
A
media mañana lo vieron salir del casco de la estancia, con la ropa
hecha un desastre y el pelo revuelto, tapándose la cara con un trapo
ensangrentado.
¡Don Silva! ¿Qué le pasó?, le preguntó uno de los peones, y por respuesta recibió un empujón que lo tiró de espaldas.
¡Quítate!
Silva era un hombre alto, muy alto, con cuello de toro y una barriga que no dejaba de crecer, sobre todo en el último año, en que había sido ascendido de ovejero principal a capataz, y de capataz a administrador.
¿Qué le pasó? ¿Se lastimó?
Todo se debió a un golpe de suerte; o mejor dicho, a dos. Primero, la enfermedad de doña Irenita, la Patrona, que obligó a Don Bernardo a descuidar sus obligaciones para atenderla. Y luego la partida, casi al mismo tiempo, del escocés Mac Allister, el anterior capataz, y del alemán Blumberg, el antiguo administrador, quienes, al estallar la guerra, corrieron a alistarse en los ejércitos de sus respectivos países. Dos hombres cabales y honestos, conocedores de su oficio, que tras años de relaciones cordiales habían pasado a ser enemigos.
¡Maldito ingleses imperialistas! ¡Ya le enseñaremos lo que es bueno!
¿Quiénes? ¿Los comedores de chucrut?
Mac Allister leía The Magellan Morning, publicado por la comunidad británica de Punta Arenas, y Blumberg Das Kreuz des Südens, el diario alemán de la ciudad, que daban versiones opuestas de lo que sucedía en el Viejo Continente. Las discusiones entre los dos fueron subiendo de tono, hasta llegar a la violencia física.
¡Don Bernardo, venga enseguida! ¡Se van a matar!
Bernardo siguió al muchacho hasta el galpón grande, donde los dos hombres, con el torso desnudo, se habían trenzado en un combate pugilístico, a puño descubierto, sin escatimar los golpes por debajo del cinturón, los pisotones, y un mordisco que dejó a Herr Blumberg sin la mitad de la oreja izquierda. Los peones vociferaban a más no poder, haciendo apuestas por uno otro contrincante. Por respeto, se callaron cuando entró el Patrón.
¡Señores! ¿Qué sucede aquí? ¡Deténganse ahora mismo!
Era el invierno de 1914, la guerra acababa de declararse. Blumberg y Mac Allister se marcharon poco después. La actividad en la estancia no se detenía. Se acercaba el momento de la esquila, la época más atareada del año, y el patrón no estaba para nadie.
No sé, Silva. Ocúpate tú, le respondía invariablemente don Bernardo. Tú sabes lo que debes hacer.
Sí, patrón.
La enfermedad y la muerte de Irena ocuparon por completo la atención de Bernardo. Las visitas al médico en Punta Arenas, primero, y luego a Buenos Aires, en busca de los mejores especialistas, lo mantuvieron alejado de la estancia por unos buenos seis meses. Cuando le dijeron que ya no había cura para su mal, Irena dijo:
Llevame de nuevo a la estancia, Bernardo. Quiero terminar mi vida allí, en el lugar donde he sido feliz. Contigo…
Su muerte fue un duro golpe para Bernardo, que no sabía ni donde tenía la cabeza. La gente no se lo podía explicar. Un hombre como él, joven todavía, sufriendo de esa forma por aquella mujer vanidosa, de carácter agrio, veinte años mayor que él… Era un amor que los demás no podían entender, pero él sí lo entendía. Un lazo la unía a ella, desde el momento en que llegó a estas tierras, y que aún lo unía a Irena, más allá de la muerte. Bernardo miraba su retrato, pintado un par de décadas atrás, en el que tenía puesto aquel vestido verde que le había comprado en París. Bernardo miraba su figura de perfil plasmada en la tela: el gesto altivo, el pelo rubio cayendo sobre los hombros desnudos (sin duda una peluca) y el rostro diáfano y juvenil, por obra y gracia del pincel del artista, que había sido amenazado por la propia Irena con no cobrar ni un centavo si llegaba a pintarla con una sola arruga.
Ah… suspiraba Bernardo.
Las había perdido a las dos, a las dos mujeres de su vida: primero a Lalita, y ahora a Irena. ¿Qué más podía esperar de la vida? Sólo apagarse lentamente, morir…
Con su permiso, don Bernardo…
De ese marasmo, sin embargo, lo sacó la llegada de la nueva mucama, la chiquilla de trenzas.
Aquí le traigo su desayuno… ¿O quiere que se lo sirva en el comedor?
No, aquí está bien, Lola.
Era un encanto de muchacha, aunque Bernardo no se hacía ilusiones. Sabía que era demasiado joven para él, y además…
Aún así, el corazón comenzaba a latirle más a prisa cuando la veía aparecer en su biblioteca, con una sonrisa que iluminaba la mañana más gris.
O cuando, un poco más tarde, él salía a dar una vuelta por el jardín, y al levantar la vista hacia la casa veía que Lola, desde una ventana, lo estaba mirando a él. En los cristales se mezclaba el reflejo del paisaje, de las montañas nevadas que bordeaban la estancia, con el rostro gentil de la muchacha, que sonreía y lo saludaba. Como pescado en falta, Bernardo levantaba la mano y la saludaba también. En la cocina, doña Dorotea y Abelarda intercambiaban una mirada fugaz. ¡Mire nomás a la niña, oña Orotea! ¡A ver si es nomás como el Loco Cebolla decía, y termina casoriada con el patrón!
