No sé si reírme o llorar, dijo Irena. ¿Está Usted acusándome de haber matado a ese sujeto, Sargento?
El Sargento Aranda volvió a encender su pipa. El humo subió en lentas volutas, hasta rodear los faroles que colgaban de las vigas.
Yo no he dicho eso, Señora Suker. Sólo he mencionado el hecho de que fue aquí, en esta misma taberna, donde el Pelado Soto fue visto por última vez...
¡Ja!, puso los brazos en jarra Irena. ¿Desde cuándo soy responsable de cada borracho que viene a embriagarse a mi boliche? ¡Sólo eso me faltaba!
Ya era la hora de cerrar. Sólo estaban ellos tres en la taberna: Irena, el Sargento Aranda y el soldado que lo acompañaba, que se había quedado de pie, a un costado, sin decir esta boca es mía. Los pocos bebedores nocturnos terminaron sus copas y se largaron, ni bien vieron entrar a los milicos.
¡Si ese bueno para nada salió de aquí tan ebrio que no sabía ni por donde iba, y se cayó de cabeza en el mar…!
Irena se puso a recoger los vasos y copas que habían quedado encima de las mesas. Pasó al otro lado del mostrador y los colocó dentro del fuentón.
El caso es que…, dijo el Sargento Aranda, que dio otra calada a su pipa, antes de continuar:
…cuando la marea se retiró, y el cadáver apareció está mañana, enredado entre las algas…
Maldita sea, murmuró Irena.
…se pudo ver que tenía en la cabeza un agujero del tamaño de…
El Sargento hizo un círculo entre el pulgar y el índice de la mano que le quedaba libre.
…de una bala de Winchester, digamos, disparada a dos metros de distancia. ¿Usted tiene un rifle de esos, no es verdad?
Sonó la campana de la parroquia, dando las diez en punto. Era la hora en que empezaba el toque de queda, que se sancionaba con una fuerte multa, o con varios días de prisión, a quienes no lo respetaran —aunque, desde luego, los milicos en servicio quedaban exceptuados.
La mitad del pueblo tiene un rifle de esos, dijo Irena.
Eso es verdad, dijo el Sargento. Si mal no recuerdo, su difunto esposo era el que los vendía…
***
Jeremy observaba la escena desde la calle, sin saber qué hacer. ¿Debía entrar y decir algo en favor de su patrona, o permanecer apartado y en silencio?
Había sido culpa suya. Se dejó llevar por un impulso. Le repugnaba el sujeto, esa era la verdad. Del momento que lo veía acercarse al boliche, sabía que iba a ver problemas. Nomás bastaba con ver la facha de delincuente que tenía, sus labios protuberantes, y esa cabeza pelada como un huevo…
Abrime la puerta, indio. ¿Pa qué miércoles estás ahí?
Sólo por un supremo esfuerzo podía Jeremy contenerse, para no echarlo a patadas.
¿Ves? Así está mejor, decía el Pelado Soto, que a veces se venía con su pala, y a veces no. Jeremy no recordaba haberlo visto por el Salón Adriático, antes de que hubiese enterrado de forma clandestina a la mamá de Miss Irena. ¿Es que eso le daba derecho a venir ahora por las tardes a tomarse una copa, o dos, y luego pedir que se la anotaran en su cuenta? Eso nomás ya resultaba sospechoso, si Miss Irena no le daba fiado a nadie…
Un extorsionador, eso es lo que era. Un chantajista.
¿Así que se ha largáo su muchacho, Ña Irenita?, le dijo una noche, acodado al mostrador.
Bernardo ya se había ido, para ese momento. Una ausencia que a Miss Irena le resultaba insoportable.
Ese no es asunto suyo, don Soto.
Pucha, Ñ’Irenita…, sonrió el Pelado repugnante. Si necesita un criollo que le ocupe la mitá del catre, aquí estoy yo para servirla, pues…
Jeremy no daba crédito a sus oídos. Nadie le decía algo así a Miss Irena, delante de todos, y se salía con la suya.
Le agradezco el ofrecimiento, don Soto, pero la sola idea me revuelve las tripas. ¿Otra copa?
