COMODORO RIVADAVIA, 2019.
El Renault Mégane se detuvo en la puerta del boliche. Un bar de mala muerte, en la zona más sórdida del puerto, refugio de jornaleros, changarines, gigolós sin suerte, drogadictos y marginales de distinto pelaje.
Bar La Copa, se alcanzaba a leer en el cartel en el cartel oxidado, que se sacudía con el viento.
Es acá, dijo Berni el Palomo.
Serían como las tres de la tarde. Los pocos clientes que había en ese momento, sus sentidos nublados por el alcohol (o por alguna substancia cuyo origen era mejor no averiguar), se sorprendieron al ver un auto tan nuevo detenerse en la puerta.
Más todavía se sorprendieron al ver aparecer al estrafalario personaje que salía del asiento del acompañante: un anciano que apenas se podía mover, vestido con un más que colorido atuendo: bata con estampado de leopardo, galera de terciopelo, gafas oscuras con marcos en forma de corazón y zapatos blancos con plataforma.
¿Y ese viejo? ¿De qué se disfrazó?
Un hombre muy mayor, que para caminar se ayudaba de un coqueto bastón con mango de caoba. El joven que conducía se bajó a abrirle la puerta y lo ayudó a salir.
¿Estás seguro que es acá, tío Berni?
Nadie en su sano juicio se hubiera animado a entrar a un lugar como ese, a no ser que tuviera ganas de que le dieran una puñalada.
Sí, dijo Berni el Palomo. Es acá.
Un sujeto de rostro crapuloso, con una remera mugrienta de River y sendos tatuajes en los brazos salió a la calle a recibirlo.
Buenas tardes, le dijo Berni. Vengo de parte de…
Sí, lo interrumpió el sujeto, ya sé. Pase, pase…
Yo entro con Usted, tío Berni, le dijo Axel, el nieto de su finado amigo Tyson, su chofer y acompañante en aquel viaje alocado.
No puedo dejarlo en solo en este antro, agregó.
El sujeto de la camiseta de River sonrió, de manera siniestra; no se daba por ofendido.
Andá tranquilo, Axel, dijo el tío Berni. Andá y esperame en el hotel.
Se hacía el valiente, delante del muchacho, pero la verdad es que tenía miedo él también. Su salud pendía de un hilo, y una aventura como esa podía llevarlo a la tumba.
Si no vuelvo para las diez de la noche, andate nomás.
¿Qué?
Volvete a Puerto Natales. Agarrá el coche y andate. Tenés el permiso firmado en la guantera, y plata para el combustible.
No puedo, tío Berni. ¿Qué va a decir su sobrina?
Berni sacó su celular del bolsillo y se lo entregó.
Tomá, llevate esto también. Andá tranquilo, yo me arreglo
¿Y? ¿Entra o no?, dijo el sujeto de los brazos tatuados.
El interior del bar La Copa olía a desinfectante barato, a cerveza desvanecida y tabaco no de la mejor calidad. Berni tomó asiento en una silla no más limpia que las demás, y apoyó el codo en la mesa de fórmica. Los otros parroquianos lo miraban. Afuera, Axel dio marcha al auto y le echó un último vistazo, antes de arrancar. Berni lo saludó con la mano, aunque no estaba seguro de que pudiera verlo desde allí.
¿Linda tarde, no?, comentó.
No hubo respuesta. La televisión estaba prendida en un programa de peleas de jaula. Uno de los luchadores se había montado encima del otro y le propinaba de golpes y más golpes en el rostro ensangrentado.
¿Qué se va a servir, abuelo?, preguntó el sujeto de la camiseta de River.
Eh…
Berni echó un vistazo a los otros clientes de La Copa, una buena colección de quemados y destruidos, como si les consultara qué debía ordenar.
¿Una Coca-Cola, podrá ser?
PUERTO NATALES, 1943
Ese había sido su primer regalo de Navidad, el primero del que tenía memoria: una botella de Coca-Cola, de las más pequeñas. Fue todo lo que pudieron comprarle. Eran demasiado pobres.
¿Te gusta, Bernardito?
Su padre se había largado, para ese entonces, su mamá y sus hermanas tejían pulóveres y mantas que luego vendían por unos pocos centavos.
¡Sí!, dijo el niño, que contemplaba embelesado la botellita transparente, y el líquido con burbujas que se movía en su interior. ¿Es un regalo del Papá Noel?
