Era la primera vez que un circo llegaba a Punta Arenas. Todo el pueblo estaba dentro de la carpa, la noche del debut.
¡Si será desfachatada! No sé cómo le da la cara…
¡Mírela nomás! ¡Con un chiquillo!
Aunque, más que las destrezas del equilibrista o el número de trapecio, la que más llamaba la atención era Irena, que se había ubicado en una de las primeras filas, junto al hijo más chico de los Johansson.
¡Si podría ser su hijo!, comentaban escandalizadas las comadres.
También podía verla Bernardo, que estaba sentado al otro lado de la pista, al lado de la bella pareja que formaban su amigo el Teniente Arias Aldao y Elisa, la hija del Dr. O’Reilly.
¡Y ahora, con Ustedes, damas y caballeros…! ¡Llega el inigualable…! ¡El majestuoso…!
Bernardo no daba crédito a sus ojos. ¡Si Irena le había dicho que lo amaba, que no podía vivir sin él! ¡Que iba a morir de pena si él la dejaba…! Y ahí estaba: muerta, sí, pero de risa, del brazo de otro fulano. Había tardado menos que nada en reemplazarlo.
¡El aterrador Sokoto! ¡El Rey del África Occidental!
Sonaron algunos aplausos y una exclamación de sorpresa, cuando hizo su aparición un moreno de elevada estatura, cubierto de una piel del leopardo que apenas le tapaba las vergüenzas, con una corona de plumas y un cetro rematado de lo que parecía un cráneo humano.
¡Oh….!, exclamaron a un tiempo los espectadores, al ver la fiera expresión de su rostro, sus dientes blancos como la nieve... El corazón de cada espectador parecía detenerse, cuando Sokoto pasaba frente a él, y por un instante lo miraba a los ojos con un gesto salvaje.
¡Sokoto! ¡El feroz caníbal de Zanzíbar! ¡El antropófago de la selva!, seguía gritando el pequeño Míster Antonio por su bocina de latón.
¡Quien esta noche, en el debut del Circo Tívoli, en esta hermosa ciudad, se comerá vivo a un miembro del respetable público!
¡GRRR!, rugió el gigante, enseñando los dientes. Hubo muestras de espanto entre los asistentes, y algunas sonrisas.
No le hagas caso. Está bromeando.
¿Algún voluntario?, preguntó sonriendo Míster Antonio, que además de enano era malabarista, equilibrista, lanzacuchillos, presentador oficial y director de Circo Tívoli, entre otras actividades. ¿Nadie? ¿Seguro?
Unos tramoyistas pasaban entre el público, apagando los faroles que colgaban de los postes. Otros armaban un atril, sobre el que estaba montado un cuadrado de tela blanca que ahora apenas se veía, debido a la oscuridad.
Ah, Dios mío, se llevó una mano al pecho la Sra. Manuelita, la esposa del Gobernador, mientras su marido, el Mayor García Lacroix, se revolvía en su asiento. Era un hombre decente, pero sin sentido del humor. No sentía el menor aprecio por los chistes, menos si podían alterar la paz social.
Una fila más atrás estaba sentada Carlota, su sobrina, que no le sacaba de encima los ojos a Bernardo. ¿Cómo es que la había olvidado tan pronto? ¡Y todo por una vieja!
¡GRRRR!, volvió a rugir Sokoko, al tiempo que se encendía un potentísimo farol, escondido dentro de un cajón de madera.
¡Oh!
Más impresionante aún fue la imagen que se formó sobre el cuadrado de tela, una especie de pintura, de vivos colores, formada por la luz que salía del cajón.
¡Qué belleza!
Una escena de la selva había aparecido ante los ojos de los sorprendidos colonos: árboles tropicales, un cielo con pájaros y una cascada que caía entre las rocas. Tac, tac, tac, comenzó a sonar un mecanismo dentro del cajón de madera, y el dibujo del cuadro comenzó a moverse: el agua de la cascada parecía caer a raudales, los pájaros agitaban las alas…
¡Jamás he visto algo así!, dijo la esposa del Fiscal, que estaba sentada una hilera delante de Bernardo. Bernardo no dijo nada. Él si había visto algo así, un par de años atrás, en un teatro de Viena. No era más que una Linterna Mágica, un aparato que alternaba dos o tres dibujos sobre unas laminillas trasparentes, que al cambiar daban la ilusión de movimiento.
