Capítulo 81 - La vida es sueño


Los indios andaban alborotados. Un barco había naufragado, durante la noche, y al amanecer habían aparecido en la playa baúles y cajas con objetos de lo más inesperado: un reloj de péndulo, varios candelabros, un globo terráqueo... Una caja repleta de bastones de caoba flotó hasta un recodo de la Bahía, y pronto se vio a los tehuelches de la tribu de Luisito paseándose cada uno con su propio bastón, como lechuguinos de los Champs-Élysées.
¡Allí! ¡Allí hay otra!
Unas cajas se habían destrozado contra las rocas, y su contenido se había desparramado sobre las piedras, como las tripas de un animal sacrificado. Otras estaban intactas, y los indios debían afanarse para desclavar las tablas.
Conforme a su costumbre, el reparto era equitativo entre los miembros de la tribu, incluso entre quienes no habían participado de la recolección. A Morocho le tocó una parte doble, por ser el Cacique Principal, y lo mismo a Luisito, su hijo mayor. Otro tanto para los muchachos que habían descubierto las primeras cajas, cuando fueron a buscar a unos caballos que se habían escapado.
¿Y esto? ¿Qué caracho podrá ser?
Era difícil hacer la repartija si no sabían qué eran algunos de los artefactos encontrados, y para qué cuernos podrían servir. El propio Luisito, que había estado varias veces en los poblados de los blancos, debió admitir que jamás había visto chirimbolos semejantes. Los miró de un lado y del otro. Al fin dijo:
Llevémosle todo al Cebolla. Él debe saber lo que son.

***

En el interior de uno de los toldos, echado sobre un cuero de oveja, el Loco Cebolla se reponía de su herida en la barriga, producto de una estocada que por poco no lo había mandado al camposanto.
Apa, apa, apa…
Cada dos o tres días venía Orkeke, el hechicero, a cambiarle el emplasto de hierbas que le había puesto sobre la herida, y a pronunciar unos conjuros. El Cebolla debía quedarse ahí quietito, hasta que la herida sanara por completo. ¿Cuándo sería eso? Bueno, cuando Orkeke lo dijera.
Apa, apa, apa…
El Loco Cebolla se aburría sobremanera, al punto de desear que el filo de la espada de Bernardo (que lo había herido sin querer, mientras se entrenaba para el duelo) hubiera entrado una pulgada más en sus tripas y lo hubiera enviado al Otro Mundo.
¿Es que acaso lo había? ¿Había Otro Mundo? Eso algo que al Cebolla hasta hace poco lo tenía sin cuidado. Pero, desde que estaba ahí tirado, sin nada más que hacer, no le quedaba más remedio darle vueltas en su cabeza, a esa y otras ideas.
Enriqueta, la hija del Hechicero, le traía cada tanto un trozo de carne de guanaco o de avestruz, o un jarro con jugo de calafate. El Loco se tomaba el jugo, aunque a la carne casi siempre la repartía entre los perros que se habían arrimado a su toldo.
Aquí tienen, amiguitos. Coman… Coman…
Eran una media docena de perros de lo más variados: perros grandes o pequeños, perros peludos o pelones, perros que eran hijos o nietos de los perros que habían venido en alguno de los barcos que habían hecho escala en las costas patagónicas, o que sobrevivieron a un naufragio nadando hasta la orilla.
No se peleen, hay para todos. ¡Eh! ¡Tú ya comiste! Déjale un poco a los demás.
Eran una buena compañía para el Cebolla. Se echaban alrededor suyo las noches de frío, y servían de público para sus reflexiones. Aullaban y movían la cola cuando el Loco se ponía a recitar uno de sus poemas.

“Sueña el rey que es rey y vive,
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando…”

Aú, aú, aúuuuu… aulló un cuzco lanudo, el más bochinchero de todos.

“Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza”.

De a momentos le fallaba la memoria; tenía que ir sacando los versos de uno en uno, como una tira de chorizos.

“Yo sueño que estoy aquí,
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.”

En otros tiempos tenía una memoria extraordinaria. Se aprendía capítulos enteros del Mío Cid, del Libro del Buen Amor, de La vida es sueño… Su abuelo solía traer a los criados y a los peones de la finca para que lo escucharan recitar. El negro Jacinto servía a los presentes una copita del licor de mandarina.

“¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños… sueños son”

Sonaban los aplausos, después de cada función.
¡Bravo! ¡Bravo, Arturo! ¡Muy bien!
Lo premiaban con alguna golosina, o con un vaso de limonada, aunque el mayor premio era la reacción de su público, los suspiros y las risas de aquella gente sencilla, ver una lágrima que rodaba…

