Capítulo 94 - Un largo camino


Grandísima traidora, murmuró Carlota. Cuando te agarre, te partiré la cara. ¡Te arrancaré los ojos con mis propias manos!¡Y ahora, en el último número de la noche, el Gran Circo Tívoli tiene el honor de presentar…! 
Desde el otro lado de la pista podía ver a Judith, su supuesta mejor amiga, coqueteando con el hombre que amaba. ¡Delante de ella, frente a todo el mundo!

¡El broche de oro de esta velada…!
No lo podía creer: había enviado a Judith a arreglar un encuentro secreto con Bernardo, y ahora los veía charlar y reír a los dos. Ella le hacía una caída de ojos. Él la tomaba de la mano…
Mírela nomás a la Viudita, dijo Gerarda. Si será casquivana…
El león rugió, con todo la fuerza de sus pulmones. Era un animal enorme, que apenas si cabía dentro de su jaula. Los tramoyistas terminaban de armar la reja de seguridad.
¡El único! ¡El valeroso! ¡El intrépido…! ¡Míster Antonio!
¡Mira, mamá! ¡El enano otra vez!
¡Y ahora tiene un látigo!
En el palco del Gobernador, los cuatro primitos de Carlota (Julio César, César Augusto, Marco Aurelio y Diocleciano) no podían estarse quietos. Su madre, la Sra. Manuelita, apenas si les prestaba atención, y Gerarda debía traerlos de nuevo a su lugar, pegándoles un tirón de orejas.
¡Vuelve aquí, mocoso del diablo!
¡Puaj!, exclamó Carlota, al pescar al pequeño Diocleciano, limpiándose un moco en el vuelo de su vestido. ¡Si serás cochino!
¡GROOOOAAAARRRR!, volvió a gruñir Bismarck, cuando le abrieron la puerta de la jaula y se enfrentó al domador. Su abundante melena se movía por la pista como un pequeño sol.
¡RRRAAAAAAA!, rezongó, cuando Míster Antonio le atinó un latigazo en la parte más baja de su panza. El grito de la enorme fiera se quebró en un chillido de dolor.
Ya no puedo ver esto, dijo Carlota. Yo me marcho de aquí.
No se sabía si hablaba del acto del león o del espectáculo que estaban dando Bernardo y Judith, al otro lado de las gradas.
Se puso de pie y, sin más, comenzó a pasar entre la gente sentada en las sillas de al lado.
¡Con permiso! ¡Con permiso! Gracias…
¡Espérate un poco!, si esto ya casi termina, le dijo su tía.
¡Niña Carlota! ¡Vuelva aquí!, le gritó Gerarda, que no podía dejarla ir así. Una joven como ella, sola, y de noche… No era decente.
¡Niña Carlota!
¡Déjame en paz, Gerarda!
¡Ja! ¡Ya quisiera, Usted!, se burló el ama, que no la descuidaba ni a sol ni a sombra.
Pasaron frente a los soldados que montaban guardia en la puerta, y cerca de su tío, el Mayor García Lacroix, quien, distraído con el Sargento Aranda, no las vio pasar.
Traicionera… Desvergonzada…, murmuraba para sí Carlota. Deja te encuentre y verás…
¡Niña Carlota! ¡Más despacio!
Fueron las dos que alcanzaron a salir de la carpa, antes de que Bismarck saltara sobre Míster Antonio, y el público comenzara a escaparse en desbandada.

***

No era el primer domador al que Bismarck mataba durante una función. Ya había dado cuenta de varios, en Francia, en Estados Unidos y en otros países a los que su actividad circense lo había llevado. Lo normal era que un animal así fuera sacrificado, después del primer ataque, pero se trataba de un león tan espectacular, tan bello, que los dueños de los circos (gente que no se caracterizaba por su abundancia de escrúpulos) optaban por cambiarles el nombre e inventar una nueva documentación, a fin de venderlos por medio de terceros a ferias de atracciones o a circos rivales.
No le gusta el color rojo, Monsieur Bréhier.
¿Qué dices? ¿Acaso es un toro? Nunca escuché nada semejante.
Es verdad, repitió Pilar, la muchacha española que limpiaba las jaulas. Una chica morena, muy delgada, que casi parecía un muchacho.
Pilar se encargaba de las tareas más ingratas. Juntaba los excrementos con una pala, renovaba el agua de los bebederos… Fue ella la que primero se ocupó del leoncillo, cuando una troupe de sirio-libaneses que pasaban por Palermo se lo vendió al Cirque de Marseille.
¡Sará un lión inorme, Musié Brehier!, dijo el viejo Ibrahim. ¡Mire esos garras! ¡Toque! ¡Toque!
No le había crecido la melena, todavía, pero se veía que era un macho estupendo.
¿Por qué tienes esa mano vendada? ¿Acaso te mordió?
¡No!, sonrió el viejo Ibrahim. Esto accidente que tuve. Otro cosa.
El Sr. Brehier le examinó los dientes, al cachorro, poco faltó para que recibiera una dentellada él también.
Sí, me interesa, pero no a ese precio. Llevará tiempo domar a un animal tan agresivo.
¡Oh, Musié Brehier! ¡Se aprovecha Usted de mí!, elevó sus manos al cielo (la vendada y la otra) el taimado Ibrahim. Pero bueno, por tratarse de Osted…