¡Qué Papá Noel ni ocho cuartos!, estalló su abuela, la severa Lela Lola. Trae para acá, cabro leso, que la vas a romper. La beberás más tarde.
Ya se habían mudado a Puerto Natales, por aquella época, un pueblo muy pequeño, una aldea de pescadores y recolectores de mariscos, con calles de tierra y unas pocas casas de madera recubiertas con chapas acanaladas; pero los veranos los pasaban en el campo, en el paraje La Horqueta, que estaba ubicado en dentro de los lindes de la que alguna vez había sido la estancia familiar.
A principios de noviembre la familia se iba toda para allá, luego de que terminaran las clases en la escuela mixta, a la que asistían las hermanas mayores de Berni, Javiera Ignacia y Pabla Francisca. Berni no iba a la escuela todavía, Lela Lola decía que no le hacía falta. Ella misma le había enseñado a leer, con un método pedagógico infalible: cada vez que cometía un error, le pegaba con una vara.
“Con… con di-diez ca-ñones por ba…banda… vi-vien-viento en…”
¡Paf!
El varazo caía sobre una de sus manos, sobre su cabeza o espalda, dependiendo del yerro. ¡Y guarda con protestar, porque iba a ser peor!
“…viento en… popa… a to-toda vela no co… corta el mar si… no vu-vuela…”
¡Paf!
¡Ay!
¡Presta atención, pedazo de burro, o el próximo irá más fuerte!
“…no corta el mar sino vuela el velero ber… bergantín, baje… bajel pirata que llaman, por su bra…bravura el temido, en todo el mar conocido…”
A los seis años Bernardito ya leía con la misma soltura que un adulto, y se sabía las tablas de multiplicar.
¿Siete por nueve?, le preguntaba de sopetón su abuela, sin que viniera a cuento, cuando el niño volvía de recoger los huevos del patio.
Sesenta y tres.
Bien, decía Lela Lola, la vara aún preparada.
¿Ocho por trece?
Porque las tablas eran hasta el quince, por aquellas épocas, o al menos así se las había enseñado su abuela.
Cien…to… cuatro, Lela Lola.
La vara había quedado en el aire, interrumpida su trayectoria.
Bien. Muy bien, dijo Lela Lola.
Era un chico listo, no cabía duda, pero débil y enfermizo. Una temporada en el campo, pensaba su abuela, seguro iba a venirle bien.
¡Arriba, vamos! ¡Vamos, que ya hay que salir!
El viaje hasta La Horqueta duraba una jornada entera, de la mañana a la noche; la carreta subía por el camino de tierra, abierto como un tajo entre los cerros.
Ford… Chevrolet…
Cada tanto pasaba, en sentido contrario, algún camión cargado de troncos. Para entretenerse, Bernardito leía las letras cromadas aplicadas en la cabina: Volvo, Reo Speedwagon, Studebaker…
Llegaron al puesto ya entrada la noche, muertos de frío, con el poto a la miseria, a pesar de los cojines y mantas.
Este verano no te quedarás en la casa, haraganeando con las niñas, dijo Lela Lola. Irás a trabajar al campo, con González.
¡Pero mamá!, protestó Margarita Adela, la mamá de Berni. ¡Él no puede, es muy pequeño…!
Bah, dijo Lela Lola, ya es hora de que se haga hombre. ¡Y si no, que se muera!
***
El día comenzaba muy temprano, en La Horqueta. Ya al amanecer lo despertaba González, un antiguo empleado de la Estancia Don Natalio, la finca del abuelo de Berni. Lela Lola le había vendido una parcela de tierra, a un precio irrisorio, antes de que le embargaran la propiedad. En la práctica, aquel campo seguía siendo de Lela Lola, pero era González el que figuraba como dueño en la papeleta del catastro.
¿Y cómo va todo por aquí, González?
Y, doña Lola… Como siempre…
Era lo único que Lela Lola había alcanzado a salvar de las manos de acreedores y usureros, que se lanzaron como buitres sobre la estancia, tras la muerte del Abuelo Bernardo.
Ni ella sabía para qué lo tenía aquel lugar, que le ocasionaba más gastos que otra cosa. Una extensión de tierra como esa, de apenas dos mil hectáreas, no rendía para nada en aquellos tiempos. El precio de la lana seguía a la baja, y hasta las estancias grandes tenía problemas para mantenerse a flote. El suelo era pobre, y las tierras destinadas a la labranza apenas si daban para cultivar unas papas y mantener unas gallinas. De eso se ocupaban las mujeres. Los hombres se encargaban del trabajo peligroso, de los animales grandes, de los caballos, las ovejas y las vacas.