Sokoto volvió a rugir, agitando el cetro con la calavera.
¡Ay!, chilló Lalita, refugiándose en brazos de su marido.
Trancuila, amore mío. Ío te protegerò!
¡Desde lo profundo del África Negra, donde unos cazadores lo tomaron cautivo…! ¡Fue llevado por el mar…!
La imagen en la tela cambió: desapareció la selva y apareció un barco, que se movía entre las olas.
Y de pronto… ¡Una tormenta!
Un rayo surcó la tela, hundiendo el barco.
¡Todos murieron ahogados, menos Sokoto, que nadó y nadó, entre olas enormes como montañas…!
Poco interesado en el espectácul, Bernardo trataba de distinguir a Irena, que había quedado casi oculta, al otro lado de la pantalla. Estiró el cuello, tratando de descubrir a la ingrata que le había partido el corazón. Alguien le apoyó la mano en el hombro y susurró en su oído:
Señor Caledonia…
Era Judith Braunstein, viuda de Papanópulos, que discretamente le colocó en la mano un papelito doblado en dos: un billet-doux.
Es un mensaje para Usted…
Todo el pueblo estaba allí, pobres y ricos por igual. Los ricos en las primeras filas, en los asientos más confortables, desde donde el espectáculo se podía ver mejor. Los pobres apiñados en el fondo, de pie, apretados como piojo en costura, empujándose entre ellos. Eso era algo que sublevaba a Míster Antonio, que había fundado ese circo con la intención de llevar su mensaje de igualdad y fraternidad por el mundo, para liberar de sus cadenas a los proletarios y hacer pagar su culpa los burgueses.
¡Así fue como Sokoto llegó a Roma! (ahora el proyector mostraba una vista del Coliseo) ¡Y deambuló por las calles de la Ciudad Eterna…!
Por desgracia, los primeros intentos del Circo Tívoli por encender la chispa de la Revolución terminaron en desastre, con la policía disolviendo a bastonazos las funciones y los propios obreros (por quienes Míster Antonio tanto luchaba) arrojándoles objetos contundentes y tratando de pegar fuego la carpa.
Esto de la Revolución ya no va más, Tony. Debemos ser un circo como los demás.
Pero no, compañeros, insistía Míster Antonio. Debemos luchar por un mundo mejor, sin explotadores ni explotados.
Sometida a voto la moción, Míster Antonio perdió por cinco votos contra uno. Todos votaron en su contra: la Bella Naná, la Mujer Barbuda, el Orangután Marco Polo e incluso Sokoto, el Rey del África Occidental -en realidad un moreno uruguayo de los pagos de Canelones, a quien un pertinaz dolor de espalda le impedía seguir desempeñándose como el forzudo del circo.
Está bien, se hará como ustedes quieren…, dijo desencantado Míster Antonio, que continuó ejerciendo sus funciones de Director. No podía abandonarlos. Habían dejado el Circo Burton & Burton, uno de los más grandes de América, para seguirlo en esta loca aventura. No les podía fallar.
¡Un aplauso para el gran Sokoto, el Caníbal de Zanzíbar! ¡Tranquilos, damas y caballeros, no se comerá a nadie! Al menos no esta noche, ja ja ja…
Sonaron unos tibios aplausos para el Rey del África Occidental, que sonrió de manera mucho más amable, e hizo una pequeña reverencia antes de salir.
Unos tramoyistas encendieron otra vez los faroles, otros desarmaron la pantalla.
Tal y como sucedía en la Ópera de París, o en el Hipódromo de Ascot, lo más importante no era el espectáculo en sí, sino lo que pasaba en las gradas o en los palcos: tener la posibilidad de ver a la crema y nata de la sociedad reunida en un solo lugar, ver los sombreros de las damas, los elegantes atavíos de los ricachones, comentar acerca de las nuevas parejas que se habían formado, especular acerca de quién le metía los cuernos a quién.
¡Qué bonita está la esposa de Don Chicho! La tiene hecha una princesa.
