¡Si pensó que iba a quedarse ahí sentada, esperando que
volviera, estaba muy equivocado! Así que, después de sufrir un par de días, y llorar algunas noches, Irena se lavó la cara, se pintó el pelo y echó encima lo mejor que tenía en el armario.
Buenos días tenga Usted, Señora Suker, se sacaban el sombrero y hacían una inclinación de cabeza los caballeros, al verla en la Calle Principal.
Costaba reconocerla. Ya no era esa mujer de cabellos grises, vestida siempre de negro, con los botines salpicados de barro.
Dichosos los ojos que la ven, Doña Irena…
Hoy tenía puesto su vestido azul de seda, el mismo que había usado en la fiesta del Doctor, con sombrero y sombrilla al tono. Su cabellera rubia se mecía, con cada vaivén de la carreta, atrayendo las miradas de los transeúntes.
Pero… ¿esa no es la Gringa, la tabernera?
Es ella, sí.
Cloc, cloc, cloc… sonaban los cascos de la yegüita sobre el empedrado. Jeremy, el indio que trabajaba de portero en el Salón Adriático, era el que
llevaba las riendas: serio, imperturbable, como si condujera a la Reina Victoria al Palacio de Buckingham.
¿No andaba llorando como Madalena, los otros días, por ese chiquillo ese que tenía de criado?
¡Se ha recuperáo al tiro, pues!
Irena sonreía, indiferente a las habladurías. Sonó la campana de la iglesia.
Oooo… tiró de las riendas Jeremy.
La carreta se detuvo frente a la Ferretería Naval, el establecimiento del vasco Mendieta, el hombre más rico del pueblo y enemigo declarado de Irena.
¿Qué habrá ido a hacer a lo del Vasco, digo yo?
A pedirle plata, ¿qué más va a ir a hacer?
***
Se había recuperado rápido, es verdad. Eso no quiere decir que no haya pasado unos días terribles, cuando Bernardo se fue. Irena llegó a pensar que moriría de pena; que ya no tenía sentido vivir sin él.
Bernardo… Por favor…
No podía entender lo que había pasado. No se lo vio venir. Cuando se despertó, una mañana, él ya no estaba ahí. Su lado de la cama estaba vacío.
¿Bernardo?
Irena se levantó, caminó hasta el salón. La luz de la mañana se reflejaba en la madera lustrosa del mostrador, en las botellas alineadas en el estante, en las tres bolas sobre la mesa de billar. Un mal presagio flotaba en el aire. La puerta trasera se abrió. Irena se dio vuelta, sonriendo.
¡Bernardo!
No, no era Bernardo, era Jeremy, que entraba con una carga de leña. Se detuvo al verla, ahí parada, con el camisón abierto y el pelo revuelto.
¡Jeremy! ¿Acaso has visto a…?
Por la cara que puso, Irena se dio cuenta de que algo había pasado. Algo grave.
Oh, Miss Irena…, dijo el indio.
No se atrevía a decírselo. Ni falta que hacía. Ya no estaba su ropa en el armario, ni sus libros. Se había largado. Así de simple.
Bernardo… ¿Cómo pudiste…?
La desazón dio lugar a la furia. Volaron los vasos, los platos se estrellaron contra las paredes.
¡Miserable! ¡Canalla! ¡Después de todo lo que hice por ti!
Miss Irena…, trató de detenerla Jeremy, antes de que hiciera un estropicio aún mayor. Miss Irena, please…
Llegó Lalita, que aún trabajaba en la taberna, en ese entonces.
¡Doña Irena! ¿Qué es lo que…?
¡Cállate! ¡No digas una palabra, niña imbécil! ¡No digas nada, si no quieres que…!
Irena se echó un chal sobre los hombros, le dijo:
Quedarás a cargo del local, hasta que vuelva.
¿Quién? ¿Yo?
Fue a buscar a Bernardo a la escuela, que era donde le habían dicho que ahora trabajaba. Se quedó esperando, como una idiota, hasta el final de las clases, sólo para descubrir que él había escapado por la puerta de atrás.
Disculpe, ¿acaso sabe dónde podría…?
No se dio por vencida. Soportó las risas y las burlas de la gente que pasaba, terminó por averiguar su nueva dirección.
Sólo quiero hablar un momento contigo, Bernardo. No seas así…
De sólo recordar lo que había dicho, cómo se había humillado por él. Jamás en su vida se había rebajado tanto por alguien.
¿Por qué no podemos hablar?
Porque no, Irena. No es bueno que nos vean aquí.
¿Qué sucede? Tienes miedo de que te vean conmigo, o que vayan a contárselo esa p*tita que te has…
¡Shhhh! ¿Quieres callarte de una vez?