Vamos, chiquillo. A levantarse, lo sacudía del hombro González.
El día empezaba con unos mates, o una taza de café bien cargado. Luego montaban a caballo y salían a recorrer el campo. A Bernardito le daban un caballo recién domado, para que lo amansara.
Asujétate juerte, cabrito, mira que te vas a caer…
Cabalgaban una hora o dos horas, hasta el linde del terreno, traían de vuelta a un grupo de ovejas que se habían escapado, o soltaban a alguna que se había quedado enganchada en un alambrado.
Cuidáu con ese carnero, que es más malo que el diablo…
Se trataba de un macho viejo, con los cuernos recortados, que se volvía loco y sin aviso pegaba una embestida. Un golpe que podía ser muy serio, para un adulto, y a que a un niño lo podía matar.
Ja, ja, ja… se doblaba de risa González, a ver cómo Bernardito corría, las patas flaquitas al aire, mientras buscando refugio detrás de unas ovejas o de algún caballo.
¡Corre! ¡Corre que te alcanza!
González era un gaucho de la vieja escuela: domador, arriero, trenzador de tientos, esquilador… Hombre de mil oficios, aunque con un problema: se estaba quedando ciego. ¿Qué podía hacer? Toda su vida había vivido en el campo. Antes de irse al pueblo, prefería matarse.
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Bernardito llegó renqueando, con la pierna ensangrentada.
¿Qué te pasado?
¡Un perro me mordió!
¿Y por eso vas a llorar? ¿Cuál fue?
Aquel, el manchado.
Era un perro nuevo, al que estaban entrenando. Demasiado inquieto. No servía, para perro ovejero. No servía para nada. González sacó su rifle de la montura y le dijo a Bernardito:
Mátalo.
A Bernardito se le fue el dolor de pronto.
¿Yo?
González corrió por él el cerrojo.
Apúntale y tira. Es fácil.
El rifle era muy pesado para él, pero se las arregló. Ya había visto cómo González lo había usado, para dispararle a un puma. A pesar de su vista ya precaria, el viejo no había fallado.
Apoya la culata en el hombro, así, bien firme…
El perro no se quedaba quieto, iba y venía, moviendo la cola, escapándole al blanco. El viento soplaba con fuerza, meciendo los pastos.
Síguelo, síguelo con la mira… ¡Ahora! ¡Dispara!
***
La Coca-Cola ya no venía en botellita de vidrio, sino en lata. El
gordo de la camiseta de River la abrió, y le llenó el vaso hasta la mitad.
Son cincuenta pesos.
En la televisión, la pelea de jaula había terminado y ahora estaba la tanda publicitaria. Nadie miraba la tele, en el boliche, lo miraban a él: su aspecto estrafalario, sus anillos de oro, sus cadenas al estilo Míster T.
Se había metido en la boca del lobo, él mismo lo sabía. Todo sea por ayudarla a la Polaca…
Habían cometido una injusticia con ella. La habían puesto en una cárcel común, con reos que ya tenían condena firme, con asesinos y narcotraficantes.
Tenés que ayudarla a salir de ahí, Palomo, le dijo la Gorda. Es muy peligroso. ¡La van a matar!
Berni lo dudaba. Conocía bien a Pola, y sabía podía defenderse. Bastaba con recordar cómo había manejado el asunto de los marineros y franceses, y más tarde, cuando salieron con el barquito por el canal…
¿Qué puedo hacer por ella?
La Gorda dejó salir el humo de su cigarrillo, antes de contestarle. Estaban en Las Vegas, el cabaret de transformistas y strippers que la Gorda regenteaba en el puerto, ahí en Comodoro. No lejos del bar La Copa, ahora que lo pensaba.
Lo haría yo misma, si pudiera, dijo la Gorda, pero, la verdad…
Quedaba claro que era un asunto peligroso, y para nada legal. ¿Qué mejor que llamarlo a Berni, al idiota de siempre, para que pusiera el cuello en la guillotina por ellas?
La música se interrumpió. Alguien gritó por los parlantes:
¡Y ahora, le damos la bienvenida a la fabulosa, a la incomparable… Emy San Juan!