***

Pilar tenía razón, el pequeño león odiaba el color rojo. O, mejor dicho, a la gente que usaba ese color. Los primeros humanos a los que había visto, en la sabana africana, eran los guerreros masái, que tenían como rito de iniciación matar a un león. Los masái vestían túnicas rojas, y se untaban la cara, el cuerpo y el pelo de una arcilla roja que los cubría casi por completo. Eran los guerreros más valientes del África Oriental, y para proteger su ganado y su gente no dudaban en perseguir a un león, incluso hasta su propio territorio, dentro del bosque, donde quedaban más expuestos. Una vez que lo encontraban, los masái encerraban al león en un círculo, que se iba achicando cada vez más. Los guerreros pintados de rojo saltaban y daban voces, amenazando al animal con sus lanzas. El que lograba matar al león era considerado un héroe. Usaba de allí en más su cola como adorno, y sus dientes de amuleto. Las mujeres de su boma trenzaban con la melena del león una especie de corona que el héroe lucía como prueba de su valentía. Si uno de los guerreros retrocedía, o dejaba escapar del círculo al león, era considerado un cobarde. Su familia era repudiada, y por ende toda su tribu.
En la boma de Naalangu había un masái así. Se llamaba Oyalu, y vivía en la vivienda más pequeña y decrépita de la boma, con su madre tuerta y un pequeño sobrino, Mingati.
En una sociedad nómada, que mide la fortuna de un hombre por su número de vacas, Oyalu era de los menos afortunados, pues no tenía ninguna. Apenas un par de cabras y unas pocas gallinas. Para sobrevivir, Oyalu cultivaba la tierra, actividad esta que los masái consideraban denigrante, propias de los detestables kikuyus, sus vecinos y rivales. También realizaba trabajos menores, como extraer dientes cariados, o ayudar en la granja de alguno de los colonos blancos que se habían establecido en los alrededores de Mombasa. Por pago, Oyalu recibía trozo de charque, unas galletas, o unos huevos de gallina que Yeyo, su madre, hervía en un jarro de latón.
Una vez, la esposa de un colono escocés le regaló a Oyalu un plum pudding, una tarta negra de ciruela que a Yeyo le pareció asquerosa, pero que Mingati le supo como un verdadero manjar.
Era un león muy grande, no pude detenerlo… se lamentaba algunas noches Oyalu, tras beber un par de cuencos de una cerveza de mijo que él mismo solía preparar. Era el león más grande de la tierra, y listo como un diablo, además. Era el famoso Ngái…
¡Estoy harta de escuchar la misma historia!, le recriminaba Yeyo. ¡Tú sólo eres un cobarde!
Oh, madre, respondía Oyalu, con los ojos vidriosos. Era Ngái. Era Ngái… (el Sol).
¡Has traído la vergüenza a nuestra familia! ¡Te desprecio!
A Mingati lo mortificaban las palabras de su abuela. Él quería a su tío, aunque fuera un cobarde. Oyalu era amable con él, le traía regalos. A veces contaba unas historias tan inverosímiles que Mingati no podía parar de reír.
Uno de los trabajos esporádicos que Oyalu consiguió fue como guardia en un safari. Una expedición de caza que hicieron unos blancos, tan disparatada como todo lo que los blancos hacían. Durante la cacería debían internarse en territorio kikuyu, y como protección se llevaron a unos pocos masái, a quienes los kikuyus odiaban y temían. Oyalu volvió a lucir su capa roja, su pelo pintado de rojo y su lanza ceremonial. Era una pantomima, lo sabía, aunque eso le dio la oportunidad de sentirse un guerrero otra vez. Los blancos del safari le disparaban a todo lo que se moviera: jirafas, antílopes, hipopótamos. Con sus poderosos rifles cazaron varios leones, desde lejos, sin arriesgarse, como sí se arriesgaban en sus expediciones de cacería los masái. ¡Para que luego me digan cobarde a mí!, se lamentaba Oyalu.
También mataron un par de leonas, por puro gusto, algo que a los masái les desagradó sobremanera. Ellos jamás mataban a una hembra, salvo que los estuviera atacando.
Sobre el final de la expedición, los cazadores obtuvieron la mejor pieza. Un león macho de enormes proporciones, con una melena que parecía un sol. Los porteadores kikuyus lo llevaron colgando de un palo, como una res. Pasaron por la boma de Mingati. Su tío le dijo:
¿Lo ves? ¿Acaso te mentía? ¿Dime si no es el león más grande que has visto en tu vida? Y listo como un diablo, además.
Mingati se había quedado sin palabras. Oyalu repetía, como en una letanía: ¡Es él! ¡Es Ngái!