***

Un galope estremeció la tierra. Los perros se echaron a ladrar.
Apa, apa, apa…, se rascó la cabeza el Cebolla.
Nunca se sabía, con estos salvajes. Tanto podían venir en son de paz, y compartir contigo hasta el último trozo de pan, como costurearte a lanzazos sin explicarte las razones.
Es Luisito, se acercó a tranquilizarlo Enriqueta.
Ah…
Los indios desmontaron. Sus perros se olfatearon el trasero con los perros del Cebolla.
Ua ingue, hermano Cebolla…
Buenas y santas, Luisito…
Luisito se sentó en la cabeza de vaca que servía de silla, la única en el toldo. Los demás indios se sentaron en el puro suelo, o se quedaron de pie. No venían con las manos vacías. Uno de ellos se acercó con un pequeño cofre y lo abrió.
Esto para vos, Cebolla.
Los ojos le brillaron, al loco, cuando vio que se trataba de libros. Hacía tanto que no tenía nada para leer… Tomó entre sus manos los volúmenes, examinó las cubiertas. Bellísimos libros, sólo que escritos en otro idioma, en holandés o vaya a saber qué.
¿Qué? ¿No gusta?, preguntó Luisito.
Sí, sí, gusta, mintió el Cebolla, que jamás había sido bueno para los idiomas. En sus años de seminario apenas si pudo aprender unas palabras de latín. Y en todo el tiempo que pasó en los toldos, unos veinte años atrás, sólo unas palabras de tehuelche, que olvidó a poco de volver a la Civilización.
Gracias, Luisito, puso a un costado los libros el Cebolla. Gracias, muchachos…
Enriqueta trajo el mate. Los indios fueron acercándole al Loco sus hallazgos.
Esto es un tintero, dijo el Loco.
Desenroscó la tapa de latón, cuidando no volcar la tinta.
¿Ven? Es para escribir. Se pone una pluma aquí dentro, y…
Las seis o siete cabezas de los salvajes seguían con atención sus movimientos.
…luego se escribe, con una pluma…
¿Valer algo?, lo interrumpió uno de los indios que estaba más atrás.
¡Pucha con el comerciante!, dijo el Cebolla. Sí, yo diría que sí.
¡Ah! Eso bien…
Los hombres de Luisito se mostraron satisfechos.
¿Y esto?
Esta vez le alcanzaron un instrumento de bronce, con cuadrantes y agujas. ¿Es reloj?
El Cebolla lo examinó con cuidado, lo hizo girar. Sólo había visto una vez uno de esos. Le costó recordar su nombre.
Es un astrolabio, dijo al fin. Sirve para medir las estrellas.
¿Las estrellas? ¿Medir las estrellas?
Uno de los indios repitió en lengua tehuelche lo que el Cebolla había dicho. Algunos rieron.
¿Esto broma del Cebolla?
¡No! Se usa en los barcos… Cuando van por el mar…
Fue inútil que tratara de explicarles que se trataba de un instrumento de navegación. Los indios eran navegantes del desierto, pero el mar los tenía sin cuidado. El que había traído el astrolabio volvió a guardarlo en su alforja. Tal vez le sirviera para intercambiarlo por un chifle de aguardiente, en un boliche de Punta Arenas, o para negociarlo con los mercachifles que se arriesgaban a traer sus mercancías al Territorio Tehuelche.
Mira esto, Cebolla…
¡Ah, esto sí que me gusta!, dijo el Loco, tomando la cajita de madera labrada.
Los indios habían descubierto el mecanismo que la abría, pero no tenían idea de lo que eran las figuritas de madera que estaban en su interior.
Esto, queridos amigos, es un juego de ajedrez.
¿Juego?
Ellos ya conocían los naipes, y los dados, que los náufragos y los desertores que habían introducido en su territorio, para despojarlos de sus caballos u objetos de valor.
No, esto es diferente, dijo el Cebolla, que sacó las piezas y las fue alineando sobre el lado externo de la caja, que al abrirse se convertía en un tablero.
Es un juego distinto, como guerra.
¿Como guerra?
Sí. De un lado están los blancos y del otro…
Los tehuelches, dijo uno de los indios que estaba atrás, el único de ellos que usaba pantalones.
Sí, digamos que sí, concedió el Cebolla. Tú jugarás conmigo, Luisito.
Luisito miró a sus hombres, como si les consultara si debía o no hacerlo. Nadie dijo nada.
Este es el rey de los blancos, dijo el Cebolla.
¿Rey de los blancos? Gobernador García, dijo el indio de pantalones, que no podía ver nada sin comentarlo.
Los demás indios aprobaron, todos menos uno, un indio de pelo crespo (cosa rara, en un tehuelche), que objetó:
No, eso no verdad. Gobernador García más grande. Gobernador García con bigote.
Cierra el pico, quieres, lo cortó el Cebolla. Nadie te preguntó tu opinión.
Sigue, Cebolla, lo alentó Luisito.
El rey puede mover de a un casillero por vez. Es la pieza más importante. Al lado suyo está la reina.
¿Reina de los blancos? Doña Manuelita, dijo el de los pantalones.
Otro que no sabe quedarse callado, protestó el Cebolla. ¡Así no terminamos más!
Sigue, Cebolla. Por favor.
Estas piezas se llaman alfiles, y mueven en diagonal, y estos son los caballos…
¡Caballo!, saltó de su asiento el indio de rulos. ¿Ese caballo? ¡Si no tiene patas!
Sí, eso verdad, le dieron la razón los otros.
Me caggo en Satanás, dijo el Cebolla. Jamás vi indios más habladores. ¡Esto parece una tertulia literaria!
Este juego es aburrido, dijo un indio más joven, que hasta entonces no había hablado.
El Cebolla suspiró. Se preguntó si no estaba gastando saliva, con esos salvajes.
¿Y qué pasa con tehuelches?, preguntó Luisito, señalando las piezas al otro lado del tablero.
Bueno, del otro lado tenemos lo mismo: está el rey…
¿Rey de tehuelches? Cacique Morocho, dijo el indio de pantalones.
¿Qué? ¡Yo también Cacique!, protestó Luisito.
Se armó una discusión. Había que agregar otro rey más a esas piezas, los tehuelches tenían dos caciques, y más también.
No, no se puede, dijo el Cebolla. En el ajedrez sólo puede haber un rey por bando, y una reina.
¿Una reina? ¿Reina tehuelche?
¡Ju, ju, ju!, se rió como una hiena el indio de rulos. ¡Tehuelches no tiene reina!
Exasperado, el Cebolla dio vuelta de un manotazo el tablero. Las piezas volaron por el aire.
¡Largo de aquí, ya no los soporto!
Fue inútil que Luisito lo instara a seguir, el Loco se negó de plano.
¡Tehuelches nunca reina!, seguía insistiendo el indio de rulos. ¡Sólo Reina María, y ella muerta!
Las piezas quedaron desparramadas por el suelo, nadie se molestó en levantarlas. Mientras montaban otra vez en sus caballos, Luisito dijo, con aire melancólico:
Cuando María reina de tehuelches, tehuelches feliz.

***

Lo que decían era verdad. Los tehuelches habían sido siempre gobernados por caciques mayores y menores, subcaciques o caciquejos, en todo caso, siempre por hombres. Sólo una mujer los había gobernado alguna vez, la célebre María, de quienes dejaron testimonio viajeros y exploradores como Darwin, Fitz Roy o Luis Vernet. El Cebolla la había conocido, unos veinte años atrás, en los últimos tiempos de su reinado, cuando el barco que lo traía recaló en las proximidades del Río Coyle.
Nadie lo llamaba Cebolla, en ese tiempo. Le decían Padre Arturo, porque ya había completado sus estudios en el seminario mayor, y usaba la correspondiente sotana, aunque no había tomado los votos todavía.
El Desirée, el barco que lo llevaba desde Buenos Aires a Valparaíso, había recalado por accidente en esa parte de la Patagonia. Una tormenta lo había sorprendido, en las proximidades de la Isla de los Estados. La sacudida fue tal que el Capitán dio la orden de desembarcar en el primer lugar accesible y proceder a la reparación de la nave. Fueron a parar a un páramo desolado, a orillas de una ría. Pronto vieron una columna de humo elevarse al otro lado una loma.
Son los indios, dijo uno de los marineros. Están advirtiendo de nuestra llegada.
No hay nada que temer, dijo otro. Los patagones son gente pacífica.
Aún así, todos sintieron un escozor en la espalda, cuando una veintena de jinetes se acercó, levantando polvareda. El filo de sus lanzas se recortaba contra el cielo.
¡Hola, amigos!, avanzó hacia ellos el Capitán.
Los indios miraban con desconfianza a los recién llegados. Dieron vueltas alrededor de ellos con sus caballos, uno de ellos sacó un revólver y dio un par de tiros en el aire.
No se preocupe, Padre Arturo, le dijo el Capitán. No nos harán daño, sólo les gusta presumir.
Al día siguiente comenzaron los trabajos. Los tripulantes se dieron a la tarea de reparar el casco y ajustar el velamen, o lo que quedaba de él. Sonaban los martillos.
Vamos, muchachos. Vamos, que falta poco…
En un caldero habían puesto a hervir la brea, que aplicaban poco a poco sobre el casco. El viento soplaba sin parar.
Los indios les trajeron carne de guanaco salada y huevos de avestruz, que intercambiaron por los vicios de los blancos: azúcar, fósforos, galleta, municiones para sus rifles y, sobre todo, alcohol. El aguardiente volvía locos a los patagones. Algunos descorchaban las botellas apenas las tenían en las manos y se ponían a beber hasta caer redondos.
Pasado el mediodía, un nuevo grupo de indios se acercó.
¿Dónde está el cura?, preguntó uno de ellos, sin desensillar.
Le señalaron a Arturo, que corría con una de las brochas, y tenía manchas de brea en la sotana y en el rostro.
Ven con nosotros, le dijo el indio. La reina te llama.
¿La reina?
María la Grande, Reina de los tehuelches.
El cielo se había cubierto. Una nueva tormenta se avecinaba. El indio que oficiaba de mensajero dijo que los toldos de María estaban cerca, a sólo medio día de viaje. Le ofreció uno de los caballos que traía, un moro gateado, con una buena montura.
No vaya, Padrecito, le dijo en voz baja el Capitán. Yo sé por qué se lo digo.
El talante de los emisarios, sin embargo, no parecía admitir una respuesta negativa.
Iré con ellos, dijo alegremente Arturo. Para mañana ya estaré de vuelta.
Dejó allí su equipaje. Sólo llevó su capote y una alforja, en la que colocó una damajuana de aguardiente para regalar a sus anfitriones.
En el momento de despedirse, el Capitán deslizó dentro de su alforja un revólver, un Smith & Wesson de cachas nacaradas.
Oh, no creo que sea necesario, dijo el joven seminarista.
Llévelo, Padrecito, insistió el Capitán. Nunca se sabe, con estos salvajes.

