Capítulo 82 - La carta


 Tengo que volver con ella, pensaba Bernardo. Tengo que decirle que cometí una locura, que estoy arrepentido. Pedirle que me perdone… Bernardo se preparaba para ir al circo, en compañía del Teniente Arias Aldao. Pensaba: Quién sabe, con un poco de suerte, tal vez la encuentre allí...  Ya me gustaría ir con ustedes, le decía la Sra. Braunstein, su casera, pero mis piernas ya no me obedecen…
No hay nada malo con tus piernas, se atrevió a contestarle Samuel, su marido, mientras terminaba de lavar los platos y los ponía a escurrir. Era un hombrecillo apocado, de gruesas gafas redondas, que vivía sometido a la tiranía de su mujer -no sin presentar cada tanto una tímida protesta.

Si no te pasaras todo el día ahí, sentada en el sillón…

¿De qué hablas?

Yo sólo decía que…, se defendió don Samuel.

El Doctor O’Reilly me ha recomendado que haga reposo, lo cortó doña Raquel. ¿Pretendes saber más que él?
Nunca he dicho eso, Réijele…
¿Cuándo fue que estudiaste medicina, que no me enteré?
Oy, oy, oy…
Bernardo se había puesto la chaqueta, y ahora se calzaba los guantes.
Sólo digo que, en una tarde tan bonita como esta, tal vez te convendría ir un rato a tomar el aire…
¡Pero qué estás diciendo! ¿Es quieres matarme?
La robusta señora tomó el cuchillo que estaba usando para pelar una naranja y lo extendió hacia él:
¡Si quieres causarme la muerte, mátame tú mismo, Samuel! ¡Adelante! ¿Qué esperas?
Oy, oy, oy…, se mesó la barba el anciano Reb Yehuda Moshkover, a quien las constantes peleas del matrimonio no dejaban concentrarse en la lectura de los libros sagrados, su principal y casi única actividad.
No te detendrás hasta que acabes conmigo, seguía despotricando la Sra. Braunstein desde su sillón. ¡Desconsiderado! ¡Insensible!
No tienes por qué ponerte así, Réijele. Sólo dije que…
¡Ya sé lo que dijiste! ¡No estoy sorda!
Oy, oy, oy…
Bernardo miró por la ventana del frente y vio al Teniente Arias Aldao, fumando un cigarrillo. Su amigo le hizo un gesto, instándolo a que se diera prisa.
Bueno, yo ya me voy, dijo Bernardo, y cogió su gorra del perchero. Ya va a empezar la primera función.
¡Si llega a volver muy tarde, entre por la puerta del jardín!, le gritó desde su sillón doña Raquel. ¡La dejaremos sin tranca para usted!
¿Por qué no lo gritas más fuerte, así se enteran todos los ladrones y asesinos del pueblo?, le dijo su marido.
¡No necesito asesinos! ¡Ya te tengo a ti!
¡Oy gevalt…!, protestó Reb Yehuda desde su rincón.
Bernardo salió finalmente.
Esta casa es un asilo de lunáticos, le dijo Arias Aldao. ¿Hasta cuando seguirás viviendo aquí?
***
Echaron a andar por la Calle Principal. Era una agradable tarde de verano, tan cálida como podía serlo en aquel paraje austral. Toda la población de la Colonia había salido a tomar el fresco: los ricos con sus fracs a la moda, los pobres con sus trajes gastados pero limpios, tan dignos como el que más. Las damas lucían sus mejores galas. Miriñaques y corsés resaltaban sus figuras celestiales.
Clín, clín, clín, sonaba la campanita de una calesa, tirada por un par de magníficos alazanes.
Carruajes y jinetes respetaban la orden de circular a paso de hombre, para no poner en peligro a los paseantes.
¡No se lo pierdan! ¡Esta noche! ¡Primera función del Gran Circo Tívoli!
El pregón era emitido por Míster Antonio, el enano del circo, que iba encaramado en lo alto de una carreta, conducida por Sokoto, el Rey del África Occidental; en el pescante iba sentado Marco Polo, un orangután de galera y levita, que fumaba un cigarrillo con aire displicente
¡Debut en Punta Arenas del sensacional, del único…!
Arias Aldao y Bernardo caminaban por el medio de la calle, charlando de sus cosas, Bernardo con su bastón de caña y mango de hierro, el Teniente con su brazo en cabestrillo y el sable a un costado.
La gente se los quedaban mirando, no sin cierta sorpresa. Algunos preguntaban en voz baja: ¿Estos dos no se batieron a duelo? ¿Cómo es que ahora andan tan amigos, si estuvieron a punto de matarse?