***

Mingati ya estaba por cumplir los doce años. Se acercaba la fecha de su circuncisión, algo que lo inquietaba. ¿Sería capaz de soportar el dolor, cuando el médico brujo pusiera su zipzi sobre una piedra y lo cortara con una cuchilla oxidada? Se portaría como un verdadero masái, o como un cobarde como Oyalu. ¿Acaso lloraría?
Oyalu había dejado la boma. El anciano principal, un hombre con cincuenta vacas y cinco mujeres, lo había reprendido por haber tomado parte en el safari, y por lucir los atributos de un guerrero cuando ya no lo era. A Oyalu no le quedó más remedio que marcharse. Ahora vivía en una boma cercana, como un extraño, un indeseable. Yeyo le había prohibido a Mingati ir a visitarlo, por miedo a que se le pegara su cobardía.
Ya lo verás, Mingati, decía su abuela. Tú serás un verdadero guerrero, como tu abuelo, como tu padre…
Una mañana, persiguiendo a una cabra cercana, Mingati se internó en un pequeño bosque, y pronto se dio cuenta de que había entrado en la morada de un león. Podía sentirse el olor acre de su sudor, ver sus excrementos de color y forma particular. No seré un cobarde, se dijo, empuñando su bastón de pastor. No huiré, aunque me maten.
Sus sentidos estaban más alertas que nunca. Miraba entre el follaje, anticipando el ataque.
¡Oh!
Entre unas matas los encontró. Primero a uno, luego a otro: cachorros de león, de pocos días de vida, muertos. Sus cuerpecitos peludos estaban destripados, las bocas entreabiertas. Moscas se posaban en sus ojos sin vida y en sus hocicos. Eran dos, tres, cuatro…
¡Miáaaaauuuu!
Todos menos uno, que había quedado oculto, debajo de unas ramas. El más pequeño de todos, hambriento, intacto. El leoncito miraba a Mingati, con ojos suplicantes. ¿Qué podía hacer? Mingati no encontró la cabra, pero cargó en brazos al cachorro y se largó.

***

¡Es el hijo de Ngái!, exclamó su tío, cuando se lo llevó. ¡Es el hijo de Ngái! ¡Es él!
Oyalu ahora vivía en la granja de un blanco, donde cumplía las funciones de ayudante de capataz. Se cercioraba de que los kikuyus que trabajaban en la plantación marcaran el paso. Si alguno se insolentaba, o tardaba demasiado en hacer su labor, le pegaba un varazo. Pese a todo, aún era un masái.
¿Cómo sabes que es él?
Cuando el líder de una manada de leones muere, le explicó su tío, otro león trata de tomar su lugar. Debe aparearse con la leona viuda, y para ponerla en celo mata a todos sus cachorros.
¿De verdad?
A veces, la propia leona le ayuda, y mata a sus propios hijos.
¡Vaya!
El dios de la Montaña quiso que sólo este sobreviviera, dijo su tío. ¡Dámelo, Mingati! Este cachorro será nuestra fortuna. Yo sabré qué hacer con él.
Oyalu pidió permiso a su patrón y se fue a Mombasa, a vender al cachorro del rey de los leones. Tuvo suerte. Encontró a unos árabes mercachifles que se dieron cuenta del valor del animal. Se lo cambiaron por una bolsa de galletas secas, por unas lonchas de carne disecada y por una vieja escopeta, que aún funcionaba.
Pronto volveré a la boma, Mingati, sonrió su tío, empuñando su arma de fuego. ¡Y ya nadie me dirá lo que debo hacer!