***

Las piezas de ajedrez quedaron tiradas en el piso. Enriqueta se encargó de juntarlas.
A mí gustó juego, Sibolla, le dijo la hija del Hechicero. Yo quiere saber cómo esto.
¿Por qué no?, sonrió el Loco. Tienes más seso que cualquiera de esos borrachines.
Enriqueta sonrió. Era una mestiza de porte algo más que mediano, que lo había cuidado durante ese par de semanas, porque su padre se lo había ordenado. Como toda mujer tehuelche, se la pasaba trabajando, desde el amanecer hasta el crepúsculo, juntando leña, preparando la comida, tejiendo mantas, mientras los hombres daban paseos a caballo y holgazaneaban. Enriqueta ya había pasado la primera juventud, y tenía el pelo de la frente cortado bien corto, señal de que se trataba de una viuda. A veces, al abrir los ojos, el Cebolla la sorprendía mirándolo, mientras atizaba el fuego o revolvía el contenido de una cacerola.
Bien, acomodemos las piezas, dijo el Cebolla. Esta piedra reemplazará al peón que falta.
La herida del Cebolla había sanado, en parte. Al menos ya podía estar sentado. Enriqueta le acomodó una especie de cojín para que se apoyara.
El peón mueve de a un casillero, pero come en diagonal.
¿Así?
Era muy lista, en un rato aprendió cómo movían las piezas y un par de estrategias básicas. No le molestaba que los caballos no tuvieran patas, era capaz de hacer abstracciones. El Cebolla la dejaba que le comiera alguna pieza, como hacía con él su abuelo cuando le enseñaba a él.
¡Muy bien, Arturo!, le decía. ¡Me has vuelto a ganar!

***

Su abuelo también era un rey, a su manera, el amo y señor de La Esperanza, la finca en la que Arturo pasó los primeros once años de su vida. Una finca que había sido una de las más grandes del país, mermada su extensión con el paso de las generaciones y los desmanejos de sus sucesivos dueños, más adeptos a los placeres de la vida que al trabajo y la moderación.
El último de ellos, don Arturo López López, el abuelo de Arturo, había sido en su juventud un gallardo oficial, gran jinete y espadachín, que luchó en las Guerras de Independencia. Cruzó los Andes con el Ejército de San Martín, peleó en Maipú junto a O’Higgins y fue herido en la batalla de Ayacucho.
Don Arturo volvió a su terruño tras diez años de combate, cargado de honores, mas no de fortuna. Sus padres habían muerto durante su ausencia, y la finca familiar se hallaba en un estado lamentable. Don Arturo era un hombre muy guapo, de tupidas patillas, y su matrimonio con una joven de buena sociedad le aportó una dote que le permitió a La Esperanza mantenerse a flote por algunos años. Pero hacía falta un hombre emprendedor y con buen ojo para los negocios para recobrar la antigua fortuna, y él no lo era. Para cuando su nieto Arturo nació, La Esperanza se reducía tan sólo a unas fanegas de tierra y a la casa señorial, un auténtico palacio, ya invadido por el moho y perforado por las termitas.
Al pequeño Arturo le gustaba vivir allí. Era el príncipe de aquel castillo, mimado por su abuelo y por los pocos peones que aún quedaban. Cuando no correteaba por el monte se instalaba en la cocina con el ama, que le dejaba probar el dulce de membrillo que preparaba, o escuchaba las bromas del negro Jacinto, un viejo esclavo que se había quedado a vivir en la finca, luego de la emancipación, porque no tenía otro lugar adonde ir.
Eran pobres pero felices. Si había para comer un chivito al asador, se lo comía; si no, con un par de papas se arreglaban. Su abuelo pasaba más tiempo en la biblioteca que atendiendo las labores agrícolas. A veces salía a dar una vuelta con su petiso, y le decía a los peones cosas como: Habría que reforzar el techo del granero, Tiburcio, no creo que aguante otra nevada. Sí, patroncito, le respondía Tiburcio, habría que ponerle unos puntales… Pero Tiburcio jamás ponía los puntales, ni Don Arturo se lo recordaba, y cuando el techo del granero se caía, todos lo tomaban como una fatalidad inevitable.
Por las noches sonaba la guitarra de Martiniano, un gaucho que había acompañado a Don Arturo en sus campañas militares. A la luz de una fogata, Don Arturo relataba las hazañas de sus tiempos en el ejército.
¿Les conté de aquella vez que se nos resbalaron las mulas, cruzando el Paso de Uspallata?
No, don Arturo, mentían todos.
Era pleno invierno, y empujábamos un cañón de dos toneladas por una pendiente nevada…
El pequeño Arturo jamás fue a la escuela, ni tuvo un tutor o maestro. El Negro Jacinto le enseñó a leer y a escribir, y el Ama le enseñó el Padrenuestro y el Ave María, y que nunca había que dejar una tijera abierta sobre la mesa, porque atraía a la desgracia. El abuelo Arturo, por su parte, le enseñó a manejar las pistolas y el sable curvo.
Bien, Arturo. Muy bien…
Con los gauchos de La Esperanza aprendió a pelear con el facón, usando como escudo su poncho envuelto en el otro brazo.
¡No habrá un soldado como tú, Arturo!, le decía su abuelo. ¡Ya lo verás!
Una mañana, don Arturo ya no despertó. ¿Será que alguien dejó una tijera abierta? Fue el final de un hermoso sueño. Antes de que pudiera comprender lo que estaba pasando, el pequeño Arturo se encontró subido a una diligencia, con destino a la ciudad. Se despidió para siempre del Negro Jacinto, del Ama, de los gauchos, de La Esperanza…

