjuicio al comercio y todo lo que ello acarreaba: desocupación, pobreza, hambre…
Don Bernardo… Tiene visitas…
Eso fue unos seis meses atrás, cuando su esposa aún vivía.
Buenas tardes tenga Usted, don Bernardo.
Eran dos representantes de la comisión pro británica de Punta Arenas, encargada de ayudar a sus compatriotas en el esfuerzo de guerra. Dos estancieros vecinos suyos, con los que Bernardo había tenido hasta hacía poco excelentes relaciones.
Buenas tardes, caballeros. Pasen, por favor.
No se trataba de una visita de cortesía. Alguien les había ido con el chisme de que Bernardo había dado refugio a unos náufragos del Heidelberg, una fragata alemana hundida en el Estrecho. Unos marineros habían conseguido nadar hasta la costa, en esas aguas heladas. Alguien les dijo que no lejos de allí vivía un súbdito del Imperio Austro-húngaro, potencia aliada de su país. ¿Qué podía hacer Bernardo? Eran hombres desesperados, hambrientos y muertos de fatiga, como él mismo lo había estado alguna vez. Bernardo ordenó darles de comer, les habilitó un lugar en el galpón de los peones, y unos días después los envió en uno de sus carros a Río Gallegos, desde donde podrían retornar a su país.
Queremos creer que eso no es cierto, Señor Caledonia, le dijeron los ingleses que habían llegado hasta su despacho. Uno de ellos no quitaba los ojos del retrato del emperador Francisco José, con su venerable calva y sus blancas patillas, y del Águila de dos cabezas que Bernardo tenía en su despacho, más como un recuerdo de su tierra natal que por cualquier simpatía política que pudiera tener.
Pues, el asunto es, dijo Bernardo, casi sonriendo, que eso es completamente cierto. Di refugio a esos hombres, y lo volvería a hacer.
¿Qué? ¿Cómo se atreve?
Dios sabe que hubiera hecho lo mismo de haberse tratado de ingleses, de javaneses o chinos, estimados Señores.
Los gringos hervían de indignación. Para mostrar su neutralidad, Bernardo se ofreció a hacer un donativo al fondo de viudas y huérfanos de soldados ingleses que sus visitantes manejaban.
¿De cuánto estaríamos hablando, Señor Caledonia?
De… doscientos pesos, digamos… Que sean trescientos, mejor.
Los ojos de los ingleses se iluminaron.
Si Ustedes me dan su palabra de honor de que este dinero no se usará para la compra de armas…
Oh, sí. Puede contar con ello, Sr. Caledonia.
Su nombre saldrá publicado en el boletín de nuestra asociación, Sr. Caledonia, como uno de los más generosos donantes.
***
Eso no fue algo tan grave, a fin de cuentas, sólo un asunto que se pudo arreglar con dinero. Pero hubo cosas peores. Problemas que no se pudieron arreglar con dinero, como la enfermedad y la muerte de Irena, o la partida de ese cabeza dura de Fabricio, que ante la entrada de Italia en la guerra decidió enrolarse como voluntario e ir combatir.
Debo hacerlo, padrino. Por el honor de mi patria, debo partir a…
Era un buen muchacho, Bernardo le tenía cariño. A sus treinta años cumplidos, Fabricio era el vivo retrato de su finada madre: alto, moreno, de bellas facciones. Era una suerte que hubiera salido parecido a Lalita, y no al viejo farabute de don Chicho.
¿De qué estás hablando, Fabricio? Esta es tu patria. Este es tu país. ¿Qué diablos debes ir a hacer a Europa, a morir como un perro en una trinchera?
Pero… padrino…
El mundo se había vuelto loco. Loco por completo. Nomás en la estancia, Bernardo había perdido a dos de sus mejores colaboradores: el administrador, Herr Blumberg, que se había enrolado en el ejército del Káiser, y al escocés MacAlister, el capataz, que había hecho lo propio en el ejército británico. La guerra atraía a los espíritus aventureros como el fuego a las polillas, que no veían que iban a terminar chamuscadas.