¡Mocoso insolente! ¡Desagradecido! Te recogí cuando no tenías ni un trapo para taparte las vergüenzas…
Uh, otra vez con esa historia…
Y ahora que tienes a otra me dejas, como a un trasto viejo…
Será mejor que te vayas, Irena. Ya no quiero que vuelvas por aquí.
¡Cómo te atreves a hablarme así!
Estaban dando un espectáculo. La gente que pasaba por la calle se paraba a mirar.
Me las pagarás, mocoso cascarriento… ¡Te lo puedo asegurar!
Sí, sí, cómo no…
***
Era una mañana de bastante movimiento, en la ferretería del Vasco Mendieta. El encargado le explicaba a unos clientes las ventajas del nuevo alambre de púas francés:
Está hecho de acero invencible, Sr. Johansson, es mucho más liviano y resistente. Con dos hilos que le ponga a cada alambrado, alcanza y sobra para dejar a las ovejas adentro y los ladrones afuera de su campo.
En otro de los mostradores, unos loberos se pertrechaban para echarse a la mar.
A ver… se sacó el lápiz de la oreja el dependiente y comenzó a tildar los ítems de la lista: hasta ahora tenemos dos rollos de soga, cuatro barriles, cinco latas de parafina, tres capotes impermeables…
La estufa bramaba, dejando escapar humo por las rendijas. En el aire flotaba un aroma acre, mezcla de tabaco negro y querosén. La campanita de la puerta sonó, anunciando la llegada de un nuevo cliente.
Oh…
De una nueva cliente, mejor dicho, una dama de vestido azul, que puso en el aire del local una delicada nota de jazmín.
Buenos días tenga Usted, Sra. Suker..., se sacaron el sombrero los clientes de la ferretería.
Buenos días, caballeros… ocupó el centro de la escena Irena, mientras Jeremy cerraba la puerta tras ella, y se quedaba ahí parado como un granadero.
¿En qué la puedo ayudar, Sra. Suker?, dejó a los clientes que atendía y se acercó a ella el encargado.
Quisiera ver al Sr. Mendieta, si está disponible, sonrió Irena.
Era puro teatro. Si había ido ese día, a esa hora, era porque sabía que el Vasco no iba a estar allí. Todas sus esperanzas estaban en poder ablandar al portugués Da Souza, su mano derecha y hombre de confianza, que en otros tiempos le había hecho ojos dulces.
El Sr. Mendieta salió esta mañana temprano para su estancia…
Ah, qué lástima… En ese caso…
Pero está el Sr. Da Souza. ¿Tal vez quisiera pasar a verlo?
Pues…
No hizo falta que diera una respuesta. La puerta que daba al recinto anexo se abrió, Da Souza hizo su aparición.
Sra. Suker, qué gusto de verla…
Se acercó, la tomó de las manos.
Señor Da Souza, qué gusto verlo… hizo una caída de ojos Irena, como una colegiala. Algunos de los clientes sonrieron, otros se miraron entre sí.
Pasé a la oficina, si es tan amable, dijo Da Souza. ¿Gusta un té, Sra. Suker? ¡Juancito, tráeme un té!
Esta viene a pedir un préstamo, dijo en voz baja uno de los loberos. Está hasta el cuello de deudas.
¿Ah, sí?
Era un pueblo chico, todos sabía lo que se cocía en la casa del vecino.
***
Al mal tiempo buena cara, como dice el refrán. Sin embargo, es difícil mantener una apariencia digna, pensaba Irena, cuando todo sale mal. A la partida de Bernardo, (que además de partirle el corazón, la dejó sola con todo el trabajo), se sumó la del Pampino, ese borracho que las iba de cocinero, y por fin la de Lalita, la única muchacha bonita que tenía en la taberna: un verdadero imán para los hombres del pueblo, que pedían un trago tras otro, tan sólo para verla, para tocar su mano. Si lo del sorteo hubiera salido bien…
Créame que lo siento, dijo el portugués Da Souza, esa mañana, cuando la atendió en la oficina, pero es imposible renegociar su deuda otra vez.
¡Pero si sólo queda una cuota!
Sí, pero aún no cumplió con el pago de la mora…
¿De la qué? Señor Da Souza, soy tan solo una mujer, no entiendo de esas cosas…
No le valió de nada hacerse la tonta, ni desplegar todos sus encantos.
Es que, al atrasarse en las cuotas anteriores, el contrato se renegoció de manera automática, según lo establece la cláusula 6.
¿Y eso que quiere decir? Hable claro.
Que el porcentaje pasa del seis al veinticinco por ciento, multiplicado por el factor de riesgo, que es del cero coma seis, por cada cuota…
¿De dónde ha sacado esos números?