***

No le hizo falta usar el revólver que el Capitán del Désirée le había dado, los tehuelches lo trataron muy bien. Tras medio día de cabalgata llegaron a los toldos de la Reina, que salió en persona a recibirlo.
¿Vos sos el padre cura?
Era una india de unos sesenta años, no muy diferente a las demás mujeres patagones que Arturo había visto hasta entonces. No tenía corona, ni manto de púrpura. Aun así, el joven seminarista tocó el suelo con la rodilla y le besó la mano, como si se tratara de la Reina Isabel de las Españas.
Oh…, exclamaron los indios, que jamás habían visto nada semejante.
Si llegaban a darse cuenta que les estaba tomando el pelo, lo hubieran perforado a lanzazos. De hecho sí, hubo uno que se puso a chillar como una urraca, insultándolo en su idioma. Era un mestizo de pelo corto, vestido con una chaqueta militar. El joven seminarista sonrió. No pensó que fuera a atacarlo, y si lo hacía, no le importaba. No le tenía miedo a la muerte. De hecho, cuando el Desirée estuvo a punto de naufragar, él era el único que se tomaba a broma lo que pasaba. Se las arregló para preparar el café, a pesar de las sacudidas, y le llevó las tazas al Capitán y a los desesperados tripulantes.
¡La fe que tiene que el Padrecito Arturo!, dijo uno de los marineros, y otro le respondió: Claro, porque él sabe que va a ir al Cielo…
Arturo no pudo evitar sonreír. ¡Ahí estaba el asunto! Si no tenía miedo a morir era, precisamente, porque había perdido la fe. Quién no cree en la otra vida ya está muerto en esta, dijo el Poeta, y tenía razón. A Arturo ya no le importaba lo que pasara. La vida era un gran chiste para él.
¡Basta, General! ¡Queda quieto!, le ordenó la Reina María al indio de chaqueta militar.
¿General? Ja, ja, ja, se carcajeó Arturo, aumentando aun más la irritación del mestizo.
La Reina invitó al Joven Seminarista a tomar asiento en un cráneo de vaca pelado, igual al que usaba ella para sentarse. Debía ser su trono.
Gracias, Su Majestad, dijo ceremoniosamente Arturo. Es un honor.
Estaban el toldo real, por así decirlo, que no era ni más grande ni más lujoso que los demás toldos de la tribu, aunque sí estaba provisto de varios objetos suntuarios: una tetera de loza esmaltada, un par de binoculares, una lámpara que, a falta de querosén, sólo podía servir de adorno, un cuadro pintado al óleo, una gran cacerola que hervía sobre el fuego…
La Reina María le explicó que eran regalos de viajeros que habían pasado por allí.
El joven seminarista comprendió el motivo de la invitación, y se quitó la medalla de plata que llevaba al cuello.
Es la Virgen del Rocío, Su Majestad. La madre de Nuestro Señor Jesucristo… Se llamaba María, como Usted…
¡Oh!, exclamó la Reina de los patagones. ¡Gusta! ¡Mucho gusta!
Apa, apa, apa… murmuró un indio que estaba sentado frente a la fogata y que, a falta de cucharón, revolvía el contenido de la cacerola con un palo. Un indio viejo, chiquito y arrugado como verija de mono, en quien Arturo ni se había fijado hasta entonces.
Apa, apa, apa, repetía el viejito, como en una letanía.
Esto es mi marido, el Cacique Manuel.
Apaaaa… , sonrió el viejito, mostrando sus encías peladas.
La Reina María le contó que era la hija de un gran cacique, y que de niña había vivido por un tiempo en la parroquia de Carmen de Patagones, y que su reino abarcaba todo el Desierto, desde el Mar Chico (el Estrecho de Magallanes) hasta el Río Negro, al sur de Buenos Aires.
Apa, apa, apa…, repetía el Rey Consorte, como rearfirmando lo que su esposa contaba.
Vaya, qué impresionante, dijo el joven seminarista, que sabía que nada de eso era cierto. Según le habían contado los tripulantes del Désirée (que paraban seguido en la zona) la autoridad de la Reina María se había reducido apenas a unas pocas tribus cercanas. La mayor de parte de los caciques tehuelches no le hacían ni caso, y sólo la reconocían como reina de manera nominal.
Apa, apa, apa… repetía su marido, lo cual no debía querer decir nada, ni en tehuelche ni en ningún idioma. Sin duda se trataba de un anciano senil. Aaaaaapa… Aaaaaapa…
María se colocó la medalla junto al amuleto que ya llevaba encima, un trozo de madera al que llamaba Mi Cristo. Lo acariciaba todo el tiempo, lo soltaba, lo volvía a agarrar. Tal vez había sido un crucifijo, alguna vez, hoy desgatado por el uso.
Toca, toca Mi Cristo, le dijo a su joven invitado, que no se mostró muy entusiasmado con la invitación.
Toca. Bueno para vos.
Apa, apa, apa… lo alentó el viejito Manuel.
Qué remedio. Arturo se inclinó hacia la Reina, que no olía precisamente a rosas, y acarició el palo seboso.
Ahora Mi Cristo con vos…
No decía "Cristo", sino "Mi Cristo". ¡El tupé de la vieja! Arturo no pudo evitar sonreír.
Vos cara tuyo, dijo la Vieja, pero corazón tuyo…
La reina extendió una mano y la apoyó en su pecho.
Corazón tuyo… ¡Mucho pena!
Arturo ya no sonreía. No fue capaz de decir nada. Se le había hecho un nudo en la garganta.
Vos corazón, mucho lágrima. Como cebolla…
Ja, ja, ja…, se rieron los demás tehuelches, que ya estaban algo achispados, gracias a la damajuana de aguardiente que Arturo les había llevado. Menos el mestizo al que llamaban El General, todos se señalaban a Arturo y repetían:
¡Cebolla! ¡Cebolla!
Al amanecer, los indios lo escoltaron de nuevo hasta la playa, hasta donde estaba la tripulación del Désirée. Sólo la tripulación: el barco había desaparecido.
¡Maldito traidor! ¡Nos ha abandonado!, decían los marineros.
Así era. Aprovechando la marea, el Capitán había cogido las de Villadiego; a excepción de dos jóvenes grumetes, había dejado abandonada a la tripulación completa, para no pagarles el año de sueldo que les adeudaba.
¡Nos ha botado aquí, en medio de la nada, entre estos salvajes!
Arturo se dio cuenta de que se había llevado también su cofre, con el dinero que tenía ahorrado, con sus libros y objetos personales. Entonces hizo lo que nadie esperaba: se largó a reír. Fue un ataque de risa incontenible, el suyo, que lo hizo rodar por el suelo, arrancándole las lágrimas. Levantó un brazo al cielo y gritó, dirigiéndose quién sabe a quién.
¡Eres muy gracioso!, ¿lo sabías? ¡Eres todo un comediante!
Está loco, dijo uno de los marineros. Está loco de remate.

***
 
No era la primera vez que lo trataban de loco, de chiflado, de alienado mental. Ya en el Colegio Menor, en Salamanca, lo habían catalogado como un caso perdido.
Allí lo envió su madre, para que hiciera sus estudios: nada menos que a España, al otro lado del mundo.
No, madre. Por favor. Me portaré bien, se lo juro…
Su madre no tenía lugar para él, en su nueva familia, con su nuevo marido y sus nuevos hijos. El pequeño Arturo se alojó en casa de su tío, el Obispo, ni bien llegó a la Capital. Sólo pudo ver a su madre un momento, antes de partir.
No, madre. Quiero quedarme aquí contigo. ¡Madre, no!
Ella se mantuvo inflexible, mientras los servidores lo metían a la fuerza en el carruaje. No la vio derramar una lágrima. Ni una sola.
Es lo mejor para ti, Arturo. Adiós.
¡No, madre! ¡Por favor!
Cinco meses tardó el barco en llegar a Cádiz, y otras dos semanas le tomó a la diligencia llevarlo hasta la célebre ciudad universitaria.
En el Colegio pronto se ganó fama de revoltoso y pendenciero. No había día que no se trenzara a puñetazos.
Mi abuelo ha sido un héroe de la Independencia, decía. ¡Ha matado a cientos de españoles, y eso haré yo también!
¡A la celda de castigo! ¡Ahora!
Era rebelde a cualquier tipo de autoridad. Ni penitencias ni azotes lograban doblegarlo.
¿Es lo más fuerte que saben pegar? ¡No me ha dolido! ¡No me ha dolido, ja, ja, ja…!
Este rapaz no tiene compostura, decían los curas. ¡Tiene al diablo dentro!
Era un caso sin remedio, o eso parecía. Una tarde pasó a visitarlo por el hospital (al que había ido a parar con una pierna quebrada, tras tratar de fugarse por los techos) un humilde curita de pueblo.
¿Cómo estás, chavalete? ¿Arturo es tu nombre, verdad?
El cura no le largó ningún sermón, no le dio ningún consejo. Le trajo una bolsa con naranjas, unas naranjas tan grandes como Arturo jamás había visto en su vida.
Son de mi tierra, de Andalucía. Pruébalas, verás lo bien que saben.
El Padre José le recordaba a su abuelo. No porque fueran parecidos, pero sí por su carácter. Era él único, en ese lugar maldito, que parecía comprender lo que le pasaba.
Es verdad. Son muy dulces. 
El Padre José se convirtió en su guía y mentor, y más que eso: en su amigo. Daban largas caminatas por la ciudad, charlaban. El viejo cura reía con las historias del muchacho, con los relatos de su lejana tierra, con las historias de la finca, de su abuelo.
Curas y maestros quedaron igual de sorprendidos del cambio producido en el muchacho; más aún cuando Arturo anunció su intención de ingresar al Seminario Mayor. Sería un soldado, sí, pero un soldado de Cristo. “Id y predicad el Evangelio en Jerusalem, en Judea y Samaria, hasta los confines del mundo…”

