Cumplidos ya los 51 años, don Doménico Pietralacqua
(sastre de profesión, guerrero de vocación, rompecorazones en sus ratos libres) llegó a la conclusión de que ya no podía postergarlo más: debía conseguirse una mujer. Y no una mujer cualquiera, sino una que satisficiera sus elevadas exigencias estéticas, morales y espirituales.
El asunto no era fácil, y menos en Punta Arenas, ese rincón del mundo en el que abundaban el frío, el viento y los espacios abiertos, pero no así las mujeres. Menos aún las mujeres en edad casadera.
¡Con coidado, bestia bruta!
¿Qué se podía hacer con las pocas -realmente, muy pocas- que había? ¿A cuál encarar primero?, se preguntaba don Chicho, sumergido en el fuentón, mientras Calixto le refregaba la espalda con un cepillo.
¡No tan forte, animal!
Había un par de solteras, sí, pero eran demasiado niñas, y alguna que otra viuda, más en edad de ser abuelas que madres.
Sí, don Chicho. Disculpe.
Y es que Don Chicho pensaba, ante todo, en su descendencia. Él era, hasta donde tenía noticia, el último de los Pietralacqua que quedaba sobre la faz de la tierra; el único, además de Gaetano, un primo jorobado y medio idiota que aún vivía allá en Pietralcina.
Era el deber de don Chicho, su obligación sagrada, perpetuar el legado de su noble estirpe. Tener un hijo (un hijo varón, se entiende) que continuara su ilustre apellido y lo proyectara hacia las futuras generaciones.
¡Ay!, chilló el afamado sastre, cuando su aprendiz vertió sobre su espalda un nuevo balde de agua. ¡Porca miseria! ¿Quieres quemarme vivo?
Ya lo había reprendido, un momento antes, por echarle agua demasiado fría.
Disculpe, don Chicho. Es que…
¡Presta atenzione, farabuto! ¡È la última volta que te lo dico!
Don Chicho temblaba, de sólo pensar en lo cerca que había estado de dejar este mundo, no una, sino dos veces en el trascurso de la última semana. Primero, por su participación en el duelo, en el que las balas de esos salvajes sudamericanos volaron a menos de un palmo de su cabeza; y luego por el enfriamiento que había cogido, esa mañana de domingo, al tener que volverse a pie, descalzo y en paños menores.
Un trance que lo dejó en cama y delirando de fiebre.
Ah, no tiene de qué preocuparse, dijo el Doctor O’Reilly, cuando vino a visitarlo. No es más que un simple resfriado.
¿Cóme diche?
No
hay razón para que guarde cama, don Chicho, insistió el médico,
mientras guardaba su estetoscopio. Puede retomar sus actividades con
total normalidad.
Maldito
matasanos inglés, pensó don Chicho, que no pensaba moverse de la
comodidad de su dormitorio, no con el tiempo de perros que hacía. El
viento azotaba el tejado de chapas; la lluvia castigaba los cristales.
¡Calisto!
¿Sí, don Chicho?
Y
eso que estaban a principios de diciembre, cada vez más cerca del
verano. Los días eran cada vez más largos y el verde empezaba a asomarse
en las colinas que bordeaban el Estrecho de Magallanes.
¡Calisto! ¡Echa más leña’n la estufa! Súbito!
Sí, don Chicho.
***
Muchos colonos cayeron enfermos, en aquellos días, a causa del frío, o de la gripe que bajó de alguno de los barcos. La farmacia de Monsieur Lefèvre no daba abasto: pastillas de alcanfor, jarabes para la tos, aguarrás para friegas… El cabriolé del Doctor O’Reilly recorría las calles del pueblo, visitando las casas de los comerciantes y tenderos, mientras doña Tomasa, la Curandera, hacía lo propio, a pie, en el rancherío de los pobres. No era raro que, cuando no funcionaban los tónicos de uno o los rezos de la otra, alguien mandara a llamar a la parte contraria. El Doctor O’Reilly jamás rechazaba atender a un paciente, por más que no tuviera con qué pagarle, y doña Tomasa entraba por la puerta de servicio a la casa de los ricos, que no dudaban en solicitar sus servicios cuando su situación se volvía desesperada. En más de una oportunidad, en aquellos días de toses y estornudos, los caminos de la humilde curandera y del prestigioso médico se cruzaron; ambos fingían no verse, si les era posible, y si no les quedaba más remedio que saludarse lo hacían con una glacial inclinación de cabeza, para luego desviar la vista y hacer un gesto de desaprobación.
¿Fue gracias al tónico recetado por Doctor O’Reilly que Irena llegó a recuperarse, tras varios días de fiebre y tos incesante, o por los hechizos y los emplastos que le aplicó Doña Tomasa? Eso fue algo que nunca llegó a dilucidarse. Los clientes del Salón Adriático discutían al respecto.
El dotorcito le dio un remedio que le hizo tirar las flemas, pues…
¡Ná que ver! ¡Si cuando vino la viejuja jué que se compuso!
El boliche había quedado a cargo de Bernardo, en esos días. Demasiado trabajo para él solo. Diga que venía a echarle una mano el Pampino, el ex presidiario que ahora oficiaba de cocinero, y que estaba Lalita para ayudarlo a atender las mesas.
¡Pero no! Ni el Dotor ni esa vieja macuca la que la curaron a Ña Irenita.
¿Ah, no? ¿Quién jué, entonse?
El sujeto señaló con el mentón a Bernardo, que dormitaba con la cabeza apoyada en el mostrador.
El joven aquí presente, pues… ¿No ve lo agotáo que lo ha dejáo el tratamiento?
Juá, juá, juá…
A Lalita le dolieron esas palabras. No tenían derecho a burlarse de él. Bernardo era el mejor muchacho que podía haber. No era mandón, ni se daba aires, y era la mar de simpático con todos. ¡Y era tan lindo, además!
La vida de Lalita había cambiado, desde que lo conoció. Apenas abría los ojos, por las mañanas, ya no pensaba que sólo le esperaba un duro día de trabajo por delante. Ya no se lamentaba por vivir en un rancho con más agujeros que un colador, porque su mamá fuera una borracha o su padrastro un salvaje. Sólo pensaba que pronto iba a ver a Bernardo, que iba a estar cerca de él.
Lalita salía de su casa muy temprano, envuelta en su pesado chal, el único que tenía, y bajaba al trotecito la pendiente, por el camino que habían abierto las pisadas, a orillas del Arroyo Carbón. El aire era helado, una capa de escarcha blanqueaba las piedras. Al otro lado del Estrecho, el sol ya amagaba a asomar.
Eran unas diez cuadras de caminata, poco más o menos, hasta la taberna. Lalita empujaba con el cuerpo la puerta y en un santiamén pasaba del frío gélido del exterior al ambiente caldeado del Salón Adriático: al aroma al aserrín que habían desparramado sobre el piso la noche anterior, al rostro amigable de Jeremy, que agregaba unas astillas a la salamandra.