Lo peor vino la semana pasada, el viernes o el jueves. El Pelado Soto se puso más pesado que nunca, y para hacerse el importante se dio vuelta hacia el resto de los parroquianos y gritó:
¡Una vuelta para tóos! ¡Yo invito, car*jo!
¿Tú invitas?, le dijo Irena. ¿Con qué dinero?
Los clientes no sabían si festejar o no. La invitación quedó suspendida, por el momento. El Pelado Soto volvió a acodarse en el mostrador. Dijo:
¿Y su mamá, Ña Irenita? ¿Cómo se encuentra? Hace rato que no se la escucha, pues…
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Irena pareció acuchillarlo con la mirada, pero se contuvo.
Bien, don Soto. Muy bien.
Irena sonrió, y le dijo:
Se encuentra muy bien, don Soto. Gracias por preguntar.
Luego, de manera inesperada, comenzó a circular entre las mesas, con una damajuana de guachacay, llenando los vasos.
Esta vuelta corre a cuenta de don Soto. Él invita.
¡Viva el Peláo Soto!
¡Viva!
El Pelado Soto recibía apretones de manos y felicitaciones.
¡Pucha que andás dulce, Peláo! ¿A quién habrás enterráo?
El Pelado se dirigió a Irena en tono confidencial.
¿Vio que se podía, Ña Irenita? No era tan difícil.
Sí, don Soto, sonrió Irena, tiene Usted razón.
El jueves, sí. Fue el jueves, porque ese día había habido feria en el pueblo. Los paisanos que habían traído sus animales y sus hortalizas pasaron luego a tomarse una copita al boliche. El frío había aflojado un poco. Era casi verano, las tardes se estiraban casi hasta las diez. La campana de la iglesia sonó, una sola vez: era el último aviso, antes del toque de queda. El Salón Adriático se empezó a despoblar.
¿Tan pronto se va a ir, don Soto?, dijo Irena. Quédese un poco más…
Se le iluminaron los ojos, al granuja.
Pucha, con el peláo…, exclamó uno de los parroquianos, cuando vio cómo doña Irena, después de servirle, le acariciaba la mano sobre el mostrador.
Algunos sí que tienen suerte, ¿ah?
***
La puerta del frente se abrió, dando paso a Jeremy, que sin decir palabra se puso a acomodar los bancos y las sillas encima de las mesas. No era una tarea que realizara habitualmente, pero quería mostrarle a Miss Irena que no pensaba dejarla sola, cuando más lo necesitaba.
El Sargento Aranda fumaba su pipa, sentado a horcajadas en una silla, con los brazos apoyados sobre el respaldo. Dijo:
No puede negarme, Señora Suker, que el asunto se presta a sospechas. Usted y este indio -señaló a Jeremy- fueron vistos la mañana del viernes, en las cercanías de Bahía del Carmen, cerca del lugar donde apareció el cadáver.
Jeremy seguía acomodando los bancos, sin privarse de hacer todo el ruido posible.
Fuimos a buscar leña con la carreta, como hacemos cada semana, dijo Irena, ¿es que eso es un crimen, ahora?
Oh, no, desde luego que, no dijo el Sargento. Sólo que…
Hizo una pausa, como si tratara de encontrar las palabras adecuadas.
Me pregunto por qué no fue a buscar leña al Cerro de la Cruz, que la venden más barata, y además le queda más cerca. No tienen que viajar varias millas, ni pasar por el puesto de control…
Vaya, dijo Irena, parece que ahora el ejército no tiene nada mejor que hacer, que ocuparse de donde una va a juntar un par de palos… Deja eso, Jeremy. Siéntate, te llevaré tu cena.
Yes, Miss Irena.
Jeremy se quitó el sombrero bombín y lo colocó sobre la mesa que estaba junto al billar. Luego, como si cumpliera una elaborada ceremonia, se hizo a un costado los faldones de la levita, y se levantó la tela de los pantalones, antes de tomar asiento. Miró al Sargento y al Soldado que lo acompañaba, como si recién entonces los hubiera visto, y los saludó con un movimiento de cabeza.
Aquí tienes, le sirvió Irena un plato de guiso y una copita de coñac.