Ay, Abelarda, cállate la boca.
¿Por qué no, pues ñora? ¡Si a rey muerto, rey puesto!
Nadie se había tomado muy en serio, al Loco Cebolla, aquella mañana, cuando vaticinó que esa niña terminaría siendo la señora de la casa. Lo consideraron una broma, una de las tantas que el Loco hacía. ¿Quién hubiera pensado que esa chiquilla flacuchenta, a la que se llevaba el viento, iba a poder aspirar a algo así? En los pocos meses que llevaba en la estancia, sin embargo, había pegado flor estirón, y bajo su delantal de mucama, que antes le quedaba suelto como una bolsa, ahora se adivinaban unas contundentes formas de mujer.
Si es como yo decía, nomáj... ¡A esta niña le faltaba olla!
Doña Dorotea la había puesto a ella a que sirviera al Patrón, algo que él parecía complacerlo. La vieja ama de llaves podía estar segura de que don Bernardo no iba a intentar nada malo con su sobrina, era un hombre honorable. No era como otros patrones, que tomaban de queridas a sus mucamas y empleadas, les gustara o no, y luego, si quedaban con chiquillo, la mandaban para la ciudad, o la casaban con algún empleado, para guardar las formas. Don Bernardo no. Jamás había hecho algo así. No era un santo, desde luego (vaya si la había hecho rabiar de celos, a la finada patroncita) pero a sus asuntos los había tenido siempre puertas afuera, de manera discreta, con mujeres de su misma clase social. ¿Por qué esta vez iba a ser diferente?
Ya lo verán, decía el Loco Cebolla, que había regresado de su última travesía, y venía a tomar mate a la cocina casi todas las mañanas. ¡Están hechos el uno para el otro, lo supe desde que la vi!
¿Qué dices, si tiene más del doble de su edad?
¿Y qué? A caballo viejo, pasto tierno.
Lola parecía haber infundido sangre nueva en las venas a don Bernardo, que de a poco comenzó a ocuparse otra vez de los asuntos de la estancia. Se puso otra vez a revisar la correspondencia, mando a llamar a un contador de Punta Arenas para que echara un vistazo a los libros e hiciera un conteo exhaustivo.
Apa, apa, apa… , dijo el Loco Cebolla, dando una chupada a la bombilla, mientras lo veía entrar en la cocina a Silva. ¡Alguien que yo sé terminará preso, si se ponen a escarbar demasiado!
¿Qué diablos dices, maldito loco? Pueden hacer todas las auditorías que quieran. Estas manos jamás tocaron un peso que no fuera mío.
¿Acaso tenías puestos los guantes?
Ja, ja, ja… se rieron doña Dorotea y Abelarda, aunque a Silva no le hizo ninguna gracia.
¿Qué estás insinuando?, se puso de pie y caminó hacia él el capataz-administrador.
Era un sujeto imponente. No le hacía falta manotear el facón con que llevaba en la cintura para intimidarlo. Con un viejo macuco como ese, un solo tortazo hubiese bastado para mandarlo al camposanto.
Sí que que has echado barriga, dijo el Loco. Parecés un capón cebado para Navidad!
¿Qué dijiste?
Ándate con cuidado, Silva…, le advirtió doña Dorotea. No quiero líos aquí dentro.
¡Entonces dígale que cierre el hocico!, estalló el gigante. ¡Yo soy el que manda aquí, después de don Bernardo, y debe mostrarme respeto!
¡Chanquilízate, pues Silva! ¿Pa qué te pones a berrear, hombre?
Llamaré a don Bernardo, si llegas a ponerle un dedo encima, dijo doña Dorotea, pero Silva ni la escuchó. Estaba rojo de furia. La vena de su cuello de toro parecía a punto de reventar.
¡Si llegué a administrador es porque me lo gané!, gritó, tomando al Loco de la solapa. ¡Y llegaré más lejos todavía!
El que nace para pito, nunca llega a corneta, dijo el Loco Cebolla, lo más tranquilo, y sin saber por qué, Lola se rio.
No es que hubiera entendido el refrán, ni siquiera sabía lo que quería decir. Sólo le hizo gracia la manera en que aquel viejito había hablado, la forma en que mantenía la sonrisa, mientras el otro perdía los estribos.
¿Y tú, de qué diablos te ríes?, le dijo el gigante, dirigiéndose a ella por primera vez. Lola titubeó.
No te metas con la niña, pues Silva, le dijo doña Dorotea. ¡Mándate a cambiar de mi cocina, pues!
¿Tu cocina? ¿Tu cocina? ¡Ya veremos cuánto les queda, a todas ustedes, cuando todo esto se vaya la quiebra!
Y salió dando tales zancadas que hizo retumbar el piso de tablas del lugar. A Lola se le hizo un nudo en la garganta cuando, antes de cerrar la puerta, Silva le lanzó una mirada amenazante.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.