¡Buenos días, Jeremy!
Good morning, Miss Lalita.
Lalita colgaba su chal en el clavo, y se desabotonaba el viejo abrigo, que tenía remiendos en los codos y un botón de cada color.
¿Cómo sigue doña Irena?
Su tos se escuchaba con claridad desde el salón.
No muy good, Miss Lalita, meneaba la cabeza el indio. No muy good…
Eso pasaba los primeros días, cuando Irena aún no había recibido la visita de doña Tomasa, y se debatía entre la vida y la muerte.
En el aire flotaba un presagio funesto. Si la Jefa llegaba a morir, qué iba a ser con ella. ¡Y ya no iba a ver a Bernardo!
Su corazón se estremecía de sólo pensarlo.
***
Los ecos marciales de unas botas resonaron sobre el empedrado. La vaina finamente labrada de un sable daba golpecitos contra las lajas irregulares.
¡Oh! ¡Pero es don Chicho!
Altiva la mirada, severo el porte, don Doménico Pietralacqua avanzaba por el medio de la Calle Principal, solemne, imperturbable, en línea perfectamente recta, como un desfile de un solo hombre. ¡Y qué hombre! Se echaba uno a temblar, de sólo ver su encarnado uniforme de la Brigada Cívica, de botones que brillaban como pequeños soles, su recio bigote de aspas desplegadas, su mirada de águila bajo la visera del quepi carmesí.
¡Mírenlo nomás al italiano!
Era día de feria en Punta Arenas, y sobre las veredas se alineaban vendedoras de pescados y mariscos, extraídos de la playa esa misma madrugada, en la bajamar; paisanos con patos, pollos y gansos aún vivos, dentro de jaulas armadas con ramas o con la pata atada a un cordel; campesinos que venían a ofrecer las magras papas y zanahorias que habían podido arrancarle a la mezquina tierra de sus chacras. Una gallinas picoteaban sobre el empedrado. ¡Clín, clín, clín…!, sonaba la campanilla del lechero, que iba puerta a puerta con su vaca, ordeñando la leche a pedido, tras tomar asiento en su banco de una sola pata.
¡Hola, don Chicho! ¡Buenos días tenga Usted!, saludaban al ilustre sastre itálico mercachifles y clientes.
Bonggiorno, Signora… Cabaliero… devolvía la gentileza el hijo dilecto de Pietralcina, con el aire de un aristócrata que se digna a mezclarse con el populacho.
¡Clín, clín, clín!
Otra campanilla sonaba ahora. Era la de un carrero, que solicitaba a ese distraído peatón que le dejara libre el paso. Don Chicho ni se dio por enterado. Su mirada planeaba como un halcón en busca de su presa, es decir, de la dama que tendría el honor de convertirse en la Señora Pietralacqua.
¡Clín, clín, clín!, repitió su aviso el carrero, que cumplido el deber de anunciarse, siguió sin desviarse ni un palmo del curso que llevaba.
¡Ay!, exclamó una comadre, que estuvo a punto de dejar caer la cesta de huevos, al ver que aquel carro se aprestaba a embestir con todo y caballos al despreocupado casanova.
Por suerte para don Chicho, uno de los caballos, tal vez atraído por el aroma de su pomada para el pelo, estiró el hocico, hasta apoyar su húmedo morro en la oreja del Noble Sastre Italiano.
Ma…! dio por puro instinto un salto al costado don Chicho, sólo para ver pasar la pesada rueda de madera a una distancia por demás exigua de su bien cuidada humanidad.
Guarda il camino, mascalzone!, gritó, agitando el puño, y el impertinente carrero le respondió otra vez con su estridente campanita: ¡Clín, clín, clín!
Porco maledetto, se llevó una mano al pecho don Chicho. Lo reportaré a las autoridades, se prometió, lo haré meter preso de por vida…
Tan indignado estaba que no se dio cuenta de que había llegado a su destino, a la casa del Doctor O’Reilly.
Una auténtica mansión, la verdad sea dicha, una casa de estilo victoriano, con el mirador con techo en aguja y la veleta con sus cuatro puntos cardinales.
Cualquier otro mortal se hubiera sentido intimidado, pero no don Chicho, que sabía que no había fortaleza que no se rindiera, si era asediada del modo adecuado.
Avanti! Avanti!, se repitió, mientras subía los cuatro peldaños de la entrada. No de la entrada principal, sino la del consultorio anexo.
Don Chicho empujó la puerta. Un olor a alcanfor y a madera recién lustrada se coló dentro de sus fosas nasales.
Avanti bersaglieri, que la vittoria è nostra!
En la sala de espera sólo se veía a una persona, la suegra del Fiscal, una viejita medio sorda y del todo ciega. Don Chicho vio los ojos de pupila gris, apuntando cada uno en distinta dirección, las manos sarmentosas apoyadas en el mango del bastón.
Bonggiorno…
La puerta del costado se abrió y entró Elisa, la hija del Doctor, que era también su secretaria.
¡Ah, don Chicho!, exclamó la muchacha. Me alegro de verlo ya repuesto.
Tenía puesta una blusa color crema, de largas mangas con puños de encaje, y una falda acampanada marrón.
El Doctor se desocupará en un momento, le dijo, luego de que atienda a doña Catalina. Si tiene a bien esperar…
Non quiero ver al súo padre, la interrumpió el intrépido galán, y con voz profunda y varonil agregó: Sono venuto a verla a Osté.
La muchacha se lo quedó mirando, sin comprender. Don Chicho entonces sacó del interior de su chaqueta un pequeño ramo de flores, anudado con una cinta de raso azul.
Ah… l’amore!, suspiró.
Elisa se quedó con la boca abierta, incapaz de responder. Miró a la viejita ciega, que parecía perdida en su propio mundo, miró a don Chicho otra vez.
Mia cara Signorina, comenzó a desgranar la declaración de amor que ya tenía preparada don Chicho, in cuesta giornatta me presento ante Osté…
Sin decir palabra, Elisa dio un cuarto de vuelta y se esfumó, por la misma puerta por la que había entrado.
¡Elisa!, se escuchó casi al mismo tiempo la voz de su padre, llamándola desde el consultorio. ¡Dile a doña Catalina que puede pasar!
No hubo respuesta. Desde afuera llegó, atenuado, el traqueteo de un carruaje. El Doctor hizo su aparición, al ver que su hija no le respondía.
¡Don Chicho, qué sorpresa!, dijo el viejo médico irlandés, y, tras un momento de desconcierto, preguntó:
¿Y Elisa?
Don Chicho no fue capaz de responder. Su rostro se había puesto tan colorado como su uniforme de miliciano.
Juí, juí, juí… dejó escapar una risita apenas audible doña Catalina.