Thank you, Miss Irena…
Tal vez debiéramos interrogar al indio, Sargento, murmuró el Soldado, inclinándose hacia su superior.
¡Ja!, exclamó Irena. ¡Habló el buey y dijo mu!
El Sargento volvió a encender su pipa.
No es mala idea, dijo al fin. Podríamos llevarlo al cuartel…
Jeremy seguía comiendo, imperturbable, con la servilleta anudada al cuello, desentendido de lo que decían.
***
Pasar el puesto de control, sí. Eso había sido lo más difícil.
Una simple casilla de madera, junto al puente del Río Carbón, en el límite del pueblo. Era imposible no pasar por allí, para salir de Punta Arenas, rumbo al Territorio Norte.
Era temprano. Irena tenía la esperanza de que los soldados estuvieran dormidos.
Despacio, Jeremy.
Yes, Miss Irena, dijo Jeremy, que puso a la yegüita de don Miguel al paso.
La carreta avanzaba, a los tumbos, por el camino desparejo. Tomaron la bajada del río, un sendero abierto entre la maleza por las pisadas de hombres y de bestias.
Más despacio, Jeremy… Yo iré a subir la barrera, una vez que lleguemos.
Yes, Miss Irena.
El viento soplaba con fuerza. El agua bajaba, cristalina, rebotando entre las piedras. La carreta avanzó, lentamente, hasta el tosco puente de madera.
Con cuidado, Jeremy… Ya casi estamos…
Los tablones chirriaron bajo el peso de las enormes ruedas de madera.
¡Alto! ¿Quién va ahí?
Un soldado salió de la casilla, munido de un fusil.
Oooh, Catalina… agitó las riendas Jeremy. Oooh…
La yegüita se detuvo.
Ña Irenita, es Usted, dijo el guardia, que tenía la chaqueta mal abotonada, y los ojos pegoteados todavía. ¿Qué anda haciendo por aquí, tan temprano?
Voy a buscar un poco de leña, pues…
¿Leña?
Algo había empezado a moverse, en el interior de la carreta. Era el Pelado Soto, al que habían atado de pies y manos, y amordazado tan fuerte que apenas si podía respirar.
Ahí te quedarás, bien quietecito, le había dicho Irena. Como llegues a gritar… ¡La que te espera!
¡No, doña Irena!, trató de decir el Pelado, que había pasado la noche en la despensa, atado como un matambre, luego de recibir una tunda memorable.
¡Basta! ¡Basta!
Jeremy e Irena lo sacudieron como a alfombra vieja, munidos cada uno de su palo.
¡Basta! ¡Por favor!
Le había salido mal, el chiste. Tarde se daba cuenta de que estuvo extorsionando a la persona equivocada.
Al amanecer, o un poco antes, lo subieron a la carreta. Jeremy lo tapó con una manta vieja, la misma que usaban para cubrir a Catalina, y le asestó en la cabeza un par de puñetazos que lo dejaron atontado. El Pelado no volvió a moverse en todo el camino. Hasta ahora.
¿Tiene el pase?, preguntó el guardia.
¿Para qué lo quieres, si no sabes leer?
Ja, ja… Eso es verdad, doña Irenita. Pero no puede dejarla pasar si no tiene…
Toma, aquí tienes tu pase.
Irena le puso en la mano una moneda de un peso.
Hazte a un lado, quieres, que llevamos prisa.
Sí, doña Irenita, dijo el guardia, al tiempo que salía de la garita el otro vigilante, igual de dormido y apestando a alcohol.
¿Cuánto te a ha dado? ¡Quiero la mitad!
¿Qué? ¿Cómo quieres que la parta?
Uu… Uu… gimió dentro de la carreta el Pelado Soto, antes de que Jeremy, con el mango del látigo, le propinara un discreto golpe en mitad de la mollera.
¿Qué fue eso?, preguntó el guardia que recién se había levantado.
Nada, aquí tienes tú también, dijo Irena, y le puso otra moneda en la mano.
¡Gracias, doña Irenita!
Levanta esa maldita barrera de una vez, quieres.
Sí, doña Irenita.
Tan agradecidos estaban que le dieron un empujón a la carreta, pasando el puente, para que remontaran sin problemas la cuesta del otro lado.