El Teniente aún llevaba vendada la mano derecha, y Bernardo una fea cicatriz en la mandíbula, que su incipiente bigote no alcanzaba a ocultar.
Buenas tardes tenga Usted, maestro…, saludaba la gente que pasaba a Bernardo. Gusto de verlo, maestro…
Porque había ascendido de categoría social, en los últimos tiempos: ya no era el criado de la taberna de Irena (un establecimiento de reputación equívoca), sino el maestro de francés en la escuela mixta.
¿Va para el circo, maestro?
Sí, voy para allá…
Vaya, dijo el Teniente Arias Aldao. Llevas la mitad de tiempo que yo en este pueblo, y ya te conoce todo el mundo.
Bernardo suspiró. La verdad sea dicha, su trabajo en la escuela ya no le parecía tan interesante. Más de una vez se sorprendió, tras una agotadora mañana con esos chiquillos revoltosos, extrañando sus tiempos en el Salón Adriático: las bromas de los marineros, las risas de las “mujeres alegres”, la compañía de Jeremy; extrañaba la música del organito, las partidas de billar...
Y, sobre todo, extrañaba a la Sra. Suker, su antigua patrona.
Ay, Irena… suspiró.
¿Qué?, preguntó el Arias Aldao.
¿Qué? Nada, nada…
***
La culpa fue sólo de él. Fue Bernardo el que la dejó. El que escapó de sus brazos, de su cama, de su vida...
Estaba harto de Irena, en ese entonces. Ya no soportaba su malhumor, sus reclamos amorosos, sus escenas de celos. Mientras Bernardo fue tan sólo su amante, y sus encuentros tenían un carácter puramente clandestino, el jergón de la despensa, todo anduvo sobre ruedas. Pero luego, cuando Bernardo comenzó a dormir en el dormitorio matrimonial, en la cama que hasta hacía poco había ocupado el finado marido Irena, y ella comenzó a llamarlo Mi amor, y Cariño, delante de los clientes, todo se fue por el garete.
Deberíamos casarnos, le dijo una mañana, mientras compartían el desayuno. No soy tan vieja, ¿sabés? Podríamos tener un hijo…
Fue la gota que rebalsó el vaso. Esa misma semana, en mitad de la madrugada, Bernardo se levantó de la cama, recogió su hatillo de ropa y se largó.
El cielo le pareció tan puro, esa mañana. En el aire flotaba el aroma de la libertad.
Buenos días tenga Usted, maestro...
Bernardo había decidido tomar el empleo como maestro de francés que le había ofrecido la Gobernadora. Un empleo respetable, donde además podría ver a la sobrina de la Sra. Manuelita, la adorable Carlota.
Nada resultó como esperaba. Bernardo jamás había dado clases, y no imaginaba lo cargantes que los niños podían llegar a ser; no sabía que el sueldo de un maestro de escuela es inusualmente bajo; y que Carlota, a pesar de sus sonrisas y sus caídas de ojos, estaba comprometida con un joven de la Capital.
Me lleva el diablo…
Había tomado una decisión apresurada, de la que cada día se arrepentía más.
¿Cómo no arrepentirse? Era infeliz en su trabajo, y cuando éste terminaba, se sentía espantosamente solo. Por las noches no podía dormir. Se había habituado al cuerpo de Irena, a sus caricias, a su calor…
Irena… Irena…
¿Y qué, si era más vieja que él? Josefina también era mayor que Napoleón. Y el Ministro Disraeli, forjador del Imperio Británico, Árbitro de Europa, estaba casado con una mujer en edad de ser madre.
Ay, Irena…
La había tratado muy mal, es verdad. Había ignorado sus ruegos, sus lágrimas.
Bernardo, por favor… No puedo vivir si ti…
Bernardo la evitó todo lo que pudo. Se escapó por la puerta de atrás, un par de veces, en la escuela mixta, mientras ella lo llamaba a gritos desde la calle. Y cuando Irena fue a buscarlo a casa de los Braustein, y le pidió que volviera con ella, Bernardo (ya exasperado por su insistencia) le respondió:
¡Vete al diablo!
Irena ya no volvió a importunarlo, desde aquel día. No se le apareció más de manera intespestiva en su trabajo, ni en su casa. Se acabaron las persecuciones y los escándalos. Se había ido, por fin. Se había ido para siempre.
Maldita sea, se dijo Bernardo, que entonces comenzó a extrañarla.
