Un circo de mala muerte, era el que hacía esa noche su debut en Punta Arenas: cada acto era más lastimoso que el anterior. Eso, al menos, era lo que pensaba el Teniente Arias Aldao, que no dejaba de hostigar al pequeño Míster Antonio, figura principal en todos y cada uno de los números: era equilibrista, mago, lanzacuchillos…
¿Otra vez este enano?, se quejaba el Teniente, en voz bien alta, para que el propio Míster Antonio lo escuchara. ¡Ya me tiene patilludo!
¡Calla! ¡No seas malo!, lo reconvenía Elisa, la hija del Dr. O’Reilly.
Míster Antonio prefirió ignorarlo, y siguió arrojando los puñales en dirección a la Bella Naná, quien no dejaba de sonreír, mientras las dagas se clavaban en el tablero, delineando su figura. Por último, la Bella Naná tomó un cigarrillo encendido, que la Mujer Barbuda le había alcanzado, y se lo colocó entre los labios. Redobló el tambor, antes del lanzamiento final; en el breve de silencio que se hizo luego del repique, Arias Aldao alcanzó a gritar:
¡Seguro que falla!
Su intervención arruinó la tensión del momento. El pequeño Míster Antonio se detuvo.
¡Yo que Usted, me haría a un lado, Señorita!, agregó el Teniente, dirigiéndose a la bella partenaire. ¡No confíe en ese petiso!
Varios espectadores se rieron, festejando las chanzas del joven oficial.
Míster Antonio lo miró con un brillo asesino en los ojos y le dijo:
Tal vez no falle, caballero, si se lo arrojo a Usted.
¡Uy, qué miedo!, dijo Arias Aldao, que aún llevaba la mano derecha vendada y colgando de un pañuelo.
¡Cállate, por favor!, lo reconvino la Srta. O’Reilly, tomándolo del brazo. Y Bernardo, sentado una silla más acá, agregó: Sí. Será mejor que dejes de hacer el imbécil.
El redoblante volvió a sonar. El público estalló en aplausos, cuando el último puñal se clavó a poco más de una pulgada de la boca de la Bella Naná, llevándose consigo el cigarrillo.
¡Fuerte ese aplauso, damas y caballeros!
Poco después vino el número del Rey del África Occidental, un moreno vestido con un trajecillo de piel leopardo, que emitía gruñidos y hacía morisquetas, mientras en una pantalla pasaban una serie de diapositivas. Una invención novedosa, para la época. Habían tenido que apagar la mayor parte de los faroles, para que las imágenes se vieran con cierta nitidez. Los jóvenes novios aprovecharon la oscuridad para hacerse de arrumacos. ¿Me quieres, Alejandro?, murmuraba Elisa y el Teniente Arias Aldao, atrayéndola con su brazo sano, le decía Claro que te quiero, mi amor. ¿Volverás por mí, cuando te trasladen? No iré a ningún lado sin ti…
Los murmullos de Alejandro y Elisa hicieron sentir aún más desgraciado a Bernardo, que se tuvo por el sujeto más solitario sobre la faz de la tierra. Eso, al menos, hasta que la Srta. Braunstein se sentó junto a él. El joven corazón del muchacho, de pasiones fuertes pero cambiantes, hizo que en un segundo se olvidara de Irena, de Carlota, y de todas las demás mujeres que había en el mundo.
Creo que el Cielo me la envía, Señorita Braunstein, apiadado de mi horrible soledad, dijo con aire patético Bernardo.
¡Qué cosas dice, Señor Caledonia!, fingió escandalizarse la judía. Recuerde que soy una mujer comprometida…
Ah, bueno… Eso es un error que aún está a tiempo de remediar.
Volvieron a encenderse las luces, tras el número del Rey del África Occidental. Los tramoyistas comenzaron a armar el recinto enrejado, donde tendría lugar el número del león.
¿Para qué ponen esos fierros, mamá?, preguntó el Julio César, el hijo mayor del Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la región.
Para que el león no se salga de allí dentro, le respondió la Sra. Manuelita, que se veía obligada a lidiar ella sola con los cuatro niños, en ausencia de Gerarda.
¿Y qué pasa si se escapa?, preguntó César Augusto.
No se va a escapar…
¿Alguna vez te ha mordido un león, mamá?, preguntó Marco Aurelio.
¿Por qué los leones muerden?, preguntó Diocleciano.