***
No le convendría meterse con Jeremy, Sargento, dijo Irena. Así como lo ve, es un súbdito británico, y goza de la protección de su cónsul.
¿Ese indio?
Verdad es que parecía inglés, por su ropa y sus modales, aunque la cara lo vendía: no se trataba más que de un yagán, uno de los aborígenes que poblaban las islas al sur de Tierra del Fuego.
Jeremy es el hijo adoptivo de Míster Harrington, el Pastor Anglicano de Ushuaia, dijo Irena. Viajó con él a Inglaterra, y fue presentado a la Reina Victoria en el Palacio de Winston.
De Windsor será, la corrigió el Sargento.
Puede ser, no estoy segura. Fue él quien estuvo allí, no yo.
Jeremy seguía yantando tranquilamente, como si no estuvieran hablando de él. Al Sargento le pareció que era todo un gigantesco embuste, inventado por Irena, pero no tenía manera de probar lo contrario.
Pobre Pelado Soto… dijo el Sargento. No era ningún santo, pero no se merecía terminar así. Lo golpearon de manera salvaje, y le hicieron un tajo en la panza, como a un pescado, para se hundiera más rápido. Su rostro estaba irreconocible, medio comido por los cangrejos…
Qué cosas cuenta, Sargento, se hizo cruces Irena. ¡Recuerde que habla con una dama!
Le pido disculpas, Señora Suker.
Ejem…
Terminado que hubo de comer, Jeremy se desanudó la servilleta del cuello y se limpió las comisuras de la boca. Se puso de pie y caminó hacia la salida.
¿Quiere que lo detenga, Sargento?
El Sargento no le respondió.
Night night, hizo una pequeña reverencia Jeremy, sin dirigirse a nadie en particular, antes de salir.
Sus pasos se escucharon, por la calle de tierra, en dirección al centro. No necesitaba luz, para guiarse en la total oscuridad.
Por lo visto, el toque de queda lo tiene sin cuidado, dijo el Sargento.
Va dormir a casa de una novia suya, que vive por aquí cerca, informó Irena.
¿Ah, sí? ¿Quién es?
Eso no puedo decírselo, Sargento, sonrió Irena. ¡Se llevaría una sorpresa!
***
Nada sucedió como lo había planeado. Irena no trató, en ningún momento, de matar al Pelado Soto. Ni falta que hacía. Era tal el miedo que tenía ese cristiano, tal la forma en que temblaba, que ella pudo estar segura de que ya no pensaría en delatarla.
¿Ves lo que te sucede, pelado sinvergüenza? ¿Ves lo que te sucede, por pasarte de listo? Ahora vas a morir.
¡No, Ña Irenita!, gritó, cuando Jeremy le quitó el trapo que lo amordazaba. ¡Por favor! ¡No viá decir náa! ¡Se lo juro!
El terror le había desfigurado el rostro.
¡Ayuda! ¡Auxilio!
Puedes gritar todo lo que quieras, aquí nadie va a oírte, dijo Irena.
Estaban en un paraje apartado, a medio camino entre el pueblo y las nuevas estancias de la parte norte de la Colonia. Las olas rompían contra las rocas con una fuerza inusitada. Las gotas salpicaban hasta donde ellos estaban.
Se lo juro, Ñ’Irenita, no le diré a nadie lo de su mamá…
Irena amartilló el Winchester.
¿Lo de quién?
¡Lo de nadie, Ñ’Irenita! ¡Lo de nadie!, cayó de rodillas y suplicó el granuja. ¡Nunca pasó, Ñ’Irenita! ¡Nunca pasó!
La boca del rifle estaba sólo un palmo de su cara.
¡Ñ’Irenita, por favor!
Irena suspiró. Con el dedo en el gatillo todavía, lo miró a Jeremy, como si esperara su opinión. Jeremy pareció dudar…
Era todo teatro. Ya lo había instruido para que actuara de esa manera. ¡Buen susto que le estaban dando!
Está bien, dijo al fin Irena, te dejaré ir.
¡Ña Irenita!, sonrió el Pelado, en medio de las lágrimas.