Está todo en el contrato que Usted firmó, Señora Suker, dijo el Portugués. Es decir, que firmó su difunto esposo…
Su té, Señora Suker, entró el pinche de la ferretería, llevando la bandeja con la tacita humeante.
¡Yo no quiero ningún té! ¡Sólo quiero que dejen de robarme, malditos usureros!
Sra. Suker, por favor…
¡Desfachatados! ¡Sinvergüenzas!
Ni lágrimas ni amenazas lograron mover de su postura a Da Souza, que de verdad parecía lamentarlo.
Tengo instrucciones del Sr. Mendieta de proceder por la vía judicial, Sra. Suker, en caso de que, antes de fin de mes…
¡Ustedes sólo quieren quedarse con mi propiedad! ¡Eso es lo que quieren! ¡Robarme lo que me costó años de duro trabajo!
Le pido que se tranquilice…
¡Sanguijuelas! ¡Chupasangres!
Irena perdió el control. Le revoleó un tintero, que se estrelló contra la pared del fondo, dejando una mancha sobre el empapelado.
Sra. Suker, se lo ruego…
Irena le dedicó a Da Souza un grueso insulto en su idioma natal, antes de salir de la oficina dando un portazo.
No veía ni por donde iba. Se llevó por delante un muestrario, estuvo a punto de caer. Se hubiera dado un porrazo más que mediano, de no haber sido sostenida por alguien.
Sra. Suker…
Un muchacho muy alto, con pelo color estopa y orejas algo prominentes.
Permítame…
Le ofreció su brazo, la acompañó hasta la salida.
¿Se acuerda de mí? Soy Lars Johansson, el hijo del Sr. Johansson…
Irena lo miró, confundida.
Compartimos la misma mesa, en casa del Doctor O’Reilly. Yo estaba con mi padre…
Ah, sí…
Jugamos unas manos de póker con Usted. Usted nos ganó.
Ya estaban afuera. Irena se secó las lágrimas con el pañuelo que el muchacho le había ofrecido.
No pude evitar escuchar su conversación, Sra. Suker. Si hay algo que pueda hacer para ayudarla…
Jeremy ya había desatado del palenque a la yegüita, y ahora se subía al pescante.
No lo digo sólo por decirlo, Sra. Suker. Créame que…
Con la luz del día, Irena ahora podía verlo con toda claridad. ¡Era demasiado joven! ¡Era casi un niño!
Te lo agradezco, pero no creo que… ¿Cómo era tu nombre?
Lars no aceptó que le devolviera el pañuelo. Le pidió que se lo quedara.
Pasaré a buscarlo por su establecimiento, una de estas tardes, si Usted me lo permite…
No, mejor no… dijo Irena. Adiós.
Jeremy hizo chasquear el látigo, la carreta se puso en marcha. Antes de doblar la esquina, Irena se volteó, apenas, y vio que Lars seguía allí, y la saludaba con la mano. Irena sonrió.
***
¡Ay, el amor…! Una fábula. Una función de marionetas. Un cuento de niños que una quiere volver a escuchar, una y otra vez, aun cuando ya sabe cómo va a terminar…
Qué contenta está hoy, doña Irena, le dijo uno de los parroquianos, que la escuchaba tararear, mientras servía las mesas.
Estaba feliz, sí. Caía la noche e Irena se daba cuenta, para su sorpresa, de que no había pensado en Bernardo ni una sola vez en toda la tarde.
Güenas y santas, Ñ’Irenita…
Buenas noches, caballeros. Pasen, tomen asiento…
¿Caballeros, nos dijo?
Se sentía joven, renovada. Iba y venía con la bandeja, repleta de vasos de vino, de guachacay, de espumante cerveza.
¿Podiamo entrare, Signorina Irena?
De tan buen humor estaba que levantó la prohibición que pesaba sobre Calógero, el organillero calabrés, a quien dio permiso de tocar su instrumento otra vez en el local -a condición de que mantuviera a su mono bien atado a la correa, y no lo dejara probar el aguardiente.
Caro nome che il mio cor
festi primo palpitar,
le delizie dell'amor…
¿Vendrá esta noche?, se preguntaba Irena. No lo creo. Es demasiado pronto…
Y sin embargo, no podía dejar de mirar hacia la puerta, entusiasmada, cada vez que se abría.
Ay, querido Lars…
Pasen, caballeros. Tomen asiento, ya estoy con ustedes.
No les decía, como de costumbre: “Entren de una vez, maldita sea”, o,
“Cierren la maldita puerta, que se escapa el calor”.
Col pensiero il mio desir
a te ognora volerà,
e pur l’ultimo sospir,
caro nome, tuo sarà…
Ya pasada las nueve, cuando el salón se empezaba a despoblar, Jeremy entró y le dijo:
Miss Irena…
No pudo agregar nada más. No hubo tiempo. Dos militares entraron al local, uno joven y delgado, y otro mayor, de enorme panza y bigotes.