Ay, cabritos, ya cállense de una vez, que me van a quebrar la cabeza en diez pedazos…
A un costado de la pista estaba sentado el orangután Marco Polo. Un simio civilizado, que vestía levita y chistera. Aunque formaba parte de la troupe del Gran Circo Tívoli, Marco Polo se negaba de plano a realizar cualquier actividad circense, por nimia que fuera. Sólo se sentaba ahí, con aire indolente, y fumaba un cigarrillo tras otro sin parar.
¡Mira qué gracioso el monito, mamá!
Sí, ya lo vi…
¿Por qué está vestido como persona?
¿Y por qué fuma?
¡GRRRRROOOOOAAAARRR!, rugió el fiero Bismarck, cuando lo entraron a la pista, dentro de su jaula rodante. Un animal imponente. Daba miedo sólo con verlo.
¡Un fuerte aplauso para el valeroso domador…! ¡Míster Antonio!
Ja, ja, ja… se río el Teniente Arias Aldao. ¡La que te espera, pequeñín!
¡Calla, Alejandro!, le rogaba Elisa.
¡Ese león te comerá crudo!
Estaba bromeando, por supuesto. Le gustaba dar la nota. No sabía, claro, que eso era exactamente lo que iba a suceder.
***
¡Juan Carlos! ¡Ven enseguida!
Tirado en su camastro, en la carpa que le servía de camerino, el Rey del África Occidental sonreía, con los ojos entreabiertos. Su cuerpo estaba allí, pero su espíritu flotaba, a varias millas de altura; planeaba entre las nubes, volvía al paisaje de su infancia. Que no había transcurrido en África (un continente que no tenía el gusto de conocer) sino en un caserío a orillas del arroyo El Tala, en el Departamento de Canelones, República Oriental del Uruguay. Los terneros balaban libres por el prado, la vaca hacía sonar la campanita, mientras le decía:
¡Juan Carlos! ¡Despierta! ¡Despierta de una vez!
La que hablaba no era la vaca, sino Amalia, la Mujer Barbuda, su compañera de tantos años en el Gran Circo Tívoli.
¡Bismark está como loco! ¡Tony ya no lo puede contener!
Sus palabras llegaban lejanas. Juan Carlos no alcanzaba a entenderlas.
¿Acaso has olvidado darle su remedio? ¡Contesta, por favor!
Su remedio, claro. Así llamaban a la dosis de láudano, el potente narcótico que le suministraban a Bismark antes de cada función. Debían hacerlo. Ese león era un verdadero asesino, adicto a la carne humana. Esa era la razón por la que el Sr. Burton, director del circo Burton & Burton, se los había regalado con todo y jaula, cuando quisieron abrirse por su cuenta.
¡Maldita sea, Juan Carlos!, dijo la Mujer Barbuda, tras sentirle el aliento. ¡No le diste el remedio a Bismarck, te lo tomaste tú!
¡Ay, Amalia!, sonrió Juan Carlos. No te enojes conmigo… Dame un beso…
¡Vamos, levántate!, trató de tironearlo del brazo Amalia. ¿Es que no lo entiendes? ¡Tony va a morir!
Después de dar varias vueltas por la nebulosa en la que se había convertido su cerebro, la información por fin llegó a destino. El enorme moreno abrió los ojos bien grandes.
¿Tony? ¿Tony está en peligro?
¡Es lo estoy tratando de decirte! ¡Levántate de una vez!
***
¡Dios mío!, exclamó Elisa O’Reilly, cuando el león Bismarck, tras forcejear un momento, terminó por arrancar de cuajo una de las piernas del pequeño domador.
¡Vaya!, dijo Arias Aldao. ¡Ha quedado más corto que antes!
¡Pobre hombre!, dijo la hija del Doctor. ¡Haz algo, Alejandro!
El Teniente Arias Aldao no se hizo de rogar. Se había portado como un patán, durante la función, hostigando a Míster Antonio a más no poder, aunque ahora era el primero en acudir en su ayuda. Saltó sobre el entablado que rodeaba la pista y, empleando su mano menos hábil, desenvainó el sable. El maldito bicho seguía prendido al domador, bajo el cual ya se había formado un charco de sangre. Bismarck no tenía un pelo de tonto. Cuando vio el brillo del sable se movió hacia el centro del recinto enrejado, sin soltar a su presa.
¡No llego!, dijo el joven oficial, estirando todo lo que podía su espada. ¡Bernardo! ¡Échame una mano!