Un reflector se prendió. En el escenario hizo su aparición un travesti petiso y retacón, con una barriga enorme, que ahí nomás se largó a hacer playback:
They tried to make go to rehab
but I said: No, no, no…
Tenía la misma nariz Amy Winehouse, había que reconocerlo. Hasta Berni, que no conocía nada de cantantes modernos, podía darse cuenta.
En fin, ¿qué es lo que tengo que hacer?
Mañana es día de visita, en la cárcel, dijo la Gorda. Andá a ver a la Polaca. Ella te lo va a explicar.
***
La vista de González se deterioraba rápidamente, pero igual se las arreglaba. Para finales de año se conchabó como esquilador en Trébol Verde, una de las estancias de la Compañía Mendieta-Braunstein. Un predio enorme, con campos de pastoreo, corrales y galpones en un valle ubicado entre Argentina y Chile. Los trabajadores de Trébol Verde podían pasar de un país a otro sin darse cuenta siquiera. La frontera no estaba demarcada en ningún lado, aunque daba lo mismo: estaban el país (o mejor dicho, en el Reino) de la Compañía Mendieta-Braunstein.
¡Cabro! ¡Ven aquí!
Bernardito lo acompañó, durante las semanas que duró la esquila. Mientras González pelaba a los animales con unas enormes tijeras, sacando los vellones completos, Bernardito hacía los trabajos que hacen los niños: barría la lana que caía, embolsaba lo recortes, hacía algún mandado. Por las noches los esquiladores se juntaban a comer un cordero al asador, a tomarse unos vinos (pocos), y a charlar de sus cosas. No faltaba una guitarra, o una acordeona.
¿Y ese? ¿Es tu abuelo?, le preguntó otro chango a Bernardito, señalando con el mentón a González.
¡No! ¿Cómo va a ser mi abuelo? Es González.
Resultó que uno de los esquiladores más viejos (no un esquilador, porque no le daban las fuerzas, sino un viejito que daba una mano en lo que podía, durante los trabajos) había conocido a Bernardo Augusto, el abuelo de Berni. Hablaba con mucho respeto de él, lo llamaba todo el tiempo Don Bernardo.
Yo lo conocí, cuando recién llegó a Punta Arenas. Era mozo de taberna, en el boliche de la Gringa Irena.
El gaucho dio una chupada a la bombilla y dijo:
Muy buena persona. Muy buena persona. No la gringa Irena: él.
Bernardito escuchaba todo, sin perderse una palabra, con el pecho inflado de orgullo.
Se portó muy bien, cuando fue la Revuelta de los Artilleros. Muchos oficiales corrieron a esconderse, pero él se portó como un hombre. Y una vez, Ustedes no me lo van a creer, una güelta, se enfrentó él solo contra un león. ¡Con las manos, nomás, sin armas!
¿Ah, sí? ¿Con un puma?
¡No! ¡Con un león de verdad! ¡Un león gigante, que se escapó de un circo!
¿Qué cosas dice, don Tobías? ¿No estará esagerando?
¡Pero no! ¡Se lo juro! ¡Yo mismo lo vi!
Mire lo que son las cosas, dijo González. Este de aquí, ¿sabe quién es? Es su nieto.
¿El nieto de quien?
De don Bernardo. Se llama Bernardo, él también.
¡Pero qué cosas dice, don González! ¿Este cabrito? ¡Si no se LE parece en nada!
La sonrisa se borró del rostro del niño.
¡Qué va a ser el nieto de don Bernardo! Será el de aquel tipejo, el que…
Cuidado, don Tobías, dijo González. Miré que está hablando con un cabro chico…
Tiene razón, don González, admitió de mala gana el viejo. Será así nomás, como Usté dice…
***
Terminada la esquila, Bernardito volvió unos días a La Horqueta, para pasar la Navidad con su familia. Le contó a sus hermanas lo que había comentado aquel gaucho, en el fogón, como el Abuelo Bernardo se había portado como un héroe, como hizo frente él solo, con sus manos, a un león.
¿Con un león? Será un puma, dijo Javiera.
No, era un león. Un león, con melena y todo, como los de las estampas. Un león que se escapó del circo.
Seguro se trataba de un viejo bolacero, dijo Pabla Francisca. Te ha tomado el pelo.
¡Pero no! ¡Preguntenlé a González!