Pobre niña, tener que aguantarse a ese viejo carcamán…
No sólo le sacaron el cuero a Irena, que se había venido con un cabro tan joven (y además tan buen mozo); también cayó en la volteada la judía Judith, la prometida del Vasco Mendieta, que ya se había cambiado dos veces de asiento, y ahora charlaba animadamente con Bernardo.
¿Qué me cuenta de la Viudita? Como el novio está de viaje, ahora se arregla con el Gringuito…
Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta…
No era lo que se pensaban. La Srta. Braustein no estaba más que haciendo de correo entre Bernardo y Carlota, la sobrina del Gobernador. Los dos eran maestros en la Escuela Mixta, que en realidad estaba rigurosamente separada en una sala para varones y otra para niñas. También los maestros estaban separados,
Carlota se irá de Punta Arenas para siempre, Sr. Caledonia, y quiere encontrarse un momento a solas con Usted.
¿Conmigo? ¿Para qué…?, balbuceó Bernardo, pero no terminó la pregunta. La Srta. Judith lo miró de un modo que lo hizo sentir un idiota.
Es decir… Sí, claro que me gustaría…
No se atrevía a mirarla, desde donde estaban. Temía que el Mayor García Lacroix o su esposa lo pescaran y adivinaran sus intenciones.
Yo le diré cuándo y dónde, dijo la Srta. Judith. Tendrá que atreverse a violar el toque de queda, si es que no teme que lo descubran…
Bernardo no daba crédito a sus oídos. ¿Es que acaso una joven virtuosa como Carlota le estaba proponiendo que…?
Sí, claro. Lo haré, dijo Bernardo, que no tocaba desde hacía meses el cuerpo de una mujer, y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo para lograrlo.
Sokoto, el Rey del África Occidental, entró renqueando a la tienda más pequeña, la que servía de camarino a los artistas.
¿Qué sucede, Juan Carlos?, le preguntó la Mujer Barbuda. ¿Tu columna, otra vez?
Sí, Amalia. Me está matando. Cuando me agaché a saludar…
Siéntate. Siéntate aquí.
Gra… ¡Ay! … gracias…
Ese dolor en la espalda era su cruz en la vida. Tantos años de abusar de físico le habían pasado factura. Lejos estaban los tiempos en los que era una de las estrellas de circo más grandes de Sudamérica. Cuando podía levantar un caballo, una mula, cuando una pirámide de bellas equilibristas se formaba sobre sus brazos extendidos, sobre sus hombros y su cabeza. Iba subiendo una, y otra, y otra más. No se podía creer.
¿Una más? ¿Puedes soportar una más, Sansón?
¡Sí!
El público deliraba. No lo podían creer. No se llamaba Sokoto, en aquellos tiempos, sino el Gigante Sansón. No tenía que hacer ese ridículo número de caníbal, en aquella época, ni hacer morisquetas delante de una lámpara con fotos.
Ay…
Si al menos pudiera fumarse una pipa… Una pipa de opio, se entiende. Era lo único que lo calmaba. Pero el paquete que se había traído de Buenos Aires ya se le había terminado, y en este pueblo de morondanga no lo podía conseguir.
¿Quieres que te haga unas friegas con trementina, Juan Carlos?
No, Amalia, no servirá de nada… Gracias, de todos modos.
La bella Nana pasó al lado de ellos, hasta quedar frente al espejo. Se quitó rápidamente el vestido de bailarina que traía, dejando al descubierto sus hermosos pechos. No le importaba que pudieran verla sus compañeros, o los tramoyistas que entraba y salían con sus trastos, o los chiquillos que la espiaban desde una abertura de la carpa, cuyas risitas se escuchaban desde allí. La Bella Naná sacó de la percha su traje de asistente de domador.
¿Amalia, le diste su remedio a Bismark?
Eh… No, dijo la Mujer Barbuda. Ahora mismo estaba por ir…
Apúrate. Debe estar listo en unos minutos.
Sí, Naná.
Se trataba de la botellita de láudano que le administraban, dentro de una pequeña albóndiga, diez minutos antes de cada función. Bismark era un león majestuoso, pero peligroso como él sólo. Ya le había arrancado la cabeza de un mordisco a un domador, cuando todavía estaban en el Burton & Burton, y durante el viaje en le había devorado la mano a un grumete del Bretagne, que para ganar una apuesta cometió la tontería de meter el brazo dentro de su jaula.