El público corría en desbandada. Los pobres de las últimas filas, los que debieron ver el espectáculo parados e incómodos, la tuvieron mucho más aliviada a la hora de escapar. Pero los que tenían los mejores asientos, alrededor de la pista, se la vieron mucho más difícil.
¡Cuidado! ¡No empujen!, decía Irena, que se había soltado del brazo de Lars, y ahora usaba la punta de su sombrilla como una picana. ¡Quítese del camino!
Psia krew! Cholera!, chillaba el Padre Tadeusz, a quien su voluminosa anatomía mantenía a salvo de los embates.
¡Niños! ¡Niños!, protegía con el cuerpo la Sra. Manuelita a sus cuatro pequeños, como una gallina a sus polluelos. ¡Marco Antonio! ¡Diocleciano!
La situación empeoraba por momentos. Hubo gritos, empujones. La mujer del Fiscal cayó, y ya no fue capaz de levantarse.
¡Felipe! ¡Ayúdame!, fue lo último que alcanzó a decir, antes que alguien le caminara por encima.
Sólo el Mayor García Lacroix trataba de abrirse paso en sentido contrario, con el revólver en la mano. Saltó por encima de unos bancos tumbados. ¡Tranquilos! ¡No corran!, gritaba, aunque nadie le hacía caso. Encaramado sobre un banco tiró dos tiros al aire, lo que sólo contribuyó a aumentar el pánico reinante.
¡No corran! ¡No corran, les digo!
Afuera, los soldados que montaban guardia fueron desbordados por el maremágnum de gente. Era imposible tratar de mantener el orden. El Cabo Contreras tuvo una idea: sacó su cuchillo corvo reglamentario e hizo un tajo en la lona, creando una nueva salida, que descomprimió el caudal humano.
¡Por aquí! ¡Salgan por aquí!
Producto de las sacudidas, uno de los candiles se desprendió del clavo del que colgaba. El kerosén se desparramó, no tardando en iniciarse un fuego. El orangután Marco Polo seguía fumando, flemático, como si todo aquel asunto no tuviera la menor importancia.
¡Bernardo, vuelve aquí!, le rogó la Señorita Braunstein, al verlo saltar a la pista y tomar una de las barras de hierro que habían dejado caer los tramoyistas. ¡Vámonos! ¡Es peligroso!
Bismarck no soltaba al Míster Antonio, al que ahora había mordido en un costado.
¡Mete el fierro de ese lado!, gritó Arias Aldao. ¡Empújalo para aquí!
Bernardo lo hizo. Pasó la barra entre dos barrotes y dio un toque en el cuello al león. No fue un golpe muy fuerte, aunque lo obligó a hacerse a un lado, hasta pincharse con el sable de Arias Aldao.
¡GROOOAAAARRR!
El objetivo estaba cumplido. Bismarck soltó por fin al Míster Antonio, que yacía inerme en un rincón del recinto enrejado, la respiración agitada y la mirada de quien ya se prepara a abandonar este mundo.
¡Ay, Doménico! ¡Qué horror!, dijo Lalita, aferrándose al brazo de su marido.
Non, preocupare, amore mío, dijo don Chicho.
Puesto que no se fueron al inicio del número, cuando ella se lo pidió, ahora debían esperar. Don Chicho consideró que era lo más prudente, para no terminar aplastados por la turba. Después de todo, a él qué diablos le importaba que el león desgajara miembro a miembro al pequeño domador. No era más que un gaje del oficio, pensaba el Noble Sastre Italiano. Como cuando él se pinchaba el dedo con una aguja.
¡Ay, Dómenico! ¡Es horrible!
Non mirare, Lalita, le tapaba la vista con una mano su marido. Non mirare.
¡Papá, papá!, gritaron los pequeños del Mayor García Lacroix.
El Mayor se agachó a consolarlos. Estaban los cuatro, llorosos y asustados, pero a salvos.
¿Dónde está su madre? ¡Manuela! ¡Manuela!
El fuego ya había prendido en unos bancos de madera. Una columna de humo, aún delgada, se elevaba hacia lo alto de la carpa. Dando tumbos apareció el Rey del África Occidental, vestido con su pequeño traje de leopardo.
¡Tony!, gritaba. ¡Tony!
Se abalanzó sobre el recinto enrejado.
¡Hermanito querido!, lloraba el gigante.
¡Juan… Car… los…!, alcanzó a decir Míster Antonio, en voz casi inaudible.
Fue entonces cuando el Rey del África Occidental, tal vez a causa de los efectos de la droga, hizo algo que no estaba permitido hacer, bajo ninguna circunstancia: abrir la puerta del recinto enrejado.