***
Es muy fácil, le dijo Bernardo. ¿Quieres que te enseñe?
No creo que pueda, don Bernardo. ¡Soy muy tonta!
Pero qué dices, se rió francamente él.
Era lo que Lalita pensaba. Su mamá no perdía la oportunidad de repetírselo, tras cada pequeña falta que cometía: ¡Niña tonta! ¡Niña estúpida! ¿No ves lo que haces?
Sentémonos aquí, dijo Bernardo. Aprovechemos que no viene nadie.
Tomó una bolsa en la que venía envuelta el azúcar, la dio vuelta y la alisó con la palma de la mano. Se sacó de encima de la oreja el lápiz que usaba para hacer las cuentas.
Mira, primero tenemos las vocales. Son las letras más usadas. Cada una representa un sonido: A, E, I…
Lalita miraba con aprensión los trazos que Bernardo hacía sobre el papel arrugado. Esas rayas horizontales, verticales, oblicuas o curvas pasaron a ser, en ese momento, lo más importante del mundo.
Esta es la O. Es muy fácil de reconocer. Es la forma en que pones la boca cuando dices: ooooo…
Ooooo…, repitió la niña.
No le llevó más que un par de días aprenderse las principales letras. Mira, practiquemos con estas botellas. Esta letra es la R, ¿verdad?
La erre, repitió Lalita.
La R y la O, hacen…
Lalita se tomó un instante para responder. No quería parecer una tonta.
¿Ro?
¡Muy bien! Ro. Y con la N, al final, hacen la palabra…
¡Ron!, exclamó Lalita, que ya conocía esa botella de memoria. Era una de las bebidas que más pedían.
Esta otra tiene la A, la N…, la I…
¡Anís!, lo interrumpió la niña, y se largó a reír.
¿Ves como sí eres lista?
¡Ay, don Bernardo!, dijo la chica, que debió contenerse para no arrojarse en sus brazos y cubrirlo de besos.
Todo marchó bien, hasta que llegó Irena, atraída por las voces y las risas.
¿Qué es todo este barullo? ¿Por qué no están trabajando?
Estaba muy débil todavía. No podía dar ni un paso sin apoyarse en algo: en el mostrador, en el respaldo de las sillas…
¡Irena!, sonrió Bernardo, ya te has levantado...
Sólo había un cliente, en ese momento, un paisano medio dormido, frente a su vaso ya vacío. Junto a la salamandra, Jeremy se recortaba las uñas con un cortaplumas.
¿Aprender a leer? ¡Qué idea más ridícula! No necesitas leer para trapear el piso. ¡Vuelve a tus tareas, vamos!
Sí, doña Irena.
Será mejor que espabiles, muchachita, si quieres trabajar aquí. De lo contrario…
***
Un tropezón no es caída, se animaba a sí mismo don Chicho, en su segunda salida de conquista. Hacía algo más de viento que la primera tarde. Unas gotas caían, esporádicas, como alfilerazos de hielo.
Campane a festa, pace vittoriosa,
ritornato dal fronte i bersaglieri…
Cantaba don Chicho. Su pecho, que había enfrentado el acero de los Borbones y las balas austríacas, hoy desafiaba las no menos peligrosas saetas del amor.
Baciato dalla gloria,
Col cuore contento…
Su voz era menos decidida que el primer día, eso sí; su bigote lucía algo menos erecto. Don Chicho caminaba otra vez por la calle principal, aunque en sentido contrario que la vez anterior.
Ella se lo perdía, esa flacuchenta esmirriada, esa urraca llena de pecas. Quién diablos se pensaba que… Don Chicho jamás hubiera elegido a la hija del matasanos como primera opción. De haber estado disponible una mujer más acorde a su gusto, como la sobrina del Gobernador, o la judía Judith… Esas sí que eran hembras como Dios manda, carne de primera calidad.
Don Chicho marchaba con el torso bien erguido, a pesar de las inclemencias del tiempo y las ingratitudes de la vida. Cada tanto miraba hacia atrás, no fuera a repetirse el incidente con algún otro carro. Sus pasos lo llevaron a pasar frente a la Plaza de Armas, en cuya esquina estaba apostado uno de los cañones que protegía la ciudad.
Ahí va otra véj el sastre, pué…, dijo uno de los soldados de la guardia.
Míralo cómo camina… Parés que le haigan metío un palo en el…
El tercer soldado dio unos pasos, imitando la postura de don Chicho.
¡Siñore! ¡Siñore!, imitó la manera en que supuestamente hablaba don Chicho.
Ja, ja, ja…
¿Don Chicho los ignoró. Valía mucho más que ellos, y lo sabía; de haberlo querido, podría haber desenvainado su sable y cortarlos en tiras, como Eneas, como Orlando Furioso, como Horacio sobre el puente del Tíber, masacrando a los infames etruscos…
¡Bonasera, siñore! ¡Ba, ba, ba!
Las risas seguían. A duras penas logró contenerse don Chicho. Su cuerpo entero temblaba de rabia (un temblor que un ojo poco perspicaz hubiera atribuido erróneamente a las ganas de salir corriendo).
Figli della migniota!, murmuró. Stronzi tutti cuanti!
El encontronazo con esos brutos le quitó algo de ánimos, al punto que se propuso cancelar su visita y volver a su casa. Pero eso implicaba pasar por la plaza otra vez, o bien dar un rodeo de varias cuadras, para no encontrarse con esos animales.
Eso jamás, se dijo don Chicho, a quien su orgullo peninsular le impedía una acción semejante. Además, no estaba seguro de poder contenerse, en caso de toparse otra vez con esos maleantes.
Don Chicho aminoró el paso, ya estaba llegando a su destino, la casa del dinamarqués Johanssen, dueño del mejor aserradero de la Colonia, con participación en empresas pesqueras y en el astillero local.
Campana a festa, pace vittoriosa…
Era un lance difícil, él mismo lo sabía, pero no hay empresa demasiado grande para un italiano, menos para uno del calibre de don Chicho.
Riornato dal fronte i bersaglieri…
Una sirvienta con cofia y delantal le abrió la puerta. Don Chicho le entregó su tarjeta. La sirvienta la miró de un lado y del otro, sin comprender.
Annuciami, per favore.
¿Qué?
Era una auténtica idiota, que cuando al fin comprendió lo que trataba de decirle, gritó:
¡Señorita! ¡El sastre!
Y se marchó, arrastrando los pies.
Del sillón en el que estaba echada, aburrida como una ostra, leyendo una novela, se levantó quien sin saberlo era el objeto de la visita del apasionado picaflor.
¡Oh, don Chicho! ¡Qué alegría verlo!
¡Signorina Fiona…!
Era algo mayor que la hija del Doctor, tal vez ya estuviera en sus treinta, pero aun así… ¡Qué mujer! Alta, de abundante cabellera dorada, Una auténtica diosa escandinava, una Valquiria alimentada a cebada y gachas de maíz.
