Capítulo 83 - Ahora o nunca


 No podía olvidarlo: su mirada, su sonrisa, lo bueno que había
sido con ella…

No podía olvidarse de él, ni siquiera ahora, que era una mujer casada.

Taca-taca-taca…

Ya era de día. Los rayos de sol se filtraban por los resquicios de la cortina. La leña crepitaba en la salamandra, señal de que el fuego había sido encendido más temprano, cuando ella aún dormía. Al otro lado del tabique sonaba la rueda de la máquina de coser:

Taca-taca-taca… Taca-taca-taca…
La campana de la parroquia comenzó a tañir. Siete campanadas en total.
Tan… Tan…
Lalita se levantó y caminó hasta la ventana. Era la hora en que Bernardo pasaba, camino de la escuela. ¿Acaso lo vería hoy?
Corrió la cortina, apenitas… ¡Oh!
Más justo imposible. Ahí estaba. Caminaba apurado, por el medio de la calle, con los libros y la pizarra bajo el brazo. Tenía el cuello de la camisa algo ladeado y el nudo de la corbata no del todo derecho. Sus zapatos estaban opacos, una de las agujetas se le estaba por desatar.
Ay, don Bernardo... suspiró Lalita.
Una puntada le estrujó el lado izquierdo del pecho. ¡Él debió ser su marido! ¡Ella debió ser su mujer! Ya se ocuparía ella de que su ropa estuviera bien limpia y planchada, el cuello de su camisa blanco como nieve, y sus zapatos más brillantes que el sol…
¿Es que se estaba dejando el bigote? Le sentaba de maravilla. Lo hacía parecer mayor.
Güen día, maístro, lo saludó un hombre que pasaba caminando en sentido contrario.
Buen día, don Lotario, le respondió Bernardo, y dio vuelta la cabeza para el lado de la sastrería, hacia la ventana desde la que Lalita lo espiaba.
¡Ay!
La joven dio un paso atrás. El breve intersticio que dejaba la cortina se cerró.
¿Será que la había visto?
Se escucharon unos pasos en el pasillo. Lalita corrió a la cama y se metió dentro, en el momento en que la puerta del dormitorio se abría.
Amore… ¿Stái despierta?
Lalita se incorporó en el lecho, como si acabara de ser arrancada de sus sueños.
Sí, Doménico.
Don Chicho entró. Tenía puesto su traje de calle.
¿Va a salir?
Sólo un attimo, amore mío. Debo parlare di negocios…
Lalita no le entendía una palabra, al principio, aunque ahora mal que mal descifraba lo que su esposo le quería decir.
E osté, ¿tieni fambre, cara mía? ¿Quiere manyare?
Sin esperar su respuesta, don Chicho gritó:
¡Calisto! ¡Vieni cuí!
El arrullo de la Singer se detuvo.
¡Calisto!
¿Sí, don Chicho?, asomó por la puerta su rostro pálido y ratonesco el Aprendiz de sastre. Buenos días, doña Eduardita Francisca…
Buen día, Calixto, sonrió Lalita.
Calixto trató de sonreír también, para ocultar la impresión que le daba verla allí en su lecho, apenas despierta, como una flor que se abre al rocío. Tan emocionado estaba que no escuchaba lo que su patrón le explicaba.
Eh, farabuto! Mi sente?, se vio obligado a decirle don Chicho. Porta il disayuno a la signora.
¿Qué? Sí, don Chicho.
Súbito! Súbito!
No es necesario, Doménico, dijo Lalita. Puedo levantarme, no estoy enferma.
Don Chicho hizo un gesto perentorio, instándola a permanecer en el lecho. Debe descansare tutte le dúe, amore mío. Osté e il bambino.
***
Sí, Lalita estaba embarazada. Fue la mujer de Herr Hoffmann, el tendero, la primera en darse cuenta. Estaban tomando el té, en casa de los suizos, unos días atrás; los hombres hablaban de sus cosas, de política o negocios, y las mujeres de lo cambiante que estaba el clima o de los vestidos usaban ahora ciertas damas; en realidad era Frau Hoffmann la que hablaba, Lalita apenas si metía un bocadillo de vez en cuando. Se sentía intimidada. Jamás en su vida había estado en una casa tan linda, con muebles tan finos, adornitos de porcelana en los estantes y un reloj con un pajarito que salía a saludar. Ella, la hija de una lavandera, que había trabajado como criada en una taberna, hoy se codeaba con esas gentes finas, que se vestían con ropas elegantes. Lalita no sabía cómo debía sentarse, dónde poner las manos. Trató de revolver el azúcar como la Sra. Hoffmann lo hacía, de sostener la taza porcelana igual que ella. Tenía miedo de dejarla caer y que se hiciera añicos contra el piso. Casi podía escuchar la voz de madre, gritándole: ¡Niña estúpida! ¡Eres una tonta de remate! ¡No sirves para nada!
