Sí, Lola se había enamorado de él, desde el primer momento que lo vio. ¡Era tan lindo! Alto, fuerte, con ese bigote entrecano que ocultaba la pequeña cicatriz en la barbilla… Ahora le llevarás el café a don Bernardo.
¿Quién? ¿Yo?
Lola era la nueva en la casa, la última en integrarse al servicio doméstico, y hasta ahora sólo le habían encargado las tareas más pesadas: fregar los pisos, encender la estufa, sacar los baldes con peladuras para echar a los animales…
Sí, tú. ¿Acaso eres sorda? Yo aún no termino con la cena.
Abelarda, la otra doncella, había caído con las fiebres, y sólo ella quedaba en la cocina, además del ama de llaves.
Llévale la bandeja a la biblioteca. ¡Y cuidado con derramar gota, porque te llevarás la paliza de tu vida! ¡Saldrás de esta casa tan rápido como has entrado!
Sí, tía.
No me digas tía. Aquí no soy tu tía. Soy doña Dorotea.
Sí, Ña Orotea.
Dirás Permiso don Bernardo, al entrar, y dejarás la bandeja en la mesa pequeña, frente a la ventana.
Sí, Ña Orotea.
No hablarás con don Bernardo. No dirás una palabra.
Sí, Ña Orote…
No lo mires a los ojos. No toques nada…
Sí, Ña…
¿Qué diablos haces aquí todavía? ¡Apúrate, que el café se enfría!
La taza tintineaba sobre la bandeja, la cucharita repiquetaba como si golpeara un tamboril, a medida que Lola se caminaba por el largo corredor.
¡Ay!, exclamó la niña, cuando la bandeja se inclinó más de lo debido, casi a punto de caer.
Sus pasos resonaban sobre el piso de madera, mientras pasaba por sectores de luz o de sombra, según estuvieran o no los ventanales, que se sucedían unos a otros, iluminando el empapelado a rayas verticales. Tin-tin-tín, repiqueteaba la cucharita, tran-tran-tran, hacía la tapa de la azucarera de porcelana.
Se me cae… Se me cae…
El sudor perló la frente de la muchachita, que tenía puesta una cofia de mucama, a tono con el delantal de puntillas, ajustado sobre el vestido negro, de mangas largas.
Ay Dios mío… Que no se me caiga, por favor…
***
Había sido una idea de la Patrona, la difunta esposa de don Bernardo, hacerles usar ese atuendo, el que usaban las mucamas de las familias “bien”, según se veía en las páginas de las revistas ilustradas; y también fue de ella la idea hacer construir la cocina en un ala separada de la casa, conectada por ese pasillo tan largo.
¡Le molestaba el olor a la comida, a la Señora!, se burló Abelarda, mientras fregaba con una esponja de acero la superficie de la cocina económica. ¡Pioja resucitada! Si ella misma fue sirvienta, cuando era joven. Y otras cosas peores, asigún dicen por áhi…
¡Lindo rosario le estás rezando a la finada!, exclamó Ña Dorotea, que revolvía el contenido de una olla con su cucharón enlozado. El vapor inundaba la cocina, en el aire flotaba un aroma a coliflor y albahaca.
¿Acaso miento?
No, no mentía. La Señora siempre quería estar a tono, siempre exigía lo mejor. Compraba por catálogo las últimas novedades en artefactos de cocina (batidor de crema con manivela, descarozador de aceitunas, pelapapas mecánico). Para las estufas prefería el carbón de Bélgica, el que se usaba en las calderas de los barcos, porque había leído que era el de mejor calidad. Cada mes se los traían en una carreta, desde Punta Arenas, a precio de oro. ¡Con lo bien que se hubieran arreglado con la leña, que la tenían ahí mismito, y además de balde!
Su último capricho fue comprar un juego completo de batería de cocina de cobre, porque era lo que se usaba en las casas aristocráticas: una treintena de ollas, sartenes, cacerolas, cazos y recipientes que quedaban muy bonitos, en la pared de la cocina, siempre y cuando los pulieran de manera constante.
Maldita sea, rezongaba Abelarda, mientras le pasaba a la sartén más grande una mezcla de limón, vinagre y sal gruesa, para sacarle el óxido que la ennegrecía si la dejaban mucho tiempo descuidada. ¡Cuando terminó con la última, ya tengo que empezar con la primera otra vez!
Ya, Abelarda. No seas léngua é vibora, pues…
Es verdad, Ña Orotea. ¡Si ella ni usaba estas cuestiones, sólo les gusta abrir los paquetes cuando llegaban! Las dejaba aquí, nomás, y que losotra los arregláramo…
Y así y todo, don Bernardo la quería…
Sí, eso ej verdá, reconoció Abelarda. Pobre On Benar’o, si el náá que ver con la Ñora, siempre tan sencillito, jue, tan güeno con losotra… Si juera por él, con un trozo e pan y queso se conforma, nomáj…
La cena ya estaba lista. Su tía la sirvió, con toda ceremonia, en un solo plato…
¿Es la Ñora que está figurada en el salón?, preguntó de pronto Lola, que estaba arrodillada en el suelo, fregando el entablado.
¿Qué?, se sorprendieron las dos mujeres, que habían olvidado que la chiquilla estaba allí.
¿La Ñora que está en la estampa, pegáa a la paré?