Con su permiso, Sra. Suker…
***
La pucha… murmuró uno de los parroquianos. Esto no pinta nada bien…
Adelante, señores, trató de mantener la sonrisa Irena. Ya estamos por cerrar, aún tienen tiempo de beber una copa.
Me temo que no, Doña Irena, dijo el de bigotes, que no era otro que el Sargento Valeriano Aranda, el mismo que la había llevado detenida, cuando fue aquel asunto de la rifa. Un buen hombre, a pesar de ser milico, aunque no convenía descuidarse.
Si es por lo de la multa, aún no he terminado de juntar el dinero, dijo Irena. Le aseguro que, en cuanto lo tenga…
No es por la multa, doña Irena, dijo el Sargento Aranda. Quédese tranquila. ¿Puedo sentarme?
Sonó la campana de la parroquia, una sola vez, marcando las nueve y media. Era el último aviso, antes del toque de queda. Los pocos clientes que aún quedaban apuraron sus vasos y se fueron. Calógero y su mono ya se habían esfumado, ni bien entraron los milicos.
Escuche, Sargento, dijo Irena, no quiero parecer descortés, pero ya estamos por cerrar… Si es tan amable de decir a qué ha venido.
Jeremy miraba, desde afuera, a través de los vidrios no del todo limpios de la puerta. Hasta él, que se mostraba siempre tan tranquilo, parecía preocupado.
No sé si habrá escuchado, Doña Irena, de la bajamar que hubo esta madrugada.
¿La qué?
El Sargento Aranda se sentó a horcajadas en una silla, sacó de su pipa…
Todo tenía un aire estudiado, artificial, como si se tratara de un actor representando un papel. Se notaba que no mostraba todas las cartas, que disfrutaba por anticipado de lo que estaba por decir.
La marea baja, dijo el Sargento, que esta vez fue más baja que de costumbre. Mucho más baja.
Sí, algo escuché, dijo Irena, que de todos modos sirvió un par de copas de guachacay y se las acercó. El soldado de menor graduación miró al Sargento, como preguntándole si la podía beber o no.
Algo escuché que comentaban esta tarde, unos marineros, dijo Irena.
Los buscadores de mariscos se meten a la playa, con carros y carretillas, explicó el Sargento, dando otra calada a su pipa. Van a recoger choigas y mejillones, allá por Bahía del Carmen, ¿sabe dónde es?
La mención de ese lugar provocó un pequeño estremecimiento en Irena, que miró hacia la puerta, a ver si lo alcanzaba a distinguir a Jeremy.
Sí, no estoy segura. ¿Es pasando el Río Carbón, verdad?
El Sargento sonrió. Dio otra calada a su pipa.
De ordinario se meten unas cincuenta, o cien varas, dentro de la bahía. Pero esta vez, como la marea estaba tan baja…
Fue por la luna, dijo el Soldado que se había quedado de pie, frente al mostrador, bebiendo a sorbos la copita que Irena le había servido. La luna llena, agregó.
La luna llena, sí, sonrió el Sargento. No sé si fue por eso, Sra. Suker, le soy sincero, no soy un especialista en el tema. El caso es que la marea bajó, mucho más que de costumbre, y los marisqueros pudieron meterse casi una milla con sus carros y canastos, pasando el Cabo Verde.
Irena lo escuchaba, sin decir palabra.
Y no sólo encontraron mejillones, prosiguió el Sargento, sino el cuerpo de un sujeto bastante conocido por estos lugares, un tal Venancio Soto…
El Pelado Soto, aclaró el soldado.
El Pelado Soto, sí, dijo el Sargento. Así lo llamaban. Un sujeto que, a decir verdad, no era lo que llamaríamos trigo limpio.
Mire Usted, dijo Irena.
No sé si lo recuerda, andaba siempre con una pala. Se dedicaba a enterrar cadáveres, de manera discreta, sin preguntar lo que había pasado, ni de qué modo había muerto el finado…
El reloj casi marcaba las diez. Irena dijo:
Mire, Sargento, todo eso está muy bien, pero yo debo poner orden en el local, antes de irme a dormir. Así que, si a Usted no le importa…
El Sargento no hizo ademán de moverse. Dio otro calada a su pipa, que ya se había apagado.
El caso es, Señora Suker, que este sujeto, el Pelado Soto…
Buscó los fósforos, encendió uno…
…fue visto por última vez el jueves pasado, aquí, en su taberna, cuando ya estaban por cerrar.
Irena tragó saliva.
¿Ah, sí? Mire Usted, qué casualidad.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
A continuación...
CAPÍTULO 85: EL INTERROGATORIO
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