González no podía salir de testigo, porque había viajado a Punta Arenas, a ver a un médico. Su vista estaba muy mal. Peor que nunca. Sólo podía ver bien de día, y con pleno sol. El resto del tiempo, casi parecía un ciego.
Será con una leona, dijo Javiera. ¡Con la Señorita Braunstein, la millonaria!
¿Esa vieja gorda?, se extrañó Pabla Francisca. ¿La de la pata de palo?
No era gorda, en esos tiempos, dijo Javiera Ignacia. Dicen que era toda una belleza. Y tenía las dos patas sanas…
¡Shhh! Que no te escuche Lela Lola, porque se arma…
Bernardito se fue, desalentado. No se podía hablar con las mujeres. No entendían nada.
Dio un vuelta por el corral, en el que estaban las ovejas recién esquiladas. Fue el último trabajo que hizo González, antes de marcharse. Las esquiló usando el tacto, más que la vista. Hasta lo peló al carnero malo, el que le había dado más de un susto a Bernardito, cuando estaban en el campo.
¿Este chiquillo, el nieto de Don Bernardo?
Las palabras de aquel viejo aún le dolían a Bernardito.
¡Si no se parece en nada!
Bernardito se arrimó al corral, que tenía apenas unas cien, ciento veinte ovejas. Muchas menos que las miles y miles de ovejas de la estancia en la que había trabajado con González.
Bernardito miró las pupilas amarillas del carnero, que masticaba lo más tranquilo, frente al tacho con forraje. Llevado por una súbita inspiración, abrió la cerca y entró al corral. Si su abuelo había enfrentado a un león, el podía hacer lo mismo con un carnero. ¿Por qué no?
Un perro se puso a ladrar, un ovejero parecido al que lo había mordido, apenas llegó al lugar, y que luego cayó fulminado por una bala.
¡Eh, tú, oveja!, gritó Bernardito. ¡Ven aquí!
Las otras ovejas se fueron abriendo, como despejando el lugar. El carnero de los cuernos recortados seguía masticando, sin dejar de mirarlo.
¡Ven aquí, oveja loca! ¡Ven!
El perro seguía ladrando, allá afuera, parado contra la cerca. El carnero dio la vuelta, alrededor del tacho del forraje, su cuero recién esquilado, sus testículos enormes y brillantes.
¡Ven aquí, oveja! ¡No te temo!
El carnero dio unos pasos hacia adelante, bajando la cabeza, y se arrimó hasta Bernardito, que lo amenazaba con sus puños infantiles.
¡Ven aquí, cobarde!
Las otras ovejas balaban, como anticipando lo que estaba por pasar. El Carnero retrocedió, un par de metros, sin darse la vuelta, como un auto cuando pone marcha atrás.
¡Ven aquí! ¡Ven!
Entonces sí, cuando ya había tomado carrera suficiente, el carnero se detuvo y, sin más demora, echó a correr hacia él.
Ay, dijo Bernardito, que ya no tenía tiempo de salir corriendo.
¡Bernardito! ¿Qué haces ahí?, alcanzó a oír la voz de su mamá, antes de sentir el impacto.
Cuando abrió los ojos, ya era de noche. Un farol a querosén iluminaba la humilde morada. Su mamá rezaba, junto a la cama. Una de sus hermanas dijo:
¡Mira! ¡Ya despertó!
¡Ay, Dios mío!, exclamó su mamá, llevando los ojos al cielo. ¡Virgen del Carmen, es un milagro!
Qué milagro ni ocho cuartos, dijo Lela Lola, apareciendo desde atrás. ¡Menuda paliza se tendría que llevar, por abombáo!
Era el día anterior a Navidad. Fue allí que le regalaron la botella de Coca-Cola, que a Bernardito le pareció un néctar del cielo, y no el brebaje que le parecía ahora: un líquido pegajoso y repugnante, que además estaba tibio.
Debí haber pedido un whisky, se dijo el tío Berni, que estuvo a punto de llamar al sujeto con la camiseta de River, pero no hubo tiempo. Otro auto se detuvo en la puerta. Dos sujetos apariencia temible descendieron y entraron en el bar.
¿Bernardo, es usted?
Era su nombre, y era el de su abuelo, que se había enfrentado a un león.
Sí, soy yo, dijo el tío Berni, poniéndose de pie.
Venga con nosotros.
(continúa el próximo miércoles)
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
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A continuación...
CAPÍTULO 88 : EL ANSIA VIVA
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