¡Juan Carlos, no!, gritaron a un tiempo Amalia y la Bella Naná.
No las escuchó. Terminó de quitar el cerrojo y le pegó el tirón a la puerta, con tal violencia que el recinto de seguridad se sacudió por completo, y uno a uno los paneles comenzaron a caer.
¡Porca miseria!, exclamó don Chicho, al ver que Bismarck ahora lo miraba a él, sin ninguna reja que los separara.
***
Los pocos espectadores que aún quedaban huyeron despavoridos, ahora que el fiero Bismarck había quedado libre. El boticario y su mujer pusieron pies en polvorosa, pasando por encima de los que habían caído. Judith corrió por el pasillo, sin ocuparse ya de Bernardo. La Bella Naná se llevó casi a la rastra a Amalia. El orangután Marco Polo arrojó su cigarrillo y, volviendo en menos de un segundo a estado salvaje, se trepó a uno de los postes, como cuando vivía en la selva de Borneo.
¡GRRRROOOAAAAR!
Sólo don Chicho se quedó ahí, incapaz de moverse, con el león a pocos pasos de distancia. Trató de echar mano a su sable, pero su brazo no le respondía. Estaba paralizado. Una gota de sudor corrió por su sien, cuando la mirada de Bismarck se fijó en el, en su tupido bigote, y en su rojo uniforme de dorados botones.
GRRRRRR…, ronroneó el inmenso animal.
Do-Doménico, musitó Lalita.
Don Chicho temblaba de manera inocultable. ¿Cómo no hacerlo? Era un cobarde. Él mismo lo sabía. Jamás había peleado en el ejército de Garibaldi, como siempre se encargaba de proclamar; jamás había participado en un duelo, como también sugería, como motivo de su partida de Italia. Había traicionado a Fabrizio, su mejor amigo, sólo por temor a la policía…
Do-Doménico… vi-viene para acá...
Miedoso y todo como era, cuando el león dio un paso hacia él, y luego otro, don Chicho, tal vez por puro instinto, cubrió con el cuerpo a su mujer, y al niño que ésta llevaba en su vientre.
GRRRRRR…
Un torbellino de recuerdos pasó por su interior: el cielo siempre azul de su Pietralcina natal, y el patio en el que su mamma preparaba la peperonata; el campanario de piedra de la iglesia, y el rostro sonriente de Fabrizio, que le decía: Ciccio, fratello… io ti perdono…
GRRRRRR…
Don Chicho cerró los ojos, se preparó para lo peor.
Gatito… dijo alguien.
Era la voz de un joven, con un suave acento extranjero.
Gatito…
Alguien se había metido, entre él y el descomunal animal.
¡Bernardo!, exclamó Lalita, y se desmayó. Si su marido no la hubiera sostenido, se habría dado de bruces contra el suelo.
Gatito… No te enfades…
Bernardo no tenía nada con qué defenderse; hasta la barra de hierro se le había caído, cuando la reja se le vino encima. El fuego se expandía, al otro lado de la pista; el olor a madera quemada se dejaba sentir.
Quieto, gatito…
Arias Aldao se acercó, muy despacio, por el otro lado, sosteniendo el sable. Bernardo lo detuvo con un gesto, no hacía falta lastimarlo.
Eres un buen gatito… dijo Bernardo. Un buen gatito…
Intentaba mantener la calma, a pesar del miedo que sentía él también. Era lo que le había enseñado Nikola, cuando paseaban por el Parque de las Rosas, en la lejana Temeschwar. “No debe temer a los perros, niño Bernardo. Muéstrese firme. No corra…”
Esto no era un perro. Era diez veces más peligroso que un perro, aunque el miedo era el mismo, y la manera de enfrentarlo… Quién sabe, podía funcionar.
Tranquilo, gatito…
El león inclinó ladeó la cabeza. Se sentó. Don Chicho sintió que le volvía el alma al cuerpo. Sostuvo mejor a su esposa, que se le estaba por caer. El humo se hacía más denso.
Tony... sollozaba el Rey del África Occidental, abrazado a lo que quedaba de Míster Antonio, que acababa de expirar sobre su regazo.
Tony…
Dejó de llorar, de pronto, levantó la cabeza y vio al Bismarck.
¡Maldito!, gritó, poniéndose de pie. ¡Maldito asesino, mataste a Tony!