¿A qué debemos el placer de su visita?
Ió, signorina, sonno venuto a parlare con Osté.
¡Ay, don Chicho!, suspiró la Señorita Fiona. ¿Por qué no toma asiento? ¿Gusta tomar el té?
Una potranca de exhibición, de caderas tan abundantes que amenazaban con hacerle saltar las costuras del vestido. Sus pechos se asomaban, generosos, contundentes, como un balcón de estilo rococó; un balcón al que Don Chicho ansiaba treparse, con un clavel entre los labios, como un Romeo meridional.
¡Robustiana!
Sí, señorita…, se acercó de mala gana la sirvienta gallega.
Sírvenos el té…
Don Chicho no podía creer su buena fortuna. La Señorita Fiona respondía de buena gana a sus preguntas, festejaba sus bromas.
La sua mirada è bella como il sole, Signorina Fiona… La più bella fiore di…
¡Don Chicho! ¡Qué cosas dice!
En un arrebato de osadía, don Chicho tomó su mano blanca y rellena, como una salchicha de paté de hígado, y llevó contra su pecho.
Senti il mio coure, Signorina Fiona! Un cavallo disbocato, solamente per Osté…
La Señorita Fiona apenas podía contener la risa, que no perdió siquiera cuando entró un sujeto alto y delgado, tan rubio como ella. Don Chicho no le prestó atención, pensó que era el hermano de la muchacha, el más pequeño de los Johanssen.
Don Chicho, quiero presentarle a Arvid, dijo ella alegremente. Mi prometido.
Ma… il súo… se quedó de una pieza el Sastre Napolitano.
Ha llegado anteayer en el Northumbria, directo desde Hamburgo.
Un vikingo destemplado, que se excusó en su idioma de bárbaro por no hablar ni una palabra de castellano. La Señorita Fiona le dijo algo que le hizo abrir los ojos asombrado.
Ah, italiano!, dijo el sujeto, sonriendo con su dentadura caballuna. Italiano io parlo, le dijo, con un acento lamentable. Sonno andato a Roma, di vacanza. Che bella città!
Porca miseria…, murmuró don Chicho.
Llegó la mucama con el servicio de té.
***
La milagrosa recuperación de Irena, y su vuelta a la dirección del Adriático, marcaron el fin de las clases de lectura para Lalita. Barrer, fregar, recoger los huevos de las gallinas o atender a los clientes volvieron a sus actividades exclusivas.
¡Apúrate, niña! ¿Acaso estás dormida?
No, doña Irena.
Cuando termines ve a llevarle forraje a la cabra, que ya está en los huesos.
Sí, doña Irena.
¡Y tú, indio holgazán!, se la agarraba con Jeremy, que ya no podía sentarse a disfrutar de un traguito tranquilo. ¡Vuelve a tu puesto, que si no…!
Nadie se salvó de sus dardos, ni siquiera Bernardo.
¿Por qué cambiaste las mesas de lugar, se puede saber? Crees que porque me ausento par de días…
Quedó algo más de lugar en aquel rincón, para cuando actúan los músicos.
Una manga de borrachos, eso es lo que son. ¿Qué hace ese tipo allí?
Es el Pampino, el cocinero. Ya lo has visto.
No necesitamos cocinero. Yo misma puedo cocinar.
Pero, Irena…
Bernardo trató de darle a entender, del modo más delicado posible, que lo que ella cocinaba era incomible. Los números hablaban por sí solos. Desde la llegada del ex presidiario, los clientes que venían a almorzar habían aumentado a ojos vistas.
Echar un par de papas a la olla, eso puede hacerlo cualquiera, dijo Irena. ¡Que se largue!
De a ratos hablaban en gringo, y de a ratos en cristiano. Aun así, Lalita entendía todo lo que decían.
¿Por qué bajaste los precios de las bebidas? ¿Cómo piensas que pagaremos nuestras deudas?
Conseguí un descuento en el almacén, y lo trasladé a los precios. Es bueno para el negocio.
¡Vaya! De un día para el otro pretendes saber más que yo, que desde hace más de diez años…
Bernardo trataba de mostrarse amable, pero ya se empezaba a cansar.
Y además, querida, te recomendaría que dejaras de rebajar las bebidas con agua. La gente no es tan idiota como tú piensas. No le gusta que la estafen.
No eras más que un mendigo cuando llegaste aquí. ¡Si no fuera por mí, te habrías muerto de hambre!
No tienes que recordármelo a cada momento. Es de mal gusto, sabes.
¡Ya te daré a ti mal gusto!
Se enzarzaban en peleas delante de los clientes, que silenciaban sus conversaciones para escucharlos mejor; intercambiaban miradas y gestos, de una mesa a otra, a medida que la trifulca avanzaba.
¿Cómo es que tardaste tanto? Saliste a las nueve de la mañana y ya van a ser las doce…
Eso fue unos días más tarde, cuando él volvió de comprar provisiones del almacén del Vasco Mendieta. Cierto, el Vasco era un bribón de siete suelas y había conspirado para matarlo, pero seguía teniendo los mejores precios de toda la Colonia.
¡Mira tú! Das la hora mejor que el reloj de la iglesia…
¡No te pases de listo!
Bernardo bajaba las provisiones de la carreta, mientras Jeremy sostenía las riendas, subido al pescante.
¿Será que te entretuviste por el camino?
¿De qué hablas?
¡No me mientas! Sé que estuviste charlando con la sobrina del Gobernador. Esa pequeña ramera, esa cualquiera…
Maldita sea, pensó Bernardo. En este pueblo se sabe todo.
No estuve hablando con ella, si quieres saber, sino con su tía, la Señora Manuelita…
Te gusta juntarte con los ricos, se mofó Irena. ¡Tienes alma de lacayo!
¡Claro! Como a ti el dinero no te gusta…
¡Di la verdad! ¡Sólo te interesa esa zorra! ¡Vi cómo la mirabas, esa noche en la fiesta! ¡Vi cuando se fueron al jardín!
No metas a Carlota en esto…
¡A Carlota! ¡No eres más que un golfo, un chulo, como todos los hombres!
Presa de un ataque de furia, Irena le lanzó una taza de fierro, que se estrelló contra uno de los espejos que estaba detrás del mostrador.
¡Mira lo que hiciste! ¿Te has vuelto loca?
¡Mentiroso! Sólo querías verla a ella.
Irena salió corriendo y se encerró en su habitación. Él la siguió. Se escucharon más palabras subidas de tono. Luego, un silencio.
Acá viene el arreglo, dijo uno de los parroquianos.
Así fue.
Ay, Bernardo. Ay, Bernardo… Ay…
Se oyeron gemidos, ayes y suspiros. El rechinar de la madera en alguna parte de la casa.