Pero si vuelves a intentar cualquier otra tontería…
¡No, Ña Irenita! ¡Se lo juro!
Jeremy le cortó las ataduras, y le dio un empujón que lo tiró de bruces sobre el piso.
Irena ya se había montado a la carreta. Puso el rifle en la caja.
Ahora volverás al pueblo, a pie…
Sí, Ña Irenita.
Eso te dará tiempo de pensar sobre tus fechorías…
Sí, Ña Irenita, sonreía el truhán. No se preocupe…
Jeremy dio la vuelta, para subir al pescante por el lado contrario. Irena no lo vio, cuando pasó por detrás de la carreta. No lo vio tomar el rifle.
¡No! ¿Qué haces?, alcanzó a escuchar que gritaba el Pelado Soto.
¡BUM!, sonó el disparo, como un cañonazo. Las gaviotas levantaron vuelo entre chillidos.
¡Jeremy! ¿Qué has hecho?
Él más no habla, Miss Irena. No more speak.
En eso no le erraba. El balazo había abierto un orificio de tamaño más que regular en la calva del Pelado Soto. Sus ojos habían quedado abiertos, lo mismo que su boca, de labios gruesos y sensuales. Una mancha de sangre se expandía sobre las piedras, sangre que no tardaría en ser lavada por la lluvia.
En fin, suspiró Irena. Tal vez hiciste bien.
***
El Sargento Aranda se puso de pie, y guardó su pipa otra vez en el bolsillo.
Le caía simpática, laTabernera, aun cuando supiera que le estaba mintiendo.
Ya es tarde, Señora Suker, dijo. Seguiremos nuestro camino.
Bien, Sargento. Me alegro de que todo haya sido aclarado.
El Sargento Aranda meneó la cabeza. La verdad es que no se había aclarado nada. Aquel asunto parecía más turbio que antes.
¿Cuándo será el funeral del Señor Soto?, preguntó Irena. Me gustaría asistir, si es que me lo permite mi trabajo.
Eso era tirar mucho de la soga, ella misma se daba cuenta.
No habrá ningún funeral, dijo el Sargento, mientras caminaba morosamente hacia la salida. Su cadáver, o lo que queda de él, será echado en una fosa y tapado con tierra. Tal como él lo hacía con los demás.
Vaya, qué pena, dijo Irena, que les sostuvo la puerta, mientras salían.
Ya con un pie afuera, el Sargento Aranda retrocedió.
La verdad sea dicha, Sra. Suker, ese Venancio Soto era un verdadero pillo, nadie lo llorará. ¿Sabe usted de qué vivía?
Pues… De hacer pozos con su pala. A eso se dedicaba, ¿no?
No, dijo el Sargento Aranda. Vivía de extorsionar a la gente. A los mismos que le encargaban que enterrara cadáveres de forma clandestina.
¡Oh!
Un peso aquí, otro por allá… dijo el Sargento.
Afuera, el Soldado encendió con un fósforo el farol que usarían para iluminarse, en el camino de vuelta. También él parecía impaciente por irse.
Bueno, Sargento. Me encantaría seguir charlando con Usted, pero tuve un día agotador…
Era una hermosa mujer. Ahora que la veía tan de cerca, el Sargento podía entender lo que decían de ella. A pesar de su edad, era una mujer cautivante. Lo que yo me preguntó, Señora Suker, y perdone que insista, es qué motivo tendría el Pelado Soto para extorsionarla a Usted.
Por primera vez en la noche, Irena pareció haberse quedado sin palabras. Abrió la boca, para responder, y no pudo decir nada.
PUM, PUM, PUM… se escucharon los golpes en la pared del fondo, y luego el grito, un grito de sobra conocido en todo el pueblo.
¡Irena! ¡Irenaaaaa!
E-es mi madre, tartamudeó Irena. Si me disculpa, debo ir a atenderla.
¡Irenaaaaa…!
El Sargento Aranda sonrió, y en voz muy baja, para que no lo escuchara el Soldado, le preguntó:
¿Cree Usted en fantasmas, Señora Suker?
Buenos noches, Sargento, dijo Irena, que cerró por fin la puerta y puso la tranca.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
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