Capítulo 96: Lola

En sueños Lela Lola volvió a su juventud, volvió a ver Bernardo, su finado marido, tan hermoso como siempre había sido: Bernardo Augusto, el amor de su vida, el único hombre al que amó alguna vez (bueno, casi el único).
Bernardo…, murmuró Lela Lola, y la enfermera que le revisaba el goteo al paciente de al lado levantó la cabeza, preguntándose si había escuchado algo. Se volteó a mirar a la anciana de la cama 5, la que estaba más cerca de la ventana. No podía haber sido esa ella, si ya casi se moría. El médico le aseguró que de esa tarde no pasaba. Bajo la máscara de oxígeno, sin embargo, de manera apenas perceptible, la anciana sonrió.
Bernardo…
Lela Lola lo veía como la primera vez que lo vio, en esa habitación enorme, repleta de libros: un hombre alto, bien plantado, con ese mechón de pelo entrecano que le caía sobre la frente, y esos bigotes llovidos que (luego lo supo) llevaba para ocultar la pequeña cicatriz que una espada le había trazado a un lado del mentón.
Esta es mi sobrina, don Bernardo, la niña de la que le hablé…
Don Bernardo Caledonia, el dueño de la Estancia Natalius (una finca de miles y miles de hectáreas, con miles y miles de ovejas, de las que se ocupaban un ejército de peones, esquiladores y arrieros) estaba sentado en un sillón de espaldar alto, que daba a un ventanal. Desde donde estaba la niña sólo podía ver su mano, con un fino anillo de oro, que sostenía una pipa que ya se había apagado.
¿Qué dices, Dorotea?
El hombre dejó sobre la mesa el libro que estaba leyendo y se puso de pie. Era un caballero de unos cincuenta años, que vestía alivio de luto; tenía puesto un traje de tweed gris, con un corbata negra y un brazalete negro también. La niña sintió que su corazón se aceleraba cuando vio su mirada amable, su sonrisa triste, y esa cabellera tan abundante como la de un muchacho. La niña bajó su mirada hasta la alfombra, que tenía un intrincado dibujo de flores y arabescos, y ya no se atrevió a levantarla.
Mi sobrina, don Bernardo. Va a darme una mano en la cocina, y en otras tareas de la casa. Como la Teodora va a tener familia…
Ah, sí…
Don Bernardo encendió otra vez su pipa. En el aire se sintió un dulce aroma a tabaco, que se hizo uno con el olor a madera de los muebles, y al aroma de la leña que crepitaba en el hogar.
Es demasiado niña, ¿no crees?
Oh, no, don Bernardo, si ya va a cumplir los quince.
Bernardo suspiró. La verdad es que no sabía nada acerca de elegir al personal de servicio. Su difunta esposa había sido siempre la que se ocupaba de aquellas cuestiones. Sin ella, se sentía perdido. Se encerraba en su biblioteca, sin recibir a nadie. Pasaba por rachas de melancolía. Si su ama de llaves no lo llamaba a la mesa, se hubiera olvidado hasta de comer.
¿Podrá con el trabajo, Dorotea? Tal vez sea demasiado pesado para ella.
No crea, don Bernardo…
Mientras su tía y don Bernardo hablaban, la niña, con la cabeza gacha, miraba de reojo el recinto en el que se encontraba, un lugar tan lujoso como jamás había visto en su vida. Vio las paredes cubiertas de placas de cedro, los candelabros, los libros de letras doradas en los anaqueles, el cuadro de la bella mujer, que llevaba puesto un magnífico vestido verde…
Está acostumbrada a trabajar desde pequeña, don Bernardo, allá en la isla.
¿En la isla?
Su tía hablaba de la isla Dulcahue, donde la niña había nacido y había vivido hasta ahora. En una aldea de pescadores, pobres de toda pobreza. Ni tierra tenían. Las chozas estaban medio sumergidas en la mar, montadas encima de largos postes ennegrecidos por la lluvia. Pescadores de rostro curtido remendaban las redes dentro de sus barquichuelos, o trenzaban una cuerda, mientras esperaban el cambio de la marea. Gaviotas y cormoranes volaban en círculos bajo un cielo siempre gris.
Su padre murió en la mar, don Bernardo, salió con la barca y ya no regresó. Se lo llevó el Caleuche, asigún dicen…
¿El qué?
El barco fantasma que anda por las islas, don Bernardo, en las noches de neblina…
Qué cosas dices, Dorotea…
Al hombre de mirada triste poco le faltó para sonreír.
¡Pero sí, don Bernardo, se lo juro por la Virgen! La madre quedó viuda, con once chiquillos, y a esta, la más mayorcita, me la envió para aquí…
Don Bernardo dio otra calada a su pipa, mirando por la ventana. ¿Escuchaba, en realidad, lo que su ama de llaves le contaba? Su cabeza parecía en otra parte.
¿Y? ¿Qué me dice, don Bernardo?
Bernardo dio otra calada a su pipa. No parecía muy convencido. Una niña como esa debería estar jugando con otros chiquillos, o sentada en el banco de una escuela.
¿Cómo te llamas, pequeña?
La niña no le respondió. No podía. No se atrevía ni a mirarlo.
Su tía la sacudió del hombro.
¡Contesta cuando te hablan, cabra lesa!
Do… Do…
La chica tomó aliento y dijo, todo de un tirón:
Dolores de los Martirios Encarnación Pérez López, Señor…
Ni ella sabía que tenía tantos nombres. Se los aprendió de memoria, cuando venía en el barco, rumbo a Puerto Natales. Era lo que le dijeron que debía contestar, cuando se lo preguntaran en la Autoridad Portuaria. Al final, el marinero le puso el sello en el papel sin mirarlo siquiera. Él tampoco sabía leer.
Vaya nombre, sonrió el hombre de largos bigotes. Aunque, la verdad sea dicha, no entendí una palabra…
La niña miró a su tía, que parecía a punto de soltarle un bofetazo.
Se llama Dolores, don Bernardo, Dolores nomás.
¿Dolores? ¿Así te llamaban en su casa?, preguntó el hombre que algún día sería su marido.
La niña echó un vistazo a la mujer, antes de responder.
No. No, Señor.
¿Cómo te llamaban, entonces, allá en tu isla?
Tras un momento de duda, la niña dijo:
Lola, Señor... Allí todos me llamaban Lola.