Ay, Bernardo. Mi amor…
***
Caía la noche sobre Punta Arenas. Taca-taca-taca… sonaba la máquina de coser, impulsaba por el pie de Calixto, que se caía de dormido. Don Chicho miraba a través la vitrina, entre el hueco que dejaban los maniquíes. No se había puesto su uniforme de la Brigada Cívica aquel día, no se había calzado el sable de fina vaina labrada. ¿Para qué? Sus expediciones amorosas habían sido un fracaso. Ya no le quedaba mujer casadera por visitar. Todas lo habían despreciado. Unas habían huido despavoridas. Otras, como esa cruel dinamarquesa, se habían burlado de él.
Taca-taca-taca… seguía sonando la Singer, como una letanía. Sobre la mesa, entre muestrarios de género, tijeras y alfileres, don Chicho tenía abierto un libro: “Historia de los Ducados de Benevento, Salerno y Spoleto en la Alta Edad Media”. En él se narraban las encarnizadas luchas entre los guerreros normandos, longobardos y bizantinos, bravos caballeros de cuales don Chicho estaba seguro de descender.
Ah…, suspiró Don Chicho. ¿Sería posible que esa larga línea de valientes terminara con él? ¿Qué se apagara para siempre, como una vela que se sopla, el noble apellido de los Pietralacqua?
Taca-taca-taca…
Don Chicho dio otro sorbo a su copa, al excelente que Jerez que guardaba en su bodega, un néctar que aquella tarde le supo desabrido. Cerró el libro. La melancolía se iba apoderando de él. ¿Qué podía hacer para animarse? ¿Encender su pipa? ¿Darle una paliza a Calixto?
La puerta de la sastrería se abrió.
Porca miseria…, murmuró don Chicho, que no estaba de humor para atender a ningún cliente; para mostrarse obsequioso con alguno de esos patanes sudamericanos; para ponerse de rodillas y tomar las medidas, para asegurarle a uno de esos monigotes que con su traje iba a quedar tan elegante como un pisaverde de París.
Güenas tardes tenga Usté, don Chicho… sonó la voz de doña Nicasia, su vecina, una viuda que no perdía la oportunidad de importunarlo.
Bounasera, Signora, se puso de pie y trató de cortarle el paso don Chicho. Gia stamos cerrando…
La viuda se coló de todos modos dentro del local.
Vine a traerle unos pastelitos ‘e membrillo, don Chicho, p’animarlo un poco…
¿Para animarlo? Don Chicho apretó los dientes, al darse cuenta de que la chismosa de su vecina ya había tenido noticias de sus andanzas. A punto estuvo de echarla sin más miramientos, de pedirle lisa y llanamente que ser largara. No lo hizo. Los pastelitos de membrillo emanaban un aroma de lo más agradable.
Tome asiento, Signora, dijo, resignado. ¡Calisto! Prepara il té…
Siempre había un caldero con agua borboteando sobre la salamandra. Calixto tardó menos que nada en aproximarse con la tetera y un par de tazas.
Sírvete tú también, pos cabrito, si hay pa ti también, le acercó la bandeja la Viuda al famélico aprendiz.
Calixto extendió la mano, temblando de ansiedad, pero don Chicho cortó de cuajo su capricho alimenticio:
Non poede: stá trabacando, declaró, y le ordenó a Calixto que volviera a sus labores: ¡Finishe la tua tarea, primero!
Taca-taca-taca…, volvió a sonar, decepcionada, la Singer en el fondo de la tienda.
Ya decía ió, comentó la Viuda, mientras revolvía el azúcar dentro la taza, ¡qué raro que no lo veo pasar esta tarde a mi vecino! Patiperreando que anduvo, tóas estas tardes…
Vieja entrometida, pensó don Chicho, tratando de sonreír. Sin duda la muy canalla ya se había informado de todas y cada una de sus desafortunadas salidas.
Doña Nicasia dio un sorbo y dejó la taza sobre la mesa.
¿Qué habrá ido a buscar por ahí el vecino, decía ió, si a lo mejor está acá cerquita lo que él necesita…?
Ya quisieras tú, gallina vieja, pensó don Chicho. ¡Primero muerto!
¡Se hacen tan largas las noches de invierno, vecino! Más cuando una está tan sola… Desde que partió mi marío, que Dios lo tenga en su Gloria…
Don Chicho terminó lo que quedaba de su pastelito y lo bajó con un sorbo de té, mientras barajaba sus posibilidades. ¿Y si le escribía una carta a Gaetano, y le pedía que le consiguiera una mujer, allá en su pueblo?
Mire que más encima, hasta mi perrito se murió. ¡Pobre Mandinga, tan sanito que era! Don Hoffmann dice que seguro me lo envenenaron…
Taca-taca-tac… se detuvo de improviso la máquina de coser de Calixto.
¿Quién pué ser capaz de esa maldá, digo ió?
La Singer arrancó de nuevo, con más ímpetu que antes.
No, pensó don Chicho: primero, una carta a Italia tardaba un par de meses largos en llegar, y de qué le serviría, si el animal de su primo no sabía leer. Iba a tener que llevársela al cura, otro bandido igual que él. Entre los dos iban a sacarle una fortuna para arreglarle una boda con alguna campesina tuerta, que él no iba a poder ver hasta que no estuviera aquí. Sin contar que, a excepción de su santa mamma, las mujeres de Pietralcina no se caracterizaban precisamente por su belleza: eran más feas que un día sin pan…
¿Otro pastelito, don Chicho?
¿Qué? Sí, Signora. Con piaccere…
Ay, don Chicho, siguió la Viuda, qué no daría ió por tener otra vez un compañero a mi láo… Un hombre decente, con un güen trabajo. Ni hace falta que sea criollo. Con un gringo me conformo…
Cherto, Signora Nicasia, veramente, le daba la razón don Chicho, que ni escuchaba lo que decía.
¿Y si se iba a probar suerte a Buenos Aires? Ahí sí que llegaban barcos cargados de gente todas las semanas, pobres almas que huían de la vieja y empobrecida Europa, tal como lo hizo él, veinte años atrás. Don Chicho ya había escuchado historia de hombres en la misma situación que él. Europeos que, tras hacer fortuna, se iban al puerto a conseguir esposa; se apostaban frente a la pasarela por la que bajaban los pasajeros y elegían a la que más les gustaba: gorda, flaca, morena, rubia… Casi siempre lo conseguían: tan muertas de hambre estaban esas pobres campesinas que ni se les ocurría rechazarlos.