¿Qué te sucede, querida?, le preguntó la Sra. Hoffmann, que con su blanca cabellera parecía una dulce abuelita de cuentos. ¿Te sientes bien?
No, no se sentía bien. La cabeza la daba vueltas. Tuvo que agarrarse del borde de la mesa para no perder el equilibrio.
¡Lalita!, exclamó don Chicho, corriendo a su auxilio.
No era nada. Un pequeño desvanecimiento, un malestar que le trepó del estómago a la garganta. Entre su vecina y don Chicho la condujeron hasta el sillón, que de tan mullido parecía hecho de nubes de algodón.
Amore… qué suchede, preguntaba don Chicho. Frau Hoffmann le dijo:
No se preocupe, don Chicho, déjenos solas. Entre mujeres nos vamos a entender.
Su vecina se sentó al lado suyo y la tomó de las manos. Le acarició la sien, le preguntó si ya se sentía mejor.
Sí, señora. Un poco.
La Sra. Hoffmann cuchicheó por la bajo con ella, le hizo un par de preguntas íntimas.
¿Estás segura?
Sí. Creo que sí, dijo Lalita. ¿Por qué? ¿Eso es malo?
Pero no, es lo mejor del mundo, hizo palmas de alegría su vecina. ¡Don Chicho! ¡Tenemos una noticia que anunciarle!
Hacía poco más de un mes que estaban casados. Nadie esperaba que sucediera tan pronto.
¡Felicitaciones, querido don Chicho!, exclamó el Suizo. ¡A esto hay que celebrarlo!
Sacó de la armario la botella de Kirschwasser que tenía preparada para las ocasiones especiales. Los Hoffmann eran un matrimonio mayor, sin hijos, que trataban a Lalita como a una nieta desde el día que la conocieron.
Pröschtli!, levantó su copa el Suizo, ante el atónito Sastre, que aún no alcanzaba a reaccionar.
¡A su salud, don Chicho, Lalita!
¡Ya lo ve, don Chicho!, exclamó el Suizo. ¡Ese niñito ya viene con un pan bajo el brazo!
***
Y es que don Chicho acababa de cerrar un trato comercial, esa misma mañana, con Herr Hoffmann y otro caballero. Los tres habían decidido formar una sociedad comercial, que tenía por objeto explotar una estancia ovejera en las tierras de la parte norte, recién ganadas al indio. Era el negocio del momento. El precio de la lana no dejaba de subir en los mercados internacionales, y la Patagonia se perfilaba como uno de los principales productores, junto a lugares tan lejanos como Australia, Nueva Zelanda o Sudáfrica. La colonia de Magallanes contaba, además de sus excelentes pasturas, con la ventaja de ofrecer menores costos de transporte. La totalidad del tráfico marítimo entre los dos Océanos pasaba por el Estrecho de Magallanes, por aquellas épocas, y era muy barato enviar las mercancías en los barcos que de todos modos tenían que recalar en Punta Arenas, para cargar provisiones y carbón.
Una oportunidad excelente, don Chicho. Con una inversión de dos mil pesos…
Una suma considerable, que iban aportar entre los tres: Herr Hoffmann y don Chicho, en una proporción de un 40 por ciento cada uno, y el 20 restante a cargo de un tal John Stewart, un escocés de las Malvinas que tenía experiencia en la cría y reproducción de ovinos, y se encargaría del grueso del trabajo.
Tiene su riesgo, don Chicho, no diré que no. Pero, si Usted se decide a participar, yo también lo haré. Piénselo.
Y don Chicho lo pensaba, desde luego. Sería necesario invertir la totalidad de sus ahorros, diez años de trabajo.
Lo decidieron mientras se tomaban una copa, en la casa del Suizo.
Stá bene, dijo don Chicho. Lo faró.
Todo se selló con un apretón de manos. Aún faltaba ultimar unos detalles, y firmar los papeles ante el notario, pero la decisión ya estaba tomada.