***

Las páginas de los libros en holandés sirvieron para alimentar la fogata, en la entrada del toldo. Ayudado de un palo, a modo de muleta, el Cebolla volvió de los arbustos que le servían de excusado y se tendió muy despacio junto a Enriqueta, que se había quedado dormida al lado suyo. Le colocó en el pelo una flor que había encontrado en el camino. Ella abrió los ojos y sonrió.
La partida de ajedrez había dado lugar a otro juego más antiguo. El Cebolla y Enriqueta habían dejado de ser, por una noche, un hombre de la Civilización y una mujer del Desierto, para ser simplemente un hombre y una mujer.
¿Qué dirían los tehuelches, cuando se enteraran? ¿Qué diría Orkeke? Enriqueta y el Cebolla no habían formalizado lo que los tehuelches entendían como matrimonio. Él no había pagado por ella los guanacos correspondientes, no se había realizado ninguna ceremonia.
Yo antes, miedo de vos, confesó Enriqueta. Gente dice Sibolla malo, Sibolla asesino de tehuelche.
¿Yo? ¿Un asesino?, se rascó la cabeza el Cebolla. ¡No podría matar a una mosca!
Tras maniobrar con las uñas, logró arrancarse del cuero cabelludo al causante de su tormento: un piojo negro, enorme, cebado con su sangre.
Mira. No podría matar ni a este piojo.
El Cebolla lo hizo volar de un soplido.
¡Adiós, amiguito! ¡Adiós! ¿Lo ves? No lo pude matar.
Vos siempre broma, Sibolla. Siempre broma. Pero indios dicen que, cuando muere Reina María, vos…
Se equivocan, la cortó el Cebolla. Yo no mate a nadie. ¡Los mató el fantasma!
¿El fantasma? ¿Esto broma de Sibolla?

***

Como los caballos, como los perros, los piojos eran compañeros inseparables de los patagones, aunque a estos jamás habían podido domesticarlos. Atacaban día y noche, a cristianos e indios por igual. Maldita sea, protestaban los tripulantes del Désirée, que tras una semana en los toldos ya no podían soportarlo más. Acabaremos convertidos en unos sucios salvajes si nos quedamos más tiempo aquí.
Arturo los presentó con la Reina María, que les ofreció una escolta hasta Punta Arenas. Eso sí, debían esperar unos días, hasta que terminaran de cazar una manada de guanacos que andaba por la zona.
¿Unos días? ¿Cuántos días?
Nunca se sabe con los indios, dijo Arturo, a quien los tehuelches ya habían comenzado a llamar El Cebolla.
Podría ser una semana, o un mes…
Apa, apa, apa… decía el indio Manuel, balanceándose frente a la fogata, como si explicara algo de gran importancia.
Manuel les recomienda que no vayan solos, dijo Arturo. El desierto es muy traicionero para los blancos. Morirán de hambre y de sed, si se pierden.
¿Todo eso dijo? ¡Te lo estás inventado!
Los tripulantes ya habían notado que el joven seminarista era uno de esos sujetos que no se toman nada en serio.
El consejo de un jefe es más bien una orden, dijo el ahora llamado Cebolla. Sería mejor que obedecieran.
¿Un jefe? Este no es más que un viejo chalado.
Aaaaapa… Aaaapa…
Quédate tú, si quieres. Nosotros nos iremos a Punta Arenas esta noche.
¿Cómo? ¿A pie?
Tomaremos prestados unos caballos a los indios. Tienen suficientes, no los extrañaran.
Arturo se largó a reír. Uno de los marineros lo tomó del cuello de la sotana.
Escucha, grandísimo bufón. No se te ocurra delatarnos con tus nuevos amigos. De lo contrario…
¿Qué crees que harán los indios, cuando los descubran? ¿Cuánto crees que tardarán en alcanzarlos?
No importa que nos alcancen. Estamos bien armados, y ellos ya se gastaron las últimas municiones en su cacería.
Tienen lanzas, y boleadoras, que son igual de peligrosas.
No le hicieron caso. Tal y como habían planeado, partieron esa misma noche, amparados por la oscuridad. Como había anticipado Arturo, los indios pusieron el grito en el cielo, cuando despertaron de su borrachera y vieron que los habían engañado. El mestizo al que llamaban el General reunió a seguidores más cercanos y se largó en su persecución. La Reina María le había dado orden de que no mataran a los fugitivos. No quería estropear las relaciones con el Gobernador de Magallanes, que era un hombre honesto y entregaba en tiempo y forma a los tehuelches las raciones que el Gobierno les enviaba. María le pidió al General que escoltara a los marineros hasta Punta Arenas y trajera de vuelta a los caballos. Era un viaje de una semana, al menos, y otra semana más para volver. No obstante, el Mestizo volvió apenas dos días después, diciendo que no los había encontrado, solamente a los caballos.
Pero no debería ser cierto, porque en vez de su chaqueta harapienta, ahora tenía puesto el saco de cuero de uno de los marineros, y sus hombres tenían nuevas armas.
La Reina meneó la cabeza, compungida. Esto va a terminar mal, General, le dijo. Y Manuel, su marido, sentenció:
Apa, apa, apa…

***

Tres días pasó Arturo en la celda del convento, sin probar bocado, sin tomar siquiera un vaso de agua.
No había sido enviado allí como castigo, como en sus épocas de estudiante. Él mismo se había impuesto esa penitencia. Quería mortificar su carne hasta el extremo.
Padre Nuestro, aquí estoy…, oraba, echado sobre las losas.
Nadie le respondía. Dios estaba mudo. Los cielos se habían cerrado.
Padre, escúchame…
Lejos estaban los días en que su vocación recién se había despertado
Cuando la gracia de la Fe se había derramado sobre él como un torrente.
Cinco años había pasado en el Seminario Mayor de Toledo, lindante al monasterio de San Ildefonso. Arturo se aplicó en sus estudios, incluso en el aprendizaje del detestado latín, para poder ordenarse y salir al mundo a predicar. Soñaba, en aquellos tiempos, con hacer por los demás lo que el Padre José había hecho por él.

“Donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensas, ponga yo perdón…”

Era un seminarista modelo. Aunque, de algún modo, seguía vivo en él aquel chiquillo que alguna vez había sido, el deslenguado, el bromista. No podía evitar, de vez en cuando, hacer alguna locura, como pintarle la cara con corcho al bedel mientras dormía, o meter una culebra viva dentro del escritorio del profesor de Derecho Canónico. Durante una salida campestre con sus compañeros Arturo se enfrento él solo con unos bandidos que vinieron a asaltarlos: logró desarmar a uno y puso en fuga a los demás.
Ego te absolvum in nómine Patris, Filis et Spiritu Sanctus…
Sólo dejó la ciudad una vez, cuando viajo a Salamanca, a ver en su lecho de muerte al Padre José.
Ya lo ves, sonrió el curita andaluz. En este hospital nos conocimos, y aquí nos vemos por última vez.
Lo recuerdo, padre. Usted me trajo unas naranjas…
Arturo se arrodilló junto a su cama, tomó la mano pequeña y arrugada de su mentor, de la que la vida se escapaba.
No llores, muchacho. Alégrate por mí. Y ruégale al Señor que su Gracia no te abandone.
Sí, padre…
Que puedas ver la luz de su Rostro, y que no te gane el desaliento en los momentos difíciles…
¿Será que el santo varón vio algo que él no veía?
Tal era el entusiasmo de Arturo, tal su ardiente vocación, que jamás pensó que esos momentos difíciles pudieran llegar.
“Por tu favor, Señor, yo me mantenía plantado en montes poderosos; apenas escondiste tu rostro, vacilé.”
La oscura noche del alma, como la llamó el Poeta, cayó sobre él tres años después, cuando estaba a punto de ordenarse. Tan inesperadamente como había llegado, la gracia de la Fe desapareció.
Oh, Dios mío… Dios mío…
No se atrevía a decírselo a nadie, ni a su confesor. Se encerró por propia voluntad en una celda, comenzó un ayuno brutal.
Dame una señal, Señor. Te lo ruego…
Unas campanas sonaron a lo lejos. Su tañido atravesó los gruesos muros de piedra. Arturo abrió los ojos. Alguien le hablaba. ¿Era el Ángel de la Muerte?
Hermano Arturo…
La voz del monje que había entrado en su celda sonaba lejana.
Hermano Arturo… Ha llegado una carta para usted.