El león salió del momento de quietud en el que Bernardo lo había sumergido y enseñó los dientes. El fuego ya había alcanzado uno de los costados de la carpa. Sonó un disparo, y otro, y otro más.
***
Lo que pasó después, aquella trágica noche, sólo se supo de manera fragmentaria. La furia del león se llevó la vida de dos personas, pero el miedo de la muchedumbre se llevó muchas más. Uno de los que pudo ver, desde un lugar privilegiado, lo que pasó dentro de la carpa, fue el Cabo Rufino Contreras, aunque sus dichos no fueron tenidos por ciertos. ¿Quién iba a creerle? No era más que un borracho y un pendenciero, un mal soldado, que ya había sido degradado dos veces, y trasladado como castigo a esta colonia penal.
Sin embargo, él vio lo que sucedió, y en todo detalle. Lo que se podía ver, al menos, desde donde estaba, entre el humo y el desorden de los rezagados que aún salían de la carpa. El Cabo Contreras vio al gigantesco negro abalanzarse sobre el león, con un fierro en la mano, sólo para tropezarse y caer, enredado en una reja. Vio al león echarse sobre él y destrozarle la garganta de un mordisco. Vio al Mayor García Lacroix disparar con su revolver sobre Bismarck, hasta vaciar el cargador, sin afectarlo en ningún órgano vital. Escuchó al león rugir con más fuerza que nunca y encaramarse sobre las patas traseras. Su melena brilló como un sol, al reflejo de las llamas, allí en lo alto. Un segundo, fue todo lo que el Cabo Contreras necesitó, para levantar su fusil y disparar. Era el mejor tirador de toda la compañía, eso nadie lo negaba, ni siquiera el Gobernador.
La bala de Remington dio en el blanco. Perforó de lado a lado el cráneo de la bestia, manchando su melena de sangre. El magnífico animal se quedó como congelado, un instante, en el aire, y luego cayó cuan largo era hacia adelante. Para cuando tocó el suelo, ya estaba muerto.
¡Por aquí! ¡Ayuda!
Ya habían llegado los soldados del regimiento 53, y varios de los presidiarios, cargando baldes y carretillas con agua. Otros, munidos de palas, arrojaban tierra, intentando sofocar las llamas. Los más osados se metieron dentro de la carpa, a rescatar a los heridos, pisoteados por la turba o desvanecidos por el humo. Entre estos últimos estaba el gringuito que había trabajado en el boliche Irena, y ahora era maestro en la escuela mixta.
Estoy bien. Estoy bien, dijo Bernardo. No se preocupen por mí. Hay más gente allí dentro.
Por sus propios medios salió el Teniente Arias Aldao, con el uniforme chamuscado, llevando en andas al Mayor García Lacroix, que con los ojos desorbitados repetía: Manuela… Manuela…
Y rescataron también a Lalita, la joven esposa de don Chicho, conmocionada por la experiencia, pero sin un rasguño.
¡Doménico!, gritaba. ¡Tienen que ayudar a Doménico! ¡El león cayó sobre él!
¿Qué dices?
¡Mi marido! Sacó su espada y me protegió. ¡Ayúdenlo, por favor!
Jugándose el todo por el todo, un par de soldados se metieron en la carpa en llamas y volvieron con él.
Tal y como la chica había dicho, lo encontraron debajo del león. Cubierto de sangre y empuñando aún su sable.
Mannachia... Porca vita…
¡Doménico!, gritó Lalita, arrojándose en sus brazos. ¡Doménico! ¡Está vivo!
Nadie entendía qué diablos había pasado, y don Chicho menos que nadie. ¿En qué momento logró desenvainar? ¿Y cómo llegó a quedar debajo del maldito bicho, al punto de casi morir aplastado? El Cabo Contreras se ajustó la correa del fusil aún humeante y dio un paso al frente, dispuesto a contar la verdad. Pero antes de que pudiera decir nada, alguien de entre la multitud gritó:
¡Don Chicho mató al león!
¿Eh? ¿Cosa diche?
Era más que evidente, bastaba con verlo. La sangre, la espada, el lugar…
¡Fue don Chicho! ¡Don Chicho lo mató!, comenzaron a gritar todos.
Don Chicho estaba tan confundido que no pudo reaccionar. Lo cargaron en andas, como a un verdadero héroe.
¡Viva don Chicho!
¡Viva!
El Cabo Contreras se quedó a un costado, solo, sin suscitar el interés de nadie. Se rascó la pelambrara, incrédulo.
¡Laaaa puuuu… cha!, exclamó.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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