Cinco años que llevo de viuda, pa estas fechas, don Chicho, siguió su vecina, y no porque me faltaran propuestas, ¿ah? Nomás porque soy decente. No como otras, que no esperan ni una semana pa ocupar de nuevo el catre. Como esa desvergonzáa de la mujer del panadero…
Sí, se dice fácil, pensó don Chicho, aunque tener que gastar en un pasaje de ida y vuelta a Buenos Aires, una ciudad tan cara, donde los pillos y los embaucadores estaban a la orden del día… Sin contar que iba a tener que cerrar al menos dos meses la sastrería, con la pérdida de ingresos que eso significaba, y la posibilidad que le daba a la competencia de acortar las distancias…
Y esa otra descocada, la gringa del Salón Adriático, que ni sabe toavía si está fináo el marío, y ya se amancebó con su criado, un cabro que tiene edad pa ser su hijo…
Don Chicho asentía, absorto en sus elucubraciones. Ya se había despachado dos de los pastelitos de membrillo e iba por el tercero.
Él mismo se daba cuenta de que hacía mal: los condenados pasteles estaban fritos en grasa, y esa noche su hígado le iba a pasar factura. Qué diablos, se dijo. Millonario jamás iba a ser, y el amor parecía estarle vedado. ¿Qué más podía hacer, para arrancarle a esta vida un poco de placer?
Y ahora que el muchacho la dejó, ella anda atrás de él gritando como loca. Jué y le armó un escándalo en la escuela onde él trabaja. ¡Figúrese Usté! Tuvieron que sacarla pa juera los soldáos…
¿Qué? ¿Cosa diche?, la interrumpió don Chicho.
La gringa del Adriático, repitió su vecina. Ahora que el muchacho la dejó…
Don Chicho tardó un instante en reaccionar.
¡Irena!, exclamó. ¿Irena stá da sola?
Se puso de pie de un salto y condujo a su vecina hasta la puerta, con más rapidez de la que ella hubiera deseado.
Pero… don Chicho…
Tante grazie, Signora, ci vediamo súbito…
Eh… Mañana paso a buscar la bandeja, ¿ah?
Sí, sí… Addio…
***
Sí, Bernardo se había ido del Salón Adriático. Lalita lo descubrió, una mañana, cuando entró en el local y vio que algo había cambiado. Jeremy estaba aún más serio de costumbre, e Irena hecha una furia.
¡Desgraciado! ¡Sinvergüenza! ¡Después de todo lo que hice por él!
Tenía el pelo revuelto, los ojos desorbitados.
Se había largado durante la madrugada, con su hatillo de ropa bajo el brazo, sin despedirse de nadie.
¡Pájaro que comió, voló! El muy maldito…
Iba y venía por el salón.
¡Y tú, por qué te quedas ahí parada! Ponte a trabajar ya mismo, o si no…
Ya no hubo clases de lectura, ya no hubo risas cómplices tras el mostrador.
¿Y el muchacho? ¿Aónde se ha metío?, preguntaban los parroquianos a medida que llegaban. Pronto lo supieron: había conseguido trabajo como maestro en la escuela de párvulos. La Gobernadora había intervenido, para conseguirle el puesto. Su marido, el Mayor García Lacroix, había aceptado, a regañadientes, poniendo tan sólo una condición: que dejara su trabajo en Salón Adriático, y la compañía de esa perdida de Irena. No era un buen ejemplo para los niños ni para la gente decente de la ciudad.
¡Malnacido! ¡Canalla!
Con la salida de Bernardo, la clientela disminuyó notablemente.
Al Pampino no hizo falta que lo echara: él solo se fue, cuando Irena comenzó a maltratarlo. Sin decir una palabra, se desanudó el delantal, lo colgó del clavo y se marchó.
Adiós, don Isaías… le dijo Lalita.
Adiós, niña. Cuídese.
¿Quieren irse ustedes también?, les gritó Irena a ella y Jeremy. ¡Vayanse! ¡No los necesito!
Ninguno de los dos le respondió. ¿Adónde iban a ir? Lalita pensó en colocarse como sirvienta en alguna casa de familia, pero qué iba a pasar con Arnoldito entonces. Su mamá ni se preocupaba en darle de comer. Y a su padrastro le importaba un bledo el pobre angelito. Lalita no sabía qué hacer. Su trabajo en la taberna había sido el refugio contra la vida miserable que llevaba en su casa. Ahora…
Después de varios días tempestuosos, una mañana, encontró a doña Irena inusualmente tranquila. No la riñó, como hacía habitualmente, no se puso a mandonearla. Se la quedaba mirando, nomás, mientras Lalita servía las mesas y atendía a los clientes. Lalita se empezó a poner nerviosa, más cuando, poco después, les dijo a los dos clientes que aún quedaban después del desayuno: Eh, Ustedes, lárguense de aquí. Luego echó la traba en la puerta.
Deja esa escoba, niña.
Irena apagó su cigarrillo y le dijo: Ven.
Lalita la siguió por el pasillo, hasta el dormitorio grande, el que hasta hace poco ella ocupaba con Bernardo. La chica seguía haciendo la cama, todos las mañanas, sólo que ahora la cama estaba deshecha solamente de un lado, y ya no tenía el olor de él.
Quítate la ropa.
Lalita no supo qué responder.
Do… Doña Irena…
Irena abrió la puerta de su armario, que tenía varios vestidos negros y largos, como el que usaba ahora, y otros cortos y coloridos, con vuelos y encajes.
Esos trapos que tienes dan lástima. Hoy te pondrás algo mejor.
***
Era de noche cuando don Chicho salió otra vez a la calle, más decidido que nunca. Apenas la pesada de su vecina tuvo a bien retirarse, le gritó a Calixto: Calisto!
Se hizo preparar el agua para el baño; no un baño de inmersión, sino un baño más bien rápido, tipo lamida de gato, enfocado en las zonas más susceptibles de su anatomía.
Súbito, súbito!
Decidió no ponerse el traje de dragoneante de la Brigada Cívica, esta vez; hizo que Calixto lo vistiera con lo mejor que tenía en su guardarropa: un traje azul con solapas de seda y pantalón estrecho, camisa con cuello alto y cerrado (del llamado “matapadres”) ajustado con un moño casi tan fino como un cordón.
Oh, Irena… Cara Irena…, murmuró.
No le importaba que fuera una mujer mayor a lo que al principio pretendía, y que no pudiera darle un hijo. Aunque para otros fuera un espantapájaros, él seguía viendo a Irena como la que había sido alguna vez, al llegar a Punta Arenas: la mujer más bella y celebrada de la Colonia.
Permítame, don Chicho…
Calixto lo ayudó a colocarse la cadena del reloj, que le cruzaba el abdomen por encima del chaleco.
¿Dónde catzo stá il bastón?
Aquí tiene don Chicho.
Bene… Bene… dijo don Chicho, examinándose de un lado y del otro en el espejo.
D-don Chi-Chicho… Los pastelitos que quedaron…
¿Qué? Sí, sí, mangiali tutti, dijo el Sastre, en un arrebato de generosidad.
¡Gracias don Chicho!, se inclinó y le besó la mano el hambriento aprendiz. ¡Muchas gracias!
¡Ma límpiate loss dedo, ante di tocare la tela!
¡Sí, don Chicho! ¡No se preocupe!