¡Amore! ¡Amore!
Don Chicho llegó entusiasmado a comunicarle la noticia a su mujer. No estaba en la casa. La encontró en el jardín, jugando con un cachorro. Lo levantaba en alto, lo apoyaba contra su pecho.
¿E cuesto cane?
Apareció aquí, dijo su esposa. Alguien debió arrojarlo. ¿Podemos quedarnos con él, Doménico?
Don Chicho dudó. ¿Un perro? ¿Con lo que comían esos bichos, y las molestias que ocasionaban? Justo ahora, que era necesario reducir gastos…
Diga que sí, Doménico. ¡Jamás he tenido un perro!
Puesto entre la espada y la pared, a don Chicho no le quedó más que decir.
Stá bene, amore… Si a Osté le gusta...
¡Ay, Doménico!
Su esposa se inclinó hacia él y le plantó un beso en la mejilla.
Gracias, muchas gracias Doménico. Es Usted tan bueno…
A don Chicho se le hizo un nudo en la garganta. Le costaba recordar la última vez que alguien le había dicho que era bueno.
Es muy lindo, ¿no es verdad?
Sí, sí. Veramente…
¿Qué nombre le pondré? Lo llamaré Chichito, como Usted.
Don Chicho sonrió. Era tan joven, tan bella. Era imposible negarle nada.
¡Mire como mueve la cola! Le ha gustado el nombre. ¿Te ha gustado, Chichito? ¿Verdad que sí?
***
Sí, el carácter de don Chicho se había dulcificado. Todo el mundo lo decía, y él mismo se daba cuenta.
¿Así que va a ser papá, don Chicho? ¿Tan rápido?
Ese Martínez Martínez era un deslenguado y un envidioso. Trató de ponerlo en ridículo, una tarde, en el almacén de los Braunstein.
Noi, gli itialiani, le respondió don Chicho, non perdemos il tempo… Donde ponemo li ojo, ponemo la bala…
¡Pucha con el italiano! ¿No será que ya compró la vaca servida, digo yo?
Un brillo asesino pasó por los ojos de don Chicho, que comprendió en ese instante que se le presentaban dos opciones. Podía retar a duelo al insolente (algo muy poco práctico, considerando la alta probabilidad que don Chicho tenía de matarlo, y de terminar tras las rejas -además de perder a un buen cliente importante) o tomárselo a broma.
Jo, jo, jo… Caro signore, le respondió. Qué humore il suyo…
Podían pensar lo que quisieran. Él sabía que su esposa era virtuosa. Que era virgen cuando se casó con él. Él mismo pudo comprobarlo, en la noche de bodas. O, mejor dicho, esa tarde, cuando volvieron del edificio de la Gobernación, luego de la ceremonia civil, oficiada por el propio Gobernador.
Eduarda Francisca Aranda: ¿acepta a Doménico Pietralacqua como esposo, para honrarlo y…?
Fue un momento de tensión. Ella no contestó enseguida, se notaba que tenía sus dudas. Don Chicho llegó a temer lo peor. Ya había pagado por la ceremonia, y por la tela del vestido, y le había dado una buena suma a la madre de Lalita, esa lavandera borracha.
Lalita miró a su alrededor, como esperando que alguien interviniera. Ya se escuchaban algunas risas, apenas disimuladas. Tendré que irme del pueblo, pensó don Chicho, no podré salir a la calle de la vergüenza.
Sí, acepto, dijo al fin la niña, cuando ya nadie lo esperaba, y quedó convertida desde ese momento en la Señora Pietralacqua.
¡Vivan los novios! ¡Vivan!
Subieron al coche del Fiscal, otro de los clientes de don Chicho, que los esperaba en la puerta.
¡Vivan los novios!
Los pedigüeños de siempre reclamaron unas monedas, que don Chicho se excusó de entregar, ya que no había traído sencillo.
Si será tacaño, el italiano…
¡Más agarráo que mugre de talón!
Va fangù, murmuró don Chicho, cuando el coche ya arrancaba. Sólo él sonreía. La novia tenía una cara, que más bien parecía que iba a su propio funeral.
¡Arre!
El viaje fue corto, de apenas cinco cuadras. Bajaron frente a la puerta de la sastrería. La tradición reclamaba que el marido entrara a la esposa en andas por la entrada principal, en recuerdo del Rapto de las Sabinas, pero a don Chicho le pareció demasiado violento, dado el miedo que mostraba la que ahora era su esposa.