***

Pilar llegó a ser la primera mujer domadora de Europa, o la más famosa, al menos. Varios circos se la disputaban, aunque ella prefirió seguir con Monsieur Béhier.
Su llegada al mundo del espectáculo fue por pura casualidad. Tanta era su confianza, al entrar a la jaula de las fieras, que dejó de tomar las prevenciones necesarias. Ya no pasaba a los animales de una mitad de la jaula a la otra, para juntar sus desechos, ni cerraba la puerta intermedia. Se preferido era el león joven, a quien llamaron Escipión. Le acariciaba la cabeza, que ya empezaba a cubrirse de una tupida melena. Le metía la mano en la boca, le tiraba amistosamente de la oreja. Una tarde, de tan cansada que estaba, Pilar se quedó dormida en la jaula, con la cabeza apoyada en el vientre de Escipión. El joven león se mantuvo en posición de alerta, como si la chica fuera una más de su manada. Los demás cirqueros se quedaron con la boca abierta, al ver semejante escena. Alguien le fue con el cuento a Monsieur Bréhier, para que pusiera de patitas en la calle a esa tonta española. Monsieur Bréhier, en cambio, tuvo una idea brillante, como todas sus ideas. Pronto se presentó, en el Cirque de Marseille, a la Dulce Frenegonda, la Encantadora de fieras. Vestida como un hada, y luciendo un elaborado peinado, la muchacha se paseaba dentro de la jaula con las fieras: el leopardo, la pantera, un tigre… Al final de todo quedaba su preferido, el león Escipión, con quien jugaba como si fuera un pequeño gato. Hacía el número sin látigo, sin estoque, sin la menor protección.
¡Silencio, señores! ¡Silencio, por favor!
El público deliraba. La carpa se llenaba a reventar.
Fue Pilar la que descubrió que el color rojo perturbaba a Escipión. Lo evitaba, en su vestuario, y exigía que nadie vestido de rojo se acercara a la jaula durante la función.
¡La Dulce Frenegonda, damas y caballeros! ¡Fuerte ese aplauso!
La suerte cambió cuando el nuevo encargado de limpiar las jaulas, pensando que podía comportarse igual que su antecesora, se tomó demasiadas confianzas con Escipión. Después de soportarlo por un rato, Escipión le saltó encima y lo despedazó.

***

De puerto en puerto y de circo en circo, siempre con un nombre diferente, la vida del bravo animal sólo fue de mal en peor. Jamás tuvo otro ángel como Mingati. Jamás tuvo otra amiga como Pilar. Los siguientes domadores eran unos salvajes que lo torturaban sin piedad. A fuerza de latigazos, golpes con barras de hierro y quemaduras, lograron que el noble bicho los obedeciera, al menos por un tiempo. Con todos y cada uno de ellos, el león al que ahora llamaban Bismarck se cobró su venganza. En el momento menos esperado, casi siempre en mitad de una función, a uno le arrancó la cabeza de un mordisco, a otro lo mutiló.
Eso fue lo que hizo, en la que sería la última noche de su vida, con el domador del Gran Círco Tívoli, el inefable Míster Antonio.
Bismarck le arrancó la pierna izquierda de un mordisco, ante los gritos desesperados del público, y luego de jugar un rato al gato y al ratón con él, volvió a morderlo en otra extremidad.
Los espectadores se atropellaban, pugnando por encontrar la salida. Algunos, unos pocos, trataron de ayudar al domador, sin mayores resultados.
Sonaron unos disparos.
¡Tony! ¡Tony!, corría dando tumbos hacia el centro de la pista un moreno gigantesco, ni más ni menos que Juan Carlos, el Rey del África Occidental.
¡Tony! ¡Hermano!, lloraba el gigante, que hizo lo último que debía hacer un ayudante de domador en un momento como ese: abrir la puerta de la reja de seguridad.
¡No! ¡No lo hagas!, gritaron a un tiempo Naná y la Mujer Barbuda, pero ya era tarde. Los paneles de la reja perimetral, mal armados y peor puestos, cayeron como naipes. De la forma más inesperada, el fiero Bismarck quedó de pronto frente a uno de los espectadores de la primera fila. Un hombre que vestía el rojo uniforme de la Brigada Cívica de Punta Arenas: ni más ni menos que don Chicho Pietralacqua.
¡Madre di Dio!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021. 
 
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