***
Llegaron a la Plaza de Armas, un inmenso descampado, en el que el Gobernador había autorizado a los cirqueros a instalar su carpa. Los soldados que montaban guardia junto al cañón se cuadraron al ver aparecer a Arias Aldao.
Buenas noches, mi Teniente.
Éste ni los miró. Pasó de largo, junto a Bernardo, hacia donde estaba el circo. Una especie de feria se había montado frente a la carpa. Había puestos de bebidas, un tiro al blanco con bolas de madera y otro con rifles de aire comprimido. Entre la gente pasó un payaso con zancos que apenas lograba mantener la vertical, y un escupefuego que estuvo a punto de incinerarse como un bonzo. Dentro de su jaula rugió el león. La Mujer Barbuda hacía girar la rueda del algodón de azúcar, parte del cual se iba quedando pegado a su barba.
¡Compren sus boletos, señoras y señores! ¡Ya va a empezar la función!, gritaba el Enano.
Ja, ja, ja… se rio el Teniente Arias Aldao. Esto es más lamentable de lo que había imaginado…
Muchos debían pensar lo mismo, aunque aun así se habían dado cita en el lugar. Estaban el Fiscal con su mujer, Monsieur Lefèvre, el boticario, y su esposa Helène, casi todos los oficiales del Regimiento 53…
Bernardo estaba seguro de que iba a encontrarse con Irena también. Era domingo, y la taberna estaba cerrada. ¿Adónde más podía ir?
Ya tenía preparado un pequeño discurso. Irena querida, pensaba decirle. Dime que me amas todavía, que no has podido olvidarme, como yo no te olvidé…
Tenía que perdonarlo. Tenía que hacerlo. Todo tenía que volver a ser como antes. ¿Por qué no? Ya se habían peleado otras veces, y se habían reconciliado.
Allí está el Dr. O’Reilly, dijo Arias Aldao.
Buenas noches tengan ustedes, jóvenes…
El viejo médico irlandés iba acompañado de su esposa, seria y amargada como de costumbre, y de su hija Elisa, un pelirroja pecosa, que se puso más roja cuando Arias Aldao se inclinó y besó su mano.
Señorita O’Reilly…
Teniente… Qué sorpresa verlo por aquí…
Habían hecho buenas migas, de tanto verse, cuando Arias Aldao iba a curarse la herida de su mano al consultorio.
Si sus padres me lo permiten, le ofreció su brazo el joven oficial, la llevaré a que pruebe puntería en el tiro al blanco.
Ay, no sabría hacerlo, dijo la joven.
No se preocupe, yo le mostraré cómo se hace.
Bernardo se quedó solo, en medio del gentío, sin saber para dónde encarar.
¡Compren sus boletos, damas y caballeros! ¡No se pierdan la espectacular función!
No veía por ningún lado a Irena. ¿Es que acaso no pensaba venir?
Si no viene, yo mismo iré a golpear su puerta, se dijo Bernardo.
Los nervios lo consumían. Rebuscó en sus bolsillos, con la esperanza de encontrar un cigarrillo, pero se le habían terminado.
Lo que sí encontró fue la carta, la que había llegado en respuesta a su telegrama, enviado varios meses atrás. No necesitaba verla para conocer su contenido. Se lo había aprendido de memoria.
¡Plín! ¡Plín!, sonaban los balines del rifle de aire comprimido, al pegar contra los patitos de lata.
¡Le atiné!, decía entusiasmada Elisa, a quien Arias Aldao sostenía de manera galante desde atrás. ¡Le atiné otra vez, Teniente!
Se lo dije. Tiene talento para esto…
¿Lo ha visto, Señor Caledonia?, dijo Elisa, mirándolo a Bernardo.
Bernardo se esforzó por sonreír. Odiaba ese estúpido nombre, que era el que le había puesto el soldado que registró su entrada en el puerto, confundiendo su apellido con el nombre del barco que lo traía.
Sí, Señorita Elisa. Tiene una puntería excelente.
Esa fue la razón por la que la carta de su tío tardó tanto tiempo en serle entregada. Nadie en la Oficina de Correos, ni en resto del pueblo, conocía a ningún Bernard Augustus Mainbarnheimer. Nadie pensó que pudiera ser él.
“Estimado Sr. Mainbarnheimer”, comenzaba la carta, que no estaba escrita por su tío, sino por un tal Mr. Harold Wilson, notario de la ciudad de Sacramento, en el Estado de California.
“Dear Mr. Mainbarnheimer”, decía en realidad, ya que estaba escrita en inglés, idioma que Bernardo conocía sólo a medias. Fue necesario que buscara en la biblioteca un diccionario con el cual ayudarse. “Lamento informarle que su tío, el Sr. Natalius Mainbarnheimer, falleció el pasado viernes, 29 de Septiembre de 1883…”
Bernardo sintió que las fuerzas lo abandonaban.