Es ni obligación defender a Italia, padrino, tal y como lo hizo mi padre, dijo Fabricio…
Acabas de casarte, Fabricio. Tu esposa espera un hijo. ¿Quieres dejar una viuda y un huérfano tú también?
Bernardo no podía entender tanta necedad. Por primera vez en su vida, sintió deseos de abofetearlo.
Soy un Pietralacqua, padrino, ese es mi destino, dijo Fabricio. Si mi padre arriesgó su vida en el ejército de Garibaldi, si mató a un león con su espada, yo no puedo menos que…
Bernardo meneó la cabeza, desencantado. ¿Cómo podía decirle a Fabricio que su padre jamás había hecho nada de eso? Bernardo estaba aquella noche en el circo, cuando el león se escapó, y pudo ver que Don Chicho no lo había matado, sólo tomó el crédito por ello. Y en cuanto a las supuestas hazañas de don Chicho con el ejército de Garibaldi, eran un embuste también: él mismo se contradecía, cada vez que quería contarlas, llegando a reconocer, una noche que se pasó de copas, que había comprado en un baratillo de Nápoles las medallas que supuestamente se había ganado en el campo de batalla.
Fabricio, el asunto es que… tu padre…
El muchacho se lo quedó mirando. Bernardo no supo como continuar. ¿Cómo podía decirle a ese joven entusiasta que su padre, ese héroe al que idolatraba, había sido lisa y llanamente un cobarde?
Tu padre…
¿Qué trata de decirme, padrino? Acaso…
Era el momento de la despedida. Bernardo lo había llevado hasta Punta Arenas, el barco de Fabricio estaba a punto de zarpar. Si no se lo decía ahora, ya no tendría oportunidad de hacerlo. El joven malinterpretó tu silencio. Con el alma en un hilo, balbuceó:
¿Acaso… lo que la gente dice de Usted y de mí, padrino…?
Se había puesto pálido. Bernardo se apuró a responder:
No, Fabricio. No lo es. Amé a tu madre, más que a ninguna otra mujer, y nada me hubiera gustado más que tener un hijo como tú. Pero no, no soy tu padre.
Fabricio suspiró.
¡Padrino!
Se abrazaron en el muelle. Fue la última vez que lo vio.
¡Adios, padrino! ¡Hasta pronto!
Bernardo recibió una carta de Fabrizo, cuando estaba a punto de embarcar rumbo a Italia, y otra desde Rímini, contándole que ya había terminado su período de instrucción y se dirigía al Norte, a la provincia de Gorizia, a luchar contra los pérfidos y cobardes austro-húngaros. La carta terminaba con una nota jocosa.
“Usted perdone, padrino, pero los haremos polvo…”
Ya habían pasado varios meses desde entonces, y Bernardo no había vuelto a tener noticias de él. Había escrito a la esposa de Fabricio, en Buenos Aires, que tampoco sabía nada. Mientras, los periódicos de Punta Arenas publicaban los reportes del frente de batalla, que gracias al telégrafo se recibían casi de inmediato. Con el corazón en la boca, Bernardo leyó que la ofensiva italiana en la provincia de Gorizia ya se había cobrado más de cien mil vidas, de uno y otro bando, sin que ninguno avanzara ni un palmo de terreno. ¡Cien mil muertos, y aún no se terminaba! Los obuses y los gases mataban a los hombres como a alimañas. Los heridos eran tantos que los médicos no daban abasto, y los dejaban morir nomás. Era una carnicería sin precedentes, una masacre a escala industrial.
¿Por qué diablos no hablé?, se reprochaba Bernardo. ¿Por qué no le dije la verdad, cuando tuve la oportunidad? Oh, Fabricio…
Bernardo recordó las últimas palabras que le dijo Lalita, antes de morir.
“Cuida a mi niño, Bernardo… ¿Prometes que lo harás?”
“Sí, Lalita. Sí amada mía, lo haré”.
La puerta del estudio se abrió. La pequeña Lola entró, lo más sonriente.
Con permiso, don Bernardo. Aquí le traje su arroz con leche…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.