El aire frío de la noche no hizo recular al heroico galán, que recorrió a grandes zancadas el camino hasta el Salón Adriático, ubicado a unas cinco o seis cuadras de distancia. Casi podía escuchar la voz del Cura, en la parroquia repleta de gente: Y Usted, Doménico Pietralacqua, acepta como esposa a Irena Suker, para amarla y respetarla, en la salud y la enfermedad…
El viento azotaba el cartel de madera, casi despintando, en el que se podía leer: “Salón Adriático”.
¡Oh, Míster don Chicho!
El indio con levita le abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
Come in, come in…
El ambiente era caldeado, tirando a sofocante. El humo del tabaco formaba una espesa capa a la altura de las lámparas. Don Chicho no encontró un lugar donde sentarse. No hasta que el indio tomó a uno de los borrachos del cuello del saco y lo levantó como un petate.
¡Sienta aquí, Míster don Chicho!, despejó para él Jeremy el extremo de uno de los bancos, en el que estaban sentados unos gauchos tocados con sombreros de fieltro. Sit down, sit down!
Grazie… Tante grazie…
Sonaron las bolas de billar, se escuchó la risa chillona de una de las mujerzuelas. ¿Dónde estaba Irena? No se la veía por ninguna parte.
Un vaso se estrelló contra el piso. Uno de los gauchos dejó escapar un silbido, pero no por el vaso roto, sino por la joven que había hecho su aparición, sosteniendo una bandeja.
Ma…!, se quedó con la boca abierta el Noble Sastre Italiano al ver la grácil figura, la oscura cabellera cayendo en cascada, los ojos delineados con kohol marroquí… La boca sensual, la pierna que se escapaba por el tajo de la falda. ¡Era una ninfa! ¡Una diosa!
Mamma mía!, exclamó conmovido don Chicho. Estaba seguro de haber visto antes a esa belleza, pero no sabía dónde. Su corazón se detuvo, por un instante, cuando ella clavó en él su mirada y sonrió, para luego dar la vuelta y alejarse otra vez.
¿Te gusta, eh, viejo sátiro?, sonó burlona una voz junto a su oído.
Era Irena.
Ma… ío…, balbuceó don Chicho, que se había olvidado por completo del motivo que lo había llevado a hasta allí.
Puede ser tuya, ¿sabés? Por sólo diez pesos…
Don Chicho la miró a ella, miró sus ojos celestes, y los trocitos de cartón también celestes que sostenía en la mano.
Cuanto más números compres, más oportunidad tendrás, sonrió Irena. El sorteo es este sábado…
***
Sí, Lalita sabía acerca de la rifa. ¿Cómo no iba a saber? A Irena no le costó mucho convencerla. Escucha, niña, le dijo, las mujeres como nosotras no tenemos opción. Tarde o temprano debemos pasar por esto.
Lalita la escuchaba, la cabeza gacha, sin decir palabra.
Es mejor que le saques un beneficio, al menos, y no que lo hagas de balde, con un infeliz que te haga diez hijos y te ponga a trabajar como un bestia de carga. Esa vida es el peor de los infiernos. ¿Por qué crees que se entregó a la bebida tu madre? ¿Por puro placer?
Irena le pasó el cigarrillo que fumaba, invitándola a darle una calada. Lalita lo hizo, sólo por complacerla, y se atoró con el humo.
Tú sabes cómo funcionan estas cosas, has visto a las cabras y a las gallinas, no tengo que explicarte demasiado. Cualquier día lo hará contigo el animal de tu padrastro, si es que no lo ha hecho ya…
¡No, doña Irena!
Estaban las dos solas en el dormitorio. Irena ya le había hecho probar uno de los vestidos que ella misma había usado, en otros tiempos. Le calzaba como un guante.
Mírate…
La hizo pararse delante del espejo.
Eres hermosa, niña. Tienes todo lo que un hombre puede desear. Mírate…
Ella lo hizo. Aún entre lágrimas, tuvo que reconocer que doña Irena llevaba razón. A ella misma le parecía estar viendo a otra persona.
¿Cómo crees que hice, para tener este salón, y todo lo demás? Tú también puedes conseguirlo, y mucho más también, si juegas bien tus cartas. Podrás tener tu propia casa, y cuidar tú misma a tu hermanito,…
Lalita la miró.
Y ayudar a tu madre, dijo Irena, que se dio cuenta de que había encontrado la veta por la que debía escarbar.
Para que ya no tenga que lavar la ropa de otros. Para que no se congele las manos en el río, cada mañana, ni deba romperse la espalda cargando los hatos con ropa. Ni tenga que ir a golpear las puertas de los ricos por unas monedas…
Irena le pasó el cigarrillo otra vez. Esta vez la muchacha lo hizo mejor.
Bien. Muy bien…
Irena le acarició el pelo, le enjugó con el dedo una lágrima.
¿Lo extrañas, verdad?
Ella asintió, en silencio. No tenía sentido ocultarlo.
Él no volverá, ¿sabes? No era para mí, ni para ti.
Irena suspiró. Dijo:
El amor es un lujo que las mujeres como nosotras no nos podemos dar, Lalita. Pero, por todo lo demás…
Lalita se inclinó hacia ella y apoyó la cabeza en su regazo. Buscó refugio en sus brazos, como jamás había podido hacerlo en brazos de su mamá.
¡Doña Irena!
Irena sonrió. No te preocupes, le dijo. Yo cuidaré de ti. ¿Crees que te entregaré a cualquier salvaje? ¿Lo crees?
N-no, doña Ire…
Deja de llorar, vamos. No tienes de qué lamentarte. Eres distinta, eso es todo. Eres como yo. Lo supe desde el momento en que te vi…
Lalita sonrió, e Irena sonrió también.
No te preocupes, niña. Haremos grandes cosas, tú y yo…
***
Irena no sentía ningún remordimiento. ¿Por qué debía de hacerlo?
¿Para qué cría uno a una ternera, si no es para ordeñarla? Y a esa muchacha la había criado ella, de algún modo. Desde el momento en que le dio trabajo, lo hizo pensando en prepararla, para luego ofrecerla al mejor postor. Y el mejor postor era, en ese entonces, el pirata Mac Grelag, que había quedado prendado de la humilde muchacha, y le había ofrecido a Irena cien libras esterlinas por el derecho a estrenarla. Ahora bien, cuando el sucio escocés cayó preso, y su barco y sus propiedades fueron confiscados, Irena abandonó ese propósito. Sus demás clientes eran unos rascabuches, no juntaban cien libras ni que los pusieran a todos juntos…
Espera un momento, se dijo Irena. Tal vez, poniéndolos a todos juntos, sí…
Fue allí que se le ocurrió la idea del sorteo. Con que cada uno de esos muertos de hambre pusiera cinco pesos… A cien números, eran quinientos pesos. Mucho más que las famosas cien libras.