No puede ser... ¡Tío!
El tío Natalius era, hasta donde sabía, el único pariente que le quedaba en el mundo: lo había perdido a él también.
“…sin dejar testamento, razón por la cual, la tienda de abarrotes que posee en la ciudad de Sacramento, junto a su casa y demás propiedades, pasaran a propiedad de su esposa…”
No puede ser, dijo Bernardo. ¿Su esposa?
Según le escribía el notario, su tío Natalius (hasta entonces un solterón empedernido) había contraído matrimonio, poco antes de morir, con su sirvienta Lupita, una apache que lo había cuidado en sus últimos años.
“Una viuda con cinco hijos, a quienes el su tío, el Sr. Mainbarnheimer, generosamente adoptó, pasando de este modo a ser…”
¡Diablos!, exclamó Bernardo.
“…herederos de la totalidad de sus bienes…”
La noticia le cayó como una tonelada de ladrillos. Era algo completamente inesperado.
“Le adjunto a usted una copia certificada de…”
¿Cómo podía ser? En los últimos meses, entre sus líos de faldas y los problemas en que se había metido, Bernardo casi olvidó por completo la existencia de su tío, y la oferta que éste le había hecho de radicarse junto a él en la soleada California. Pero sabía que esa oferta existía. Que tenía un trabajo asegurado, en su tienda de abarrotes, la cual seguramente heredaría, cuando su tío…
“Una vez más le expreso mis más sentidas condolencias…”
Eso era lo que lo hacía soportar cualquier adversidad, cualquier decepción. El saber que, en cuanto quisiera, simplemente tomarse el barco y…
“…y me despido de Usted”
Yo no podía contar con esa oferta. No podía contar con nada, ni con nadie. Estaba solo en el mundo.
***
La función del Circo Tívoli al fin comenzaba. El público entraba a paso lento por la abertura en la carpa, entregándole su boleto a la Bella Naná.
Bernardo ya se había cerciorado: Irena no estaba allí.
¡Bernardo! ¿Adónde estabas?, exclamó el Teniente, que entraba del brazo de Elisa.
Ven, te sentarás junto a nosotros.
Te lo agradezco, Alejandro, pero volveré a mi casa. Es decir…
Era una manera poco precisa de expresarlo, ya que Bernardo no tenía casa, sino apenas una pieza, que alquilaba en casa de otra gente. No tenía casa, no tenía parientes, no tenía nada.
¡Tonterías! ¡Aquí tengo tu boleto!
Arias Aldao lo condujo hacia adentro, empujándolo con el brazo vendado.
Iré a verla ahora mismo, se dijo Bernardo. Me pondré de rodillas, si es preciso. Sé que Irena aún me quiere, que me perdonará…
Sonó una corneta, redoblaron los tambores.
¡Por primera vez, para el respetable público de Punta Arenas!
El mismo Enano que antes pasaba en la carreta, ahora oficiaba de presentador.
¡Prepárense para vivir una experiencia i-nol-vi-dable!
Bernardo se soltó del empujón de su amigo y caminó otra vez por el pasillo, entre las dos filas de bancos, rumbo a la salida.
Irena, quiero decirte que…, repasó por enésima vez su discurso, preparándose para el momento de encontrarla.
Irena… yo…
Se chocaba con la gente que iba a entrando, en busca de un asiento disponible. No veía a nadie, no respondía a los saludos.
He venido hasta aquí para decirte que…
Ja, ja, ja… se escuchó una risa cristalina, que se destacó entre el bullicio general.
Bernardo no daba crédito a sus ojos. Era Irena. Eran sus ojos claros, su larga cabellera, su voz ronca y sensual…
No estaba sola. Iba del brazo de un hombre, mejor dicho, de un joven. Un muchacho rubio y larguirucho, el hijo más chico del viejo Johanssen, el dinamarqués del aserradero.
Ni siquiera se fijo en Bernardo, al pasar junto a él, como si no existiera.
Qué cosas dices, Lars…, exclamó, dirigiéndose a su joven acompañante. ¡Eres todo un poeta!
Y Usted, Señora Suker, es mi mejor inspiración…
Sonaron los aplausos, en el interior de la carpa. Bernardo la vio alejarse, del brazo de su nuevo galán, hasta perderse entre la multitud.
Irena…, murmuró.
(continuará)
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
 
A continuación... CAPÍTULO  83: AHORA O NUNCA  
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