***

La muerte de la Reina María enlutó a la nación tehuelche.
Columnas de humo negro se levantaron por toda la Patagonia, comunicando la noticia. Delegaciones de todas las tribus fueron llegando a Güer Aike, donde la Reina estableció su última morada. Entre los caciques reinaba la inquietud. Varios de los líderes patagones estaban enemistados entre sí, y muchos tenían deudas que saldar. ¿Qué iba a pasar ahora, que no estaba María para contenerlos? ¿Quién iba a apaciguar los espíritus?
El Cebolla no era el único cristiano presente en las exequias finales. Había varios desertores del ejército, de un lado y otro de la Cordillera; un par de fugitivos de la colonia penal de Punta Arenas, que habían sobrevivido a los rigores del Desierto; dos misioneros alemanes y un viajero inglés, que recorría la Patagonia haciendo dibujos de sus paisajes y sus habitantes, de sus plantas y animales.
La Gran Reina se había ido para siempre. Una tos pertinaz había consumido su cuerpo, minado por el alcohol. Quienes estaban en su círculo más íntimo, sin embargo, decían que había muerto de tristeza. La reciente muerte de su marido, en medio de una partida de caza, la había sumido en una pena de la que ya no pudo recuperarse. Manuel había caído de su caballo, mientras perseguía a unos guanacos, dándose un porrazo que resultó mortal. ¿Quién lo había mandado a participar en esa actividad, propia de jóvenes? Apa, apa, apa, dicen que fueron sus últimas palabras, antes de cerrar los ojos para siempre.
Lo trajeron otra vez para los toldos, cruzado sobre su caballo. La vieja Reina se puso a dar chillidos desgarradores. ¿Quién podía haberlo previsto? Por un marido que había sido una especie de criado para ella. Un hombrecito pequeño, débil de carácter y ya senil. La Reina besaba la cabellera de su marido, que se mantenía tan abundante y negra como la de un joven, veteada por unos pocos hilos de plata.
El mestizo al que llamaban el General se convirtió, por así decirlo, en el maestro de ceremonias de los funerales de la Reina. Recibía a los caciques que llegaban de otros parajes y aceptaba sus condolencias, como si fuera de la familia.
El cacique Morocho, en cambio, sobrino de la Reina, se mantuvo en un discreto segundo plano, mientras los demás cantaban, bailaban y caían por tierra, aturdidos por el aguardiente. Morocho permanecía en su toldo, acompañado por su esposa y su hijo Luisito (por entonces un niño pequeño). Su esposa preparó el té para él y para sus invitados, el Loco Cebolla y el Explorador Inglés.
Morocho era un hombre solitario, de modales amables, que, a diferencia de los otros tehuelches, no probaba jamás el alcohol. Él también había sido parte de la partida de caza en la que murió Manuel, aunque no estaba junto a él cuando sobrevino el fatal desenlace. Según Morocho sospechaba, el anciano no había muerto a consecuencia de la caída, sino de un bolazo en la cabeza. Una bola perdida que no pudo haberle pegado de manera accidental.
¿Era el General de la partida?, preguntó el Cebolla.
Sí, dijo Morocho. Estaba junto a él.
El Explorador Inglés, que seguía con sus bosquejos, iluminándose con un farol a querosén, levantó la vista y los miró.

***

Vaya, tienes un aspecto deplorable, le dijo su tío el Obispo, que había llegado a Cádiz la semana anterior.
Te escribí advirtiéndote de mi llegada. Creí que estarías aquí para recibirme.
Es verdad, le había escrito. Arturo lo había olvidado por completo.
Esperaba que ya estuvieras ordenado, dijo su tío. ¿Qué te ha detenido? ¿Por qué no puedo llamarte Padre Arturo todavía?
Era un hombre rechoncho, de piel blanca como la panza de un lagarto, con varias joyas de oro, además del sólido anillo de obispo. Su sotana era de una tela espléndida, al igual que el cuero sus zapatos.
Tío, yo…
Arturo estaba como aturdido. El lujo del Palacio Episcopal le producía una extraña sensación, luego de las semanas de encierro en su celda.
A mi vuelta de Roma, pasaré por aquí a buscarte, le dijo el Obispo. Volveremos a casa juntos, y allí te ordenarás.
Un lacayo de librea entró, llevando una bandeja con una jarra humeante. Otro sirviente acomodó las tazas de porcelana y se aprestó a servir el chocolate.
¿Dos de azúcar, como siempre, su Eminencia?
El Obispo no le contestó, no le dio las gracias, ni lo miró.
No puedo ordenarme sacerdote, tío, dijo Arturo.
¿Qué? ¿De qué hablas?
El Obispo probó su chocolate, hizo un gesto de disgusto.
¡Camarero!
Sí, su Eminencia.
Este chocolate está tibio. Tíralo y tráeme uno nuevo.
Sí, su Excelencia. Enseguida.
¿Qué es eso que no puedes ordenarte?, volvió a dirigirse a él su tío. ¿Conociste a alguna sirvientilla y cambiaste de idea?
No, tío…
Si reniegas de tu compromiso con la Santa Madre Iglesia a causa de una sucia ramera, lo lamentarás. Se convertirá en una arpía, créeme, y más temprano que tarde te darás cuenta que…
No, tío. No es eso, dijo Arturo. Es que… he perdido la fe...
¡Ah, era eso!, casi se rio su tío.
El lacayo volvió con el chocolate humeante.
Ahora sí, su Eminencia. Le aseguro que esta vez…
Llévate esto, llévatelo, dijo el Obispo. Hace mucho calor para este brebaje. Mejor tráeme un jerez.
Sí, su Eminencia…
La fe está muy bien para los jóvenes, dijo el Obispo. Pero nosotros, los hombres con responsabilidades…
El Obispo dio una calada a su cigarro, que se había apagado. Sin que lo llamara, otro de los sirvientes se acercó y encendió una cerilla.
Pero tío, cómo podría ser sacerdote si…
Su tío dejó salir una nueva bocanada de humo.
¿Acaso crees que los miembros del Consejo Cardenalicio creen en algo? ¿Piensas que el Papa tiene fe?
Llegó el jerez, que fue servido en primorosas copitas de cristal.
Lo que importa es la disciplina, el trabajo por nuestra Santa Madre Iglesia. Un trabajo que está muy bien recompensado, Arturo, eso te lo puedo asegurar…
El Obispo le guiñó un ojo y sonrió.
Además, tu madre estará muy orgullosa de ti, Arturo.
¿Mi madre?
Apenas si había sabido de ella, en todos esos años. Todo lo que recibía de ella era una carta, que enviaba cada Navidad, y tardaba seis meses en llegar.
Sabes que depende de ti, ahora que ha quedado viuda. La finca de tu familia, ¿cómo es que se llamaba?
Arturo se lo pensó un momento, como si le costara recordarlo. Al fin dijo:
La Esperanza.
Esa misma, dijo su tío el Obispo. La Esperanza ha ido a parar a manos de los acreedores, hace ya un par de años. Apenas si ha cubierto las deudas, dado el lamentable estado en que la dejó el zascandil de tu abuelo…
Algo pareció moverse, dentro de Arturo. Algo que ni él mismo sabía lo que podía ser. Le pareció escuchar la risa del Negro Jacinto, en alguna parte, el canto del ama cuando preparaba la mazamorra…
Un pésimo administrador, un cabeza fresca que con sus locuras sólo logró terminar en la ruina. Espero que, por tu bien, no sigas su ejemplo y…
No se preocupe, tío, sonrió Arturo. No seguiré el ejemplo de mi abuelo, seguiré el ejemplo suyo…
Su tío se distrajo un momento, para sacudir un resto de ceniza que había caído sobre su sotana.
Usaré mi posición para abusar de mi prójimo y vivir como un príncipe, siguió Arturo.
¿Qué? ¿De qué hablas?
Devoraré los bienes del huérfano y de la viuda, tío, siguió Arturo, lo más sonriente. Mentiré, aceptaré sobornos…
El Obispo se había puesto rojo como la grana. Firmes como postes, los sirvientes miraban de reojo.
Seduciré a las mujeres que vienen a mi confesionario, tío, tal cual lo hace usted. Tendré media docena de amantes, y quién sabe cuántos hijos…
¿Acaso te has vuelto loco? ¿Tienes idea con quién estás hablando, maldito mocoso?
Arturo se repatingó en el sillón y se llevó la copita a los labios.
Vaya, exclamó. Es verdad lo que dice, querido tío. ¡Este jerez es exquisito!