Cuesta è la tua nouva casa, Lalita, le dijo don Chicho a su mujer, temblaba como una hoja.
También él estaba nervioso. Nunca se había encontrado en una situación así. A sus 51 años, don Chicho jamás se había casado; jamás había cortejado a una mujer. No podía permitírselo, era demasiado pobre. Había conocido los favores del bello sexo, sí, de las llamadas mujeres de la vida, que atendían a las necesidades de sus clientes luego del pago de una tarifa y de una somera higienización en una palangana. Meras transacciones comerciales, actos mecánicos en sórdidos cuartuchos de Nápoles, de Veracruz, de Caracas o Buenos Aires. ¿Cómo debía proceder ahora?
Lalita no sabía cómo quitarse el velo. Su marido la ayudó.
¿Era ya su marido? Sí, según la ley, aunque no hasta que hubiera consumado el matrimonio.
Una palomita asustada, eso es lo que era. Piano piano, se dijo Don Chicho, que procedió a mostrarle la casa: la cocina, la trastienda de la sastrería, que hacía las veces de comedor; y la recámara principal, con la cama de bronce, sobre la cual le había dejado un vestido para que se cambie.
Lí stá la letrina…
Se la señaló con el dedo, desde la ventana que daba al fondo del terreno.
Listo, ya había hecho el tour completo. No había más nada que mostrar.
¡Eh, don Chicho!
Unas voces se escucharon en la calle. Eran los gorrones que se habían quedado sin su propina, en la puerta de la gobernación.
¡Aquí estamos, napolitano! ¡Danos lo prometido!
No tenían guitarra, ni ningún otro instrumento. A grito pelado se pusieron a cantar:
“La madre una p*ta,
el padre un güevón,
el hijo que tengan
será maric*ón…”
¡Porca miseria!, exclamó don Chicho, que abrió la ventana y los increpó:
Cosa fai? Va via, stronzi!
“La hija de la lavandera,
Trajo a su casa un carnero
Y le dijo a su marido,
Ahí tienes un compañero…”
La gente que pasaba por la calle se detenía a escuchar la improvisada serenata.
“Si los cuernos retoñaran,
como retoña la albahaca,
Ya lo vería a don Chicho,
con más cuernos que una vaca.”
¡Ja, ja, ja!, aplaudían los espectadores al trovador principal. ¡Otra! ¡Otra!
Don Chicho arrojó sobre ellos un puñado de monedas, antes de que pudieran seguir con el escarnio.
Gracias, don Chicho, se sacaban la gorra y agradecían los forajidos. ¡Muchas gracias! ¡Saludos a su señora!
Figli de la miggnota, murmuró el sastre napolitano.
Cerró la ventana. Su esposa había tomado asiento, al fin, delante de la mesa. Sonrió tímidamente, cuando don Chicho la miró, una sonrisa que se deshizo al instante. Era casi mediodía. Don Chicho tuvo una idea salvadora.
Tieni fame?, preguntó.
Sólo por la seña que le hizo lo comprendió la niña. La verdad es que sí, tenía hambre. Atenazada por la angustia, no había probado bocado en toda la mañana.
Ti farè una comida speciale, dijo don Chicho, que se arremangó la camisa y se puso el delantal. Hacía tiempo que no cocinaba, para eso lo tenía a Calixto. Pero sabía hacerlo, desde luego.
Echó un par de astillas en la cocina, puso la sartén sobre la hornalla. Estaba en su elemento, sabía lo que hacía.
Va, cambiati il vestido, ragazza. Te faré una manggia para chioparte lo dedo…
***
¿Y Calixto?
Había quedado boyando, después de la ceremonia, con cincuenta céntimos en el bolsillo e instrucciones de no volver a casa hasta ya entrada la noche.
¿Qué iba a hacer, mientras tanto?
Caminó por las calles del pueblo, como bola sin manija, terminó recalando en El Diluvio, el boliche al que se escapaba cada vez que don Chicho lo mandaba a hacer un mandado.
En una de las mesas estaba el Gordo Aloys, el cerrajero alsaciano, que armaba un solitario, mientras daba sorbos a vasito de Elixir Raspail.
¡Pero si es el Sastrecillo Valiente!, exclamó. ¿Qué pasó contigo? ¿Te echaron a la calle?