¿Qué dicen, caballeros? Por sólo cinco pesos…
¡Es lo que gano en varios días de trabajo, Señora Suker!
Bah, lárgate de aquí.
Yo sí quiero un número, dijo otro de los parroquianos.
¡Y yo también!
Cuando vio que se vendían como pan caliente, Irena comenzó a ofrecer los números a diez pesos cada uno, y cuando completó el lote se puso a vender números repetidos, algunos hasta tres veces.
¿Y la niña sabe que…?
¿Tú que crees? ¡Paulette, ven aquí!
Irena le había enseñado a contonearse como una experta. El primer día le hizo falta tomarse una copita, pero luego le salía naturalmente.
¿Te diviertes, verdad?, le dijo Irena. ¿Te gusta ver cómo los tienes a todos en un puño?
Paulette, se rió.
¿Qué es lo que te dije? Ya lo verás, el mundo estará a tus pies, muchacha. Cuando llegues a la cima, y ya no te acuerdes más de mí…
Irena caminaba sobre hielo delgado, ella misma lo sabía. Era imprescindible que amañara el sorteo, para que no saliera uno de los números repetidos. De lo contrario, iba a armarse la de San Quintín. Desde temprano, ese sábado, el boliche estaba repleto. Lleno de hombres fuertes y rudos, hambrientos como lobos, muchos de ellos armados con cuchillos o revólveres.
Tengo miedo, doña Irena…
No preocupes, niña. Yo cuidaré de ti, y si el asunto llega a ponerse feo lo tenemos a Jeremy, que vale por diez de estos infelices.
Quiero diez números, le dijo un lobero que volvía de pasar cuatro meses en una expedición de cacería en el Archipiélago. Puso todo el dinero encima del mostrador.
No los tengo, dijo Irena.
¡Debe ser mía!, dio un puñetazo sobre el entablado el sujeto. De lo contrario…
Eran cien pesos, en billetes relucientes. Irena miró a los costados. Tras asegurarse de que nadie la escuchaba, le dijo:
Por ese precio te venderé un solo número, y ese será el ganador.
Al sujeto le relucieron los ojos.
Pero te cuidarás de no hacerle daño, ¿me oíste? Aún tengo mucha tela que cortar allí.
Pierda cuidado, doña Irena, sonrió el lobero. Seré suave como la seda.
Y te darás un baño antes de venir, maldito puerco. Si es que apestas…
Ja, ja… Me pide demasiado, doña Irena… Pero está bien, lo haré.
Todo el mundo en la Colonia sabía del sorteo, para ese entonces. Esa misma tarde entró nada menos que el Cabo Contreras, el padrastro de Lalita. Diablos, se dijo Irena, este viene a armar jaleo.
El Cabo Contreras metió la mano en el bolsillo de su uniforme andrajoso y extrajo un puñado de monedas brillantes de sudor.
Yo también quiero un número, dijo.
¿Qué?
Ni se molestó en bajar la voz. Quería que todo el mundo se enterara, incluida su hijastra.
No habrá número para ti, le dijo Irena.
¿Por qué?
Debería darte vergüenza, maldito degenerado... ¡Mándate a cambiar!
Ya se acordará de mí, Señora Suker, dijo el Cabo Contreras, guardándose otra vez las monedas. Ya se acordará.
Sí, claro. Esfúmate.
Llegó la hora, ya estaba todo listo.
Aprieta los dientes y sonríe, muchacha, le dijo Irena a su pupila. Pronto habrá pasado lo peor.
¡Y ahora, el momento que todos estaban esperando! Con ustedes, la bella Paulette…
¡Bravo! ¡Hurra!
El Salón Adriático estaba lleno a reventar. Irena iba dilatando el momento del sorteo, mientras seguía vendiendo bebidas. Tal vez lo dilató demasiado. Poco antes de que sacara el número que ya tenía preparado, entró en la taberna un grupo de soldados, dirigidos por el Sargento Valeriano Aranda.
¡Alto ahí! ¡Por orden del Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la región, el sorteo queda suspendido!
Se elevaron voces de protesta.
Señora Suker, tengo órdenes de llevarla detenida, dijo el Sargento. Usted disculpe.
Paulette se escapó por el pasillo que daba al fondo. Los milicos debieron tirar un par de tiros al aire, para dispersar a la concurrencia.
¡Fuera! ¡Fuera todos de aquí! De lo contrario…
***
La sangre no llegó al río. En el cuartel no contaban con una celda para mujeres así que, tras unas horas de detención y una reprimenda, Irena fue puesta otra vez en libertad. Antes debió firmar un papel, en el que se comprometía a pagar una fuerte multa.
¡Diablos! ¡Maldita sea!
Eso no era nada, comparado con lo que significaba devolver el dinero de los números vendidos. Una auténtica fortuna.
¡Lo mataré! ¡Juro que lo mataré!
Contrario a lo que creía, no fue el Cabo Contreras el que fue con el cuento a las autoridades. Se trató, después lo supo, ni más ni menos que ese esperpento del sastre… Él le advirtió a la Señora Manuelita, la esposa del Gobernador, de la infamia que se tramaba.
Esa poveretta muchacha, Signora Manuelita. Una ragazza inochente…
La Señora Manuelita cruzó la calle y fue a pincharlo a su marido, que ahí nomás mandó a los soldados. Ni lerdo ni perezoso, don Chicho se presentó tres días después en el rancho de la Lavandera. Qué fue lo que habló con la borrachina de Flora, nadie lo supo, qué le ofreció por la mano de su hija. Seguro le salió más barato que encargarle una mujer a su primo Gaetano, o que ir a buscarse una él mismo a Buenos Aires…
¡Maldito bufón italiano! ¡Condenado farsante! ¡Saco de excrementos!
Todo se resolvió en el término de una semana. ¿Para qué demorarlo?
¿Y Usted, Eduarda Francisca Aranda, toma por esposo a don Doménico Pietralacqua, para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad…
La boda no se llevó a cabo en la Parroquia, sino en el edificio de la gobernación: la primera boda según la nueva Ley de Matrimonio Civil que se celebraba en Punta Arenas. En vez del Cura, fue el Mayor García Lacroix el que ofició la ceremonia. Doña Manuelita y Herr Hoffmann fueron los testigos.
…hasta que la muerte los separe?
La joven, que ya no era Paulette, sino Lalita otra vez, miró hacia atrás, tratando de distinguir entre el gentío el rostro de la única persona que la hubiera hecho retroceder, del único hombre que había amado alguna vez. No estaba allí. No había ni rastros de Bernardo.
Sí, acepto, dijo al fin.
Hubo un suspiro generalizado.
Yo los declaro marido y mujer.
Aplausos, risas.
¡Vivan los novios! ¡Vivan!
.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.
Para dejar un comentario, por favor diríjase a:
https://www.facebook.com/ditataroitberg