***

Orkeke, el Hechicero, pasó a ver al Cebolla, y lo encontró echado en su camastro, abrazado a su hija.
¡Padre!, dijo ella, y se apuró a levantarse, y tapándose las vergüenzas. El viejo Hechicero miró al Cebolla, que trató de sonreír.
Buenos días tenga usted, Orkeke.
Orkeke no dijo nada. No se quejó, no emitió la menor protesta. Su rostro era un pergamino indescifrable.
Yo creo que… la herida ya ha sanado un poco…, dijo el Cebolla.
Tras un momento de silencio, Orkeke dijo unas pocas palabras en su idioma, y luego se fue. El Cebolla se rascó la cabeza. Lamentaba haber ofendido al Hechicero, que con sus cuidados le había salvado la vida.
Enriqueta volvió a aparecer, ya vestida. Usaba una falda y una chaquetilla, bajo su capa de cuero de guanaco. Iba vestida como india y cristiana a la vez.
¿Qué dijo padre?
¿Y yo qué sé? ¿Acaso hablo el idioma de los  salvajes?
En el rostro de Enriqueta se pintó la inquietud.
Me lleva el diablo, dijo el Cebolla. Estas cosas siempre terminan mal…

***

Los caballos estaban exhaustos, tras dos días de persecución. Los indios del General les habían cortado el paso, al sur del Cañadón de las Moscas. A Morocho y su gente no les quedó más remedio que pegar la vuelta y volver a la laguna. Eran unos quince guerreros, apenas, acompañados de sus mujeres, hijos y ancianos. Todos cansados, todos hambrientos. Los niños lloraban, los viejos se preparaban para lo peor. Buscaron refugio en un matorral, entre unas matas de arbustos espinosos. Caía la noche y había empezado a nevar otra vez, pero no podían encender el fuego, para no delatar su posición.
Morocho estaba preocupado. Su negativa a someterse al General había traído la desgracia a su gente. Ya desde el funeral de la Reina, el General había empezado a tejer su tela de araña, ganándose la voluntad de los principales caciques con promesas y regalos, y amenazando a quienes se mostraban reticentes a seguirlo.
Es un excelente político, dijo el Cebolla. Si fuera cura, ya habría llegado a Obispo.
Sólo uno de los caciques se le opuso abiertamente: Morocho, el sobrino de la Reina. Morocho lo acusó públicamente de lo que todos sospechaban: que había asesinado al bueno de Manuel, para casarse con la reina.
¡Tú lo mataste!, le dijo Morocho, en medio de la asamblea de caciques. Cabalgaste junto a él, ese día, y lo mataste a traición. ¡Eres un asesino y un cobarde!
Eso era lo que el Explorador Inglés le iba traduciendo al Cebolla. Los dos se habían quedado a cierta distancia, mirando lo que pasaba. El gringo era un talento para los idiomas. En sólo un par de meses había aprendido el idioma de los patagones casi tan bien como el español.
¿Y qué, si lo hice?, dijo al fin el General. Era sólo un viejo imbécil. ¡No servía para nada!
Por respeto a la Asamblea, no se derramó sangre allí esa noche, aunque los principales caciques se separaron en términos para nada amistosos.
Yo parto para el Norte mañana, con la tribu de Casimiro, dijo el Inglés. Aquí se va armar una guerra, amigo Cebolla. ¿Por qué no te vienes conmigo?
Me gustaría, Jorge, pero no puedo dejar solo a Morocho. Es el mejor amigo que tuve desde que llegué a este lugar.
¿Se arrepentía, el Cebolla, ahora que estaban cercados y a merced de un asesino? No. La verdad era que no. Era la muerte había estado buscando, desde el momento en que perdió la fe. Porque no quería volarse la cabeza, ni tirarse a un río.
No te daré ese gusto, ¿sabes?, dijo, mirando hacia arriba. ¡Tendrás que hacerlo tú mismo! ¡Maldito canalla!
¿Con quién hablas, Cebolla?
¿Qué? Con nadie.

***

Enriqueta echó unas ramas en el fuego y colocó encima una pava. El Cebolla la miraba, mientras echaba yerba en la calabacita y preparaba el mate.
¿Qué hablaste con tu padre?
Ella se tomó un rato para responder. Echó el primer chorro de agua en la calabacita, dio un sorbo a la bombilla.
Padre dice que vos debes ir, Sibolla, dijo al fin.
El Cebolla suspiró. Lo suponía. Estaba a sólo un par de millas de Punta Arenas, y si se ponía en marcha llegaría allí esa misma tarde. Sin embargo, le costaba decidirse. El mes pasado en el toldo del Hechicero, atendido por su hija, lo había acostumbrado a la comodidad. A tener un plato de comida seguro, a que lo cuiden.
¿Y tú, quieres que me vaya, Enriqueta?
Enriqueta cebó otro mate y probó la temperatura. Se lo pasó. Dijo:
Que yo quiere, Sibolla, nadie no importa…
Eso era cierto. Había sido una tontería sólo preguntarlo.
Padre necesita mí, Sibolla. Cuando padre muere, yo voy de aquí, voy Puncharena.
¿Tú? ¿En Punta Arenas?
Le costaba imaginarla en el pueblo, aunque, bien pensado, no tendría nada de raro. Cada vez eran más los tehuelches que dejaban su modo de vida tradicional. Los ranchos de madera y chapas de cinc iban reemplazando a los toldos. El número de guanacos disminuía, y el Desierto empezaba a ser surcado por alambrados. Cada año eran más los indios que iban a buscar conchabo en las estancias ovejeras, durante la esquila, los que se enganchaban en el ejército. Las mujeres conseguían trabajo en casas de familia, o se casaban con algún cristiano.
Algunos tehuelches extrañaban la vida salvaje de otros tiempos, cuando la gente era más libre y más generosa; pero eran pocos los que volvían al Desierto, por no decir ninguno. La Civilización era una sarna con gusto.
Sibolla…
Enriqueta acomodó con suavidad la bombilla y le dio una chupada, mirándolo a los ojos.
¿Vos mujer en Puncharena, Sibolla?
 