¿En la estampa? Querrás decir en el cuadro, niña bruta.
Sí, la Ñora con vestío verde…
Sí, ella es, dijo Ña Dorotea. Era, mejor dicho…
Es muy hermosa… suspiró la niña.
Ña Dorotea y Abelarda se miraron. Sí, era bella, por eso don Bernardo la amaba.
¿Seré hermosa, yo también, cuando sea mayor, tía?, preguntó Lola, y su tía, perdiendo la paciencia, le respondió:
¡Pero qué leseras estás hablando, pues cabrita! ¡Cállete la boca y sigue con tu trabajo!
Lola bajó la cabeza y continuó con la fregada, tal y como le habían enseñado. Era una chica lista, aprendía enseguida. Aunque en su vida había visto una ventana con cristales (allá en la isla los ranchos tenían un puro agujero en la pared, que se tapaba con una tabla) Lola aprendió a limpiar los cristales hasta dejarlos invisibles, ni bien le enseñaron cómo se hacía. Y aunque jamás había preparado un café, y ni siquiera conocía esa bebida, se dio maña para moler los granos, y calentar el agua, y revolver el líquido, sobre el hornillo de petróleo, hasta que formara la espumita blanca.
Mmm… Este café está más sabroso que nunca, dijo don Bernardo, luego de que Lola hubiera puesto en su taza los dos terrones de azúcar, valiéndose de la pinza. La niña podía respirar otra vez, al ver que todo había salido a la perfección: la bandeja no se había caído, el café no se había derramado…
¿Quién lo ha preparado, si Abelarda está enferma? ¿Tu tía Dorotea?
Don Bernardo tenía una voz tan suave, una mirada tan dulce… Lola sintió el impulso de echarse sobre él y abrazarlo. No podía hacerlo. Desde la pared, la Dama de vestido verde la estaba mirando.
N-no, d-don Bernardo… He… he sido yo…
Vaya, sí que te has lucido, Lalita…
La niña pensó que había escuchado mal.
¿Señor?
Quiero decir… Lola. Lola. ¿Ese es tu nombre, verdad?
S-sí don Bernardo.
Don Bernardo sonrió.
Puedes retirarte, niña. Lo has hecho muy bien.
Lola salió de la biblioteca, aliviada y confundida. Había olvidado hacer la reverencia que su tía le indicó. Caminó otra vez por el largo, larguísimo pasillo. Cada tanto apoyaba una mano en la pared, para no perder el equilibrio. Un pájaro cantaba, en el jardín, al otro lado de los cristales, unos perros ladraban. En la cocina se conversaba animadamente. Se escuchaba a su tía hablando con alguien. Un hombre. Tal vez uno de los peones, o Silva, el capataz, un sujeto que a Lola no le inspiraba la menor confianza.
Apa, apa, apa…
No era ninguno de ellos. Era un viejecito vestido con harapos, con un sombrero aplastado y una rama a guisa de bastón. Sin haberlo visto jamás, Lola sabía de quién se trataba: era el Loco Cebolla, un viejito vagabundo, que tenía su rancho en el predio de la estancia. Lola había escuchado a Abelarda y a su tía Dorotea hablar de él. El Loco vivía en una tapera, con una docena de perros. Por un tiempo desaparecía, se iba a Punta Arenas, o las tierras de los indios. Luego, cuando ya lo daban por muerto, regresaba. Era bromista y buscapleitos. En más de una ocasión se había ganado una paliza, por puro deslenguado.
Apa, apa, apa…
El Loco conocía a don Bernardo desde hacía muchos años, desde que don Bernardo era un muchacho.
Ja, ja, ja…, se reía Abelarda, que enferma y todo se había levantado de la cama, sólo para escucharlo. ¡Mira que eres puerco, Cebolla!
Su risa terminó en un acceso de tos, del cual no le fue fácil recuperarse.
¿Puerco? ¿Por qué? ¿Acaso no digo la verdad?
Tu siempre dices la verdad, Cebolla. Así te va.
La tía Dorotea le sirvió de comer, en la mesa de la cocina, usando el mismo cuenco en el que le daba de comer al gato. Le dijo:
Tienes suerte de que ya no esté la Señora, Cebolla. Si no, a puros escobazos te sacaba arrancando…
Pero… se puso serio el viejito. ¿Y esta niña, de dónde salió?
Lola se había quedado de pie, junto a la puerta que daba al pasillo, incapaz de moverse. El loco la miraba de un modo inquietante.
¿Esta? No es más que mi sobrina, que llegó de las islas…
El Loco Cebolla no le sacaba la vista de encima, como si tratara de reconocerla. Una muchacha corriente, ni fea ni bonita. Sin embargo, tenía algo que… Algo que…
El Loco abrió bien grandes los ojos, que estaban llenos de venitas rojas. Caminó renqueando hasta donde estaba la niña, cayó de rodillas.
Pero qué haces, Cebolla… protestó Dorotea.
Mi Señora… dijo el Loco, extasiado, como si se tratara de una aparición.
Se quitó el sombrero agujereado y lo apoyó sobre su pecho.
Mi Señora… Es Usted…
Lola se moría de vergüenza. Miraba a su tía Dorotea, y a Abelarda, que se habían quedado con la boca la abierta.
Mi Señora… Por fin…
Afuera, los perros se echaron a ladrar.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.