***

¡Tu provocaste esto, Bernardo José!, lloraba su mamá, Margarita Adela, retorciéndose las manos, en las que tenía un pañuelo empapado de lágrimas. ¡Tú harás morir de un disgusto a tu pobre abuela!
¡Sí! ¡Tú y tus cochinadas!, dijo Javiera Ignacia, la hermana mayor de Berni. ¡Quién lo diría de ti! ¡Arrestado por la policía, en un antro como ese!
¡Tú y esos amigos tuyos, esos asquerosos disfrazados de mujer!, añadió su otra hermana, la Pabla Francisca.
Se habían sentado las tres frente de él, al otro lado de la mesa, como jueces en un tribunal. Un tribunal que sólo podían emitir un veredicto: culpable.
Berni el Palomo las escuchaba sin decir una palabra. Lo que decían era verdad.
¡Jamás se ha visto algo así en nuestra casa!, dijo Javiera Ignacia. ¡Nuestro propio hermano, acusado de asesinato…!
Berni abrió la boca, dispuesto a contradecirlas por primera vez. A decir verdad, él no había sido formalmente acusado de asesinato en ningún momento. Sólo había sido considerado sospechoso de la muerte de los marineros franceses, junto a la Gorda y la Polaca; aunque, a falta de pruebas concluyentes, el mismo comisario terminó por retirar los cargos.
En realidad… se atrevió a decir Berni el Palomo, levantando un dedo, yo…
¡Tú te callás!, le respondió Pabla Francisca, que era de ordinario una persona apocada, al igual que su madre y su hermana. Apenas si se las escuchaba levantar la voz, cuando Lela Lola estaba cerca. Ahora, ante la inminente muerte de la anciana matriarca, las tres parecían haber tomado coraje.
¡Sí! ¡Cállate y escucha!
¡Desconsiderado! ¡Flojo de cascos!
A Berni no le quedó más remedio que callar. Su mirada vagó por empapelado a franjas, hasta posarse en el retrato que presidía el comedor. Era la foto enmarcada de su abuelo, el legendario Bernardo Augusto, con sus varoniles bigotes, montado a caballo y empuñando una escopeta. Berni no lo había conocido, desde luego, había muerto mucho antes de que él naciera. Sin embargo, su abuelo Bernardo había sido como un faro durante toda su vida. La única presencia masculina que Berni había tenido, en esa casa habitada por puras mujeres. Una presencia que se había manifestado en forma de historias, de anécdotas, o de una simple foto. Más de una vez, sin embargo, ante una encrucijada difícil, Berni el Palomo se había preguntado, antes de tomar una decisión: ¿qué hubiera hecho el abuelo Bernardo en mi lugar?
¡Irresponsable! ¡Sabandija! Si tu Santa Abuela llegara a morir…
¿Su Santa Abuela?, intervino Ana Luisa, la sobrina del Palomo, la única que no formaba parte del Tribunal Inquisidor. ¡Lela Lola nunca tuvo nada de santa, y Ustedes lo saben!
¿Qué dices?
¡Siempre fue una tirana! ¡Esa es la verdad!
¡Chiquilla insolente! ¿Cómo te permites…?
¡Por qué no dejan en paz al tío Berni! ¡Si la Lela Lola quedó así, no fue por culpa de él!
¿Qué están diciendo, se puede saber?
Deberías tener un poco de respeto, Ana Luisa.
Sí. Cuando los mayores hablan, los niños…
¡Yo no soy ninguna niña!, les respondió Ana Luisa, al trío formado por su abuela y sus tías.
¡El tío Berni es el único que siempre trabajó en esta casa! El único que se rompió el lomo tantos años, en esa mina de carbón, por Lela Lola y por todas nosotras… Y a cambio recibió sólo palizas y reproches…
A Berni se le hizo un nudo en la garganta. Esa chiquilla era un amor. Era la única que se ponía de su parte.
Ana Luisa, por favor… le dijo el Palomo. No es necesario que…
Es la verdad, tío. Usted ya es mayor de edad, y puede hacer con su vida lo que quiera. Yo que Usted me marchaba hoy mismo de esta casa, ¡me iba de aquí sin mirar atrás!
Las tres mujeres se quedaron mudas. Esa niña era un volcán en erupción. Era la única que (pese a todos los reproches que le hacía) parecía haber heredado el carácter de Lela Lola, su fogosa su bisabuela.
Sonaron tres golpes en la puerta, como tres golpes del Destino. La discusión se detuvo, Pabla Francisca fue abrir.
¿Sí?
En la casa no tenían teléfono. El muchacho que hacía de mensajero dijo:
Vengo del hospital. Dicen que vayan para allá. Ahora mismo.
Margarita Adela exclamó, con voz desfalleciente:
¡Dios mío! ¡Es Mamá!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021, 2024.
 
A continuación...

CAPÍTULO 97: PIOJA RESUCITADA

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