Lo invitó a sentarse a su mesa. Le indicó al mozo que le sirviera una copita a él también.
Aún no la he visto. Dicen que es toda belleza.
Sí, dijo Calixto. Lo es.
Él también había quedado flechado, desde el momento que la vio. Soñaba con escaparse con ella, con llevarla lejos, muy lejos...
Llegó el mozo con el pequeño vaso de líquido ambarino. Calixto se lo bebió de un trago, lo que le provocó un acceso de tos.
Ese es tu problema, eres un atolondrado, dijo el Gordo Aloys, que seguía acomodando las cartas sobre la tosca mesa de madera. ¿Aún tienes la copia que te hice?
¡Shhhhhh!, se alarmó Calixto.
Era la copia de la llave de la despensa de don Chicho. Calixto la había usado para introducirse cuando su patrón salía, para echarle mano a sus excelentes quesos, a los salamines o al crocante pan que su patrón sólo le administraba en mínimas dosis, lo justo para que no muriera de hambre. ¿Acaso sabía Calixto lo que iba a pasar? ¿Que, al pisar una tabla floja, se pusiera a investigar, y encontrara la totalidad de los ahorros de don Chicho, en el interior de una media de lana?
No. La tiré.
Ja, ja, ja… se rio el Gordo Aloys. Eres pésimo mintiendo.
Otros parroquianos entraron al Diluvio. Después de servirlos, el patrón se puso a tocar el acordeón. Tocó una cancioncilla melancólica que, vaya a saber por qué, le arrancó las lágrimas al sufrido Aprendiz. Era muy infeliz. Amaba a una mujer que no podía tener. Había encontrado una fortuna y no la podía tocar. No sin que don Chicho lo descubriera.
Ya te lo dije, deberías pegarle un fierrazo mientras duerme y escapar con su dinero, dijo alegremente el Gordo. ¡Con su dinero y su mujer!
¿Ah, sí? ¿Y cómo conseguiré un pase? Es imposible dejar el puerto sin uno.
El cielo se había puesto gris. De a ratos llovía.
El Gordo Aloys terminó de armar el solitario, volvió a juntar las cartas.
Oye, esto está muy aburrido, dijo. ¿Quieres echar una partida?
Sin esperar su respuesta, comenzó a repartir las cartas.
Si tienes dinero, cualquier cosa se consigue, dijo el Gordo. Sólo hay que tener el coraje necesario.
¿Usted cree que es posible?
¡Patrón! ¡Otra ronda! Y unos porotos, para anotar los tantos…
El Gordo se desprendió de una carta, sacó otra del mazo.
Escuché que el italiano está por comprar un campo, ¿lo sabías?
¿Qué? No. No sé nada.
Será mejor que te apures a sacarle el dinero. Cuando al fin te decidas, ya se lo habrá gastado.
Calixto no llegó a la casa hasta pasadas las diez. Exhausto, borracho, con la cabeza llena de ideas extravagantes. Entró por la puerta de atrás, tratando de no hacer ruido.
No sabía con lo que se iba a encontrar. Con una escena trágica, sin dudas. Con el bruto de don Chicho dando rienda suelta a sus instintos salvajes, y Lalita llorando desconsolada, tras haber sido ultrajada por ese animal con el que la obligaron a casarse.
Yo te rescataré, Lalita, murmuró. Amor mío. Vida mía. Escaparemos juntos…
La casa olía a cebolla frita, y a café. Calixto tropezó con un taburete y se dio de bruces contra el piso.
Lo mataré. Te lo juro…
Trató de incorporarse, pero no pudo. No se veía nada. La casa estaba oscura y en silencio, o así se lo pareció, hasta que escuchó algo parecido a un gemido.
Ay… Ay… Ay…
Borracho como estaba, Calixto levantó la cabeza. ¿Era posible?
Ay, Doménico. Ay, Don Chicho…
Calixto no daba crédito a sus oídos. ¡Lalita! ¡No puede ser! ¿Acaso podía entregarse voluntariamente a ese viejo? ¿A ese viejo bigotudo, panzón? ¡Qué asco! ¡Qué asco!
Lalita, amore mío…! Ti amo! Ti amo!
Ay, Doménico… Ay…
A los tumbos, Calixto caminó hasta la trastienda y se tiró en su jergón. Se tapó la cabeza con la bolsa de arpillera que le servía de almohada, para no escuchar, pero escuchaba igual.
Ay, don Chicho. Ay…

© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
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