***
 
En medio de la oscuridad, un fuego relumbró. Uno de los indios llegó con la noticia.
¡General! ¡Allí están!
Los hombres del General estaban listos para atacar al amanecer, aunque la aparición de aquel fuego cambiaba los planes.
Iremos ahora, dijo el General. Terminemos de una vez con todo esto.
Morocho era el único de los caciques que se había negado a seguirlo, y ahora iba a pagar por ello.
Mátenlos a todos, dio la orden el General, al momento de montar. ¡A todos, no importa que se rindan!
Los gritos de los guerreros rasgaron la quietud de la noche. El galope de los potros estremeció la tierra. Los bichos que dormían corrieron espantados, los pájaros volaron. Sólo los indios que estaban alrededor de la fogata siguieron donde estaban, sin moverse ni un ápice.
¡Quietos…! trató de detener a sus hombres el General, que maliciaba una trampa. ¡Cuidado!
No le hicieron caso. Ya estaba cada vez más cerca, algunos se aprestaban a desmontar.

***

No, Enriqueta, tragó saliva el Cebolla. No, tengo mujer…
Enriqueta dio dos pasos al frente y, sin decir una palabra más, lo abrazó. El Cebolla sintió el aroma de su pelo, el suave roce de su piel. Su cuerpo se conmovió, con deseo renovado, pero en su espíritu se impuso el deseo de salir a las disparadas.
¿Vos tiene casa, en Puncharena, Sibolla?
Sí, dijo el Cebolla, y era cierto. Tenía un rancho de tablas y chapas, con más agujeros que una criba, aunque, comparado con los toldos en los que vivían los indios, era el Palacio Belvedere.
Yo va con vos, Sibolla. Yo va con vos a Puncharena.
Pero… ¿qué pasara con tu padre, Enriqueta? Está viejo, te necesita...
Padre con nosotros, casa de Sibolla. ¡Padre en Puncharena también!
El Cebolla no supo qué responder. Tras un momento de silencio, el rostro de Enriqueta se ensombreció.
¿Vos no quiere mí, Sibolla? ¿No quiere yo tu mujer?
Sí, sí, se apuró a responderle el Cebolla.
¿Sí? ¿Vos quiere Riqueta?
Sí…
¡Oh, Sibolla!, se puso a dar saltitos y lo cubrió de besos la hija del Cacique. ¡Sibolla y Riqueta, mucho feliz!

***

Los hombres del General avanzaron hacia la fogata, con suma cautela, sus lanzas y sus rifles por delante; dieron un paso, y otro más. Ninguna de las siluetas se movió, excepto una: la del indio sentado en el medio, de espaldas a ellos, que se balanceaba muy despacio, repitiendo:
Apa, apa, apa…
La sangre se heló en las venas de los bravos tehuelches. El propio General abrió los ojos de forma desmesurada, al escuchar el cantito del hombre al que había asesinado.
Aaaaaapa… Aaaaaapa…
Era él, que había vuelto del lugar del que nadie vuelve, para vengarse.
Apaaaaa… Apaaaaa…
Era su voz, era su pelo agitándose al viento.
Un temor reverencial se apoderó de los atacantes, cuando vieron al finado marido de la Reina ponerse de pie y, muy despacio, y darse vuelta hacia ellos. No podían distinguir sus facciones, a contraluz, pero era él. Era él. 
¿Quién sino? 
Apaaaa… dijo el Cacique Manuel, que sin más trámite sacó de abajo del poncho un Smith & Wesson y comenzó a disparar.
Aaaaaapa… (¡BUM!). Aaaaaapa… (¡BUM!).
El miedo de los atacantes se transformó en pánico, cuando el propio General montó en su alazán y salió despavorido.
Aaaaaapa…
No pudo llegar muy lejos. Los hombres de Morocho salieron de los matorrales en los que estaban agazapados y le cortaron el paso.
Quiso el destino que el General terminara igual que el hombre al que había asesinado, cayendo del caballo que montaba, tras recibir el impacto de una bola de piedra en el cráneo.

***
 
Veinte años después de aquella batalla (dieciocho, en realidad), el Cebolla la recordaba con toda claridad. La estratagema que planeó y llevó a cabo, arriesgando la vida de manera temeraria, funcionó a la perfección. Los espantapájaros que hizo armar y cubrir de cueros, para que parecieran gente desde lejos; la peluca que se hizo con las crines de un caballo… Y hasta el cantito de Manuel, que desde aquel día comenzó a repetir él también:
Aaaaapa… Aaaaapa…
No se trató más que de una escaramuza entre indios, en un lejano rincón de Sudamérica; jamás iba a quedar registrada en ningún libro de historia; y, sin embargo, el Cebolla estaba orgulloso de lo que había hecho. Había conseguido una victoria en una situación desesperada, en inferioridad numérica, casi sin armas… Una victoria que podía compararse (modestia aparte), con las de Aníbal, de Epaminondas, o las de su abuelo Arturo, en las batallas por la Independencia…
Amanecía. En el toldo del hechicero, el Cebolla se ponía de pie y juntaba sus petates. Enriqueta dormía plácidamente, después de otra noche inolvidable. El Cebolla salió del toldo en puntas de pie, no quería despertarla. Para cuando lo hiciera, él ya iba a estar a varias millas de allí.
Adiós, querida, murmuró.
No podía llevarla con él. No podía cargar con la responsabilidad de tener a una esposa. Era un ser libre como el viento, no podía atarse a nadie. Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo, dijo Napoleón, y tenía razón.
Adiós, reina mía, susurró el Cebolla, y tiró un beso en dirección a su amada antes de salir.
¡Ay, Jesús!, exclamó, cuando vio a los indios que estaban afuera. Eran dos: uno viejo y feo como un diablo, y otro muy joven, un mestizo medio bizco, que no llegaría a los veinte años.
El Cebolla no tuvo tiempo de reponerse de la sorpresa, cuando el indio más viejo comenzó a gritarle como un desaforado. No hacía falta entender el idioma para darse cuenta de que estaba imprecando al Cebolla en los más duros términos.
¡Cállate, maldita sea, que vas a despertar a…!
Demasiado tarde. Enriqueta ya se había despertado, y envuelta en su manta apareció en la entrada del toldo.
¿Quién esto mujer, Sibolla? ¿Por qué gritos?
¿Es una mujer?, se extrañó el Cebolla. Me lleva el diablo…
La que resultó ser una india siguió con sus denuestos, mientras el indio jovencito se metía un dedo en la nariz y miraba para otro lado, como si nada de aquello le importara.
¡Tienes corazón de zorrino, de buitre y de armadillo!, le tradujo Enriqueta lo que la vieja bruja le decía. ¡Te burlaste de mí! ¡Me engañaste!
Jamás he visto a este adefesio en mi vida, dijo el Cebolla. Te juro qué…
Vos hace toldo conmigo, cuando vos en tribu de Reina María, y después escapa, como cobarde… ¿Verdad esto, Sibolla? ¿Vos hace toldo con esto mujer?
Ah… pues… balbuceó el Cebolla, que había olvidado esa parte de su biografía por completo.
La vieja fea dijo sus últimas palabras, en el mismo tono airado. Luego dio media vuelta y se fue. El indiecito se quedó donde estaba, mirándolo al Cebolla. Se metió el dedo en la nariz otra vez.
Mujer dice esto muchacho hijo de vos, Sibolla, y ahora él queda aquí con vos vivir.
Apa, apa, apa…, dijo el Cebolla.

(Continuará). 
 
(© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
 

A continuación...

CAPÍTULO 82: LA CARTA

 

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