¡GRRRR!, gruñió el fiero león, cuando la Mujer Barbuda se acercó a su jaula.
Le había tomado el gusto a la carne humana, esa era la verdad. La prefería a la carne de res o de oveja muerta que le servían como comida, o a los perros y gatos que a veces le arrojaban.
¡Ay, Juan Carlos! ¡Me da miedo!, dijo Amalia, entrando otra vez a la tienda. ¡Hoy está más agresivo que nunca! ¡No sé qué le pasa!
Está bien, lo haré yo, dijo el Rey del África Occidental, que a duras penas se puso de pie. ¿Tienes ahí la albóndiga?
Sí, pero aún no le puse el remedio.
Déjamelo a mí…
Juan Carlos salió de la carpa pequeña, más dolorido que nunca. Ya era de noche. El clima era inusualmente cálido, para esa época. La luna bañaba los techos de las casas y los montes de los alrededores con su luz espectral.
El Moreno se acercó al carromato con la Jaula de Bismarck, que estaba en una tienda aún más chica, rodeada de una cerca de alambre tejido, para evitar otra desgracia.
¡GRRRRROOOAAARRRR!, rugió el viejo León, al ver entrar a Juan Carlos.
Daba lo mismo que fuera un conocido, que lo viera todos los días. Bismark odiaba al todo el mundo.
Tranquilo, botija, le dijo Juan Carlos. Te daré algo que te calmará, bo.
Puso la albóndiga cruda sobre un trozo de tabla y sacó del bolsillo la ampolla con el narcótico. Estaba mojada. Se le resbaló de los dedos y fue a parar al piso.
¡La pu…nta del sauce!
No, no se había roto. El piso de tierra había amortiguado la caída. Juan Carlos se agachó a levantarla, y el movimiento renovó la puntada en su columna.
Ay, Dios mío… Ay, Dios mío…
No podía más. Era demasiado. Trató de sentarse, pero el dolor se hacía más fuerte todavía.
GRRRRR… daba vueltas en su jaula Bismarck, mirando sus movimientos.
Juan Carlos destapó la botellita, sintió el olor… Era muy parecido al opio. Ya lo había probado, alguna vez. Tal vez, si tomaba un poquito…
¿No dirás nada, verdad?, dijo, mirándolo a Bismarck. Lo haremos mitá y mitá.
Era un líquido áspero, para nada agradable, pero de efecto muy rápido. En tan sólo un momento el narcótico ya estaba circulando por su torrente sanguíneo.
Ah… Ah…
El dolor iba menguando, hasta desaparecer por completo.
Ahijuna, protestó Juan Carlos, cuando se dio cuenta de que se había tomado el frasco entero.
Iré a buscar otro para ti, botija, dijo. Espérame aquí…
No hubo tiempo. Míster Antonio ya estaba junto a él.
¿Juan Carlos? ¿Te sientes bien?
Sí, Tony…
Se sentía perfecto. Ya no le dolía para nada.
¿Le diste la albóndiga a Bismark?
Sí, Tony, ya se la di…
Era cierto, sólo que sin el láudano.
Muchachos, empujen la jaula para la pista, mientras yo me cambio.
¿Podrán hacerlo?
Sí, Míster Antonio.
Cuidado con las manos, no la acerquen a la reja.
¡¡¡GRRRROOOOAARRRRR!!!
Tengan cuidado, aún no le ha hecho efecto el remedio.
Juan Carlos los vio partir, y no dijo nada. No le advirtió nada a su amigo, simplemente no podía. Su cuerpo estaba allí, pero su espíritu volaba. Todo daba vueltas a su alrededor. Caminó hasta la tienda que les servía de dormitorio, se tiró en su camastro. A lo lejos llegaba el grito:
¡Y ahora, con Ustedes, el número principal de la noche! ¡El Rey de la Selva, el fiero Bismark, saldrá por fin de su jaula! ¡Un fuerte aplauso para Míster Antonio, el más valeroso domador…!
Juan Carlos cerró los ojos, y pronto comenzó a roncar.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020, 2023.
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